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Martirologio Romano: En Altötting, en la región alemana de Baviera, san Conrado de Parzham (Juan) Birndorfer, religioso de la Orden de Hermanos Menores Capuchinos, que durante más de cuarenta años ejerció el humilde oficio de portero, siempre generoso con los pobres, y que nunca dejaba marchar a un menesteroso sin haberle ofrecido una ayuda cristiana con sus amables palabras (1891).

Etimológicamente: Conrado = Aquel que da consejos inteligentes, es de origen germánico.



Hermano religioso que nació en Parzham (Alemania), de padres labradores, y, después de una juventud ejemplar, profesó en la Orden capuchina en 1842. Durante cuarenta y tres años ejerció el oficio de portero en el convento de Altötting (Baviera), célebre santuario mariano, dando a todos ejemplo de oración, caridad activa y paciencia. Lo canonizó Pío XI en 1934.

Este admirable santo capuchino es, como quien dice, de ayer. El autor de estas líneas recuerda que el día en que fray Conrado fue beatificado, 15 de junio de 1930, tuvo la dicha de comentar sus virtudes en compañía de un anciano misionero de la Araucanía (Chile), que vivió varios años en el mismo convento en que nuestro santo era portero. Su figura tiene toda la frescura de las flores recién cortadas; sus ejemplos son de una actualidad que debe hacernos mucho bien, y esa actualidad añade un nuevo encanto a la vida ejemplar de este santo capuchino.


A nadie se le habría ocurrido pensar jamás que la portería de un convento pueda ser campo propicio para grandes hazañas, ni pedestal apropiado para conseguir la inmortalidad. Una puerta y una campana, y junto a ellas un hombre sin literatura y sin armas, un hombre que va envejeciendo poco a poco, con una tenue sonrisa en los labios, que no grita, ni escribe, ni pronuncia discursos, que casi no habla, que se mueve pausadamente atendiendo a los innumerables llamados de los que llegan al convento. Éste es el hombre, famoso hoy en todo el mundo, y ése fue el escenario donde se deslizó toda su vida, recogida y silenciosa.


Debo confesar que los capuchinos fuimos los primeros en sorprendernos al escuchar las maravillas y portentos que se contaban de aquel humilde hermanito lego que perteneció a nuestra numerosa familia; los primeros en asombrarnos ante los rápidos procesos de beatificación y canonización de aquel religioso que murió hace pocos años, dejando en los libros de su convento apenas un nombre, desprovisto, al parecer, de todo relieve y de toda gloria.


Cuando comenzó a hablarse de fray Conrado, viose al punto que no era «uno de tantos», uno más entre esos buenos religiosos que viven y mueren en nuestra compañía, dedicados al silencio y a la oración. La figura del portero de Altötting empezó a crecer victoriosa, se agigantó con el estudio minucioso de sus virtudes; y entonces caímos en la cuenta de que realmente nos encontrábamos ante un hombre extraordinario, ante un prodigioso santo, digno de figurar entre las almas más puras y perfectas de la Orden Seráfica.


Los milagros que siguieron a estos comienzos de gloria vinieron a demostrarnos que Dios quería fijar la atención del mundo moderno en este religioso de nuestros días, confundiendo la soberbia de los grandes, caldeando la frialdad de los tibios, enseñando a todos de manera admirable los rumbos olvidados de la perfección cristiana.


La vida de este santo moderno es, además, para nosotros los capuchinos, una garantía de que el primitivo y austero espíritu de nuestra Orden se conserva en su prístino vigor, de que es posible la perfección en todos los siglos, si seguimos los excelsos caminos trillados por nuestros mayores.


Hay también otra lección para todos los cristianos en la vida sencilla de San Conrado; y es que la santidad no consiste en obras extraordinarias, ni en penitencias asombrosas, ni en oraciones extáticas, sino en la simple y pura observancia de los deberes propios de cada uno, bajo el impulso de la gracia y del amor a Dios.


Fray Conrado nació en 1818 en la pequeña aldea de Parzham (Baviera), de padres cristianos. Bartolomé Birndorfer y Gertrudis Niedermaier, labradores acomodados, eran el tipo de esos fornidos campesinos alemanes que saben unir la piedad con el trabajo, el tesón con la dulzura.


Cuando nacía un hijo en aquel hogar, no se permitía a los demás hermanos acercarse a él para darle el beso de la fraternidad, antes de que fuese bautizado. Juan, nuestro santo, fue hecho cristiano el mismo día de su nacimiento; después de la ceremonia, llamó Gertrudis a sus ocho hijos, y, presentándoles al nuevo vástago, les dijo: «Ahora sí, abrazadle, besadle... Juanito es un ángel, un amigo de Dios».


La vida de esta familia es un modelo de honradez y de poesía cristiana. «Rezan todos juntos, y de rodillas, el Ángelus y el rosario», cuenta un testigo; se fomenta la devoción a la Virgen; se narran las historias del Antiguo y Nuevo Testamento, que tanto agradan a los niños; se vive una vida de paz inalterable; de suerte que un anciano que estuvo muchos años al servicio de aquella casa ha podido decir al fin de sus días: «En la casa de los Birndorfer la vida era un idilio sagrado y patriarcal».


Una persona que conoció por aquellos días al pequeño Juan, ha dicho: «Le gustaba orar y oír hablar de Dios».


Es fácil imaginarse al piadoso niño, sentado en su sillita baja, al amor de la lumbre, escuchando atentamente las enseñanzas de sus padres... Los ojos, iluminados por el fuego y embellecidos por la inocencia, mirarían fijos y candorosos, ora al padre, ora a la madre, sin perder una tilde de tan preciosas lecciones. Su corazón sentiría crecer las santas emociones del amor divino, los nobles deseos de la santidad, el horror a todo pecado, la simpatía por la virtud. Un día, le llamaría la atención la vida de un santo, se entusiasmaría con algún ejemplo de penitencia o de oración, y se recogería interiormente para decirse con firme esperanza: «Así seré yo».


Su madre, viéndole tan atento, le hacía con frecuencia esta pregunta: «Juan, ¿quieres amar a Dios?»; y él contestaba con ansia: «Mamá, enséñeme usted cómo debo amarle con todas mis fuerzas».


El párroco del pueblo empezó a interesarse vivamente por aquel niño que, a los seis años, sabía el catecismo y hablaba de las verdades religiosas con la seriedad de un hombrecito, y cuya conducta angelical era un modelo precioso para todos. Entre sus compañeros de estudio o de juego, la presencia de Juanito Birndorfer era el más eficaz de los sermones; en la escuela, en la calle o en el templo, el pequeño era ya considerado como un futuro santo. Un día, uno de sus compañeros de juego lanzó colérico una blasfemia contra Dios y la Virgen. Juan palideció repentinamente como herido por un rayo, las lagrimas saltaron de sus ojos, y cayó de rodillas implorando misericordia para el blasfemo.


Según iba creciendo en edad, se confirmaba en el espíritu de recogimiento y de oración, que sería más tarde el alimento preferido de su vida religiosa. Todas las criaturas le hablaban de Dios y le impulsaban al amor y a la alabanza del Creador: el espíritu de San Francisco de Asís, eminentemente poético, entraba pleno de encantos en aquel corazón sensible e inocente.


Hasta los catorce años, la vida del joven fue una sucesión continua de las más puras alegrías y de apacibles goces familiares; pero muy pronto la mano de Dios quiso probarle también en el áspero camino del dolor. Bartolomé y Gertrudis murieron santamente, dejando a sus diez hijos el recuerdo de las más altas virtudes. Las lágrimas de la resignación vinieron a ser el bálsamo cristiano de aquella familia huérfana. Y la paz siguió inalterable, presidiendo la vida de todos, gracias a la influencia y exquisito tacto de Juan a quien todos sus hermanos, a pesar de sus pocos años, obedecían y respetaban como a jefe moral y representante perfecto de las virtudes de los padres difuntos. «Los hermanos Birndorfer -dice un testigo- eran muy piadosos y devotos; y, aunque ricos, sin ambiciones y enemigos de todo lujo. Se acercaban con frecuencia a los sacramentos; y en la casa, tanto los amos como los criados, parecían tener un solo corazón y una sola alma».


Nuestro santo siguió practicando cada día con mayor perfección el programa que inició en sus primeros años: trabajo, obediencia a los mayores, soledad y oración en todos los momentos libres. Si el día no fue propicio para la vida del espíritu, aprovecha la noche para sus oraciones y penitencias. Un día, su hermana Teresa entró en el dormitorio de Juan y vio que la cama estaba perfectamente arreglada. «¿Qué te pasa? -preguntó solícita a su hermano-. ¿Por qué no te has acostado esta noche?». «¿Y crees tú -le contestó él sonriente- que no sé hacer la cama tan bien como cualquiera?». Desde aquel día, para evitar sospechas, desarregla el lecho con tal arte, que nadie nota ya sus vigilias y oraciones nocturnas.


Un amor va creciendo pujante en su alma: es el amor a la Madre de Dios, cuyo santuario de Altötting, famoso en Alemania, atrae su corazón con fuerza irresistible. En las frecuentes visitas que hace a su Señora, le parece que una voz sale de la imagen y le invita con cariñoso acento: «Quédate aquí; ésta es tu casa».


También le encanta la vida admirable del Patriarca de Asís; y para imitar sus virtudes, se hace hijo y discípulo suyo, inscribiéndose en la Orden Tercera de Penitencia, hoy llamada también Orden Franciscana Seglar.


Pero una inquietud interna le insta a mayores alturas, siente algo extraño, parecido a un llamamiento de Dios; el mundo le hastía, las riquezas le repugnan, los peligros le amedrentan. Es la vocación religiosa que no le dejará sosegar hasta conseguir su total renuncia a la tierra para vivir en el cielo.


Consulta con su confesor, pide a la Virgen de Altötting que le muestre claramente la voluntad del Señor, redobla las plegarias y las mortificaciones, y un día su director espiritual le dice sin rodeos: «Dios te quiere capuchino». En pocos días sus actividades se orientan en derredor de esa única idea: reparte sus cuantiosos bienes entre los pobres y la parroquia, se presenta al Provincial de los capuchinos y se fija el día de su ingreso en el convento. Vuelve a su casa, reúne a todos los miembros de la familia y les da la gran noticia con la alegría de un triunfador. Uno de sus sobrinitos recordará, después de sesenta años, aquella emocionante escena de renunciamiento y de firmeza espiritual, entre las lágrimas de toda la familia.


Juan Birndorfer toma el hábito capuchino en el convento de Laufen, a los treinta y tres años de edad, el día 17 de septiembre de 1851, fiesta de las llagas de San Francisco, y recibe su nuevo nombre: Conrado de Parzham.


Desde ese día hasta el momento de la muerte, los cuarenta y tres años de la vida religiosa de este hermano lego son, a nuestros ojos, de una monotonía desconcertante; en todo ese tiempo no hay un suceso que pueda llamar nuestra atención, nada que merezca los honores de un comentario. Pero, a los ojos del espíritu y de la fe, el alma de fray Conrado era como el águila que ha emprendido su vuelo y que no lo terminará ni descansará hasta llegar a la cima de la más excelsa perfección.


El padre Maestro de novicios le somete a duras pruebas de obediencia, a humillaciones y trabajos; le hace pasar, delante de la comunidad, como hipócrita y presuntuoso, y hasta llega a negarle la sagrada Comunión... Fray Conrado recibe las reprimendas mejor que si fueran elogios, y aun le parece que el padre Maestro se queda corto en los castigos. «¿Qué pensabas? -se dice a sí mismo-; ¿creías que ibas a recibir caricias como los niños?».


No sería exacta la frase si dijéramos que la oración del nuevo religioso era frecuente; supo armonizar con tal arte el trabajo y la meditación, su vida interior era tan intensa, que es más propio asegurar que su oración duró lo mismo que su vida, sin interrupciones de ninguna clase. Esto es lo que se deduce de los testimonios de religiosos que vivieron muchos años con fray Conrado, y eso es lo que él mismo dice en un cuadernito de apuntes que escribió durante el noviciado y que cumplió fielmente hasta el último suspiro: «Adquiriré la costumbre de estar siempre en la presencia de Dios. Observaré riguroso silencio en cuanto me sea posible. Así me preservaré de muchos defectos, para entretenerme mejor en coloquios con mi Dios».


Apenas hecha la profesión religiosa, sus superiores le dieron una grata noticia: deberá ir de portero al convento de Santa Ana de Altötting, a pocos metros del célebre santuario de su querida Virgen. Y fray Conrado, lleno de gozo, se instala en aquella portería que no había de abandonar en toda su larga existencia.


La portería de Altötting es quizá una de las más importantes y movidas de los conventos capuchinos. Miles de peregrinos acuden sin cesar al devoto santuario. Ordinariamente, el cargo de portero se confía a religiosos maduros, de tacto exquisito, de sólida piedad y de paciencia inalterable. Los superiores de fray Conrado vieron en él al portero ideal, y la experiencia demostró con creces el acierto de aquella elección.


Así como otros se han santificado en el vasto terreno de un apostolado multiforme, nuestro santo comenzó a santificarse en el reducido espacio alrededor de la puerta de un convento. El Sumo Pontífice Pío XI, en la homilía de la canonización de San Conrado, sintetizó toda su vida aplicándole las palabras que los campesinos de Judea decían de Jesucristo: «Todo lo hizo bien».


El humilde lego se convenció de que, en su oficio, cabían todas las virtudes cristianas y toda la perfección religiosa; y desde el primer momento se esforzó por poner en práctica su precioso programa.


El fundamento de todos sus esfuerzos, el secreto del admirable dominio del espíritu, fue una oración incesante y ardorosa: era el hombre que vivía arrobado en el cielo, el serafín que cada día se inflamaba más en el amor de Dios, el paje fiel de la Reina de los Ángeles, la lámpara siempre encendida del Sagrario. Es necesaria la gran habilidad de los santos para saber conservar tan hondo recogimiento en medio del ajetreo mareador de una portería como aquélla. «La campanilla de la puerta -dice un escritor- estaba en movimiento todo el día; ya eran los religiosos que iban a sus trabajos o regresaban del ministerio; ya los peregrinos que a centenares encargaban misas, o pedían que se les bendijera algún objeto piadoso; ya los fieles que llamaban a algún padre para confesarse o pedir consejo; ya los numerosos pobres que a cada instante llegaban a pedir pan, comida o vestidos». Fray Conrado se asustó los primeros días, creyendo que su espíritu naufragaría en el vaivén incesante de la puerta que se abría y cerraba sin descanso. Miraba la quietud de la noche como un puerto seguro, y aprovechaba las horas del sueño y de la soledad para postrarse en un rincón de la iglesia, y allí se entretenía largo rato en coloquios con su Dios, caldeando el espíritu en la hoguera del amor divino, fuente de consuelos y de energías para su alma. Muy pronto, el miedo de la portería y de sus trajines se trocó en un sabroso placer; el sonido de la campana fue para el portero como la voz de Cristo, las peticiones de los visitantes eran acogidas con una sonrisa de cariño, las idas y venidas por el claustro eran una oración ferviente que llegaba a las efusiones del éxtasis.


Fray Conrado había hallado, además, un tesoro escondido; junto a la puerta encontró una celdilla pequeña y oscura, oculta debajo de la escalera, rincón que nadie habitaba y que era conocido con el nombre de «celda de San Alejo». El corazón de fray Conrado saltó de gozo al fijarse en la única ventanita que tenía aquel cuchitril: daba precisamente a la iglesia, y desde allí podría ver, siempre que lo quisiera, su amado Sagrario. El santo portero bendijo a Dios por el hallazgo inesperado, subió a la celda del padre Guardián y le rogó con infantil insistencia que le permitiera habitar en la «celda de San Alejo». Fray Conrado no la hubiera cambiado por nada del mundo; desde entonces sería el nido de sus amores, su cielo en la tierra. Al encerrarse en su rincón todos los momentos libres, nadie notaría sus fervores, sus plegarias, sus penitencias; allí podría dar rienda suelta a todas las efusiones de su corazón; y cuando suene la campana, saldrá sin meter ruido, y estará en la portería antes que puedan impacientarse los visitantes. ¡Qué poco necesita fray Conrado para estar contento! ¡Cómo se puede encontrar el paraíso debajo de una escalera!


La vida del santo portero, durante los cuarenta años de permanencia en Altötting, estuvo sujeta a un horario jamás alterado. A las tres de la mañana, baja a la iglesia, hace una larga oración, prepara la sacristía, adorna los altares, ayuda las primeras misas en el santuario de María, mientras el hermano sacristán, enfermo y anciano, puede gozar de un poco de reposo. En la primera misa, fray Conrado comulga todos los días con la compostura y el fervor de un serafín; los superiores, en atención a su angelical pureza y a los evidentes frutos que sacaba del banquete eucarístico, le concedieron esa gracia, a pesar de que la comunión diaria era entonces un caso excepcional.


Uno de los más grandes amores del santo portero era la devoción a Jesús Crucificado. «El crucifijo es mi libro -decía-; una mirada a la cruz me enseña en cada momento el modo de portarme». Cuando fray Conrado hacía el Vía-crucis, las lágrimas saltaban de sus ojos, y parecía no poder apartarse de las distintas estaciones; no menos de una hora empleaba en ese piadoso ejercicio, sacando de él aquella humildad y mansedumbre que eran sus rasgos más característicos y visibles. La vida penitente de nuestro santo tuvo en la cruz su origen, su sostén y su poesía.


La devoción a la Virgen María es otro delicado matiz de esta alma llena de perfecciones. Desde los primeros años de su vida aprendió, de labios de su santa madre, el amor a María. La edad no hizo sino robustecer y hermosear esta devoción. En el convento de Altötting es el portero de la Virgen, el celoso propagador de su culto, el apóstol de sus bondades y el juglar enamorado de la Reina de los cielos. Los que llamaban a la puerta, ya sabían que las primeras palabras de fray Conrado serían un saludo cortés mezclado con una invitación al amor de Jesús y María. En la «celda de San Alejo» rezaba diariamente el oficio parvo de la Virgen y la corona de la Inmaculada, leía libros que trataban de sus virtudes y de sus glorias, meditaba en sus perfecciones, dirigía frecuentes miradas hacia el altar de su Reina.


Un estudiante de Neutötting cuenta el caso siguiente: «Un día observé cómo el ardor de su devoción a María se manifestaba de una manera visible y prodigiosa. Globos resplandecientes, como de fuego, salían de sus labios y subían hasta la imagen de la Madre de Dios. Después presencié muchas veces el mismo fenómeno». Otras muchas personas fueron testigos de parecido espectáculo. No era un secreto para nadie que el portero de los capuchinos de Altötting estaba enamorado de su celestial Señora.


La mansedumbre y la caridad de fray Conrado se hicieron proverbiales en toda la comarca. Las pruebas más crueles llovían sobre él; pero jamás se le vio perder un átomo de aquellas virtudes. Había en la vecindad una pobre mujer, medio demente, que, durante más de veinte años, molestó al santo portero con impertinencias e insultos de la más baja índole. Fray Conrado le daba todos los días lo mejor de sus limosnas, recibía las palabras de la loca con una sonrisa de indulgencia, y siempre tenía para ella una frase de piedad y de simpatía.


Una vez, después de haber repartido a numerosos pobres todo lo que tenía a su alcance, se presentó un pordiosero de feroz catadura. Fray Conrado, compadecido de su aspecto miserable, le dijo amablemente: «Voy a ver si encuentro algo para ti». Y a los pocos minutos regresó de la cocina con un plato de sopa, humeante y apetitosa. El mendigo prueba con avidez la primera cucharada, pero no la encuentra a su gusto. Levanta el plato en sus manos y, en un arrebato de ira, lo lanza al suelo gritando fuera de sí: «Cómetela tú si quieres, frailón». Fray Conrado, sin turbarse, se arrodilla tranquilamente, recoge los trozos del plato y dice al iracundo mendigo: «¿No te gusta? Espérame un instante; voy a traerte otra cosa mejor». Y en efecto, vuelve a la cocina y regresa rápidamente con otro alimento más sabroso.


Otras veces, los niños abusan de su paciencia heroica. Llaman a la puerta, y se esconden en cuanto ven que el portero aparece. Al minuto, otra llamada y otro chasco; y así muchas veces, sin conseguir que fray Conrado pierda por un momento su admirable mansedumbre.


Desde la ventanita de su portería, fray Conrado ejecutaba un apostolado intenso y variado, cuyos frutos se recogían en abundancia por todas partes. En una ocasión, un Padre vio en la iglesia a un joven con todo el aspecto de un criminal, pero de un criminal arrepentido, porque estaba llorando amargamente y sin consuelo. El Padre le preguntó: «¿Por qué lloras?» Y el joven, avergonzado y tembloroso, le contestó: «Porque soy el mayor pecador del mundo. Pero quiero confesarme y enmendarme. He ido a pedir un pedazo de pan a fray Conrado, y al darme la limosna ha fijado en mí su dulce mirada con tal insistencia y con tan elocuente reproche, que me ha conmovido y quiero cambiar de vida. Quiero que fray Conrado pueda mirarme de otro modo».


Otro día, el portero comenzó a reprender a una joven vestida con poca decencia, y añadió proféticamente: «Señorita, vístase mejor, que ese traje que lleva es indigno de una futura monja». La muchacha, algunos años más tarde, fue una religiosa ejemplar.


Otras veces reúne junto a la puerta a varios granujillas y, adivinando su ignorancia religiosa, les enseña pacientemente todo el catecismo y les prepara para la primera comunión.


Pero su apostolado irresistible es el del ejemplo de todas las virtudes. Una señora que le conoció escribe: «La venerable figura de fray Conrado está todavía vivamente impresa en mi memoria. Recuerdo hasta el presente su modo de presentarse en la portería, con los ojos bajos, la cabeza inclinada, con el rosario o el crucifijo en la mano y moviendo los labios que no cesaban de rezar».


«Quienquiera que lo veía -escribe un sacerdote amigo de nuestro santo-, se sentía lleno de veneración hacia él y movido a imitarle. Por su rostro se adivinaba la unión íntima de su corazón con Dios, y se tenía la impresión de hallarse ante un santo».


Los vagabundos y mendigos llegaban a sentir tal emoción ante él, que muchos de ellos acabaron por hacerse religiosos, movidos por la santidad de fray Conrado, que era el mejor amigo de los pobres, su consuelo, su maestro y su padre.


Sólo él parecía ignorar sus méritos y virtudes, cuya fama empezaba a divulgarse por toda Alemania; la humildad le hacía creerse el más grande de los pecadores. Cuando alguien le pedía el auxilio y valimiento de sus oraciones, el humilde portero solía decir con deliciosa ingenuidad: «¡Pedirme oraciones a mí! Ya se ve que usted no me conoce. De todos modos, lo mejor será que nos encomendemos mutuamente». El padre Victricio, Provincial de Baviera, hombre de eminente virtud, a quien esperamos ver pronto en los altares, un día alabó calurosamente la virtud de fray Conrado en presencia de varios religiosos. El buen hermanito, confuso ante aquellos elogios, rompió en amargo llanto y exclamó lleno de vergüenza: «¡Qué ocurrencias tienen los santos!», atribuyendo a una desmesurada bondad del padre Victricio aquellas alabanzas, que le dolían más que los vituperios.


Los dones sobrenaturales de profecía y adivinación con que Dios favoreció a fray Conrado, dieron a veces a los religiosos del convento sorpresas desagradables. Un Padre, que debía predicar un sermón de mucho compromiso, se retiró para preparar más tranquilamente su trabajo. Creíase libre de toda molestia, escondido en lo más alto de la torre, y empezó a repasar su sermón. A los pocos minutos, siente la voz del santo portero, que le llama desde la escalera y le dice que una persona le espera en el confesonario.


Terminemos este rápido bosquejo de la vida de San Conrado con algunas frases expresivas de su propia pluma. Son trozos de sus cartas y de sus apuntes espirituales, que afortunadamente se conservan como preciosas reliquias. «Mi vida -escribe- consiste en amar y padecer. En el amor de mi Dios no hallo nunca límite, y no hay cosa en el mundo que me sea obstáculo para ese amor. Me encuentro unido con mi Amado mucho más de lo que puede expresarse con palabras; y las mismas ocupaciones, que son múltiples, no tienen otro efecto que estrecharme más y más a Él. Le hablo con toda confianza, como un niño a su padre...». «Me asalta el temor -dice en una carta- de no amar a Dios, ¡yo, que quisiera ser un serafín de amor e invitar a todas las criaturas para que me ayudasen a amar a mi Dios! Voy a terminar, porque esto va demasiado largo. El amor no conoce límites».


Así, con esa sencillez encantadora y con esos arrebatos que parecen copiados de una epístola de San Pablo, expresaba el santo portero sus anhelos de toda la vida. Y en esa atmósfera de amor divino vivió hasta que su corazón dejó de palpitar en la tierra.


Fray Conrado fue haciéndose viejo sin sentirlo. Llegó a los setenta y seis años con las mismas aspiraciones de la juventud. Su barba blanca y sus cabellos canos eran ya una aureola de madurez y de candor. Un día, después de comulgar con inusitados transportes de fervor, siente el llamamiento del cielo. Las piernas se niegan a sostenerle en la tierra. Apoyado en su bastón, con el aliento entrecortado, llama a la puerta del padre Guardián y le dice: «Padre, ya no puedo más».


Tres días de lenta agonía; nuevos incendios de amor al recibir los últimos sacramentos; el amor a su Dios, como una llamita temblorosa, en los ojos, en los labios, en el corazón. La lámpara del sagrario aletea moribunda... De repente, suena la campana de la portería y vuelve a sonar. El portero suplente debe de estar ocupado; no hay nadie que acuda al imperioso sonido que llega a los oídos del enfermo. Fray Conrado se levanta, toma una vela en la mano, requiere su bastón y sale por el claustro apoyándose en la pared. Un joven religioso que le vio a punto de caer pudo convencerle de su temeridad y le ayudó a acostarse.


El sábado 21 de abril de 1894, día dedicado a la Virgen, mientras la campana de la torre tocaba el Ángelus, fray Conrado, el portero de María, se durmió plácidamente, para despertar junto a su querida Reina. Uno de los presentes, viendo su última mirada de felicidad, exclamó: «La Santísima Virgen, sin duda, ha venido a llevar al cielo el alma de fray Conrado».


Apenas el cadáver del humilde lego capuchino descansó en el sepulcro, la fama de sus virtudes traspasó los límites de su patria y llegó rápidamente hasta los últimos rincones del mundo. El milagro, sello que suele poner Dios a sus obras, vino también a glorificar la santidad del desconocido portero de Altötting.


Dios quiso manifestar, con un elocuente prodigio, lo mucho que se había complacido con la devoción de fray Conrado a su Madre Santísima: el dedo anular de la mano izquierda, en el cual nuestro santo acostumbraba a sujetar el rosario, se conserva todavía sin corrupción.


Los procesos de beatificación y canonización se terminaron con gran rapidez: el 15 junio de 1930 fray Conrado fue beatificado y el 20 de mayo de 1934 canonizado: la Iglesia Católica proclamaba por boca de Pío XI la gloria de San Conrado de Parzham.



11:38 p.m.
Martirologio Romano: En Roma, conmemoración de san Apolonio, filósofo y mártir, que, en tiempo del emperador Cómodo, ante el prefecto Perenio y el Senado defendió con aguda palabra la causa de la fe cristiana, que confirmó con el testimonio de su sangre al ser condenado a la pena capital (185).

Etimológicamente: Apolonio = Aquel que brilla, es de origen griego.



Apolonio, senador romano, era conocido entre los cristianos de la Urbe por su elevada condición social y profunda cultura. Denunciado probablemente por un esclavo suyo, el juez invitó a Apolonio a sincerarse frente al senado.

El presentó -escribe Eusebio de Cesarea- una elocuentísima defensa de la propia fe, pero igualmente fue condenado a muerte.


El procónsul Perenio, en atención a la nobleza y fama de Apolonio deseaba sinceramente salvarlo, pero se vio obligado a pronunciar la condena por el decreto del emperador Cómodo (alrededor del año 185).


Reproducimos aquí algunos pasajes del proceso, en que el mártir afirma su amor por la vida, recuerda las normas morales de los cristianos recibidas del Señor Jesús, y proclama la esperanza en una vida futura.


Apolonio: Los decretos de los hombres no pueden suprimir el decreto de Dios; más creyentes ustedes maten, y más se multiplicará su número por obra de Dios. Nosotros no encontramos duro el morir por el verdadero Dios, porque por medio de él somos lo que somos; por no morir de una mala muerte, lo soportamos todo con constancia; ya vivos, ya muertos, somos del Señor.

Perenio: ¡Con estas ideas, Apolonio, tú sientes gusto en morir!

Apolonio: Yo experimento gusto en la vida, pero es por amor a la vida que no temo en absoluto la muerte; indudablemente, no hay cosa más preciosa que la vida, pero que la vida eterna, que es inmortalidad del alma que ha vivido bien en esta vida terrena. El Logos (= Palabra) de Dios, nuestro Salvador Jesucristo "nos enseñó a frenar la ira, a moderar el deseo, a mortificar la concupiscencia, a superar los dolores, a estar abiertos y sociables, a incrementar la amistad, a destruir la vanagloria, a no tratar de vengarnos contra aquellos que nos hacen mal, a despreciar la muerte por la ley de Dios, a no devolver ofensa por ofensa, sino a soportarla, a creer en la ley que él nos ha dado, a honrar al soberano, a venerar solamente a Dios inmortal, a creer en el alma inmortal, en el juicio que vendrá después de la muerte, a esperar en el premio de los sacrificios hechos por virtud, que el Señor concederá a quienes hayan vivido santamente.


Cuando el juez pronunció la sentencia de muerte, Apolonio dijo: "Doy gracias a mi Dios, procónsul Perenio, juntamente con todos aquellos que reconocen como Dios al omnipotente y unigénito Hijo suyo Jesucristo y al Espíritu santo, también por esta sentencia tuya que para mí es fuente de salvación".


Apolonio murió decapitado en Roma el domingo 21 de abril. Eusebio comenta así la muerte de Apolonio: "El mártir, muy amado por Dios, fue un santísimo luchador de Cristo, que fue al encuentro del martirio con alma pura y corazón fervoroso. Siguiendo su fúlgido ejemplo, vivifiquemos nuestra alma con la fe".

Sabemos también por el mismo Eusebio que el acusador de Apolonio - como también más tarde el del futuro papa Calixto- fue condenado a tener las piernas quebradas. En efecto, según una disposición imperial, que Tertuliano (Ad Scap. IV, 3) atribuye a Marco Aurelio, los acusadores de los cristianos debían ser condenados a muerte. Las Actas del martirio de Apolonio, descubiertos en el siglo pasado, existen hoy en versión original armenia y griega y en varias traducciones modernas (de las "Actas de los antiguos mártires", incorporadas en Eusebio,"Historia Eclesiástica", V, 21).


Reproducido con autorización de Catacombe.Roma.it



11:37 p.m.
Martirologio Romano: En Roma, san Aniceto, papa, que recibió fraternalmente como huésped insigne a san Policarpo, para tratar juntos acerca de la fecha de la Pascua (c. 166).

Etimológicamente: Aniceto = Aquel hombre de gran fuerza, es de origen griego.



Las noticias que tenemos sobre su vida son pocas. Es el décimo sucesor de San Pedro; fue Papa entre San Pío I y San Sotero; rigió a la Iglesia por el tiempo que duran once años- desde el 155 al 166- y era originario de Emesa, en Siria.

Las circunstancias en las que trabajó vienen dadas por la situación social, política, económica y cultural de la época. En el siglo II se utilizaba el griego como lengua cultual; los Papas suelen ser provenientes de familias humildes del pueblo; ser elegido para ese servicio era elección para el martirio (hasta el siglo IV todos los Papas dieron su vida por la fe).


El cuidado o servicio a los hermanos tenía que ser intenso, sacrificado, valiente, generoso y muy exigente pero lleno de bondad. Los discípulos de Jesús que aumentaban cada día llevaban aún una existencia precaria aún en los períodos de paz. Incluso con los Antoninos, la muerte para el cristiano podía estar detrás de cualquier acusación o acontecimiento; hasta el estoico Marco Aurelio pensó que la paciencia de los mártires cristianos era fanatismo.


Había que esforzarse en llevar a los paganos el misterio, porque el Reino era también para darlo a ellos. Fué preciso contrarrestar a los pensantes paganos listos que, con sarcasmo, ironía y calumnia, ridiculizaban el espíritu y vida de los cristianos. Por eso la fe se hizo, además, apología.


A los cuidados hacia fuera hay que añadir la atención primaria de la grey con los problemas que surgen desde dentro. Ya pululaban por doquier versiones cristianas de fe que no coincidían con el genuino modelo y era preciso mantener a cualquier precio la pureza de la fe recibida. Esa era la situación del complejo sistema que luego se llamó gnosticismo -se tienen por cristianos y enseñan el secreto conocimiento de lo divino, reciben influencias platónicas y de religiones dualistas persas, forman grupos cerrados, niegan la muerte expiatoria de Jesús y rechazan la resurrección del cuerpo terrenal-.


Marción era gnóstico, vivió en Roma y en tiempo del Papa Aniceto; decía que había dos principios: el bueno era Dios y el espíritu maléfico creó el mundo, la materia y el cuerpo; se hizo rico con negocios navieros; hacía estrago entre los cristianos sembrando confusión y negando el valor del cuerpo con su rigorismo extremo.


En estos cuidados discurrió la vida de Aniceto.


Hubo un asunto peculiar que merece comentario. Policarpo viene a Roma para tratar con el Papa un tema serio. Él fue en su tiempo discípulo directo de San Juan, el apóstol joven, y ahora es el obispo de Esmirna. Con sus ochenta y cinco años quiere dejar acordada la fecha de la principal fiesta cristiana. Los de Oriente siguen la tradición joánica, mientras que los de Occidente siguen la tradición de Pedro. No llegaron a ponerse de acuerdo. Es una cuestión -la de la Pascua- que tardará en resolverse hasta el concilio de Nicea. Pero se despiden en comunión sin romper la unidad ni quebrantar la caridad ¡Todo un ejemplo!


No hay datos explícitos y concluyentes sobre el lugar y modo de su tránsito. El Liber Pontificalis -aunque empleando una expresión extraña por lo inusual- lo coloca entre los mártires; luego, la tradición constante de los martirologios habla de martirio y señala la fecha del 17 de abril, aunque no es unánime. En lo referente al lugar de su enterramiento, se señala en cementerio de san Calixto, donde con frecuencia se enterró a los Papas.


La reliquia de su cabeza fue entregada al arzobispo de Munich, Minucio, en el año 1590, y se venera en la iglesia que rigen los jesuitas en la ciudad. Los restos reposan en el sarcófago que soporta el altar Mayor -el que consagró el cardenal Merry del Val en 1910- de la capilla del Pontificio Colegio Español de Roma; fueron traslados al que entonces era palacio renacentista de los duques de Altemps, en el año 1604. Por eso, en la bóveda está pintada, entre guirnaldas barrocas y múltiples amorcillos, la apoteosis de San Aniceto, con capa desplegada y ascendiendo al cielo.



11:37 p.m.
Martirologio Romano: En Embrún, en la Galia, san Marcelino, primer obispo de esta ciudad, el cual, oriundo de África, convirtió a la fe de Cristo la mayor parte de la población de los Alpes Marítimos, siendo ordenado obispo por san Eusebio de Vercelli (c. 374).

Etimológicamente: Marcelino = Aquel que procede de Marte, con Marte como dios de la guerra romano. Es de origen latino.



Vino al mundo en la provincia romana de Africa y murió en Embrun (Alpes), el 13 de abril del año 374.

Este joven tuvo la feliz idea evangélica de embarcarse con dos compañeros, Domingo y Vicente, con destino a Francia.

Les guiaba llana y simplemente la evangelización de los Alpes franceses.


A sus dos amigos los envió a los Alpes Bajos. El se quedó en Embrun. En seguida, llevado por la urgencia de anunciar el evangelio y para tener un lugar apropiado en donde hacerlo, construyó una capilla en la ciudad.


Para su inauguración invitó a san Eusebio de Vercelli. A pesar de la distancia y de los caminos, vino desde el Piamonte para la consagración de la iglesia y, de camino, lo consagró Obispo.


Se cuenta que, a la vuelta de una incursión apostólica, Marcelino se encontró con una reata de mulos que llevaban sacos de trigo, uno de los arrieros le daba golpes al animal porque había caído muerto de extenuación y agotamiento.


Al ver pasar al obispo, le dijo: "Usted va a hacer sus veces". Y así lo hizo. Cargó con el trigo hasta el pueblo. Cuando los cristianos lo vieron llegar de esta forma extraña, quisieron hacerle daño al arriero, pero Marcelino se lo impidió: "No le hagáis daño, es mi bienhechor. ¿No me ha permitido imitar un poco a Aquel que cargó con nuestros pecados y quiso llevar la cruz de la salvación?".


Con estas pruebas de amor a Cristo, la gente se quedó alucinada. Gracias a esto, le fue más fácil lograr conversiones para la fe cristiana.


Junto a este amor limpio y sincero para con todo el mundo, también supo luchar con ahínco contra el arrianismo que quería implantar Constancio II en todo el Occidente. Por eso, alguna que otra vez tuvo que huir a las montañas para que no lo cogieran los funcionarios imperiales. Al morir el emperador, quedó libre.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!



11:37 p.m.
Esta santa padeció el martirio durante la persecución del emperador Diocleciano.

Era la mujer de un alto oficial de la armada del emperador Diocleciano (284-305) de nombre Sócrates, entonces residentes en Antioquía y ambos cristianos; pero Sócrates, por temor a perder su puesto en el ejército, renegó de la fe cristiana mientras que Sara, por el contrario, continuó profesándola fielmente.


Tuvieron dos hijos a los cuales, por la persecución, no pudo hacerlos bautizar en Antioquía, por lo que decidió trasladarse a Alejandría de Egipto. Se embarcó entonces con sus dos hijos con este propósito, pero la travesía peligró a causa del mar agitado que, llegando a cierto punto, arremetía contra la embarcación con tanta furia que todos temían un naufragio.


Sara, preocupada por la salvación de sus dos hijos, tanto la corporal como la espiritual, se hizo con el cuchillo una incisión en el pecho y con la sangre que le corría signó con la señal de la cruz la frente de sus niños y después los sumergió por tres veces en el agua del mar, invocando con una fórmula a la Santísima Trinidad.


Pasada la tempestad, el mar se calmó y el viaje prosiguió hasta tocar puerto en Alejandría, donde Sara se dirigió al obispo San Pedro (300-310) para hacer bautizar a sus hijos, no creyendo que fuese suficiente el gesto hecho en alta mar.


El obispo se encontraba precisamente administrando el sacramento del Bautismo a los fieles, por lo que Sara se puso en la fila con sus hijitos a esperar su turno; llegado éste, el agua del lavatorio de improviso se secó, por lo que Sara se volvió a formar otra vez. Por tres veces lo intentó pero en todas las ocasiones el agua se secó.


Al término de la ceremonia el obispo se acercó a Sara y le pidió una explicación; ella le contó las peripecias de su viaje y que por la urgencia había realizado el rito del bautismo; de esta manera, el obispo comprendió la situación y aseguró a Sara que el Bautismo por ella administrado en el momento del peligro había sido totalmente válido y que por ello era inútil repetirlo.


Partió de regreso Sara a Antioquía; llegada a casa, platicó el episodio a su marido, quien a su vez lo contó a Diocleciano.


El emperador mandó llamar a Sara y la interrogó en modo casi brutal que ella, después de una sola respuesta, se quedó en un mutismo completo. Preso de la ira, Diocleciano la condenó a ser quemada viva junto con sus dos hijos.


La única fuente que refiere su vida es el ´Sinassario Alessandrino´, conmemorándola el 20 de abril.



11:37 p.m.
Martirologio Romano: En Pianello Lario, en Italia, beata Clara (Dina) Bosatta, virgen, que, con la ayuda del beato Luis Guanella, fundó la Pequeña Casa de la Divina Providencia (1887).

Etimológicamente: Clara = Aquella que esta limpia de culpa. Es de origen latino.



Pianello Lario es un pequeño pueblo a orillas del lago de Como, al norte de Italia. Rosa y Alejandro están felices porque ha nacido su hija Dina, una más para aumentar la ya numerosa familia. Son muy buenas personas y también buenos cristianos. La llevan enseguida a bautizar.

Cuando Dina tiene tres años, Alejandro muere. ¡Rosa está desolada con tanta familia! ¿Qué hará para sacarlos adelante? Le dice a Marcelina, una de sus hijas mayores, que se encargue ella misma de Dina. Marcelina entonces decide llevarla a un colegio de monjas Ursulinas cercano a Pianello. Allí estudiará y trabajará al mismo tiempo.


Las monjas la aceptan muy bien. Pronto descubren su gran corazón, su espíritu de sacrificio, su deseo de agradar a Jesús en todo.


Quiere ser religiosa y pide la entrada, pero es rechazada. Sufre mucho por esto y vuelve a Pianello. Su hermana Marcelina la acoge con los brazos abiertos y la consuela. El Párroco de Pianello, don Carlos Coppini, ha reunido a un grupo de chicas, entre las que está Marcelina, con el fin de colaborar con él en las obras de la Parroquia: la catequesis, visitar a los enfermos, etc. Marcelina, que es la responsable, propone a Clara integrarse en el grupo.


Finalmente después de algunas dudas, se decide. Lo único que tiene claro es que quiere consagrar su vida al Señor y vivir el Evangelio. Hace la profesión religiosa y se entrega totalmente a Dios.


Tras la muerte de Don Carlos Coppini parece como si todo se acabase. Pero llega a Pianello Don Guanella que soñaba desde hace mucho con fundar una Congregación y se encuentra con unas jóvenes deseosas de servir a Dios y de ayudar a los pobres. Marcelina, se va a visitar al nuevo cura del que había oído de todo y se queda maravillada de su sencillez y su pobreza. “ Este debe ser un santo, dice a las demás compañeras, desde ahora será nuestra guía”.


Dina, se llama ahora Sor Clara. Sabe que puede confiar en Don Guanella y le abre su corazón. Don Guanella se da cuenta que está tratando con alguien muy especial. La ayuda a recorrer el camino de la santidad.


La ve a la cabecera de los enfermos sin contar el tiempo, cuidándoles con inmensa ternura. La ve hablando con Dios largo tiempo. Viviendo sencillamente con muchos sacrificios. Tiene una gran devoción a Jesús Crucificado. Le duele todo lo que ha tenido que sufrir por nosotros. Quiere consolarle de alguna manera.


El corazón grande de Jesús, le atrae y le anima a tener también ella un corazón abierto y disponible para los demás. Intenta amar con todas sus fuerzas. Sabe que el Amor es el más grande de los mandamientos, la esencia del Evangelio.


Don Guanella viendo su madurez y su santidad la manda a fundar una casa a la ciudad de Como. Allí llegará tras una larga noche en barca rezando e invocando la Providencia de Dios.


Pero después de unos meses enferma gravemente y la mandan a Pianello. Durará poco tiempo más, murió el 20 de abril de 1887.


Ofrece su vida por la Congregación que está naciendo.


Juan Pablo II, la beatificó el 21 de abril de 1991 poniéndola de modelo para toda la familia guaneliana y para la Iglesia.



11:09 p.m.
Martirologio Romano: En Roma, en la basílica de San Pedro, san León IX, papa, que primero fue obispo de Tulle durante veinticinco años, en donde defendió enérgicamente a su comunidad, y una vez elegido para la sede romana, reunió varios sínodos para acordar la reforma de la vida del clero y la extirpación de la simonía. ( 1054)

Fecha de canonización: En el año 1082 por el Papa Gregorio VII.





Se llamaba Bruno de Dagsburgo y estaba emparentado con la familia real de Alemania. Había nacido en 1002, en Alsacia, de un hogar cristiano y muy culto.

A temprana edad comenzó a estudiar en la escuela episcopal de Toul, y ya en su juventud dio muestras de estar dotado de notables cualidades. En este tiempo, padeció de una grave enfermedad, cuya curación se atribuyó a san Benito. Desde entonces profesó una especial devoción al santo patriarca.


Canónigo de la iglesia de san Esteban, en Toul, a la muerte del obispo de dicha ciudad fue designado para sucederlo. Un año después su pariente Conrado II - llamado el Sálico, fundador de la casa de Franconia - se hizo proclamar en Italia emperador romano.


Bruno fue un obispo enérgico y austero, que restauró la disciplina un tanto alicaída de los monasterios y defendió con firmeza los derechos de la Iglesia. A la muerte del papa Dámaso II, en 1048, se eligió a Bruno para ocupar el solio pontificio, siendo coronado a comienzos del año siguiente con el nombre de León IX. En este nuevo y alto cargo desplegó una intensa actividad. Promovió la reforma del clero y las buenas costumbres del pueblo; convocó varios sínodos diocesanos que condenaron severamente la simonía y la venta de indulgencias, práctica entonces muy arraigada, y trató de intensificar la vida monacal. Se mantuvo en permanente contacto con san Hugo, abad de Cluny, y con Halinard, arzobispo de Lyon, organizador de uno de los movimientos reformistas de Francia. Al mismo tiempo, llamó a su lado como colaboradores a los hombres más eminentes del clero, entre ellos al monje Hildebrando, futuro san Gregorio VII, el pontífice más grande de su siglo y uno de los mayores en toda la historia de la Iglesia.


Realizó numerosos viajes, visitando las distintas diócesis, en ocasiones, para reconciliar a soberanos enemistados. Cruzó los Alpes, llegó a Sajonia, luego a Colonia, a Toul, a Reims, a Metz, a Magnucia.


San León IX había sido designado sumo pontífice por su pariente el emperador Enrique III, hijo y sucesor de Conrado II. Sin embargo, él fue el primero en proponer que en el futuro los papas fuesen elegidos entre los cardenales. Tal disposición se hizo definitivamente efectiva en 1059.


Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla, censuró a la Iglesia de Occidente a causa de algunas normas disciplinarias y litúrgicas que diferían de las de Oriente. Era un pretexto para realizar la separación y situarse a la cabeza de la Iglesia Griega. San León IX le escribió una notable carta y envió una embajada a Constantinopla, pero no pudo evitar el cisma, que se produjo en 1054.


Enfermo, sintió que la muerte estaba cercana. Colocado su lecho junto al altar mayor de San Pedro, como era su deseo, murió el 19 de abril de 1054.



11:09 p.m.

Sacerdote de la Primera Orden


Tradicional - Su nombre no consta en el actual Martirologio Romano.
Nació en Ascoli Piceno, de la familia Miliani, el 18 de septiembre de 1234. Junto con Jerónimo Masci, el futuro Nicolás IV, se hizo religioso en Ascoli y estudió en el Sacro convento de Asís y en Perusa, donde obtuvo el título de doctor.

Siempre en compañía de su amigo Jerónimo Masci, enseñó luego en las escuelas de la Orden en Roma, Y cuando Jerónimo fue hecho Ministro general de la Orden, Conrado obtuvo de él licencia para ir como misionero al Africa. Recorrió evangelizando varias regiones de Libia y fue el primer misionero y explorador de Cirenaica.


Cuando Nicolás III encargó a Masci inducir al rey de Francia a desistir de la guerra contra España, le asignó por compañero a Conrado. Resuelta felizmente la misión de paz, regresaron a Roma, donde Masci en 1278 fue nombrado cardenal.


Conrado, después de una permanencia de dos años en Roma, fue enviado a París para enseñar teología en la Universidad de dicha ciudad, donde se mostró como insigne maestro. En 1288, Jerónimo Masci fue elevado al trono pontificio con el nombre de Nicolás IV, y llamó a su lado a Conrado para aprovechar sus luminosos

consejos.


Cuando oyó rumores de su inminente elevación al cardenalato, que se habían difundido en el ambiente parisino, él respondió en el discurso de despedida en una plaza pública exhortando a todos a amar las virtudes cristianas, sobre todo la vida oculta. Extenuado por el largo viaje, a principios de marzo llegó a Ascoli, donde fue recibido con grandes honores. Un mes después enfermó y predijo el día y hora de su muerte.


Cuando se agravó el mal, recibió con angelical fervor los últimos sacramentos, se hizo colocar sobre el desnudo suelo y se durmió serenamente en el Señor. Era el 19 de abril de 1289. Tenía 55 años.


Nicolás IV sintió profundamente su muerte, y, confirmando que había tenido la intención de hacerlo cardenal, ordenó que se levantara un solemne mausoleo sobre su tumba en San Lorenzo delle Piagge. Después sus despojos mortales fueron transportados a la iglesia de San Francisco (mayo 28 de 1371).


Entre las virtudes practicadas por Conrado, fue característica la de la penitencia: revestido de un áspero hábito, caminaba con los pies descalzos, descansaba solamente unas pocas horas en una dura tabla, ayunaba a pan y agua cuatro de los siete días de la semana. Como base de su apostolado había puesto la devoción a la Santísima Trinidad, gracias a la cual obtuvo curaciones de toda clase y dos casos de resurrección de muertos.


Florecieron mientras vivía aún, muchas leyendas sobre su santidad. Se le rindió culto popular desde tiempo inmemorial en las Marcas y en las diversas familias de la Orden minorítica.


Pío VI concedió Oficio y Misa en su honor el 30 de agosto de 1783.



11:38 p.m.
Martirologio Romano: En Pontoise, cerca de París, en Francia, beata María de la Encarnación (Bárbara) Avrillot, madre ejemplar de familia y mujer sumamente devota, que introdujo el Carmelo en Francia, fundó cinco monasterios y, muerto su esposo, abrazó la vida religiosa. ( 1618)

También es conocida como:Beata Bárbara Avrillot


Fecha de beatificación: 5 de junio de 1791 por el Papa Pío VI.





Nació en París el 1 de febrero de 1566. Sus padres, nobles, se llamaron Nicolás y María.

Desde muy niña fue encomendada como interna a las Hermanas Menores de la Humildad de Longchamp para que recibiera una digna educación.


Estimulada por el amor divino que ardía en su corzón, pronto concibió un entrañable ted¡o a todas las cosas de la tierra.


Su madre juzgó que su hija mudaría de actitud obligándola a alternar en el mundo con lo más granado de la sociedad, pero, viéndola cada día más retraída, mudó de proceder tratándola con rigores y aspereza.


Frustrados sus anhelos de vida religiosa, tuvo que acceder al deseo de sus padres tomando por esposo a Pedro Acarie, señor rico, noble y cristiano con el que tuvo siete hijos.


Se dedicó por entero a la educación de sus hijos y a ayudar a toda clase de necesitados.


Fue muy apreciada por los hombres y mujeres más insignes de su tiempo.


En 1601, leyendo las obras de Santa Teresa, se sintió inspirada para introducir en Francia la reforma de esta gran carmelita y así inició su fundación y consiguió la auto riazación real y la bula pontificia para construir el primer monasterio.


Después de muchas dificultades, llegaron por fin de España seis carmelitas descalzas y entre éstas la sierva de Dios Ana de Jesús y la Beata Ana de San Bartolomé, iniciando en París la vida regular.


Seguidamente cooperó nuestra beata en la fundación de Pontoise de Digione y de Amiens en el que vio con alegría ingresar a tres de sus hijas. Por todos es considerada como la "Madre y fundadora del Carmelo Teresiano en Francia".


Fallecido su eposo en 1613, vio por fin llegado el momento de poder realizar sus anhelos de vida religiosa ingresando ella también como hermana conversa y eligiendo para esto el convento más lejano y más pobre que era el de Amiens donde vistió el hábito el 7 de abril de 1614.


Por su delicado estado de salud, el 7 de diciembre 1616 fue enviada al Carmelo de Pontoise, donde, confortada por el viático y por éxtasis y visiones celestiales, entregó su alma al Señor el 18 de abril de 1618.


El papa Pío VI la beatificó el 5 de junio de 1791.


Su cuerpo reposa en la capilla del convento de Pontoise.


Su fiesta se celebra el 18 de abril.





He aquí una madre de seis hijos, que se dio el gusto de poder llevar a su país tres nuevas comunidades religiosas, y de llegar a tener tres hijas religiosas y un hijo sacerdote, además de dos hijos muy buenos católicos y padres de familia.

Nació en París en 1565 de noble familia. Sus padres deseaban mucho tener una hija y después de bastantes años de casados no la habían tenido. Prometieron consagrarla a la Sma. Virgen y Dios se la concedió. Tan pronto nació la consagraron a Nuestra Señora y poco después fueron al templo a dar gracias públicamente a Dios por tan gran regalo.

De jovencita deseaba mucho ser religiosa, pero sus padres, por ser la única hija, dispusieron que debería contraer matrimonio. Ella obedeció diciendo: "Si no me permiten ser esposa de Cristo, al menos trataré de ser una buena esposa de un buen cristiano". Y en verdad que lo fue.


A sus seis hijos los educaba con tanto esmero especialmente en lo espiritual que la gente decía: "Parece que los estuviera preparando para ser religiosos".


Su esposo Pedro Acarí, un joven abogado, que ocupaba un alto puesto en el Ministerio de Hacienda del gobierno, era muy piadoso y caritativo y ayudaba con gran generosidad especialmente a los católicos que tenían que huir de Inglaterra por la persecución de la Reina Isabel. Pero como todo ser humano, Don Pedro tenía también fuertes defectos que hicieron sufrir bastante a nuestra santa. Pero ella los soportaba con singular paciencia.


A quienes le preguntaban si a sus hijos los estaba preparando para que fueran religiosos, ella les respondía: "Los estoy preparando para que cumplan siempre y en todo de la mejor manera la voluntad de Dios".


El Sr. Acarí pertenecía a la Liga Católica y este partido fue derrotado y quedó de rey Enrique IV, el cual desterró a los jefes de la Liga y les confiscó todos sus bienes. De un momento a otro la señora de Acarí quedaba sin esposo y sin bienes y con seis hijitos para sostener. Pero ella no era mujer débil para dejarse derrotar por las dificultades. Personalmente asumió ante el gobierno la defensa de su marido y obtuvo que levantaran el destierro y que le devolvieran parte de los bienes que le habían quitado. Y llegó a ganarse la admiración y el aprecio del mismo rey Enrique IV.


Desde los primeros años de su matrimonio dispuso llevar una vida de mucha piedad en su hogar. Al personal de servicio le hacía rezar ciertas oraciones por la mañana y por la noche, y a la vez que les prestaba toda clase de ayudas materiales, se preocupaba mucho porque cada uno cumpliera muy bien sus deberes para con Dios. Se asoció con una de sus sirvientas para rezar juntas, corregirse mutuamente en sus defectos, leer libros piadosos y ayudarse en todo lo espiritual.


La bondad de su corazón alcanzaba a todos: alimentaba a los hambrientos, visitaba enfermos, ayudaba a los que pasaban situaciones económicas difíciles, asistía a los agonizantes, instruía a los que no sabían bien el catecismo, trataba de convertir a los herejes, a los que habían pasado a otras religiones y favorecía a todas las comunidades religiosas que le era posible. Su marido a veces se disgustaba al verla tan dedicada a tantas actividades religiosas y caritativas, pero después bendecía a Dios por haberle dado una esposa tan santa.


La señora de Acarí se hizo amiga de una mujer mundana la cual empezó a tratar en sus charlas de temas profanos, y al iniciarla en lecturas de novelas y de escritos no piadosos. Esto la enfrió mucho en su piedad. Afortunadamente su esposo se dio cuenta y la previno contra el peligro de esa amistad y de esas lecturas y empezó a llevarle los libros escritos por Santa Teresa, y estos libros la transformaron completamente. Otra lectura que la conmovió profundamente fue la de las Confesiones de San Agustín. Una frase de este santo que la movió a dedicarse totalmente a Dios fue la siguiente: "Muy pobre y miserable es el corazón que en vez de contentarse con tener a Dios de amigo, se dedica a buscar amistades que sólo le dejan desilusión".


Muere su esposo y ella puede ahora dedicarse con más exclusividad a las labores espirituales. Arregla todo de la mejor manera para que sus hijos sigan recibiendo la mejor educación posible y ella dirige todos sus esfuerzos a una labor que le ha sido confiada en una visión.


Un día mientras está orando, después de haber leído unas páginas de la autobiografía de Santa Teresa, siente que ésta santa se le aparece y le dice: "Tú tienes que esforzarte por que mi comunidad de las carmelitas logre llegar a Francia". Desde esa fecha la Señora Acarí se dedica a conseguir los permisos para que las Carmelitas puedan entrar a su país. Pero las dificultades que se le presentan son muy grandes. Hay leyes que prohiben la llegada de nuevas comunidades. Habla con el rey y con el arzobispo, pero cuando todo parece ya estar listo, de nuevo se les prohibe la entrada. Una nueva aparición de Santa Teresa viene a recomendarle que no se canse de hacer gestiones para que las religiosas carmelitas puedan entrar a Francia, porque esta comunidad va a hacer grandes labores espirituales en ese país. Por sus ruegos el Padre Berule (el futuro Cardenal Berule) se va a España y obtiene que preparen un grupo de carmelitas para enviar a París. Y mientras tanto la Sra. Acarí sigue en la capital haciendo gestiones para conseguirles casa y por obtener todos los permisos del alto gobierno.


Nuestra santa no es de las que se quedan con los brazos cruzados. Sabe que a París ha llegado el famoso obispo San Francisco de Sales a predicar una gran serie de sermones y lo invita a su casa y este santo apóstol que es admirador incondicional de los escritos de Santa Teresa se le convierte en su mejor aliado y habla con las más altas personalidades y le ayuda a conseguir los permisos que necesitan. Otro que les ayudó mucho fue el abad de los Cartujos, que era su confesor. Y entre todos logran conseguir del Papa Clemente VIII un decreto permitiendo la entrada de las hermanas a Francia. Un ideal conseguido. En 1604 llegaron a París las primeras hermanas Carmelitas. Iban dirigidas por dos religiosas que después serían beatas: la beata Ana de Jesús y la Madre Ana de San Bartolomé. La señora de Acarí con sus tres hijas las estaba esperando en las puertas de la ciudad, y con ellas lo mejor de la sociedad. Y cantando el salmo 116: "Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos", entraron al pueblo para dar gracias y luego las acompañaron a la casa que les tenían preparada. Poco después las tres hijas de la señora Acarí se hicieron monjas carmelitas y luego lo será ella también.


La comunidad de las carmelitas estaba destinada a hacer un gran bien en Francia por muchos siglos y a tener santas famosas como por ejemplo, Santa Teresita del Niño Jesús.


La beata de la cual estamos hablando en esta biografía tiene la especialidad de haber sido una de las monjas más especiales que ha tenido la Iglesia Católica. Madre de seis hijos (tres religiosas carmelitas, un sacerdote y dos casados) viuda, dama de la alta sociedad y termina siendo humilde monjita en un convento donde su propia hija es la superiora. No es un caso tan fácil de repetirse.


Después de conseguirles muchas novicias a las hermanas carmelitas y de ayudarles a fundar tres conventos en Francia y de haber tenido el gusto de que sus tres hijas se hicieran monjas carmelitas, pidió ella también ser aceptada como hermanita legal en uno de los conventos. Y allí se dedicó a los oficios más humildes y a obedecer en todo como la más sencilla de las novicias. Al ser nombrada su hija como superiora del convento, la mamá de rodillas le juró obediencia.


Los últimos años de la hermana María de la Encarnación (nombre que tomó en la comunidad) fueron de profunda vida mística y de frecuentes éxtasis. Dios le revelaba importantes verdades. Estas elevaciones espirituales, ahora en la vida del convento las podía gozar mucho más tranquilamente. Santa Teresa en una tercera aparición le anunció que ella también llegaría a pertenecer a su comunidad de hermanas carmelitas y esto la animó a hacer la petición para entrar a la santa comunidad. Desde que se hizo religiosa su ilusión era pasar escondida y en silencio, cumpliendo con la mayor exactitud los reglamentos de la congregación. Las monjitas empezaron pronto a presenciar sus éxtasis y les parecía que esta venerable señora era ante Dios como una niñita sencilla, pura y obediente que tenía su cuerpo acá en la tierra pero que ya su espíritu vivía más en el cielo que en este mundo.


En abril de 1618 enfermó gravemente y quedó medio paralizada. No se cansaba de bendecir a Dios por todas las misericordias que le había regalado en su vida. A una hija que lloraba al sentir que se iba a morir le decía: "Pero hija, ¿te entristeces porque me marcho a una patria mucho mejor que esta?". Y su lecho de muerte se convierte en cátedra desde donde enseña a todas la santidad. Sin cesar recomienda a quienes la visitan que no se apeguen a los goces de la tierra que son tan pasajeros y que se esfuercen por conseguir los goces del cielo que son eternos.


Las hermanas le preguntan: "¿Le va pedir a Dios que le revele la fecha de su muerte?", y responde: -"No, yo lo que le pido a Nuestro Señor es que tenga misericordia de mí en esta hora final". Otra le pregunta: "¿Qué le pedirá a Dios al llegar al cielo? - Le pediré que en todo y en todas partes se haga siempre la voluntad de su querido Hijo Jesucristo". El 18 de abril de 1618 tiene un éxtasis y al final de él una monjita le pregunta: "¿Qué hacía hermana durante este rato?" Y le responde: "Estaba hablando con mi buen Padre, Dios". Luego con una suave sonrisa se quedó muerta.



11:38 p.m.
Santa Atanasia o Anastasia (siglo IX) Nació y murió en la isla de Egina, Grecia.

Aspiraba a la vida religiosa, pero fue obligada a casarse dos veces. La primera vez con un hombre rico y bastante joven. Formaron un matrimonio feliz hasta que murió su marido defendiendo el puerto de Egina del que pretendían apoderarse los musulmanes procedentes de España. Las leyes de la isla forzaban a las viudas jóvenes a contraer un nuevo matrimonio, ya que ésta se había despoblado tras la guerra. Su nuevo esposo, más rico aún que el primero, era un hombre bueno y misericordioso con los pobres, igual que ella. Se dedicaban juntos a la oración y a socorrer a los indigentes.


Cuando llegaron a la vejez, se separaron para preparar su muerte cada uno por su cuenta. Anastasia se quedó en su palacio que transformó en convento y dirigió una comunidad de religiosas. Las monjas llevaban una vida extremadamente austera moderada bajo la hábil guía de un abad llamado Matías, que les sugirió que se mudaran a un lugar más solitario: Tamia.


Allí, el monasterio creció y prosperó. La fama de Atanasia llegó a oídos de la emperatriz de Constantinopla, Teodora, esposa del Emperador Teófilo el Iconoclasta. Ésta le pidió que fuera a Constantinopla, para ayudarla a restaurar la veneración de las imágenes. Allí permaneció Atanasia durante siete años. De regreso a Tamia, cayó gravemente enferma, pese a lo cual, siguió asistiendo al oficio divino hasta la víspera de su muerte.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!


Hegúmeno: En la antiguedad, título dado al laico o clérigo monástico que ha sido elegido como líder por la comunidad del monasterio. Su equivalente en la actualidad es el Abad.



11:38 p.m.
Martirologio Romano: En la ciudad de Gandía, en la región de Valencia, en España, beato Andrés Hibernón, religioso de la Orden de los Hermanos Menores, que de joven fue expoliado por unos ladrones y después cultivó admirablemente la pobreza. ( 1602)

Fecha de beatificación: 22 de mayo de 1791 por el Papa Pío VI.



El Beato Andrés, hermano profeso primero en la Observancia y después en los Descalzos franciscanos, nació en Murcia y murió en Gandía (Valencia). Se distinguió por su austeridad y vida de oración, que estuvo acompañada de carismas extraordinarios, así como por el fiel complimiento de los oficios conventuales y la particular atención a los pobres y necesitados. Sus devociones favoritas fueron la Sagrada Eucaristía y la Virgen María en el misterio de su Inmaculada Concepción.

Vida seglar de Andrés Hibernón


Los padres del Beato Andrés se llamaban Ginés Hibernón y María Real. El padre era un ciudadano noble de Cartagena. La madre, originaria de la Serranía de Cuenca. Ambos, descendientes de familias ilustres de sangre, honradas y católicas. También ellos se distinguieron por sus virtudes cristianas. El piadoso matrimonio se había establecido en la villa de Alcantarilla, pero en 1534 se trasladó a la capital, Murcia, para visitar a un hermano de la consorte María, que era beneficiado de la catedral de dicha ciudad. Durante la estancia de los padres en Murcia acaeció el circunstancial nacimiento del hijo a quien bautizaron en la Catedral poniéndole el nombre de Andrés.


Pocos días después del nacimiento de Andrés, sus padres regresaron a su casa y a sus ocupaciones de Alcantarilla, y a partir de entonces su preocupación principal fue la educación de su hijo. Ginés y María se esmeraron en infundirle su fe y sus sentimientos cristianos. Y el niño, al ritmo que crecía en edad, crecía también en piedad y devoción. Puso gran empeño en aprender a ayudar a Misa, como veía que lo hacían otros niños.


Viendo los padres que el niño era de despiertas facultades intelectuales cuidaron también su educación en las letras y en las ciencias. Pero la fortuna de la familia se basaba en las heredades que poseía el padre, por lo que, unos años de sequía hicieron que la familia se viera en tal penuria, que no pudiese sufragar los gastos de la manutención y estudios del joven Andrés. Muy a pesar suyo, los padres se vieron obligados a enviar a Andrés a Valencia, a casa de su tío Pedro Ximeno, quien lo empleó en la custodia del ganado. El joven Andrés, consciente de que cumplía la voluntad de Dios, se dedicó con tal solicitud a la guarda del ganado de su tío por las fértiles campiñas de Valencia, que D. Pedro se sentía satisfecho y complacido de tener a su servicio un sobrino tan juicioso, cumplidor y temeroso de Dios.


Al propio tiempo el joven aprovechó la soledad del campo y la elocuencia de la naturaleza para el recogimiento interior, la meditación y el cultivo de las virtudes cristianas. Visitaba con frecuencia las iglesias y ermitas de su entorno. Frecuentaba, cuanto podía, los sacramentos. Mortificaba con ayunos y asperezas su cuerpo. Sus virtudes eran la edificación de cuantos le trataban; nunca se le vio reñir con nadie, ni turbarse por siniestro alguno, sino siempre agradable, manso, dócil, afable y modesto.


Su espíritu creció en anhelos de mayor perfección cristiana y, a los veinte años, decidió volver a su tierra de origen, movido por una fuerza interior que le impulsaba a buscar algo distinto y mejor. Su tío sintió la pérdida de tan fiel sobrino y servidor, y, agradecido a sus buenos servicios, le gratificó con ochenta ducados de plata que el joven Andrés, con desprendimiento de los bienes materiales, pensaba destinar para la dote de una hermana suya, con tal desventura que, en el viaje de regreso a su patria, unos desalmados ladrones le robaron su pequeño caudal.


De nuevo en su casa, fue recibido con el natural regocijo por sus padres, que habían sufrido y lamentado la ausencia de tan querido hijo. La nobleza de sus costumbres le ganó bien presto tal estimación y concepto, que todos procuraban su amistad. Entre otros, D. Pedro Casanova, Regidor de la ciudad de Cartagena y Alguacil Mayor del Santo Oficio, lo estimaba sobremanera y gustaba de su trato y conversación. Este señor Regidor quiso llevarle a la ciudad de Granada, adonde tenía que trasladarse por negocios importantes de Cartagena. En prenda de su confianza, entregó a su compañero Andrés las llaves de todo su dinero, alhajas y joyas, haciéndole absoluto depositario de todo lo suyo.


Ingreso en la Orden Franciscana


Ya en Granada, el joven Andrés fue madurando en el propósito que anidaba en su interior desde que se despidiera de su tío de Valencia: una vida de mayor perfección cristiana, propósito que sólo Dios y su confesor conocían. Un buen día Andrés no volvió a la casa de don Pedro Casanova, su señor, quien vivió preocupado durante unos días por incomparecencia del joven en quien había depositado su confianza, y porque nadie le daba razón de él. Casualmente encontró las llaves de sus dineros y joyas que había confiado a su joven compañero, confirmando, con admiración, que no le faltaba nada. En su aflicción por la extraña ausencia de Andrés, don Pedro recibió carta de su esposa doña Francisca Angosto diciéndole que se tranquilizara porque Andrés Hibernón había decidido hacerse religioso franciscano y no se lo había comunicado para que no le disuadiera de su propósito.


En efecto, desde hacía tiempo el joven Andrés estaba en contacto con los franciscanos, a quienes tal vez conocería en Valencia, esperando órdenes para poder ingresar en el noviciado. Le llegó la ansiada noticia de su admisión estando en Granada y partió presto hacia Albacete donde estaba el convento noviciado de la Provincia Franciscana Observante de Cartagena. Allí vistió el hábito franciscano el día 31 de octubre de 1556, a la edad de veintidós años, cumpliendo así uno de los grandes anhelos de su vida. Durante el año de probación se distinguió por su humildad y sencillez, por su espíritu de sacrificio y el don de la oración. Aprendió de memoria la Regla de San Francisco y la observaba con escrupulosa piedad. Juzgándole los superiores idóneo para la vida religiosa, le admitieron a la profesión de los votos el día de Todos los Santos de 1557. Con ello el joven Andrés se consagraba a Dios, a los veintitrés años, con una voluntad generosa y reflexiva de amarle y servirle al estilo de San Francisco de Asís.


Por entonces surgió la reforma franciscana promovida por San Pedro de Alcántara, que ha venido a ser conocida como la reforma Alcantarina o de los Descalzos. Pronto se extendió por los reinos de Valencia y Murcia, hasta Granada, y llegó a formarse una importante y floreciente provincia con el nombre de Provincia Descalza de San Juan Bautista. Conocedor el joven religioso Fr. Andrés del género de vida, de rigurosa y estrecha observancia, de los Descalzos, sintió vivos deseos de abrazar este nuevo estilo franciscano e hizo lo posible por entrar en contacto con dichos religiosos. Convencido, en la oración, de que sus deseos eran de Dios, consiguió las licencias necesarias de la Silla Apostólica y el beneplácito de sus superiores para vestir el hábito de los franciscanos Descalzos o Alcantarinos, no sin el natural desencanto de los Observantes de la Provincia de Cartagena, con quienes había vivido siete años dando prueba de la más ejemplar vida religiosa.


Fue recibido en el convento de los Descalzos de San José de Elche por el padre Fray Alonso de Llerena, guardián de dicho convento y, a la vez, Custodio Provincial, el año 1563, a sus veintinueve años de edad. Gozoso en su nuevo estilo de vida, puso todo su esfuerzo en seguir a San Pedro de Alcántara para llegar a ser un verdadero y legítimo hijo suyo. Un año después tomaba el hábito en el mismo convento de San José de Elche otro insigne religioso, San Pascual Bailón, y resultaría difícil averiguar si Pascual se aplicaba a aprender las virtudes heroicas de Andrés, o si éste empleaba toda su atención en elevarse a la perfección de Pascual. Lo cierto es que el uno inflamaba al otro, y ambos se encendían mutuamente en el amor de Dios y en su entrega para la salvación de los hombres.


El mayor empeño de Fray Andrés era guardar siempre la presencia de Dios. De ahí su espíritu de continua oración: en el trabajo, en la iglesia, en la celda y allí donde se hallara. Su modo habitual de orar era hincado de rodillas, por cansado que estuviera y hasta en sus achaques y avanzada edad. Nunca dejó de asistir a los Maitines de media noche. No podía pasar por delante de una iglesia o capilla sin entrar a adorar al Santísimo. El centro de su meditación eran los misterios de la vida, pasión y muerte de Jesucristo. A la oración mental unía sus devociones particulares: además del Oficio Divino de los Padrenuestros, ordenado por San Francisco para los frailes no sacerdotes, rezaba el Oficio Parvo de la Santísima Virgen, el Oficio de Difuntos, los Salmos Penitenciales, con las Letanías de los Santos, y los Salmos Graduales. Rezaba también todos los días la Corona franciscana y el santo Rosario; etc. Diríase que no le quedaba mucho tiempo para otras obligaciones, y, sin embargo, atendía cumplidamente los oficios que la obediencia le confiaba.


Oficios domésticos ejercidos por fray Andrés


Nunca fray Andrés hubiera considerado acepta a Dios la oración, si no hubiera ido unida a la prontitud en cumplir las obligaciones de su estado. Y de hecho ejerció ejemplarmente casi todos los oficios de la vida fraterna franciscana.


En el convento de San José de Elche, que tenía muchos religiosos por ser casa de estudios, ejerció por muchos años los oficios de cocinero y hortelano, y también de refitolero, portero y limosnero. Atendía la cocina con la mayor eficacia y prontitud y con gran espíritu de caridad, particularmente para con los ancianos y enfermos y para con los pobres. Como hortelano, cultivaba hasta el último rincón de tierra fértil y tenía siempre limpios y aseados los caminales y paseos del huerto para servicio y recreación de sus hermanos; así la tierra se hacía tan productiva, que abundaban las verduras no sólo para la necesidad de los religiosos sino también para los pobres. En el convento de San Juan Bautista de Valencia, o San Juan de la Ribera, que era casa de mucho movimiento y actividad por ser la Curia o sede del Provincial, siendo ya de avanzada edad, fue a la vez refitolero y portero, oficios que también desempeñó en el convento de San José de Elche y en el de San Roque de Gandía. Una característica suya en el cuidado del refectorio fue la práctica de la justicia distributiva al repartir el pan. Conservaba el mejor para los enfermos; el más tierno para los ancianos; para los demás repartía igualmente del bueno y del ordinario, reservándose para sí los pedazos más duros. Ponía gran diligencia en que no se desperdiciara nada, guardando las sobras para sus pobres. Estando en el convento de San Roque de Gandía, que tenía una comunidad muy numerosa, sobrevino en la ciudad y su comarca una grave carestía, de manera que los limosneros no recogían suficiente pan para la comunidad ni para los pobres. Fray Andrés, aunque anciano y achacoso, salía él mismo a la limosna por la ciudad y pueblos circunvecinos. A tal extremo llegó la carestía, que cierto día llegó a faltar totalmente el pan. El anciano y caritativo refitolero no se turbó confiando en la Providencia. Poco antes de hacer la señal para el refectorio vieron muchos religiosos como un agraciado joven le ofreció en la portería un canasto con dieciocho panes muy blancos, que no sólo bastaron milagrosamente para toda la comunidad de cuarenta religiosos, sino que, además, sobró para repartir a la multitud de pobres que se hallaban en la portería.


En los distintos conventos en que moró y según las circunstancias, iba muchas veces al monte para hacer leña y carbón; a las viñas, a recoger sarmientos, llevando al convento, sobre sus espaldas, lo que recogía. Buscaba juncos y tejía con ellos espuertas; recogía esparto y trabajaba sandalias y esteras. Lavaba hábitos y los remendaba; cortaba y cosía hábitos nuevos para los religiosos. Barría, limpiaba y blanqueaba la iglesia, el convento y el claustro. Servía y limpiaba las celdas y los vasos de los enfermos. En las obras de los conventos servía de peón, cargando y llevando mortero, tierra, piedra y cuantos materiales se necesitaban. Parecía hombre bien dotado para todos los trabajos manuales.


En cualquier convento en que ejercía el oficio de portero, era extraordinario el concurso no sólo de mendigos, sino también de toda suerte de necesitados, porque sabían que cuantos acudían a él eran socorridos en sus necesidades corporales y espirituales, siendo tan tierna y amorosa la compasión que tenía de los menesterosos, que con la mayor atención se aplicaba a consolar a todos en todo. Los animaba y fortalecía con dulces y suaves palabras en sus necesidades y miserias, haciéndoles entender que por ellas se hacían semejantes a nuestro Señor Jesucristo. Los instruía en la doctrina cristina y principales misterios de nuestra santa fe. Les enseñaba muchas oraciones y devociones; reducía a buen camino a los extraviados; consolaba a los afligidos; limpiaba a los sucios; remendaba a los mal vestidos; curaba a los enfermos; sufría a los impertinentes, y renovaba muchas veces el milagro del Redentor en el desierto, multiplicando el pan para alimentar a los pobres hambrientos. Tenía especial respeto y miramiento a los sacerdotes pobres y a otras personas de calidad, a los que socorría en secreto en algún aposento del claustro, exhortándoles piadosamente a sufrir por amor de Jesucristo las incomodidades, trabajos y miserias de la vida humana.


Desde recién profeso, los superiores encomendaron a fray Andrés el oficio de limosnero, que él aceptó generosa y humildemente, a pesar de su repugnancia interior, dada su inclinación natural a la soledad y al retiro. Ejerció el oficio con notable ejemplo y provecho espiritual de los fieles. Nunca usó sandalias, ni en verano ni en invierno. Vestía un hábito de sayal burdo y áspero. Salía del convento después de ayudar cuantas misas podía y recibir la sagrada comunión. Cuando llegaba a los pueblos visitaba, lo primero, a Jesús Sacramentado y, asimismo, antes de volver al convento, visitaba cinco iglesias, si las había, o cinco altares, para ganar la indulgencia de las Cruzadas. Si algún convento se hallaba en penuria y muy necesitado, el padre Provincial enviaba al mismo a fray Andrés como limosnero, y con ello quedaba socorrido. Para este efecto le colocó la obediencia algún tiempo de morador en el convento de Santa Ana de Jumilla, población que dista una legua del convento.


Virtudes de fray Andrés


La entrega y la dedicación a las tareas que la obediencia le encomendaba, no apagaban en fray Andrés el espíritu de oración y devoción al que, según decía San Francisco, deben servir las cosas temporales. El Beato Andrés vivió con profundidad la fe, particularmente los misterios de la Santísima Trinidad y de la humanidad del Verbo Encarnado, de tal manera que había incluso teólogos que acudían a él reconociéndole en posesión del don de ciencia infusa. Cuando hablaba de algunos de los artículos de la fe lo hacía con tanto fervor que parecía testigo de vista de lo que decía. Impulsado por el celo de su fe visitaba los lugares de los moros para instruirles en la doctrina cristiana, a pesar del riesgo que esto entrañaba. Cuando iba de limosna por los pueblos ayudaba a los párrocos en la catequesis de sus fieles, tomando de su cuenta explicarla y enseñarla a los más rústicos y menos instruidos.


Fruto de la fe del Beato era su esperanza, heroica porque en los accidentes o desastres más escabrosos y peligrosos siempre se le veía la misma serenidad de rostro y corazón. Así ocurrió el año 1589 en que, estando fray Andrés de morador en el convento de San Juan de la Ribera de Valencia, se desbordó con tal furia el río Turia que inundó totalmente convento e iglesia, que estaban en la misma ribera del río. Todos estaban desmayados y medio muertos de miedo esperando por instantes lo peor; sólo fray Andrés permaneció con su acostumbrada tranquilidad y quietud en la santa oración, sin turbación ni temor. Asimismo, el año 1599 sufrió la ciudad de Gandía un espantoso terremoto por el que se desplomaron muchos edificios, torres y el campanario de aquella Colegial. Aterrado el pueblo, salió a habitar en los campos, y los religiosos, en el huerto; nuestro Beato no quiso salir del convento y dejar a su amado Sacramentado y el retiro de su celda.


Su amor a Dios era tan ardiente que, con frecuencia, le llevaba al éxtasis. Al mismo tiempo, el ímpetu de su caridad le impulsaba a buscar a los moros para hablarles de la hermosura del amor de Dios. Sentía como propias las dificultades, penas y aflicciones de los demás. Si divisaba por el semblante de algún religioso que se hallaba melancólico o afligido, no lo perdía de vista hasta dejarle alegre y consolado. Si echaba de ver alguna disensión o discordia, no cesaban sus fatigas hasta que lograba unir y concordar los ánimos. Su caridad se redoblaba con los enfermos, contándose verdaderas maravillas y hasta milagros, cuando de ellos se trataba. Así ocurrió cuando llegó al convento de San Juan de la Ribera de Valencia, donde encontró enfermo al padre guardián. Con la señal de la cruz, a ruegos del mismo, le curó repentinamente la gangrena del brazo. Y conociendo el Beato la sed que atormentaba al enfermo, le dijo: «Padre guardián, mande traer nieve al instante, porque me siento muy acalorado del viaje». Quedaron admirados al oír tal petición los religiosos, porque sabían muy bien que nunca había querido probar el agua de nieve, aun en las enfermedades de calenturas ardientes que había padecido. Traída la nieve, la bebieron ambos por espacio de tres días, al cabo de los cuales, mejorado ya el guardián, le dijo el caritativo huésped: «Ya no es menester, padre guardián, que traigan más nieve para mí, porque ya se ha templado el calor de mi viaje». Para atender a los pobres que acudían a la portería del convento, iba él mismo a pedir limosna por las casas y cuando éstas le faltaban le proveía el Señor milagrosamente.


Cuando los superiores tenían que tratar algún asunto arduo y de consideración o comunicarse con personas de calidad y distinción, se valían de él por el gran concepto que tenían de su mucha prudencia y discreción. Con esta prudencia heroica apaciguaba fácilmente las discordias y enemistades más radicadas e intestinas, y por su medio animaba y consolaba a los más afligidos y desesperados. En particular usaba de la mayor prudencia para evitar todo disturbio o discordia por leve que fuese entre los religiosos.


Siguiendo el ejemplo de San Francisco, era extraordinaria la veneración que fray Andrés tenía a los sacerdotes, reconociéndolos como ministros inmediatos y principales del Altísimo, por lo cual juzgaba ser obligación de justicia respetarlos y obsequiarlos con distinción. Siendo portero, a cualquier sacerdote que fuese al convento le pedía la bendición.


Llegó un día al convento de la Inmaculada Concepción de Sollana (Valencia) con el aviso de que iban a comer el padre Provincial y los Definidores. Ausentes el guardián y el cocinero, el padre presidente se vio turbado al tener que preparar la comida. Advirtiendo esta situación embarazosa el ya anciano, achacoso y cansado del viaje fray Andrés, le dijo: «Vaya, padre presidente, a prepararse para decir la santa misa, y deje a mi cargo la cocina». El buen presidente, en atención a la edad, achaques y cansancio del humilde hermano, le mandó que se fuese a descansar. Entonces el santo viejo, con humilde y respetuosa viveza de espíritu, le replicó: «No me mande esto, padre presidente, porque es contra justicia. A vuestra reverencia le toca estar en el altar y a mí en la cocina; sus manos deben estar entre los corporales y las mías entre los tizones».


Durante muchos años padeció una penosa fluxión de ojos junto con un intenso dolor de estómago, lo que sufrió con gran fortaleza y entereza de espíritu. Estando para morir, viendo los religiosos los dolores y angustias que sufría, sin proferir queja alguna, para consolarle le propusieron repartirse los dolores, a lo que fray Andrés contestó: «Esto no, mis carísimos hermanos, porque estos dolores me los ha regalado Dios, y los pido y quiero enteramente para mí. Creedme, hermanos, que no hay cosa más preciosa en este mundo que padecer por amor de Dios».


Emulando a su reformador San Pedro de Alcántara, dormía muy pocas horas. Asimismo era sumamente cauto y templado en el hablar: sin dobleces, ni excusas, ni simulaciones, evitando toda palabra inútil. Y su parquedad y moderación en las comidas eran tales que bien puede decirse que ayunaba de continuo.


Fue siempre muy pronto a la señal de la obediencia, obedeciendo a prelados y superiores con una exactísima puntualidad y reverencia. Por pesado que fuese el mandato, lo ejecutaba con prontitud y presteza, aun estando accidentado, enfermo y adelantado en edad. Fue tan ciego en obedecer, que nunca hizo mal juicio o se detuvo en examinar lo que el superior mandaba. El Duque de Gandía, que estimaba sobremanera a fray Andrés y gustaba en extremo de su compañía, quiso escribir al padre Provincial para que suspendiese una orden en la que mandaba al santo que pasase de morador al convento de San Diego, de Murcia. Apenas tuvo noticia de la resolución del señor Duque, pasó nuestro Beato a suplicarle con humildad respetuosa y lágrimas en sus ojos, que, lejos de ponerle algún impedimento, le permitiese cumplir la obediencia de su prelado.


Devociones y carismas de fray Andrés


Estre las devociones de Fray Andrés, una de las que hay que destacar es sin duda la que profesaba al Santísimo Sacramento del Altar. Cristo en el sagrario era su refugio en las tribulaciones, su vigor en las flaquezas, su alivio en las necesidades propias y ajenas, su consuelo en las aflicciones y su descanso singular en las fatigas. Todo el tiempo que podía, así de día como de noche, lo gastaba arrodillado en su presencia; ocupado en sus empleos, lo visitaba muchas veces, y si las ocupaciones no se lo permitían, con fervorosas jaculatorias lo veneraba con el corazón y el espíritu en donde quiera que se hallaba, quedándose muchas veces en éxtasis y arrebatado hacia él. Fue coetáneo de San Pascual Bailón, el «enamorado del Sacramento», y hermano de hábito y de la misma provincia franciscana de San Juan Bautista de Valencia; muchas veces habitaron en un mismo convento. Sería de ver la puja espiritual de estos dos enamorados del Santísimo, en constante emulación por amar más y más al «Amor de los amores».


Fray Andrés comulgaba casi todos los días, con permiso de sus superiores, según se lo permitían las normas y costumbres de entonces. Repetía muy a menudo la comunión espiritual, particularmente cuando oyendo o ayudando misa veía comulgar al sacerdote. Por eso procuraba oír y, mejor, ayudar cuantas misas podía. Con los sacerdotes procedía con el mayor respeto y reverencia. Aunque no tenía estudios especiales, entendía bastante bien el latín y disfrutaba en la liturgia de los días señalados, como en Navidad, al oír el evangelio del nacimiento del Verbo encarnado; durante la octava del Corpus, oyendo la secuencia; en Pascua de Resurrección, en el día de la Ascensión y especialmente el día de Pentecostés al entonarse el «Veni, Sancte Spiritus».


Otra de sus grandes devociones era la que sentía hacia la Santísima Virgen, particularmente en sus misterios de la Anunciación, en cuyo evangelio se trata con tanta claridad de la Encarnación del Verbo en el seno virginal de María, y de la Inmaculada Concepción. Es una costumbre muy antigua de la Orden Franciscana venerar con distinción, como Patrona principal y como misterio defendido por sus hijos, la Inmaculada Concepción de María virgen. Por eso, en todos los conventos se practicaban devociones propias, como la Benedicta de los viernes y la misa votiva cantada de todos los sábados. Nuestro Beato, que por María y en defensa de su Purísima Concepción, hubiera derramado su sangre, nunca faltó a funciones tan devotas. En cualquier lugar en que hallase alguna imagen suya, se arrodillaba y muy tiernamente la saludaba, singularmente si la imagen era de la Purísima Concepción. Agradecía tanto la Santísima Virgen esta devoción de su siervo, que muchas veces lo arrebataba a sí en el aire, en raptos y éxtasis. Fray Andrés celebraba con gran devoción las siete festividades de la Santísima Virgen, precedidas de una novena y seguidas de una octava de prácticas piadosas. En todas las oficinas conventuales en que estuviera, levantaba un pequeño altar con la imagen de la Virgen, para su particular veneración.


Un día, estando fray Andrés de portero en el convento de San Roque de Gandía, Baltasar Ferrer lo encontró elevado y arrebatado en el aire, de modo que la cabeza tocaba en el techo del claustro, delante de una imagen de la Concepción de María Virgen, dobladas las rodillas y con el Oficio menor de la misma en las manos. Admirado de lo que estaba viendo, el seglar se retiró con delicadeza y prudencia por no comprometer a fray Andrés cuando volviera en sí. En la misma ciudad de Gandía, le envió el superior para que acompañara a un sacerdote que iba a auxiliar a un moribundo. Llegados a la casa, dejó al sacerdote asistiendo al enfermo, y entre tanto se retiró a otro aposento solitario, donde, viendo una hermosísima imagen de la Santísima Virgen, se arrodilló inmediatamente en su presencia para obsequiarla. No bien se había puesto de rodillas, cuando en el mismo sitio se quedó elevado y absorto. Eran muchos y muy frecuentes sus raptos y éxtasis en los claustros, iglesias, caminos, campos, casas de seglares y en cualquier otro lugar que se hallase, porque no sólo se originaban de María Santísima, sino también de todos los inefables misterios de nuestra santa fe, y especialmente de los que pertenecen a la encarnación, vida, pasión y muerte del Salvador. Fray Andrés se apenaba en gran manera cuando se daba cuenta de que los religiosos y los seglares le habían visto en éxtasis. Pedía humildemente al Señor que le evitara esta prueba, sin alcanzar tan fervoroso ruego.


Nuestro hermano fray Andrés estuvo también dotado con el don de profecía. Conocía, con espíritu profético, lo futuro; penetraba lo oculto, y veía lo que aún estaba muy lejos. De todo ello se cuentan numerosos casos en las actas del proceso de beatificación.


También le dotó el Señor con la gracia y el don de los milagros, tanto antes como después de su muerte. Serían necesarios libros enteros para relatar las maravillas que obraba el Señor por mediación de su siervo fray Andrés, incluyendo, ya muerto nuestro Beato, la resurrección de muertos. Bástenos aquí recordar que en el sumario de su Causa de Beatificación se hallan compilados setenta y cuatro milagros que obró repentinamente después de su muerte, escogidos de la más vasta multitud de los registrados en sus Procesos Apostólicos. En la fase decisiva del Proceso, el 7 de septiembre de 1790, en presencia del Papa Clemente XIV, la Sagrada Congregación de Ritos aprobó tres de los cinco milagros presentados: la repentina curación de Mariana Cano de una tisis consumada; la instantánea y perfecta curación de Andrés Gisbert, loco de muchos años, y la improvisa y perfecta restitución de la vista a María García, absolutamente ciega.


Muerte y glorificación del Beato Andrés


La muerte de fray Andrés acaeció en las primeras horas del día 18 de abril de 1602, en el convento de San Roque de Gandía (Valencia). Refieren las crónicas que el Señor reveló a fray Andrés el día y la hora de su muerte, un año antes de que ésta ocurriera, para lo que se preparó con fervores de novicio, con gran admiración de cuantos le conocían, ignorantes del motivo de su redoblada piedad y devoción. El día 16 de abril de 1602 se puso con la mayor diligencia a barrer y limpiar su celda, el dormitorio y la escalera del convento que bajaba a la iglesia, adornándola del mejor modo que pudo, como quien sabía ciertamente que al día siguiente se le había de administrar el Viático. Al otro día de estas diligencias, asaltado de un cruel dolor de costado, con una calentura aguda y maligna, le llevaron el sagrado Viático, que recibió con el mayor fervor de su vida, deshaciéndose en lágrimas de amor y de ternura. Finalmente, le acometió otro más grande dolor de estómago y de pasmo que lo postró y dejó sin movimiento.


Los hermanos que permanecían a su lado cuando se encontraba en su lecho de muerte, afligidos por los dolores que soportaba, aunque los encajaba con admirable fortaleza, hubieran deseado compartirlos con él. Y al hacérselo saber, el venerable religioso manifestó: «Esto no, mis carísimos hermanos, porque estos dolores me los ha regalado Dios, y los pido y quiero enteramente para mí. Creedme, hermanos, que no hay cosa más preciosa en este mundo que padecer por amor de Dios».


Llegada la noche, quiso reconciliarse de nuevo para recibir la última absolución plenaria en el artículo de la muerte y la bendición papal; pidió después el sacramento de la Extremaunción, mostrando tanta alegría mientras se le administraba, como si sensiblemente estuviera gustando el más sabroso manjar. Rezaba con la mayor ternura las oraciones, letanías y salmos penitenciales con todos los religiosos que asistían con el superior. Se despidió, en fin, amorosamente de todos, pidiéndoles perdón de no haber cumplido como debía sus obligaciones ni correspondido a los deberes de la Religión, suplicándole al superior que le diese un pobre y viejo hábito para enterrar su cuerpo, encomendándose a las oraciones de todos para que el Señor, en su tránsito, tuviese piedad de él que había sido un siervo inútil en su casa.


Tocaron con esto a maitines, y el siervo del Señor, que durante su vida nunca había dejado de rezar el Oficio Divino en las horas establecidas por la Iglesia, suplicó a un religioso que llevase la cuenta de los Padrenuestros que debía rezar por los Maitines y Laudes, según la Regla de San Francisco, porque ya él no podía llevar por sí el orden de las cuentas, y lo rezó muy clara y devotamente. Destituido ya enteramente de fuerzas y hecha la recomendación del alma, a que respondió con el mayor fervor, tomando en sus manos un crucifijo y besándole tiernamente sus sagrados pies, fijos sus ojos en el precioso costado y sin ninguna señal de movimiento en el cuerpo, miembros, ojos ni boca, entregó plácidamente su bendita alma a su Creador al entrar el 18 de abril del año 1602, como una hora después de media noche.


En la hora misma en que murió fray Andrés fue necesario abrir las puertas del convento por la gran multitud de eclesiásticos y seglares devotos que concurrieron. Todos procuraban hacerse con alguna cosa de su uso, tomando por esto cuanto encontraron en el convento y en su celda, si bien los religiosos se habían prevenido tomando con anticipación los recuerdos más importantes del Beato. No bien comenzó a rayar el día, el superior se vio obligado a hacer que bajasen el santo cuerpo a la iglesia, porque la multitud de mujeres de toda clase y condición que habían concurrido amenazaban con hacer alguna violencia para entrar en la clausura. Aquella mañana se despoblaron no solamente la ciudad de Gandía, sino también los pueblos circunvecinos y aun remotos, que concurrían en tropel para venerar y pedir gracias al difunto siervo del Señor. El Duque de Gandía mandó que acudiese uno de los más insignes pintores de aquel siglo, el padre Nicolás Borrás, religioso del célebre Monasterio de San Jerónimo de Gandía, discípulo de Juan de Juanes, que en su misma presencia sacó un bellísimo retrato de fray Andrés. Fue necesario vestirle algunas veces de nuevo porque, cortándole a pedazos con rara industria el hábito, lo dejaban muy presto casi desnudo. Fue forzoso tenerle expuesto tres días continuos, porque los favores y milagros que obraba incesantemente acrecentaban siempre más y más el concurso de los pueblos.


Fue universal la opinión de santidad que se tenía de fray Andrés Hibernón, ya en vida y sobre todo después de muerto. Basten aquí dos testimonios.


Su gran amigo, hermano y compañero, San Pascual Bailón, tenía en tal aprecio y concepto la santidad del hermano Andrés, que llegó a asegurar que era uno de los varones más perfectos que tenía en su tiempo la Iglesia. Aunque San Pascual Bailón tomó el hábito de Descalzo un año después que nuestro Beato, con todo, San Pascual le precedió once años en la muerte; y poco antes de morir, como despidiéndose del Beato, le dijo: «¡Ah, fray Andrés, y cuánto envidio vuestra vida! ¡Y cuánto deseara también poseer vuestras virtudes y tener vuestros méritos delante del Señor, que ya me llama a la eternidad para darle cuenta de mi vida tibia y negligente!». A lo cual respondió con admirable suavidad y dulzura: «¡Ah, fray Pascual, fray Pascual! Cuánto antes que por mí tocaran las campanas en gloria de vuestra caridad. Acuérdese de mí cerca del Señor en la otra vida, en donde están preparados los frutos y la recompensa de sus fatigas, que muy presto irá a gozar».


El entonces Arzobispo de Valencia, hoy San Juan de Ribera, le hacía ir con frecuencia desde Gandía a su palacio de Valencia para su consuelo y edificación espiritual, sirviéndose de su don de consejo en importantes negocios de su diócesis.


El cuerpo de fray Andrés fue colocado reverentemente en un arca de ciprés, forrada de tafetán blanco, y depositado en lugar decente de la iglesia del convento de San Roque de Gandía, mientras se arreglaba la Capilla de la Purísima Concepción, en dicha iglesia. Terminadas las obras de esta capilla, se trasladó a la misma el cuerpo del venerable religioso colocando el féretro dentro de un sepulcro que quedaba honoríficamente elevado del suelo. Todos los días se veía visitado su sepulcro de grandes concursos de los pueblos circunvecinos y aun de los forasteros que recurrían a su patrocinio o a darle las debidas gracias por los beneficios que liberalmente les dispensaba. Ocurrió por entonces que la Santa Sede dio un decreto que prohibía el culto público a los Siervos de Dios que fueran promovidos a la beatificación y canonización, debiendo constar en los Procesos que los tales Siervos de Dios estaban sepultados en lugar en que no podían tener pública veneración. Esto hizo que los religiosos de San Roque de Gandía se vieran obligados a soterrar el cuerpo de su venerable hermano Andrés Hibernón, retirando el sepulcro honorífico que le habían hecho, quitando al mismo tiempo todas las insignias, votos y presentallas. Este hecho no entibió ni disminuyó la devoción que se le profesaba, por los muchos favores que recibían los fieles por su intercesión.


Se abrió el Proceso de beatificación y canonización, por parte de los superiores de la Provincia descalza de San Juan Bautista de Valencia, con intervención del Arzobispo de Valencia y de los obispos de Cartagena y de Orihuela. El año 1624 se introdujo la causa en Roma.


Por aquel entonces la Provincia Descalza de San Juan Bautista de Valencia estaba empeñada en la causa de la canonización de otro santo suyo, el Siervo de Dios fray Pascual Bailón. Los gastos extraordinarios que acarrean estas Causas hizo que, con gran desencanto por parte de muchos, se tuviera que paralizar la del Siervo de Dios fray Andrés Hibernón, prolongándose luego la demora por espacio de más de cien años. Esto vino a confirmar la profética conversación que tuvieron, en vida, los dos santos amigos y hermanos en religión: cierto día dijo fray Andrés a fray Pascual que mucho tiempo antes tocarían las campanas por fray Pascual que por él. San Pascual fue canonizado el año 1690. Fray Andrés fue beatificado solemnemente por el papa Pío VI el 22 de mayo de 1791.


Su cuerpo incorrupto desapareció en la Guerra Civil española. Localizados sus restos, se llevaron a Alcantarilla siendo trasladados con posterioridad a la catedral de Murcia donde se veneran.



12:56 a.m.
Martirologio Romano: En Madrid, en España, beata María Ana de Jesús Navarro de Guevara, virgen, la cual, después de superar la oposición de su padre, recibió el hábito de la Orden de Nuestra Señora de la Merced, dedicándose a la vida de oración, penitencia y ayuda a pobres y afligidos.

( 1624)

Etimológicamente: Mariana = Aquella consagrada a la virgen María, es de origen latino.


Fecha de beatificación: 25 de mayo de 1784 por el Papa Pío VI.



La extática y maravillosa virgen Maria Ana de Jesús, nació en Madrid el 21 de enero de 1565, de muy noble e ilustre linaje. Su padre Luis Navarro Ladrón de Guevara servia en la corte del rey don Felipe III.

Cuando llevaban en brazos a la iglesia aquella santa niña, notaban que al tiempo de alzar la Hostia y el Cáliz se que daba arrobada; y cuando apenas sabía andar por sus pies, buscaba algún lugar recogido de su casa; y allí la veían puesta en oración delante de una imagen de nuestro Señor crucificado, bañados los ojos en lágrimas o cercado su rostro de resplandores.


Gozaba de la presencia visible de su Ángel custodio; y platicaba de la beatísima Trinidad, de la Encarnación del Verbo, y de la adorable Eucaristía, que son los más inefables Misterios de nuestra divina Religión, como de cosas que más parecía entenderlas que creerlas.


Recibió la primera comunión en edad muy temprana, y cada vez que tomaba el Pan de los ángeles, parecía transformarse en un ángel que gozaba de Dios. Mas, ¿quién no se espantará ahora de las durísimas pruebas por que hubo de pasar esta alma angelical?.


Muy presto tuvo en lugar de madre una madrastra de condición asperísima, que la afligía sobremanera, y no le iba el padre a la mano tanto como debiera, especialmente cuando la santa doncella hizo voto de perpetua virginidad, contra la voluntad del padre que quería casarla.


Era ella, de gentil disposición y muy hermosa. Se cortó un día con las tijeras la rubia cabellera, pensando que así se entibiaría el amor del que la pretendiera por esposa. Entonces fue cuando su padre y su madrastra salieron de sí y cargaron sobre ella una tempestad de injurias y golpes, con tanto enojo y crueldad, como si fueran verdugos de su hija mártir. Cuando cesaron los malos tratos, Dios permitió que su sierva se viese todo los instantes del día fieramente atormentada por torpísimas imaginaciones y tentaciones las cuales le duraron once años, y a todo esto se añadían penosísimas enfermedades y agudísimos dolores, que acrisolaron como el oro su invencible paciencia.


Dejó al fin la casa de sus padres, y con la aprobación del venerable Fray Juan Bautista, que era su confesor, y fue el fundador de los Mercedarios descalzos, se labró una celdilla junto a la ermita de santa Bárbara, y recibió después el hábito de nuestra Señora de la Merced de manos del Maestro general de la orden: y en aquella pobrísima casa la visitaban hasta los príncipes, porque era muy grande la fama de sus arrobamientos, milagros y profecías.


Finalmente, después de una vida llena de trabajos y celestiales consuelos, en un éxtasis suavísimo entregó su alma al Señor a los cincuenta y nueve años de su edad. Era el 17 de abril de 1624.



12:56 a.m.

Tercer abad de Cîster


En el actual Martirologio Romano su celebración es el 28 de marzo


Martirologio Romano: En el monasterio de Cister, en Borgoña (hoy Francia), san Esteban Harding, abad, que junto con otros monjes vino de Molesmes y, más tarde, estuvo al frente de este célebre cenobio, donde instituyó a los hermanos conversos, recibió a san Bernardo con treinta compañeros y fundó doce monasterios, que unió con el vínculo de la Carta de Caridad, para que no hubiese discordia alguna entre ellos, sino que los monjes actuasen con unidad de amor, de Regla y con costumbres similares (1134).

Etimológicamente: Esteban = Aquel que es laureado y victorioso, es de origen griego.



Nació en Sherborne en Dorsetshire, Inglaterra, a mediados del siglo XI; murió el 28 de Marzo de 1134.

Recibió su primera educación en el monasterio de Sherborne y más tarde estudió en París y Roma. Al regreso de esta última ciudad, se detuvo en el monasterio de Molesme y, quedó tan impresionado de la santidad de Roberto, el abad, que decidió unirse a esa comunidad. Aquí practicó grandes austeridades, llegó a ser uno de los principales partidarios de San Roberto y fue uno de los veintiún monjes que, por la autoridad de Hugo, arzobispo de Lyons, se retiró a Cîteaux para instituir una reforma en la nueva fundación en ese lugar.


Cuando San Roberto fue llamado nuevamente a Molesme (1099), Esteban llegó a ser prior de Cîteaux bajo Alberico, el nuevo abad. A la muerte de Alberico (1110), Esteban, que estaba ausente del monasterio en ese momento, fue electo abad. El número de monjes se había reducido mucho, dado que no habían ingresado nuevos miembros para reemplazar a los que habían fallecido.


Esteban, sin embargo, insistió en retener la estricta observancia instituida originalmente y, habiendo ofendido al Duque de Borgoña, gran promotor de Cîteaux, al prohibir a él y a su familia penetrar al claustro, se vio incluso forzado a pedir limosna de puerta en puerta.


Parecía que la fundación estaba condenada a morir cuando (1112) San Bernardo, con treinta compañeros, se unió a la comunidad. Esto resultó ser el inicio de una extraordinaria prosperidad. Al año siguiente Esteban fundó su primera colonia en La Ferté, y hasta antes de su muerte había establecido un total de trece monasterios.


Sus talentos como organizador eran excepcionales, instituyó el sistema de capítulos generales y visitas regulares para asegurar la uniformidad en todas sus fundaciones, redactó la famosa “Constitución o Carta dela Caridad”, una colección de estatutos para el gobierno de todos los monasterios unidos a Cîteaux, que fue aprobada por el Papa Calixto II en 1119.


En 1133 Esteban, ahora anciano, enfermo y casi ciego, renunció al puesto de abad, designando como su sucesor a Roberto de Monte, quién fue consecuentemente electo por los monjes. La elección del santo, sin embargo, resultó desafortunada y el nuevo abad retuvo el puesto sólo dos años.


Además de la “Constitución de la Caridad”, comúnmente se le atribuye la autoría del “Exordium Cisterciencis Cenobii” que, sin embargo, pudiera no ser suyo. Se conservan dos de sus sermones y también dos cartas (Nº 45 y 49) en el “Epp. S. Bernardi”.


Esteban fue sepultado en la tumba e Alberico, su predecesor, en el claustro de Cîteaux. La celebración de San Esteban ha sido movida de fecha con el tiempo, del 17 de abril al 16 de julio, luego al 26 de enero, fiesta de los santos Fundadores de la Orden Cisterciense: San Roberto, el beato Alberico y san Esteban. Finalmente, la reciente edición del "Martiriologio romano" muestra su celebración el 28 marzo, como ocasión del día de su muerte.



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