VII Superior General de los Franciscanos.
Martirologio Romano: En Camerino, del Piceno, en Italia, beato Juan de Parma Buralli, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores, a quien el papa Inocencio IV envió como legado a los griegos, para restaurar su comunión con los latinos († 1289).
Etimológicamente: Juan = Dios es misericordia, es de origen hebreo.
Breve Biografía
Nació en Parma en 1209 y ya se encontraba enseñando lógica cuando, a la edad de veinticinco años, entró a la orden franciscana.
Fue enviado a París para proseguir sus estudios y, después de haber sido ordenado, se le envió a enseñar y predicar en Bolonia, Nápoles y Roma. Su elocuencia arrastraba multitudes a sus sermones y grandes personajes se congregaban para escucharle.
Se ha afirmado que en 1245, cuando el Papa Inocencio IV convocó el primer Concilio general de Lyon, Juan fue designado para representar a Crescencio, el superior general, quien debido a sus enfermedades estaba incapacitado para ir, pero esto es inexacto: el fraile que fue al concilio se llamaba Buenaventura de Isco. Juan, por su parte, aquel mismo año viajó a París para enseñar "Sentencias" en la Universidad, y en 1247, fue elegido superior general de la orden.
La tarea que tenía ante sí era excesivamente difícil, pues muchos abusos y un espíritu de rivalidad se habían introducido, debido a la relajada observancia del hermano Elías. Afortunadamente, poseemos una descripción de primera mano de las actividades del Beato Juan, escrita por su conciudadano, el hermano Salimbene, quien estuvo ligado íntimamente a él durante largo tiempo.
Sabemos que era fuerte y robusto, de manera que podía soportar grandes fatigas, de apariencia dulce y atrayente, de modales educados y lleno de caridad. Fue el primer superior general que visitó toda la orden, y siempre viajó a pie. Fuera de los conventos no permitió que nadie conociera su identidad y era tan humilde y modesto que, al llegar a una casa, con frecuencia ayudaba a los hermanos a lavar verduras en la cocina.
Amante del silencio y recogimiento, nunca se le oyó una palabra ociosa y cuando estaba moribundo, admitió que él tendría que dar mayor cuenta de su silencio que de sus palabras.
Comenzó su visita general por las casas de Inglaterra y cuando el rey Enrique III supo que se encontraba en palacio a presentarle sus respetos, se levantó de la mesa y salió a la puerta para abrazar al humilde fraile. En Francia, Juan fue visitado por San Luis IX, quien la víspera de su partida a la Cruzada, se detuvo en Sens a pedirle sus oraciones y bendiciones para la empresa. El rey que llegó en ropas de peregrino y báculo en mano, impresionó al hermano Salimbene por su apariencia delicada y frágil. Comió con los hermanos en el refectorio, pero no pudo persuadir a Juan de Parma para que se sentara a su lado.
Burgundia y Provenza recibieron la siguiente visita del beato. En Arlés, un monje de Parma, Juan de Ollis, vino a pedirle un favor. ¿Se dignaría el superior enviarle a él y a Salimbene a predicar?, Juan, sin embargo no iba a mostrar favoritismo con sus compatriotas. "En verdad, aunque fuereis mis hermanos carnales", respondió, "no obtedríais de mí esta misión, sin un examen previo".
Juan de Ollis no se desanimó fácilmente. "Si debemos ser examinados, ¿llamaréis al hermano Hugo para que nos examine"?, Hugo de Digne, el anterior provincial se encontraba entonces en la casa. "¡No!", dijo el superior rápidamente. "El hermano Hugo es vuestro amigo y podría ser indulgente con vosotros; llamad mejor al catedrático e instructor de la casa".
El hermano Salimbene no puede resistirse a informarnos que él pasó el examen, pero que Juan de Ollis fue enviado a estudiar un poco más.
Poco después del regreso de Juan de Parma de una misión como legado papal ante el emperador oriental, los problemas estallaron en París, adonde él había enviado a Buenaventura como uno de los mejores estudiantes de los frailes menores. Guillermo de Saint Amour, un doctor seglar de la universidad, había levantado una tormenta contra las órdenes mendicantes, atacándolas en un provocativo libelo.
El Beato Juan fue a París y, se dice que habló a los profesores universitarios en términos tan persuasivos y humildes, que todos quedaron convencidos y que el doctor que debía responder, solamente pudo decir: "¡Bendito seas y benditas sean tus palabras!". Calmada la tormenta, el superior general se entregó a la restauración de la disciplina. Aun antes de su partida para el oriente, ya había tenido un capítulo General en Metz, donde se habían tomado medidas para asegurar la exacta observancia de las reglas y constituciones y para insistir en que se apegaran estrictamente al breviario y al misal romano. Obtuvo varias bulas papales que lo apoyaban; el Papa Inocencio IV entregó a la orden el convento de Ara Coeli en Roma, que se convirtió en la residencia del superior general.
A pesar de todos sus esfuerzos, el Beato Juan encontró amarga oposición, en parte causada por sus tendencias joaquimistas. Llegó a convencerse de que no era capaz de llevar hasta el final las reformas que creía eran esenciales. No está claro si actuó espontáneamente o por obediencia a la presión ejercida sobre él por la curia papal, pero él renunció a su cargo en Roma, en 1257, y cuando se le pidió que nombrara un sucesor, escogió a San Buenaventura.
Fue una elección feliz y se habla a veces de San Buenaventura, como del segundo fundador; pero el camino le había sido preparado por el firme gobierno de su predecesor. Juan se retiró entonces a la ermita de Greccio, lugar donde San Francisco había preparado el primer Nacimiento. Estuvo los últimos treinta años de su vida en el retiro, del que solamente salió dos o tres veces, llamado por el Papa. Cuando Juan, ya un anciano de ochenta años, supo que los griegos habían caído nuevamente en el cisma, suplicó que se le permitiera ir otra vez a discutir con ellos. Obtuvo la anuencia del Papa y partió, pero al entrar en Camerino se dio cuenta de que iba a morir y dijo a sus compañeros: "Este es el lugar de mi descanso". Fue a recibir su recompensa en el cielo el 19 de marzo de 1289 y, muy pronto empezaron a obrarse muchos milagros en su tumba.
Su culto fue aprobado en 1777, siendo Papa Pío VI.
Juan de Panna desempeñó un papel tan considerable en el desarrollo de los problemas que culminaron en la revuelta de los "fraticelli", que su nombre figura más o menos prominentemente en una multitud de libros que tratan del movimiento franciscano.
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