08/21/13

Etimología: Andrés = valiente, viril. Viene de la lengua griega.

Andrés fue archidiácono en el siglo IX. Hay nombre que se repiten según los pueblos y sus respectivas culturas.


Brígida es un nombre que se pone a muchas mujeres en los países nórdicos, y Catalina en los mediterráneos. Pero, pos supuesto, el que más abunda en todas las lenguas es el de María..


Brígida Kildaro fue hermana de san Andrés, una virgen del mismo siglo.


San Andrés era también de Irlanda, pero se le conoce más como Andrés de Fiésole por haber sido designado archidiácono de esta antigua y preciosa ciudad etrusca.


Durante este tiempo había muchos misioneros irlandeses en toda Florencia y sus alrededores. Los había pedido el obispo Donato. Precisamente con él se marchó en peregrinación a Roma.


Con este acto religioso querían dar respuesta afirmativa a Jesús de que su camino hacia la santidad era firme y no encerraba vacilaciones.


Durante la peregrinación – cosa frecuente en ese siglo – se ganaron la amistad de todos por su vida de oración, su penitencia y su sentido religioso de cuanto hablaban, veían o contemplaban.


Mientras que Andrés restauraba un monasterio destruido por los húngaros, vio bien retirarse a vivir una vida solitaria pero solidaria con todos haciendo más penitencia.


Su hermana tuvo una visión acerca de su muerte Y desde Irlanda llegó a tiempo para asistirlo en sus últimos momentos.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!



El 22 de agosto celebramos a la Santísima Virgen María como Reina. María es Reina por ser Madre de Jesús, Rey del Universo.

Un poco de historia


La fiesta de hoy fue instituida por el Papa Pío XII, en 1955 para venerar a María como Reina igual que se hace con su Hijo, Cristo Rey, al final del año litúrgico. A Ella le corresponde no sólo por naturaleza sino por mérito el título de Reina Madre.


María ha sido elevada sobre la gloria de todos los santos y coronada de estrellas por su divino Hijo. Está sentada junto a Él y es Reina y Señora del universo.


María fue elegida para ser Madre de Dios y ella, sin dudar un momento, aceptó con alegría. Por esta razón, alcanza tales alturas de gloria. Nadie se le puede comparar ni en virtud ni en méritos. A Ella le pertenece la corona del Cielo y de la Tierra.


María está sentada en el Cielo, coronada por toda la eternidad, en un trono junto a su Hijo. Tiene, entre todos los santos, el mayor poder de intercesión ante su Hijo por ser la que más cerca está de Él.


La Iglesia la proclama Señora y Reina de los ángeles y de los santos, de los patriarcas y de los profetas, de los apóstoles y de los mártires, de los confesores y de las vírgenes. Es Reina del Cielo y de la Tierra, gloriosa y digna Reina del Universo, a quien podemos invocar día y noche, no sólo con el dulce nombre de Madre, sino también con el de Reina, como la saludan en el cielo con alegría y amor los ángeles y todos los santos.


La realeza de María no es un dogma de fe, pero es una verdad del cristianismo. Esta fiesta se celebra, no para introducir novedad alguna, sino para que brille a los ojos del mundo una verdad capaz de traer remedio a sus males.


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Martirologio Romano: En Autun, en la Galia Lugdubense, san Simfoniano, mártir, que, mientras era llevado al suplicio, su madre, desde la muralla de la ciudad, le exhortaba con estas palabras: «Hijo, hijo, Simforiano, pon tu pensamiento en Dios vivo. Hoy no se te quita la vida, sino que se te cambia por una mejor» (s. III/IV).

Etimología: Sinforiano = lleno de gracia. Viene de la lengua griega.


Este joven francés nació en Autun en el siglo II y murió en el tercero.


Tenían lugar las grandes celebraciones en honor de la diosa Cibeles, mujer del Tiempo, madre de Júpiter, de la tierra y de la a agricultura. Se la sacaba en procesión por las bellas calles de Autun. Sinforiano se mondaba de risa al ver este espectáculo.


Al ver que llamaba la atención y turbaba el normal desenvolvimiento de la procesión , el juez le mandó llamar.


El juez no sabía que era un joven muy instruido y que pertenecía a una de las familias cristianas de la ciudad.


El juez, llevado de su envidia e ira, le condenó por doble crimen: el de sacrilegio y desobediencia a las leyes imperiales. El joven le dijo que la estatua de la Cibeles era simplemente un demonio disfrazado.


Se sintió tan ofendido el juez Heraclio que mandó azotarlo y meterlo en la cárcel. Intentó, de buenas formas, convencerle. No fue posible el arreglo. Entonces, sin razón alguna, lo envió a ser decapitado.


Mientras iba al suplicio, escuchó a su madre que le decía:"¡Animo, hijo mío. No eches de menos este mundo ya que vas al paraíso".


Sinforiano volvió la cabeza hacia ella con la cara alegre. La madre tuvo el valor de ver morir a su hijo siendo coherente con su fe.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!


Junto con San Furseo es el santo protector contra las cataratas oculares.



Martirologio Romano: En Ofida, en el Piceno, de Italia, beato Bernardo (Domingo) Peroni, religioso de la orden de los Hermanos Menores Capuchinos, célebre por su sencillez de corazón, inocencia de vida y su admirable caridad para con los pobres (1694).

Hermano profeso capuchino, admirable ejemplo de caridad evangélica y de atrayente simplicidad, gran devoto de la Virgen. Ya de joven, cuando trabajaba en el campo y pastoreaba, era notable su espíritu de oración y de penitencia. En el convento ejerció diversos oficios: enfermero, portero, limosnero..., en los que realizó a la vez un eficaz apostolado popular con el ejemplo y la palabra, por la bondad y espiritual unción que lo animaban.


En los claustros de casi todos los conventos capuchinos nos hemos detenido muchas veces ante un cuadro imponente y severo: un fraile decrépito, malhumorado, con unas barbas enormes que le caen hasta la cintura, sosteniendo una calavera en la mano izquierda y apoyando en la otra la majestuosa cabeza calva; los ojos semicerrados, el color pálido, los dedos como manojos de sarmientos secos, el hábito de mil colores descoloridos; al frente, un crucifijo de fiera mirada, y sobre una mesa, disciplinas y cilicios de alambres puntiagudos. Las únicas notas simpáticas de ese cuadro son una vara de azucenas frescas y el pedacito de cielo azulino que se recorta en la ventana.


Tal es la estampa tradicional y terrorífica del más amable y candoroso de los hombres, del Beato Bernardo de Offida. Nos parece que los pintores de esos cuadros han manejado unos pinceles demasiado tétricos, que no corresponden a la realidad encantadora del modelo. El Beato Bernardo no es un fantasma para espantar a los espíritus tímidos, sino un admirable ejemplo de caridad evangélica y de atrayente simplicidad, que debiera tener entusiastas devotos entre los niños, los pobres y los enfermos.


Todo es poético en la vida de este capuchino: su infancia graciosa en el campo, su austeridad monástica aureolada de amor, su vejez risueña con noventa años a la espalda.


* * *


Su pueblo natal es Offida, en la Marca de Ancona (Italia), cuna de la Reforma Capuchina. Nace en 1604, el mismo año en que muere su coterráneo San Serafín de Montegranario, lego capuchino, cuya vida será para el Beato Bernardo un modelo que tratará de copiar con absoluta exactitud.


La infancia del Beato Bernardo es parecida a la de muchos santos: cuidar las ovejas, rezar entre los árboles, dibujar anagramas de Jesús y María, pensar en el cielo más que en la tierra, ayunar y disciplinarse.


Se llama Domingo Peroni y es hijo de padres labradores y cristianos. La familia posee una pequeña grey de veinte o treinta ovejas, un pedazo de terreno y una casita pobrísima, donde se cuelan libremente los vientos, la lluvia o el sol, según lo disponga la divida Providencia.


Nuestro santo creció en este hogar pacífico, respirando una atmósfera sana de piedad y de pureza. Se dice que las primeras palabras que balbucieron sus labios fueron los nombres de Jesús y de María, dichos espontáneamente, sin esfuerzo, como los primeros gorjeos de un pajarillo en su nido.


Se adivinaba en su rostro vivaz una inteligencia ágil y una memoria feliz; pero todas estas aptitudes se consagrarán solamente al servicio de la virtud, porque Domingo Peroni no cursará estudios, ni recorrerá universidades, ni leerá gruesos infolios en todos los días de su vida. Sólo las breves páginas del catecismo le bastarán para aprender la ciencia de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo; y en estas virtudes llegará a ser maestro y modelo incomparable.


El niño Domingo es de naturaleza robusta, no tiene miedo a los trabajos más fuertes, y va creciendo rápidamente, gracias a su buen apetito y al constante ejercicio corporal. A los doce años, ya parece un hombre; y sus padres están orgullosos, tanto de su férrea salud como de su piedad extraordinaria. El muchacho, al frente de su rebaño, sale por los campos y no vuelve a casa hasta la noche; en las fértiles praderas, teniendo por testigos a los ángeles, reza sin descanso, medita en la Pasión de Cristo, llora la ingratitud de los pecadores, habla con una estampa de la Virgen; y más de una vez se le ha visto en actitud extática, rodeado de las ovejas que le acompañan con sus balidos, hablando misteriosas palabras con la Reina de su corazón que, invisible para los demás, parece se deja ver del pastorcillo y de su pequeño y blanco rebaño.


Poco a poco, Domingo fue adelantando en la virtud y en la destreza para el trabajo; y su padre le confió una tarea difícil y peligrosa: el cuidado de unos novillos furiosos que arremetían a todo el que se ponía por delante. Nuestro amigo salió al campo con los indómitos animales, y a los pocos momentos, los novillos, amansados por la virtud y por la voz dulcísima de su dueño, triscaban juguetones a sus pies y pacían tranquilamente entre las ovejas.


Este hecho extraordinario enseñó al joven una lección que había de practicar durante toda su larga vida: el dominio de las pasiones bajo el imperio de una voluntad enérgica, sostenida por la gracia de Dios. En el mismo día, con santa decisión, se declaró una guerra tenaz, refrenó su amor propio y, según la expresión de San Pablo, «castigó su cuerpo y lo redujo a servidumbre».


La virtud de Domingo Peroni, madura y varonil, conocía también todos los encantos de la amistad y de la dulzura. Los jóvenes del pueblo veían en él un compañero excelente, de paciencia ilimitada, y sabían que su ingenio y su caridad estaban siempre al servicio de todos los pobres de la comarca. Domingo sabía dar los consejos más oportunos y delicados, las limosnas más abundantes y el ejemplo más acabado de todas las virtudes.


Pero no todo es poesía en esta vida de caridad; también hay rayos y truenos cuando es necesario. La murmuración, los chistes procaces, la blasfemia y las riñas tienen en Domingo Peroni un terrible enemigo que no vacila en hacer uso de sus pesados puños cuando la ocasión lo pide; y los jóvenes de Offida saben que, por cualquiera de estos desmanes, se exponen a recibir una bofetada, o por lo menos una reprimenda, que no dejan ganas de repetir la hazaña.


Nuestro robusto y simpático jayán, de tan temible bravura ante el desenfreno, es respetado y querido unánimemente en la ciudad; sus ejemplos se imitan, sus palabras se reciben como dichas por un santo, y hasta sus cóleras y rabietas tienen el prestigio de una voluntad de oro. Domingo es, además, un modelo de piedad cristiana, sin alardes sin hipocresías: comulga todos los días de fiesta en la iglesia de los capuchinos, aunque para ello tenga que permanecer en ayunas hasta la tarde; hace diariamente un buen rato de meditación, vive de continuo con el pensamiento elevado en Dios, y apenas habla sino cosas espirituales y divinas.


Los capuchinos de Offida, silenciosos y recogidos, se llenan de alborozo cuando Domingo entra en los claustros para charlar unos minutos sobre la vida espiritual. Se le quedan pasmados cuando le oyen decir que su sueño dorado sería vivir y morir en un convento como aquél, y que pide todos los días a la Virgen esta gracia singular. Los buenos frailes le explican la regla de San Francisco, su vida, su amable y poética santidad; le hablan de los famosos capuchinos que se han distinguido por su virtud; le entusiasman contándole anécdotas de fray Serafín de Montegranario, a quien casi todos han conocido, y de fray Félix de Cantalicio, el primer santo de la Orden, que había sido beatificado por aquellos días; traen a colación las aventuras del padre José de Leonisa, del padre Lorenzo de Brindis y del mártir alemán Fidel de Sigmaringa, todos los cuales acaban de morir hace unos pocos años; y poco a poco el joven queda cautivo en las redes de la admiración y en una especie de santa envidia.


No, él no será sabio, ni predicador, ni misionero, ni literato, como ese padre Brindis que iluminó a toda Europa con su talento; ni recorrerá los campos y ciudades arrastrando multitudes frenéticas con la fuerza de la oratoria; pero santificarse calladamente en un convento, ser humilde como el santo hermanito de Cantalicio y caritativo y fervoroso corno el buen fray Serafín, eso sí que le gustaría, y lo hará con el favor de Dios y de la Virgen. Para eso no se necesita saber teología ni matemáticas; basta un corazón puro y muchos deseos de amar a Dios...


* * *


Y una mañana de febrero, fría y nevada, el joven Peroni llegó al noviciado de Corinaldo para hacerse capuchino. El hábito pobrecito que le dieron le pareció de seda; las sandalias ásperas y durísimas se ajustaban perfectamente a sus pies; y su nuevo nombre, fray Bernardo de Offida, será muy hermoso si consigue adornarlo con la humildad y con todas las virtudes propias de su estado.


¿Para qué quería él muchos libros en la celda? Ya tenía más que suficientes: el crucifijo le hablaba elocuentemente de obediencia, de amor y de pobreza; las estampas de la Inmaculada le enseñaban castidad; los religiosos le daban ejemplo de vida abnegada; y en los claustros había unos cuadros viejos y apolillados con las figuras de San Francisco de Asís y de otros santos franciscanos. Además, el padre Maestro, en sus pláticas a los novicios, contaba cosas muy bellas del Beato Félix y ejemplos encantadores de fray Serafín. Con todo ese caudal de conocimientos, fray Bernardo tendrá pasto abundante para su alma, y podrá santificarse si no se deja dominar por la pereza o por la cobardía.


Y empezó a trabajar con tal ahínco y con tales deseos de perfección, que por espacio de sesenta y ocho años no se detuvo un momento en el camino comenzado. Él no quería una santidad a medias, aquí caigo y allí me levanto; no podía vivir en una cómoda tibieza, porque, como dicen, «el agua estancada fácilmente se corrompe»; quería la impetuosidad arrolladora de los torrentes que no se detienen ante ningún obstáculo hasta que se sumergen en el mar.


La vida de fray Bernardo es, en efecto, como un río caudaloso, de curso largo y rectilíneo, de influencia bienhechora por dondequiera que pasa, alegre, fecundo, lleno de gracia y de majestad.


Ya en el noviciado, en ese año que es fundamental y decisivo en la vida religiosa, fray Bernardo dio pruebas patentes de lo que había de ser en su vida futura. Rígido asceta y místico admirable, la aspereza de la vida capuchina se adaptaba de manera especial a su naturaleza y a sus ambiciones espirituales. Fray Bernardo hallaba una delicia extraordinaria en la penosa costumbre capuchina de interrumpir el sueño a medianoche para rezar los maitines: costumbre inventada por el amor, que siempre está en vela. A las doce en punto, cuando el mundo profano duerme, cuando el pensamiento de los hombres está alejado de Dios, las almas delicadas deben sentir un placer misterioso al oír que un coro de voces viriles y solemnes entona aquellas palabras de súplica: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Fray Bernardo no espera a que la bulliciosa matraca recorra los claustros despertando a los frailes; mucho antes de las doce, ya está él en un rincón de la iglesia, esperando el concierto de bendiciones que resonará potente en todos los ámbitos del templo. Y durante todo el oficio, lo mismo en invierno que en verano, se le ve inmóvil, a veces tiritando de frío, siempre ardiendo de amor; y allí continúa largas horas, como saboreando las últimas palabras de la oración nocturna.


* * *


Después de la profesión, el alma de fray Bernardo no hizo otra cosa que cumplir al pie de la letra el programa del noviciado. Vivió en los conventos de Camerino, Áscoli, Fermo, Offida y otros; conoció y practicó todos los oficios de su estado; y siempre sus pensamientos eran rectos, sin doblez, anhelando la santidad como la conquista de un tesoro, alegre en los trabajos, riguroso en las penitencias, afable en las conversaciones, efusivo en la oración y caritativo hasta el heroísmo con grandes y pequeños.


Era devoto de los trabajos más humildes y de menos brillo, en los cuales podía ejercitar sus deseos de ser despreciado y de pasar inadvertido por el mundo. Luego veremos que no consiguió lo que quería, sino precisamente todo lo contrario.


No se parece a San Serafín de Montegranario que tan poca maña se daba para los quehaceres y oficios; fray Bernardo es diestro de manos y vivo de inteligencia, tiene el huerto como un jardín, la cocina como un salón, la portería como un altar y en la enfermería parece que le ayudaran los mismos ángeles. Pero todo eso dentro de un culto estricto a la santa pobreza capuchina.


Para los enfermos tiene manos y corazón de madre: nadie prepara las medicinas como él; nadie le aventaja en curar heridas y calmar dolores; los caldos y sopas que él hace se comen como si fueran hechos en el cielo; pero mejor que todo eso es su presencia junto al lecho de los pacientes, su rostro simpático, sus palabras optimistas, la agilidad de sus movimientos, y el verle siempre solícito, sin descansar un minuto de día ni de noche, para que los enfermos vivan alegres en medio de sus dolores.


Con el permiso del superior, fray Bernardo guarda unas botellas de excelente vino para los enfermos, vino «para casos reservados», como él dice; y con ese licor consigue reanimar a los más débiles; y a uno de sus confesores, que se burlaba maliciosamente de aquel «vino reservado», fray Bernardo le da un traguito y le devuelve instantáneamente la salud perdida.


En la enfermería es el propagandista de la devoción al nuevo Beato fray Félix de Cantalicio, aplica a las llagas y a los padecimientos más rebeldes el aceite de la lámpara de su altar, con excelente resultado, y no se cansa de encomendar al Beato Félix la salud de todos los religiosos. Esas aplicaciones de aceite producen con frecuencia la curación milagrosa y súbita; pero el humildísimo fray Bernardo lo atribuye todo a la intercesión de fray Félix, que es un admirable curandero cuando se le pide la salud con mucha fe y devota confianza.


Un día se presentó a fray Bernardo una buena mujer trayendo en brazos a un hijito moribundo. Postrándose de rodillas ante el humilde fraile, le rogaba que tuviese compasión de su angustia y que salvara al enfermito. Aún estaba hablando la madre, cuando el niño, dando un débil quejido, murió. La mujer, enloquecida por el dolor, agarró a fray Bernardo por el hábito y le aseguró que no le soltaría hasta que devolviera la vida al pequeño. Fray Bernardo pugnaba por desasirse, mas la mujer no aflojaba; en tan grave aprieto, el capuchino dirigió sus ojos a un cuadro del Beato Félix y le dijo: «Mi querido fray Félix: éste es el momento en que debes asistirme». Después, tomando la manecita del cadáver y bendiciéndolo, se lo devolvió vivo y sano a la importuna mujer.


Cuando los enfermos eran sacerdotes, las manos de fray Bernardo parecían más suaves, corno si tocaran un cáliz sagrado y precioso; les hacía una inclinación reverente antes de aplicarles los medicamentos y, si era posible, trabajaba de rodillas.


Para los pobres fray Bernardo es un protector, un hermano y un padre: les da abundantes limosnas, separando de su propia comida la porción más apetitosa; pide de puerta en puerta no sólo para los religiosos, sino también para las familias desvalidas; multiplica milagrosamente el pan y otros alimentos, y con ellos socorre a una multitud de mendigos que se agolpan a las puertas del convento. A unos albañiles que trabajan en una casa cercana, les ve sudorosos bajo un sol de justicia y les manda un cántaro de agua fresca para que puedan trabajar sin molestias; pero en el trayecto el agua se convierte en vino generoso que alegra y conforta a los sedientos operarios.


A fray Bernardo se le parte el corazón de pena por no poder remediar todas las necesidades, y ha decidido pedir al padre Guardián un rincón del huerto para cultivar legumbres y plantas medicinales en beneficio exclusivo de los pobres. Al principio todo va bien: el jardincillo de fray Bernardo es el granero milagroso de la caridad. Pero, a los pocos días, el hermano hortelano se llena de envidia por el éxito del santo, y consigue del superior el permiso para terminar con aquel abuso: pasa el arado en todas las direcciones y arranca todas las plantas, dejando el terreno de fray Bernardo sin una brinza y sin una flor. Nuestro santo mira aquellos destrozos sin perder la paciencia; sube a la celda del padre Guardián y vuelve a pedirle su bendición para cultivar el pedacito de huerto. Obtenida la licencia, baja sonriente al jardín, planta de nuevo las hierbas medicinales y las legumbres que estaban amontonadas y secas; y antes de una hora, el huertecito de los pobres se ve frondoso y lleno de vida, como si nada hubiera sucedido. El hermano hortelano, testigo del prodigio, no volverá a molestar a fray Bernardo, y aun le ayudará muy contento siempre que el santo se lo pida.


* * *


Fray Bernardo fue adquiriendo, muy a su pesar, una fama extraordinaria de taumaturgo y de profeta. Sólo él podía decir con certidumbre dónde se encontraría un animal extraviado, cuándo sanaría o moriría un enfermo, cuándo se arrepentiría un pecador; sólo él podía dar consejos a los recalcitrantes, resolver las dudas de los doctos, hacer que prosperase un negocio difícil.


El señor obispo de la diócesis viene con frecuencia hasta la celda del lego capuchino y se sienta en las tablas desnudas de la cama, porque fray Bernardo no tiene una mala silla que ofrecerle. Allí el sabio prelado habla con el lego, que le escucha de rodillas; se discuten los asuntos de la curia y se toman resoluciones disciplinarias para el buen gobierno del clero, se proponen altas cuestiones de teología dogmática y moral; y fray Bernardo, siempre inspirado por Dios, dice tales cosas y con tan prodigiosa sabiduría, que el señor obispo no puede prescindir de sus luces y de sus consejos.


Fray Bernardo vive absorto, embebido en Dios. Se le conoce en el rostro, que pálido y amarillo de ordinario, al sonar la campana para la oración se le enciende y hermosea con una luz de felicidad; se ve su fervor en aquellas jaculatorias que dice en voz alta, en la portería, en los claustros, en las calles de la ciudad y en las casas de sus amigos, jaculatorias que se le escapan y saltan sin poderlo remediar, como chispas de una hoguera, y que hacen un bien indecible a todos los que las oyen. Unas veces son actos de amor a Dios o saludos a la Virgen María, otras veces son suspiros amargos en presencia de un pecador, o anhelos de mayor perfección, o reproches de humildad contra sí mismo.


Por donde quiera que pasa, va esparciendo «el buen olor de Cristo», perfume que tiene una eficacia de apostolado. Cuando está de portero, nadie se marcha sin un consejo o sin una palabra consoladora; a los pobres, antes de darles la limosna, les hace rezar ante una imagen de María y prometerle portarse como buenos cristianos; a los niños, primero les enseña el catecismo, y después les da frutas, golosinas y medallas.


Todo el mundo le quiere y le reverencia; no puede salir a la calle sin que el pueblo corra tras él, aclamándole y pidiéndole su bendición. Éste es el gran martirio de fray Bernardo, y los superiores, accediendo a sus deseos, le prohíben salir del convento para que la gente le deje en paz. Júzganse dichosos los que pueden conseguir de él una oración o un recuerdo; y se cuenta que hasta de Alemania y Francia le han llegado cartas de personajes importantes pidiéndole el auxilio de su intercesión.


Los pecadores no resisten mucho tiempo a las dulces reconvenciones del siervo de Dios; generalmente basta una palabra dicha con esa fuerza de persuasión que le es propia, para que los más duros de corazón se postren a sus pies y le prometan corregirse.


Con mucha razón dice el obispo que fray Bernardo, con su ejemplo y con sus palabras humildes, hace más provecho en las almas que todos los misioneros de la diócesis.


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La figura clásica del Beato Bernardo es la de su vejez venerable, al acercarse a los noventa años. De alta y corpulenta estatura, se mueve pausadamente, pero sin tropiezos ni fatigas; tiene una hermosa cabeza calva coronada de cabellos blanquísimos; blanca también y majestuosa la barba, como la del Moisés de Miguel Ángel, que describió un excelso poeta: «...y la barba larguísima, ondulante, / desciende semejante / a las cascadas que formó el diluvio».


Sus manos son fuertes, grandes y duras, y están esculpidas prolijamente con relieves de nervios y venas; los pies le desbordan de las sandalias, y se ven agrietados por los surcos profundos que hicieron el frío y el mucho caminar; la piel del rostro es un pergamino amarillento, curtido por los años; los ojillos hundidos, vivaces, como dos estrellitas; la sonrisa perenne en los labios descoloridos.


Es un anciano que no infunde temor, sino cariño y simpatía; juega con los gatos de la cocina y con los niños que vienen a visitarle; tiene siempre y para todos una palabra edificante y oportuna; es una reliquia preciosa que los religiosos quisieran conservar por tiempo indefinido.


Es un encanto verle cuando está en oración, o cuando ayuda a las misas, o cuando comulga; y es una pena indecible oírle cuando se azota con las disciplinas, ver los cilicios monstruosos que le llenan el cuerpo de llagas, y saber que todos los días ayuna con exagerado rigor, como si tuviera mucha prisa por dejar este mundo y subir al cielo. Y en efecto, los frailes le han visto muchas veces en la iglesia elevado en los aires, con los ojos luminosos y fijos en la altura, como escapándose de la tierra en un salto prodigioso de su amor anhelante. Ya nadie se puede hacer ilusiones; fray Bernardo se morirá el día menos pensado; es el fruto maduro que se desprenderá del árbol sin esfuerzo.


Un golpe repentino y gravísimo vino a aumentar los temores de todos: el santo anciano cayó en cama, abatido por la parálisis. Aun pudo levantarse algunos días y bajar a la iglesia; y fue maravilla ver al perfecto religioso, sin querer eximirse de ninguna obligación de la vida común, obedeciendo prontamente como en sus días de novicio.


Rápidamente corrió por la ciudad de Offida la triste noticia de la enfermedad de fray Bernardo; y comenzó a desfilar por el convento la interminable procesión de todos sus amigos que querían verle por última vez. Los obispos, los magistrados, los nobles y ricos caballeros, se confundían con la gente del pueblo; y el anciano moribundo, con todas sus facultades en plena lucidez, daba a uno un consejo, a otros una palabra de agradecimiento o un saludo amistoso.


El santo Viático le sorprendió en uno de sus largos éxtasis de amor. Al volver en sí, llamó al padre Guardián y le dijo: «Padre, por amor de Dios, déme su santa bendición para ir al cielo». Los religiosos que rodeaban el lecho rompieron en sollozos, y el superior contestó con suprema emoción: «Fray Bernardo, no te daré la licencia que pides, si antes no nos bendices a todos los presentes». El anciano se incorporó levemente y trazó la señal de la cruz con el crucifijo que tenía en sus manos. Después él mismo recibió la bendición del padre Guardián, murmuró una palabra de gratitud y expiró plácidamente.


Era el día 22 de agosto de 1694, octava de la Asunción de María a los cielos. Tenía casi noventa años de edad y había pasado sesenta y ocho en la Orden Capuchina. El cadáver fue custodiado por hombres armados durante tres días y tres noches, para evitar que los ciudadanos de Áscoli, entusiastas admiradores del siervo de Dios, robaran los sagrados despojos. Su sepulcro, en la iglesia de los capuchinos de Offida, ha sido hasta el día de hoy un lugar de peregrinaciones continuas y de milagros incesantes.


Fue beatificado por el papa Pío VI el 25 de mayo de 1795.



Martirologio Romano: En Mevania (hoy Bevagna), en la Umbría (Italia), beato Giacomo Bianconi, presbítero de la Orden de Predicadores, que fundó allí un convento y rebatió los errores de los nicolaítas (1301).

El nacimiento de Santiago Bianconi fue precedido y acompañado de signos milagrosos. El más asombroso fue la aparición de fúlgidos astros en el cielo, algunos de los cuales llevaba la figura de un dominico y no sólo brillaron toda la noche, sino también durante la mañana siguiente, día de su nacimiento. Ante estas apariciones, algunos comenzaron a gritar: "¡A la escuela, a la escuela, porque ya han nacido los maestros!"


En efecto, en aquélla misma época nacieron tres santos Dominicos: Santiago de Brevagna, Ambrosio Sansedoni y Tomás de Aquino.


Santiago, todavía joven, a los dieciseis años, vistió el hábito dominico en el convento de Spoleto. Sus pasos hacia la santidad y la doctrina, fueron de gigante. La penitencia y la adoración fueron las fuentes genuinas a que atizaban el foco de caridad que hizo de él uno de los más grandes apóstoles y predicadores de su tiempo.


Fundó el Convento de Bevagna, y lo gobernó más con su ejemplo que con autoridad. Al extenderse en la Umbría la secta de los Nicolaiti, que esparcía innumerables errores, obtiene con su santa palabra la abjuración de su jefe. Escribió dos obras: “Espejo de la Humanidad de Jesús" y "Espejo de los pecadores o último juicio universal”.


Próximo a morir, se hizo llevar agua fresca para edificar a sus cofrades con un último milagro. Al bendecirla, el agua se convirtió en vino generoso y, cuando todos hubieron bebido, expiró dulcemente. Era el 15 de agosto agosto de 1301.


Su cuerpo reposa en la iglesia San Jorge de la ciudad. Nuestro Señor le había garantizado su eterna salvación mediante una milagrosa aspersión de su preciosísima sangre.


El Papa Clemente X, el 18 de mayo de 1672 confirmó su culto culto.



Martirologio Romano: Memoria del papa san Pío X, que fue sucesivamente sacerdote con cargo parroquial, obispo de Mantua y después patriarca de Venecia. Finalmente, elegido Sumo Pontífice, adoptó una forma de gobierno dirigida a instaurar todas las cosas en Cristo, que llevó a cabo con sencillez de ánimo, pobreza y fortaleza, promoviendo entre los fieles la vida cristiana por la participación en la Eucaristía, la dignidad de la sagrada liturgia y la integridad de la doctrina (1914).

Etimología: Pío = piadoso. Viene de la lengua latina.


Giuseppe Melchiorre Sarto, quien luego sería el Papa Pío X nació el 2 de Junio de 1835 en Riese, provincia de Treviso, en Venecia. Sus padres fueron Giovanni Battista Sarto y Margarita Sanson. Su padre fue un cartero y murió en 1852, pero su madre vivió para ver a su hijo llegar a Cardenal. Luego de terminar sus estudios elementales, recibió clases privadas de latín por parte del arcipreste de su pueblo, Don Tito Fusarini, después de lo cual estudió durante cuatro años en el gimnasio de Castelfranco Veneto, caminando de ida y vuelta diariamente.


En 1850 recibió la tonsura de manos del Obispo de Treviso y obtuvo una beca de la Diócesis de Treviso para estudiar en el seminario de Padua, donde terminó sus estudios filosóficos, teológicos y de los clásicos con honores. Fue ordenado sacerdote en 1858, y durante nueve años fue capellán de Tómbolo, teniendo que asumir muchas de las funciones del párroco, puesto que éste ya era anciano e inválido. Buscó perfeccionar su conocimiento de la teología a través de un estudio asiduo de Santo Tomás y el derecho canónico; al mismo tiempo estableció una escuela nocturna para la educación de los adultos, y siendo él mismo un ferviente predicador, constantemente era invitado a ejercer este ministerio en otros pueblos.


En 1867 fue nombrado arcipreste de Salzano, un importante municipio de la Diócesis de Treviso, en donde restauró la iglesia y ayudó a la ampliación y mantenimiento del hospital con sus propios medios, en congruencia con su habitual generosidad hacia los pobres; especialmente se distinguió por su abnegación durante una epidemia de cólera que afectó a la región. Mostró una gran solicitud por la instrucción religiosa de los adultos. En 1875 creó un reglamento para la catedral de Treviso; ocupó varios cargos, entre ellos, el de director espiritual y rector del seminario, examinador del clero y vicario general; más aún, hizo posible que los estudiantes de escuelas públicas recibieran instrucción religiosa. En 1878, a la muerte del Obispo Zanelli, fue elegido vicario capitular. El 10 de Noviembre de 1884 fue nombrado Obispo de Mantua, en ese entonces una sede muy problemática, y fue consagrado el 20 de Noviembre. Su principal preocupación en su nuevo cargo fue la formación del clero en el seminario, donde, por varios años, enseñó teología dogmática y, durante un año, teología moral. Deseaba seguir el método y la teología de Santo Tomás, y a muchos de los estudiantes más pobres les regaló copias de la “Summa Theologica”; a la vez, cultivó el Canto Gregoriano en compañía de los seminaristas. La administración temporal de la sede le impuso grandes sacrificios. En 1887 celebró un sínodo diocesano. Mediante su asistencia en el confesionario, dio ejemplo de celo pastoral. La Organización Católica de Italia, conocida entonces como la “Opera dei Congressi”, encontró en él a un celoso propagandista desde su ministerio en Salzano. En el consistorio secreto celebrado en Junio de 1893, León XIII lo creó Cardenal, con el título de San Bernardo de las Termas; y en el consistorio público, tres días más tarde, fue preconizado Patriarca de Venecia, conservando mientras tanto el título de Administrador Apostólico de Mantua. El Cardenal Sarto fue obligado a esperar dieciocho meses, antes de tomar posesión de su nueva diócesis, debido a que el gobierno italiano se negaba a otorgar el exequatur, reclamando que el derecho de nominación había sido ejercido por el Emperador de Austria. Este asunto fue tratado con amargura en periódicos y panfletos; el Gobierno, a manera de represalia, rehusó extender el exequatur a los otros obispos que fueron nombrados durante este tiempo, por lo que el número de sedes vacantes creció a treinta. Finalmente, el ministro Crispi, habiendo regresado al poder, y la Santa Sede, habiendo elevado la misión de Eritrea a la categoría de Prefectura Apostólica en atención a los Capuchinos Italianos, motivaron al Gobierno a retractarse de su posición original. Esta oposición no fue causada por ninguna objeción contra la persona de Sarto. En Venecia el cardenal encontró un estado de cosas mucho mejor que el que había hallado en Mantua. También allí puso gran atención en el seminario, donde logró establecer la facultad de derecho canónico. En 1898 celebró el sínodo diocesano. Promovió el uso del Canto Gregoriano y fue gran benefactor de Lorenzo Perosi; favoreció el trabajo social, especialmente los bancos en las parroquias rurales; se dio cuenta de los peligros que entrañaban ciertas doctrinas y conductas de algunos Cristiano-Demócratas y se opuso enérgicamente a ellas. El Congreso Eucarístico Internacional de 1897, en el centenario de San Gerardo Sagredo (1900), la bendición de la primera piedra del nuevo campanario de San Marcos y la capilla conmemorativa en el Monte Grappa (1901) fueron eventos que dejaron una profunda impresión en él y en su gente. A la muerte de León XIII, los cardenales se reunieron en cónclave y, después de varias votaciones, Giuseppe Sarto fue elegido el 4 de Agosto al obtener 55 de 60 votos posibles. Su coronación tuvo lugar el siguiente Domingo, 9 de Agosto de 1903.


En su primera Encíclica, deseando revelar hasta cierto punto su programa de trabajo, mencionó el que sería el lema de su pontificado: “instaurare omnia in Christo” (Ef 1,10). En consecuencia, su mayor atención giró siempre sobre la defensa de los intereses de la Iglesia. Pero ante todo, sus esfuerzos también se dirigieron a promover la piedad entre los fieles, y a fomentar la recepción frecuente de la Sagrada Comunión, y, si era posible, hacerla diariamente (Decr. S. Congr. Concil., 20 de Diciembre, 1905), dispensando a los enfermos de la obligación de ayunar para poder recibir la Sagrada Comunión dos veces al mes, o incluso más (Decr. S. Congr. Rit., 7 de Diciembre, 1906). Finalmente, mediante el Decreto “Quam Singulari” (15 de Agosto, 1910), recomendó que la Primera Comunión en los niños no se demorara demasiado tiempo después de que alcanzaran la edad de la discreción. Fue por deseo suyo que el Congreso Eucarístico de 1905 se celebró en Roma, mientras que aumentó la solemnidad de los congresos Eucarísticos posteriores mediante el envío de cardenales legados. El quincuagésimo aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción fue una ocasión que supo aprovechar para impulsar la devoción a María (Encíclica “Ad illum diem”, Febrero 2,1904); y el Congreso Mariano junto con la coronación de la imagen de la Inmaculada Concepción en el coro de la Basílica de San Pedro fueron una digna culminación de la solemnidad. Fuera como simple capellán, como obispo, y como patriarca, Giuseppe Sarto fue siempre un promotor de la música sacra; como Papa publicó, el 22 de Noviembre de 1903, un Motu Proprio sobre música sacra en las iglesias, y, al mismo tiempo, ordenó que el auténtico Canto Gregoriano se utilizara en todas partes, mientras dispuso que los libros de cantos se imprimieran con el tipo de fuente del Vaticano bajo la supervisión de una comisión especial. En la Encíclica “Acerbo nimis” (Abril 15, 1905), planteó la necesidad de que la instrucción catequética no se limitara a los niños, sino que también fuera dirigida hacia los adultos, dando para ello reglas detalladas, especialmente en lo referente a escuelas adecuadas para la impartición de la instrucción religiosa a los estudiantes de escuelas públicas, y aun de universidades. Promovió la publicación de un nuevo catecismo para la Diócesis de Roma.


Como obispo, su principal preocupación había sido la formación del clero, y de acuerdo con este propósito, una Encíclica dirigida al Episcopado Italiano (Julio 28, 1906) hacía énfasis en la necesidad de tener mayor cuidado en la ordenación de sacerdotes, llamando la atención de los obispos sobre el hecho de que, entre los clérigos más jóvenes, se manifestaba cada vez con mayor frecuencia un espíritu de independencia que era una amenaza para la disciplina eclesiástica. En beneficio de los seminarios italianos, ordenó que fueran visitados regularmente por los obispos, y promulgó un nuevo programa de estudios que había estado en uso en el Seminario Romano. Por otra parte, como las diócesis del Centro y Sur de Italia eran tan pequeñas que sus seminarios respectivos no podían prosperar, Pío X estableció el seminario regional, que es común para las sedes de una región dada; en consecuencia, muchos seminarios, pequeños y deficientes, fueron cerrados.


Para una mayor eficacia en la asistencia a las almas, a través de un Decreto de la Sagrada Congregación del Consistorio (Agosto 20, 1910), promulgó instrucciones concernientes a la remoción de párrocos como un acto administrativo, cuando tal procedimiento requería de graves circunstancias que podían no constituir una causa canónica para la destitución. Con motivo de la celebración del jubileo de su ordenación sacerdotal, dirigió una carta llena de afecto y prudentes consejos a todo el clero. Por un Decreto reciente (Noviembre 18, 1910), el clero había sido impedido de tomar parte en la administración temporal de organizaciones sociales, lo cual era causa frecuente de graves dificultades.


Pero por sobre todas las cosas, la principal preocupación del Papa era la pureza de la fe. En varias ocasiones, como en la Encíclica con respecto al centenario de San Gregorio Magno, Pío X resaltaba los peligros de ciertos métodos teológicos nuevos, los cuales, basándose en el Agnosticismo y el Immanentismo, por fuerza suprimían la doctrina de la fe de sus enseñanzas de una verdad objetiva, absoluta e inmutable, y más aun cuando estos métodos se asociaban con una crítica subversiva de las Sagradas Escrituras y de los orígenes del Cristianismo. Por esta razón, en 1907, publicó el Decreto “Lamentabili” (llamado también el Syllabus de Pío X), en el que sesenta y cinco proposiciones modernistas fueron condenadas. La mayor parte de estas se referían a las Sagradas Escrituras, su inspiración y la doctrina de Jesús y los Apóstoles, mientras otras se relacionaban con el dogma, los sacramentos, la primacía del Obispo de Roma. Inmediatamente después de eso, el 8 de Septiembre de 1907, apareció la famosa Encíclica “Pascendi”, que exponía y condenaba el sistema del Modernismo. Este documento hace énfasis sobre el peligro del Modernismo en relación con la filosofía, apologética, exégesis, historia, liturgia y disciplina, y muestra la contradicción entre esa innovación y la fe tradicional; y, finalmente, establece reglas por las cuales combatir eficazmente las perniciosas doctrinas en cuestión. Entre las medidas sugeridas cabe señalar el establecimiento de un cuerpo oficial de “censores” de libros y la creación de un “Comité de Vigilancia”. Posteriormente, mediante el Motu Proprio “Sacrorum Antistitum”, Pío X llamó la atención en los interdictos de la Encíclica y las disposiciones que habían sido establecidas previamente bajo el pontificado de León XIII sobre la predicación, y sancionó que todos aquellos que ejercieran el sagrado ministerio o quienes enseñaran en institutos eclesiásticos, así como canónigos, superiores del clero regular, y aquellos que servían en oficinas eclesiásticas, deberían tomar un juramento en el que se comprometían a rechazar los errores que eran denunciados en la Encíclica o en el Decreto “Lamentabili”. Pío X retomó este asunto vital en otras ocasiones, especialmente en las Encíclicas que fueron escritas en conmemoración de San Anselmo (Abril 21, 1909) y de San Carlos Borromeo (Junio 23, 1910), en la segunda de las cuales el Modernismo Reformista fue especialmente condenado. Como el estudio de la Biblia es, a la vez, el área más importante y más peligrosa de la teología, Pío X deseaba fundar en Roma un centro especial para esos estudios, que les diera la garantía inmediata de una ortodoxia incuestionable y un valor científico; en consecuencia, y con el apoyo de todo el mundo católico, se estableció el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, bajo la dirección de los jesuitas.


Una necesidad sentida durante mucho fue la de codificar la Ley Canónica, y con la intención de llevarla a cabo, el 19 de Marzo de 1904, Pío X creó una congregación especial de cardenales, de la que Gasparri, convertido en cardenal, sería el secretario. Las más eminentes autoridades en derecho canónico de todo el mundo, colaboraron en la formación del nuevo código, algunas de cuyas prescripciones ya habían sido publicadas, como por ejemplo, las modificaciones a la ley del Concilio de Trento en lo referente a los matrimonios secretos, las nuevas reglas para las relaciones diocesanas y para las visitas episcopales ad limina, y la nueva organización de la Curia Romana (Constitución “Sapienti Consilio”, Junio 29, 1908). Anteriormente, las Congregaciones para las Reliquias e Indulgencias y de Disciplina habían sido suprimidas, mientras que la Secretaría de Asuntos Menores había sido unida a la Secretaría de Estado. La característica del nuevo reglamento es la completa separación de los aspectos judiciales de los administrativos; mientras que las funciones de algunos departamentos habían sido determinadas con mayor precisión y sus trabajos más equilibrados. Las oficinas de la Curia se dividieron en Tribunales (3), Congregaciones (11), y Oficinas (5). Con respecto a los primeros, el Tribunal de Signatura (constituido exclusivamente por cardenales) y el de la Rota fueron revividos; al Tribunal de la Penitenciaría le fueron dejados únicamente los casos del fuero interno (conciencia). Las Congregaciones permanecieron casi como estaban al principio, con la excepción de que una sección especial fue agregada al Santo Oficio de la Inquisición para las indulgencias; la Congregación de Obispos y Regulares recibió el nombre de Congregación de Religiosos y tendría que tratar únicamente los asuntos de las congregaciones religiosas, mientras los asuntos del clero secular serían derivados a la Congregación del Consistorio o a la del Concilio; de este último fueron retirados los casos matrimoniales, los cuales serían ahora enviados a los tribunales o a la recientemente creada Congregación de los Sacramentos. La Congregación del Consistorio aumentó grandemente su importancia debido a que tendría que decidir sobre cuestiones que eran competencia de las otras Congregaciones. La Congregación de Propaganda perdió mucho de su territorio en Europa y América, donde las condiciones religiosas habían comenzado a estabilizarse. Al mismo tiempo, fueron publicadas las reglas y regulaciones para empleados, y aquellas para los diferentes departamentos. Otra Constitución reciente presenta una relación de las sedes suburbicarias.


La jerarquía Católica incrementó grandemente su número durante los primeros años del pontificado de Pío X, en los que se crearon veintiocho nuevas diócesis, la mayoría en los Estados Unidos, Brasil y las Islas Filipinas; también una abadía nullius, 16 vicariatos Apostólicos y 15 prefecturas Apostólicas.


León XIII llevó la cuestión social dentro del ámbito de la actividad eclesial; Pío X también deseó que la Iglesia cooperara, o, mejor aún, desempeñara un papel de liderazgo en la solución de la cuestión social; sus puntos de vista en esta materia fueron formulados en un syllabus de diecinueve proposiciones, tomadas de diferentes Encíclicas y otras Actas de León XIII, y publicadas en un Motu Proprio (Diciembre 18, 1903), especialmente para la orientación en Italia, donde la cuestión social era un asunto espinoso a principios de su pontificado. Buscó especialmente reprimir ciertas tendencias que se inclinaban hacia el Socialismo y promovían un espíritu de insubordinación a la autoridad eclesiástica.


Como resultado del aumento constante de divergencias, la “Opera dei Congressi”, la asociación Católica más grande de Italia, fue disuelta. No obstante, inmediatamente después la Encíclica “Il fermo proposito” (Junio 11, 1905) provocó la formación de una nueva organización, constituida por tres grandes uniones, la Popular, la Económica y la Electoral. La firmeza de Pío X logró la eliminación de, por lo menos, los elementos más discrepantes, posibilitando, ahora sí, una verdadera acción social Católica, aunque subsistieron algunas fricciones. El deseo de Pío X es que la clase trabajadora sea abiertamente Católica, como lo expresó en una memorable carta dirigida al Conde Medolago-Albani. También en Francia, el Sillon, después de un origen prometedor, había dado un giro que lo acercaba a la ortodoxia del extremismo democrático social; y los peligros de esta relación fueron expuestos en la Encíclica “Notre charge apostolique” (Agosto 25, 1910), en la cual los Sillonistas fueron conminados a mantener sus organizaciones bajo la autoridad de los obispos.


En sus relaciones con los Gobiernos, el pontificado de Pío X tuvo que mantener luchas dolorosas. En Francia el papa heredó disputas y amenazas. La cuestión “Nobis nominavit” fue resuelta con la condescendencia del papa; pero en lo referente al nombramiento de obispos propuestos por el Gobierno, la visita del presidente al Rey de Italia, con la consiguiente nota de protesta, y la remoción de dos obispos franceses, deseada por la Santa Sede, se convirtieron en pretextos del Gobierno en París para el rompimiento de las relaciones diplomáticas con la Corte de Roma. Mientras tanto la ley de Separación ya había sido preparada, despojando a la Iglesia de Francia y prescribiendo, además, una constitución para la misma , la cual, si bien no era abiertamente contraria a su naturaleza, por lo menos entrañaba grandes peligros para ella. Pío X, sin prestar atención a los consejos oportunistas de quienes tenían una visión corta de la situación, rechazó firmemente consentir en la formación de las asociaciones cultuales. La separación trajo cierta libertad a la Iglesia de Francia, especialmente en materia de la elección de sus pastores. Pío X, sin buscar represalias, todavía reconoció el derecho francés de protectorado sobre los Católicos en el Este. Algunos párrafos de la Encíclica “Editae Saepe”, escrita en ocasión del centenario de San Carlos Borromeo, fueron mal interpretadas por los Protestantes, especialmente en Alemania, por lo que Pío X elaboró una declaración refutándolos, sin menoscabo a la autoridad de su alto cargo. En ese tiempo (Diciembre, 1910), se temían complicaciones en España, así como la separación y persecución en Portugal, para lo cual Pío X ya había tomado las medidas oportunas. El Gobierno de Turquía envió un embajador ante el Papa. Las relaciones entre la Santa Sede y las repúblicas de América Latina eran buenas. Las delegaciones en Chile y la República Argentina fueron elevadas a la categoría de internunciaturas, y se envió un Delegado Apostólico a Centroamérica.


Naturalmente, la solicitud de Pío X se extendió a su propia estancia, realizando un gran trabajo de restauración en el Vaticano; por ejemplo, en las habitaciones del cardenal-secretario de Estado, el nuevo palacio para los empleados, una nueva galería de pinturas, la Specola, etc. Finalmente, no debemos olvidar su generosa caridad en las calamidades públicas: durante los grandes terremotos de Calabria, pidió la ayuda de todos los Católicos del mundo, logrando reunir, al momento del último sismo, aproximadamente 7’000,000 de francos, que sirvieron para cubrir las necesidades de quienes fueron afectados y para la construcción de iglesias, escuelas, etc. Su caridad no fue menor en ocasión de la erupción del Vesubio y de otros desastres fuera de Italia (Portugal e Irlanda). En pocos años, Pío X obtuvo resultados magníficos y duraderos en interés de conservar la doctrina y disciplina Católicas, aún enfrentando grandes dificultades de todo tipo. Hasta los no Católicos reconocen su espíritu apostólico, su fortaleza de carácter, la precisión de sus decisiones y su búsqueda de un programa claro y explícito.


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PioX por Jesús Martí Ballester



Martirologio Romano: En Auvernia, en Aquitania, san Sidonio Apolinar. Era prefecto de la ciudad de Roma cuando fue ordenado obispo de Clermont, y muy bien formado en lo divino y lo humano, y dueño de gran fortaleza cristiana, se enfrentó a la ferocidad de los bárbaros, como padre de la Iglesia y doctor insigne (c. 479).

Este ilustre francés vino al mundo en la populosa e industrial ciudad de Lyon en el 430 y murió Clermont-Ferrand (Puy-de-Dôme) en el 480.


Tuvo, pues, 37 años para llenar su vida de aventuras en las que estuvo siempre presente el amado Cristo.


Este joven había alcanzado toda la fama que se puede desear en la vida. Se casó con la hija del emperador Avito. En aquellos tiempos la sucesión de los emperadores era rápida. El conoció nada menos que ocho.


El sabía cuándo tenía que comprometerse y cuándo no. E n el 456 hizo el elogio de su suegro Avito en el Senado. Y así tuvo que realizarlo por varias veces.


El último del que hizo el panegírico fue asesinado. Fue entonces cuando se retiró a Auvergne a vivir tranquilo con su mujer y sus dos hijos. Se distraía con la caza y la pesca y escribiendo poemas y cartas.


Fueron los cinco años más felices de su vida.


Todo, sin embargo, iba a cambiar para él cuando los Visigodos invadieron las fronteras y asaltaron Clermont-Ferrand.


Durante este tiempo, fue nombrado gobernador y obispo. Animó a los ciudadanos a que aguantaran el asedio y que nunca se rindieran..


Hasta entonces no supo lo que era pasar hambre. Sin embargo, llevado de su celo apostólico como obispo, fue un ejemplo para todos.


Luchó con todas sus fuerzas para mantener a su pueblo alejado de las herejías que traían los invasores.


Su amor por los pobres le llevaba hasta entregarle sus propios muebles y su vajilla.


La tristeza y la añoranza les hicieron morir de forma prematura.


Se dice que fue uno de los mejores escritores de su tiempo.


¡Felicidades a quien leve este nombre!



Martirologio Romano: En Antananarivo, en la isla de Madagascar, beata Victoria Rasoamanarivo, que, después de enviudar de un matrimonio con un hombre violento, y habiendo sido expulsados de la isla los misioneros, socorrió con toda solicitud a los cristianos y defendió a la Iglesia frente a los magistrados públicos (1894).

Nació en Tananarive (Madagascar). Perteneció a una de las familias más potentes del país, recibió una óptima educación moral.


Frecuentó las escuelas fundadas por la Compañía de Jesús y las Hermanas de la Congregación de San José de Cluny. La enseñanza de la religión católica y el ejemplo de los padres y las hermanas influyeron poderosamente en la joven, quien más tarde pidió ser admitida a la Iglesia.


Fue bautizada en 1863. Durante las persecuciones contra la Misión Católica, sus padres pretendieron que renegara de su fe pero ella no cedió. Los misioneros consideraron prudente respaldar su deseo a ingresar en la vida religiosa, pero fue entregada como esposa al hijo del primer ministro y alto oficial del ejército.


El matrimonio, debido al carácter y costumbres de su esposo, se constituyó para ella en un verdadero martirio. Sin embargo permaneció fiel a su marido no obstante los consejos de sus padres y de la misma reina.


Su vida cristiana ejemplar le ganaron la estima de la corte y el pueblo. Esta estima y su autoridad moral hicieron de ella una providencial sostenedora de la Iglesia Católica en Madagascar cuando los misioneros católicos fueron expulsados. Defendió públicamente a la Iglesia católica ante las autoridades y sostuvo la fe del pueblo. Cuando los misioneros regresaron en 1886 encontraron una comunidad vigorosa y floreciente debido al mérito y a la actividad de Victoria. Falleció el 21 de agosto de 1894.


Fue beatificada por Juan Pablo II en 1989.



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