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Nació en Turín (Italia) el 7 de enero de 1661. Fue la última de los once hijos de los condes Juan y María. A los 14 años quedó huérfana de padre y, a disgusto de su madre, vistió el hábito en el Carmelo de su ciudad el 19 de noviembre de 1675, cambiando su nombre de Mariana por el de María de los Angeles. Hizo su profesión el 26 de diciembre de 1676.

Ya antes de ingresar en el Carmelo manifestó una singular disposición para conservarse pura y virtuosa. A los 13 años era su contento pasar horas ante el Santísimo Sacramento.


Todas sus ansias eran de mortificarse privándose en la mesa de lo más apetitoso; por la noche se levantaba para hacer oración. Su humildad y mansedumbre eran la admiración de todos; su caridad en palabras y acciones era de santa. A los pobres socorría dándoles cuanto tenía.


En 1702 fundó un nuevo Carmelo en Moncalien. La familia real la admiraba y consultaba en sus dificultades. Por medio de su fervorosa oración obtuvo de la Santísima Virgen gracias especiales para la ciudad de Turín.


Sus virtudes fueron 1a admiración de todos. Delicadísima en extremo en cuanto a la pureza, hizo voto de no mirar a nadie a la cara y no permitiendó que aun en sus enfermedades la tocaran.


Practicó la pobreza con cariño, usando el hábito más pobre, la celda más incómodayel peorjergón. Por convicción se tenía por la más inútil de la comunidad.


Cuatro veces la eligieron priora y también maesta de novicias. Las monjas quisieron elegirla priora por quinta vez, pero ella contestó: "Pueden empeñarse en hacerme priora; yo me empeñaré con mi Jesús a ver quien puede más".


El mismo año la atacó una fiebre devoradora y, conseguido el permiso para morir, miró al crucifijo y expiró dulcemente.


Era el 16 de diciembre de 1717.


Fue beatificada por el papa Pío IX el 25 de abril de 1865.



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Honorato (de seglar, Wenceslao Kozminski) nació en Biala Podlaska (Polonia), el 16 de octubre de 1829. La muerte de su padre le produjo una crisis de fe y se declaró ateo. Sospechoso de participar en un complot contra el régimen ruso invasor, fue encarcelado y en la prisión enfermó de tifus: estas nuevas pruebas le hicieron recuperar la fe. Fue liberado por insuficiencia de pruebas y se hizo capuchino. Recibió la ordenación sacerdotal el 27 de diciembre de 1852. Se dedicó a la predicación y a la dirección de almas, ejerciendo al mismo tiempo varios cargos en su Orden. Su gran actividad estaba sostenida por una intensa vida interior. Se sirvió del confesonario y de la correspondencia para dirigir a personas y orientarlas en su vocación; fundó comunidades religiosas, de las que salieron numerosas congregaciones: todavía hoy existen 17. Fue un precursor de los institutos seculares. Debido a la supresión de los conventos, se iba trasladando de uno a otro, hasta llegar al de Nowe Miasto, en el que vivió los últimos 24 años de su vida, dedicado a la oración y al apostolado epistolar; la sordera le había obligado a dejar el confesonario. Como sus congregaciones habían pasado a la jurisdicción de los obispos, se dedicó a escribir numerosas obras y cartas a sus hijos espirituales. Falleció a la edad de 87 años, el 16 de diciembre de 1916. Lo beatificó Juan Pablo II el 16 de octubre de 1988.

[L´Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 16-X-88]


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De la homilía de Juan Pablo II

en la misa de beatificación

(16-X-1988)


He aquí a aquel a quien el Señor ha dado su gracia (cf. Sal resp.): religioso entregado con magnanimidad y generosidad a su ideal de hermano menor capuchino. Verdadero hijo espiritual de San Francisco. Sacerdote y apóstol. Asiduo ministro del sacramento del perdón y de la reconciliación, su heroico servicio en el confesonario fue una verdadera dirección espiritual. Tuvo un profundo don de saber descubrir y mostrar los caminos de la vocación divina. Era hombre de continua oración, especialmente de la adoración del Santísimo Sacramento; inmerso en Dios y al mismo tiempo abierto a la realidad terrena. Un testigo ocular dijo de él que «caminaba siempre con Dios».


Vivió, como es sabido, en tiempos difíciles: tiempos difíciles para la patria y para la Iglesia. Polonia había sido dividida. En el llamado Reino de Polonia había sido proclamado, después de la insurrección de enero, el estado de guerra. Se habían suprimido todas las Ordenes religiosas, y habían quedado sólo algunos monasterios, condenados prácticamente a la muerte, porque los noviciados habían sido cerrados. En todos los campos de la vida escolástica gravaba el terror policial. Fue entonces cuando nuestro Beato formuló el principio que se convirtió en la inspiración para su actividad apostólica: «El "estado" de los religiosos y de las religiosas es una institución divina, por tanto no puede desaparecer, porque sin él el Evangelio no se realizaría, por lo cual puede y debe cambiar sólo de forma» (Noticias sobre las nuevas congregaciones religiosas, Kraków 1980, pág. 45).


Buscaba a personalidades eminentes y compartía con ellas su solicitud por la suerte de la patria, de la iglesia y de los institutos religiosos en Polonia.


Cuán elocuente es su confidencia: «Hay que orar fervientemente, el Señor quiere algo de mí... cada vez más a menudo vienen a mí las almas de diversos estados, instrucción, libres y piden que les indique la dirección, desean entrar en un convento, y sobre todo solicitan el permiso de hacer voto de castidad. No hay conventos. ¿Adónde y cómo guiar a estas almas? Ante todo no es lícito mandarlas al extranjero, porque son fruto de esta tierra; aquí deben permanecer, no es lícito privar a esta tierra del fruto maduro y más hermoso que ella ha dado. ¿Qué quedará aquí cuando quitemos a las almas santas, llamadas? Dios quiere algo, Él proveerá... Rogad también vosotros para que obtengamos la luz de Dios, para que Dios revele lo que quiere que hagamos por estas almas» (J. Chudzynska, Diario, págs. 10-11).


Así pensó y actuó el Beato Honorato, a quien el Señor dio su gracia y a quien impulsaba una fuerza interior. Indicaba el camino hacia la perfección que nacía de la lectura del Evangelio y de la contemplación. Animaba a permanecer en su ambiente y a imitar la vida de Jesús y María en Nazaret, a practicar los consejos evangélicos ocultamente, sin signos externos. Fue un innovador en la vida monástica y fundador de una nueva forma semejante a los actuales institutos seculares. Mediante sus hijas e hijos espirituales trataba de regenerar en la sociedad el espíritu de celo de los primeros cristianos, y llegaba a través de ellos a todos los ambientes. Todavía hoy 17 congregaciones, procedentes del círculo de su espiritualidad, trabajan en 19 países de cuatro continentes. «El que quiera ser grande -dice Cristo-, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,43-44).


El Beato Honorato decía: «Quotidie a Christo exeo, ad Christum eo et ad Christum redeo» (Cada día vengo de Cristo, voy a Cristo y regreso a Cristo).


Se abandonó a Cristo, Sabiduría encarnada, como su esclavo, según las directrices de San Luis María Grignon de Montfort. Repetía a menudo «totus tuus». Solicitaba que María fuese para él «protectora, mediadora, auxiliadora, maestra de sus predicaciones, consejera para las confesiones, garante de la castidad, consoladora, reparadora.


El sacerdote Honorato fue probado con sus sufrimientos físicos y espirituales. «Mas plugo a Yahveh quebrantarle con dolencias» (Is 53,10).


Cuando recibió la decisión de la Iglesia que le privaba de la dirección de las congregaciones y cambiaba el carácter de las mismas, escribió: «El mismo Vicario de Cristo nos ha revelado la voluntad de Dios y ejecuto esta orden con la fe más grande... Recordad, venerables hermanos y hermanas, que a vosotros se presenta la ocasión de demostrar la obediencia heroica a la Santa Iglesia» (Padre Honorato, cartas circulares a las congregaciones).


Y he aquí que, después de su íntimo tormento, vio la luz y se sació de su conocimiento, como dice el profeta Isaías (cf. Is 53,11). Hoy recibe la gloria de los altares en la Iglesia. Nos muestra cómo leer "los signos de los tiempos". Cómo perseverar, según el querer de Dios, y actuar en los tiempos difíciles. Enseña cómo resolver, de acuerdo con el espíritu del Evangelio, los problemas difíciles, y cómo remediar las necesidades humanas en el umbral del tercer milenio desde que «el Hijo del hombre... no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,45).


[L´Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 23-X-88]


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Beato Honorato de Biala


Wenceslao Kozminski nació el 16 de octubre de 1829, hijo de Esteban y Alejandra Kahl, en Biala Podlaska, en Polonia. De su familia, ferviente en la fe, recibió una sólida educación católica que acrecentó poco a poco durante el curso de los estudios que culminaron con la láurea en arquitectura.


Superada una crisis de fe que lo llevó al ateísmo, se fue madurando en él, gradual pero decididamente, la vocación sacerdotal que lo indujo a dejar la casa paterna para entrar en el noviciado de los Capuchinos, en Lubartow. Después de haber profundizado en Lublin el estudio de la filosofía y de la teología se trasladó a Varsovia, donde el 27 de diciembre de 1855 fue ordenado sacerdote con el nombre de padre Honorato de Biala.


En Varsovia inició de inmediato el ministerio de la predicación y el de la dirección espiritual, tuvo diversos cargos dentro de la Orden y al mismo tiempo se hizo presente en las escuelas, en los colegios, en los pensionados femeninos para las lecciones de religión. En especial se hizo cargo de la Asociación del santo Rosario y de la Tercera Orden Franciscana. Pero el principal carisma de Honorato se ve sobre todo en la fundación de asociaciones y congregaciones religiosas; de 1874 a 1896 fueron más de veinte las congregaciones fundadas por él.


Al mismo tiempo, en calidad de comisario general de la Provincia capuchina, desarrolló una intensa actividad ministerial a menudo contraviniendo las leyes zaristas de persecución contra numerosos conventos. Aún hoy es impresionante la enorme cantidad de trabajo apostólico realizado por Honorato, a pesar de las restricciones impuestas por el régimen. Valiéndose del confesionario y la correspondencia, fundó 26 asociaciones religiosas, de las cuales surgieron numerosas Congregaciones. Hoy existen 16, de ellas 3 con hábito religioso y 14 sin él, 2 masculinas y 12 femeninas; puede considerarse precursor de los institutos seculares. De esta manera contribuyó grandemente a la supervivencia de la fe en Polonia. Además de ser renombrado predicador e iluminado director espiritual, fue un escritor fecundísimo para hacer conocer a la gente el amor de Dios, como escribió en su Manual Espiritual.


Fue verdaderamente hijo de San Francisco en la forma de ver y vivir el amor de Dios en Cristo y en el sentir y vivir el ministerio de la Iglesia. En 1906 organizó una peregrinación nacional al santuario mariano de Czestochowa, en la cual participaron más de medio millón de personas.


En 1908, después de la reorganización de sus Congregaciones decidida por la conferencia episcopal, fue removido de la dirección general de las mismas, y él se atuvo dócilmente a los mandatos de las autoridades superiores, reservándose sólo la dirección espiritual, de sacerdote y de confesor.


El 16 de diciembre de 1916, a la venerable edad de 87 años, Honorato Kozminski moría. En el testamento había expresado el deseo de ocultarse «en las Llagas de Jesús», y de «entregar el alma al Creador con la misma disposición con que Él entregó su espíritu en las manos de su Padre».


El padre Honorato Kozminski de Biala Podlaska fue beatificado por Juan Pablo II el 16 de octubre de 1988.



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Clemente Marchisio nace el 1 de marzo de 1833 en Raconnigi, pequeña ciudad de la región de Turín, donde su familia es apreciada tanto por su fe como por su ardor en el trabajo.

El padre, modesto zapatero remendón, sólo tenía una aspiración: que el pequeño Clemente, primogénito de una familia de cinco hijos, pudiera ayudarle algún día en su oficio de zapatero. Pero desde muy joven el niño declara: «Quiero ser prebítero», es decir, cura.


La madre, una santa mujer, consigue persuadir a su marido: «dejémosle que sea sacerdote». Gracias a un caritativo sacerdote, don Sacco, el adolescente puede seguir estudios secundarios y luego estudiar filosofía.


A la edad de 16 años, Clemente Marchisio es revestido con el hábito eclesiástico, al que será siempre fiel. Es ordenado sacerdote el 21 de septiembre de 1856. En su ardor juvenil, aún no se ha percatado de las responsabilidades sacerdotales.


Afortunadamente, después de su ordenación pasa dos años en el internado dirigido por San José Cafasso, cuyo objetivo es perfeccionar la formación de los jóvenes sacerdotes. «Ser sacerdote es el camino más seguro para alcanzar el Paraíso y para conducir allí a los demás», le dice don Cafasso.


Al salir del internado, Clemente Marchisio constatará: «Entré allí como un rapazuelo atolondrado, sin saber lo que quería decir "ser sacerdote". Pero salí totalmente cambiado, habiendo plenamente comprendido la dignidad del sacerdocio».


Los comienzos del ministerio parroquial de don Marchisio se desarrollan serenamente en una pequeña ciudad cuya población se revela ferviente. Durante la Misa reparte cada día unas 400 comuniones, pero ese apostolado fácil no dura mucho.


En 1860 es nombrado párroco de Rivalba Torinese, comarca violentamente anticlerical a la que llaman «guarida del diablo». Como Jesucristo, quiere ser un "buen Pastor" para sus ovejas. Su deseo más profundo es salvarlas y, mediante ello, salvarse a sí mismo. El sermón inicial que dirige a sus parroquianos expone un programa eminentemente sacerdotal: «Os debo buen ejemplo, les dice, así como instrucción, mis servicios y a mí mismo por entero. Si resulta necesario, debo incluso sacrificarme por vuestras almas. Mi primer deber es dar buen ejemplo. Como pastor, debo ser la luz del mundo y la sal de la tierra, lo que me obliga a todas las virtudes... Debo honrar mi ministerio mediante una vida santa e irreprochable, y vosotros debéis honrar, respetar e imitar mi ministerio. Pero ese honor y ese respeto no lo debéis a mi persona, sino a mi ministerio, pues en mis manos tengo poderes que nunca tendrán ni los ángeles del Cielo ni los reyes de la tierra. Puedo reconciliaros con Dios, reparar vuestros pecados, abriros el manantial de la gracia y la puerta del Cielo, consagrar la Eucaristía y hacer que Jesús, nuestro Salvador, se instale en medio de vosotros. Debéis considerarme como el enviado de Dios para conduciros al Cielo... El segundo de mis deberes es instruiros: catequizar a los niños, enseñar a los ignorantes, incluso a aquellos que no frecuentan la Iglesia, aconsejar a los padres y madres de familia y exhortar a los jóvenes. Y si se presenta algún vicio, no tendré más remedio que levantar la voz. ¡Qué desgracia para mí si no dijera claramente la verdad!... En tercer lugar, me debo por entero a vosotros, como Jesús que dijo: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20, 28). Debo dedicaros mis vigilias, mis cuidados, mis fatigas, en cualquier momento, tanto de día como de noche, a pesar de la distancia, del calor o del frío, a fin de procuraros mis auxilios... A mis servicios añadiré mi oración, pues fue gracias a ella como San Pablo convirtió tantas almas...»


Ese programa de dedicación por amor de las almas nos estimula en el cumplimiento de nuestro deber de estado. En sus Ejercicios Espirituales, San Ignacio nos invita a todos a trabajar con Nuestro Señor para conquistar el mundo entero, a seguirlo en medio de las fatigas, a fin de seguirlo también en la gloria (nº 95). Pero esa conquista pacífica no puede hacerse sin la cruz.


Don Marchisio empieza catequizando a los niños, que escuchan con agrado a ese sacerdote de palabra sencilla, clara y animada. Pero en el púlpito, imitando al párroco de Ars, predica con vehemencia contra las blasfemias, la falta de respeto por el domingo y la depravación de las costumbres: «Sabedlo de una vez por todas, dice al auditorio: no he venido aquí para agradaros, sino para deciros la verdad y convertiros». Pero no siempre es agradable escuchar la verdad. Así pues, los que se sienten ofendidos por aquellos vigorosos sermones intentarán que el párroco se calle haciéndole la vida imposible. Nada más acabar la lectura del Evangelio, los hombres esbozan una señal de la cruz y abandonan la iglesia. "En bien de la paz", sus esposas los imitan, y los jóvenes, tanto chicos como chicas, se apresuran a hacer lo mismo. El predicador se encuentra entonces ante un auditorio de algunas ancianas sordas y de niños. Más adelante, el ataque adquiere mayor magnitud: introducen por la puerta de la iglesia un asno que brama a grito pelado. El joven párroco se tapa un momento la cara con las manos y luego, cuando recupera la calma, prosigue su homilía con fervor y persuasión.


Se le hacen otras malas pasadas: alboroto en la iglesia, silbidos o cantos provocadores se suceden sin interrupción. Son escrutados sus más leves movimientos y los rasgos de la cara, y todo es bueno para sembrar la sospecha, amplificarla y transformarla en calumnia. En una ocasión, un agresor torpe lo ataca con un palo, pero el sacerdote, más hábil que él, le quita el palo y luego se lo devuelve diciendo: «Toma y haz conmigo lo que quieras. Estoy dispuesto a morir. Sin embargo, sólo siento una cosa, y es que te cogerán y caerás en manos de la justicia». Esa caridad desarma al adversario.


Después de haberlo soportado todo en silencio durante mucho tiempo, Clemente Marchisio acaba cogiendo miedo y solicita que le cambien de parroquia. Su obispo le responde que permanezca con valentía en su cruz. Clemente obedece y se abandona al Corazón de Jesús, a la Santísima Virgen y a San José. «Para amar a Jesús, nos dice, no solamente con encendidas palabras, sino con hechos, es necesario que renieguen de uno y que le odien. Es necesario sufrir, estar cansado y humillado por Él. El mayor de los bienes se cumple en la cruz». Esas palabras son un eco de las de Jesús: Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo (Lc 6, 22-23).


Pero el Beato Clemente Marchisio sacó la fuerza necesaria para seguir a Jesús en el Calvario de la celebración de la Misa y de la adoración del Santísimo Sacramento. «La espiritualidad de los sacerdotes va unida a la Eucaristía. De ella reciben la fuerza necesaria para ofrecer su vida al mismo tiempo que Jesús, Sumo sacerdote y Víctima de Salvación... Desde lo alto de la Cruz, Nuestro Señor habla a todos los sacerdotes y les invita a ser, con Él, signos de contradicción para el mundo. La contradicción de Jesús ha formado parte de la tradición apostólica: No os acomodéis al mundo presente (Rm 12, 2)» (Juan Pablo II, 9 de septiembre de 1983).


Don Marchisio se prepara largamente cada día a la celebración de la Misa, que celebra sin lentitud, aunque con gran recogimiento. Invita igualmente a sus feligreces a que se preparen cuidadosamente para la comunión: «Si no preparáis el terreno para sembrar, es inútil que sembréis buena simiente; lo mismo sucede con este alimento del alma que es la sagrada comunión. Quien quiera recibir los frutos de la unión con Dios, conservar la vida del alma y acrecentar sus fuerzas, debe estar predispuesto a ello».


Una fuerza de conversión



Además, se deleita especialmente permaneciendo largo tiempo ante el Santísimo Sacramento, sobre todo cuando la cruz de las incomprensiones, de las calumnias y de las obligaciones se hace más pesada. A una mujer afligida le confiesa lo siguiente: «Mire, también yo me encuentro a veces abatido bajo el peso de las tribulaciones. Pero después de pasar cinco minutos ante el Santísimo Sacramento, que lo es todo, recupero plenamente el vigor. Cuando se encuentre deprimida y desanimada, haga lo mismo». También nosotros podemos nutrirnos del manantial inagotable de la Eucaristía con el agua de la gracia que nos fortificará en las tribulaciones de la vida. Sin decir palabra, la Sagrada Forma de Jesús cambiará la luz, en primer lugar la de nuestro corazón, y luego algunas veces la de los demás, y la cruz nos parecerá ligera de llevar y más suave de sufrir.

La persecución desencadenada contra Clemente Marchisio durará unos diez años. Después de haber escrutado durante largo tiempo los actos y gestos del párroco, varios de sus feligreces constatan su fidelidad a la hora de cumplir sus compromisos. «Nunca se le vio cometer la más mínima imperfección en la observancia de los mandamientos de Dios y de la Iglesia», dirá uno de ellos. Conmovidos y edificados, muchos se convierten. El viento sopla en otra dirección, y los más implacables de sus adversarios acaban por volver a Dios. ¡Pero al precio de cuántas oraciones, de conversaciones privadas, de momentos de abandono y de soledad, de actos de paciencia, obtuvo de Dios la salvación de las almas de su parroquia! Dicen que «confiesa como un ángel», con sutileza, delicadeza y misericordia; en una palabra: con "corazón". Pero aunque se hayan convertido a Dios, no todos sus feligreces se han librado de las malas costumbres, y algunos siguen como pobres pecadores: «Lo que me destroza el corazón, nos dice, e impide que tenga paz es ver cómo se cometen tantos pecados con indiferencia, como si el pecado no fuera nada. Sin embargo, es el mayor de los males del mundo. El pecado no solamente trae la ruina para la eternidad, sino que ya en la vida presente es una especie de infierno. ¡Ah! Qué felicidad estar en gracia de Dios... ¡Oh, Señor!, concédele a mi voz la fuerza necesaria para penetrar en los corazones, así como un poderoso vigor para derribar y eliminar el vicio».


Las dos caridades



Don Marchisio habla de ese modo por caridad "espiritual", para la salvación eterna de sus fieles. Pero la caridad por sus necesidades materiales también es objeto de toda su solicitud. Nadie sale de su casa sin haber recibido ayuda, y llega a dar incluso su ropa de cama, sábanas y mantas, a unos pobres que se habían visto obligados a refugiarse en una cuadra. Entre 1871 y 1876 construye un asilo para niños, así como un taller de tejer para que las jóvenes tengan una ocupación y un salario. Algunas buenas voluntades femeninas le ayudan a llevar a buen término sus labores caritativas. Las reunirá en una comunidad bajo el título de "Hijas de San José".

El ejemplo de Don Marchisio nos invita a practicar obras de misericordia, es decir, «acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espirituales, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios» (CIC, 2447).


Pero la caridad de don Marchisio está atenta sobre todo a la manera en que el propio Jesús es tratado en el sacramento del altar. Siente una profunda herida en el alma cuando se entera de que han acontecido profanaciones de la Eucaristía. Le aflige profundamente el espectáculo de los ornamentos litúrgicos en mal estado, como la suciedad de los manteles y lienzos de altar. Por eso, después de haber rezado durante mucho tiempo y de haber solicitado la opinión de sus superiores, confía a las "Hijas de San José" una misión completamente diferente de la que había previsto al reunirlas. Consagrarán su vida al culto eucarístico. Así pues, la misión especial de las hermanas consistirá en preparar con gran respeto, según las normas de la Iglesia, el material del sacrificio eucarístico, confeccionar los ornamentos y los manteles, y atender a la decencia y al honor que requiere la Eucaristía. Se encargarán de catequizar a los niños para prepararlos a la primera comunión y velarán también por la educación litúrgica de los monaguillos y de los fieles. Las hermanas, y sobre todo la cofundadora, sor Rosalía Sismonda, acogen unánimemente y con entusiasmo esa nueva finalidad de su Instituto.


Tras haber definido el objetivo de su Congregación, don Marchisio la mantiene cuidadosamente bajo la protección de San José, diciéndonos: «Dejemos las cosas en manos de San José. Es nuestro buen padre putativo y no permitirá que nada nos falte... Rezad, llamad a la puerta de la divina Providencia y esperadlo todo de Dios mediante la intercesión de San José». También anima a la confianza en María. «Dirijámonos siempre a María, nos repite, y ella no dejará de socorrernos. Pensemos en su pureza, en su humildad, en su unión con Dios, en su conformidad con la voluntad divina y esforcémonos por hacer que resplandezca en nosotros para parecernos a ella... Llevad a María en vuestro corazón... La Virgen sabe que somos hijos suyos. Ella es la Madre de nuestra salvación eterna. Seamos valientes y un día contemplaremos a nuestra Madre del Cielo. ¿Habéis pensado en la felicidad de tener una madre?»


La escalada a la cima



Reconfortado por la mano maternal de María, don Marchisio no deja de avanzar por el camino de la santidad. Cinco años antes de su muerte anuncia que morirá a los 70 años. Pero antes tendrá que atravesar una noche muy oscura: «¡Pobre de mí!, gime. ¡El demonio nunca me había atormentado de este modo! ¡Cuántos dolores me ha obligado a resistir! ¡Cuánto ha intentado desengañarme al presentarme mi vida como inútil! ¡Cuántas tentaciones, incluso la de destruir mi Instituto de religiosas!» Pero, apoyado por el auxilio de la Virgen, sale victorioso de la prueba.

Durante la mañana del 15 de diciembre de 1903, se dispone a celebrar Misa y a visitar a la cofundadora, sor Rosalía Sismonda, que está moribunda y que entregará su alma a Dios dos horas antes que él. Pero siente un malestar: «¡Si pudiera aún celebrar una Misa!... ¡Tal vez hoy no pueda recitar el breviario!». La agonía empieza pronto, marcada por breves plegarias: «¡Dios mío, ten piedad de mí!... ¡Crea en mí un corazón puro!... ¡Jesús, José y María!». Son sus últimas palabras.


De esta manera pasa de este mundo al otro quien había escrito: «Las cosas de este mundo no son nada. El Cielo y la eternidad me esperan. ¿Qué será de mí o de nosotros? Un millón de años después de mi muerte no estaré sino al principio de la eternidad. La tierra es un lugar de paso en la que soy como un viajero. La vida es un momento que se escapa como el agua de un torrente».


En la primavera de 1891 don Marchisio había coincidido con el obispo de Mantua, Monseñor Sarto, el futuro Papa San Pío X, quien declaró más tarde a las "Hijas de San José": «¿Sabéis que vuestro párroco de Rivalba es un santo? Sí, vuestro fundador. Hay que tener muy en cuenta sus palabras, sus opiniones y sus recuerdos». Que podamos también nosotros aprovechar el ejemplo de ese beato para practicar la misericordia, crecer un día tras otro en devoción hacia la Sagrada Eucaristía y conseguir con él la Patria celestial. Es la gracia que deseamos para Usted, así como para todos sus seres queridos, vivos y difuntos.



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A lo largo de la historia de la Iglesia hay muchos hombres y mujeres que han vivido la fe en Jesucristo de una manera extraordinariamente ordinaria. Personas como tú o como yo, que en nuestro trabajo, centro de estudios, como catequista o miembro de alguna parroquia o movimiento eclesial nos esforzamos en vivir el amor como Jesús nos ha enseñado.

Felipe era un hombre felizmente casado. Padre de 5 hijos y maestro de escuela. Nació en la provincia de Nakhon Phanom, Tailandia, el 30 septiembre 1907 y allí fue bautizado. Este país asiático es casi totalmente budista y aunque a lo largo de los últimos siglos algunos misioneros intentaron llevar el Evangelio a estos lugares, fue recién en 1881 cuando se inició un apostolado más estable.


La Providencia quiso que Felipe sea uno de los primeros católicos tailandeses. Estudió en el colegio parroquial de Non Seng y terminados sus estudios secundarios había dado muestras de una adhesión tan fuerte a la fe que los misioneros lo enviaron a evangelizar Songkhon. En este pueblo se casó con María Thong y allí también le nacieron sus cinco hijos.


Para 1940 los católicos tailandeses eran ya unos 700 pero lamentablemente estalló la guerra entre Tailandia y la Indochina Francesa y los católicos fueron considerados como amenaza para la identidad nacional, pues eran dirigidos por misioneros franceses. Felipe se desempeñaba como maestro y catequista de la escuela parroquial y al ser obligados los misioneros a abandonar el país, él se quedó a cargo de esta pequeña comunidad de creyentes.


Los soldados llegaron a este pueblo en agosto de 1940 y comenzaron a presionar a los creyentes para que abandonaran esta fe “extranjera”. Animados por Felipe y las religiosas Agnese Phila y Lucía Khambang, todos permanecieron firmes en la fe. Los soldados llegaron a la conclusión de que eliminando a Felipe esta comunidad cedería finalmente a las presiones. Con una carta falsificada citaron a Felipe a la subprefectura y la tarde del 15 de diciembre él se trasladó en bicicleta al supuesto llamado que le hacían, pero fue interceptado por un par de soldados que le esperaban y que al día siguiente, 16 de diciembre, le dispararon sin que él les guardara ningún rencor. De esta forma su sangre fecundó la semilla del Evangelio que empezaba a germinar en este país del Asia.


A los pocos días los soldados mataron a dos religiosas y a cuatro laicas más. En 1959 los restos de Felipe fueron reunidos con los de estas mártires y en torno a ellas se ha construido un Santuario. Juan Pablo II los beatificó el 23 de abril de 1989. Hoy la Iglesia en Tailandia tiene una gran vitalidad, cuenta con 243 000 católicos y 10 diócesis.


Para ver más sobre las mártires de Songkhom haz "click" AQUI



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Por: Carmen Elena Villa. | Fuente: Zenit.org



Mártires de Drina


Martirologio Romano: En Gorazde, en el cantón de Podrinje Bosnio, hoy Bosnia y Herzegovina, beatas Marija Jula (en el siglo Kata Ivanisevic) y cuatro compañeras, vírgenes de la Congregación de la Divina Caridad y mártires, muertas por la fe, en la fidelidad a sus votos religiosos.( 1941)

Este grupo de mártires está integrado por: beatas Marija Bernadeta (Terezija Banja,) Marija Krizina (Jožefa Bojanc), Marija Antonija (Jožefa Fabjan) y Maria Berchmana (Karoline Anna Leidenix)


Fecha de beatificación: 24 de septiembre de 2011, durante el pontificado de S.S. Benedicto XVI



Conocidas como las mártires de Drina, estas cinco religiosas pertenecientes a la orden de la Divina Caridad, fueron asesinadas por las milicias nacionalistas de Serbia durante la Segunda Guerra Mundial.





Ellas son Jula Ivaniševi, croata, que era la superiora de la comunidad ubicada en Pale; Krizina Bojanc y Antonija Fabjan, provenientes de Eslovenia, la austríaca Berchmana Leidenix, la mayor del grupo con 76 años, y Bernadeta Banja, húngara, la más joven, con 29 años.

Vivían en una población llamada Pale, ubicada al suroeste de Sarajevo que hoy cuenta con 30.000 habitantes. Allí tenían una comunidad, llamada la Casa de María en la que se dedicaban al cuidado de los enfermos y a alimentar a los niños huérfanos de la Casa del Niño, un orfanato que pertenecía al Estado. También daban socorro y medicina a todos los pobres y mendigos que venían de la montaña de Romanija.


En 1941, después de la rendición de Yugoslavia ante los nazis, el ejército de los chetniks, bajo la idea de la creación de un gran estado serbio, quería expulsar a todos los grupos minoritarios de su territorio, incluyendo los religiosos.


Muchos aconsejaron a estas hermanas huir a un lugar seguro. Pero ellas rechazaron la propuesta: "No les hemos hecho nada malo a esta gente", decían las hermanas. "Sólo hemos hecho el bien sin tener en cuenta su credo, nacionalidad. Debemos permanecer aquí con ellos, y apoyarlos en este momento difícil", insistieron.


En la nevada mañana del 11 de diciembre de 1941 un grupo de chetniks (guerrilleros serbios) rodearon la Casa de María, atacando el convento donde vivían. Antonija recibió un disparo. Además de ella estaban presentes en ese momento Berchmana, Bernadeta y Krizina junto con el sacerdote católico Franc Ksaver Meško. El convento fue saqueado y quemado.


La hermana Jula, por su parte, se encontraba fuera haciendo algunas compras. Al regresar se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, y a pesar del peligro que corría, decidió entrar para acompañar a sus hermanas. Los oficiales del ejército se sorprendieron al verla pues pensaron que escaparía.


Ellos, amenazándolas con revolver, las obligaron a dejar la casa sin ponerse ningún abrigo, pese al intenso frío que hacía afuera. Caminaron durante cuatro días y cuatro noches a Gorade a través de las montañas de Romanija. Todas excepto la hermana Berchmana, quien por su edad fue separada del grupo.


Llegaron el 15 de diciembre y los soldados intenaron obligarlas a renunciar a sus votos pero ellas se negaron a hacerlo. Ellos les dieron un tiempo para reconsiderar su decisión. Luego regresaron borrachos, quisieron abusar de ellas, les rasgaron sus ropas y comenzaron a golpearlas. Las hermanas se desataron de los brazos de los agresores diciendo “Jesús, sálvanos” y saltaron por las ventanas. Los chetniks corrieron frente a los cuarteles y vieron que estaban todavía vivas pero muy lastimadas. Comenzaron a acuchillarlas una a una hasta que murieron. Sus cuerpos fueron arrojados al río Drina.


Por su parte, la hermana Berchmana permaneció en Sjetlina cerca de diez días y luego le concedieron la libertad. Se fue en un carro a Gorade junto con otros aldeanos, supuestamente a ver a sus hermanas, pues no sabía que habían muerto; pero al ver que tenía un rosario en el cuello, la asesinaron el 23 de diciembre de 1941.


"Este año, la alegría del nacimiento de Cristo se mezcla con la ansiedad por las noticias sobre nuestras hermanas desaparecidas", escribía la superiora general de las hermanas de la Divina Caridad, Lujza Reif, antes de conocerse la noticia del asesinato de las religiosas.


El 13 de febrero de 1942 llegó un informe militar del puesto de mando de Vojna Krajina, que confirmó el asesinato.


"Las hermanas quedaron afectadas por un profundo dolor por sus mejores hermanas", dice la página oficial de su beatificación. "Pero al mismo tiempo, ellas dieron ejemplo de perseverancia y fidelidad. Por su muerte, la Iglesia católica se enriquece con cinco vírgenes mártires, y la Congregación de las hijas de la Divina Caridad se enriquece por cinco intercesoras en el cielo".


La noticia de la muerte de las cinco hermanas se difundió rápidamente en Sarajevo -pese a ser tiempo de guerra- la gente las recordaba y las invocaba como intercesoras a estas "mártires de Drina", como las llamaron.


Entre los católicos se dijo rápidamente que eran mártires de la fe, mártires de la propia vocación y de los votos religiosos.



12:07 a.m.
Virginia Centurione, viuda de Bracelli, nació el 2 de abril de 1587 en Génova (Italia). Fue hija de Jorge Centurione, dux de la República en el bienio 1621-1622, y de Lelia Spínola, ambos descendientes de familias de antigua nobleza. Bautizada dos días más tarde, recibió la primera formación religiosa y literaria de su madre y de un preceptor doméstico.

Aunque ya desde su adolescencia manifestó inclinación a la vida del claustro, tuvo que aceptar la decisión de su padre, que quiso que se casara, el 10 de diciembre de 1602, con Gaspar Grimaldi Bracelli, un joven rico, heredero de una ilustre familia, pero inclinado a una vida desordenada y al vicio del juego. De esa unión nacieron dos niñas: Lelia e Isabel.


La vida conyugal de Virginia duró poco tiempo. Gaspar Bracelli, no obstante el matrimonio y la paternidad, no abandonó su estilo de vida disipada, hasta el punto de poner en peligro su propia existencia. Virginia, con silenciosa paciencia, oración y amable atención, procuró convencer a su marido a emprender una conducta más morigerada. Desafortunadamente, Gaspar se enfermò, pero falleció cristianamente el 13 de junio de 1607 en Alessandria, asistido por su esposa, que se había trasladado allí para curarle.


Al quedarse viuda con sólo 20 años, Virginia hizo voto de castidad perpetua, rechazando las ocasiones de contraer segundas nupcias, tal como se lo propuso su padre, y vivió retirada en casa de su suegra, aplicándose a la educación y a la administración de los bienes de sus hijas y dedicándose a la oración y a la beneficencia.


En 1610 sintió más claramente la vocación especial a «servir a Dios en sus pobres».Aunque estaba severamente controlada por su padre, y sin descuidar nunca el cuidado de su familia, comenzó a trabajar en favor de los necesitados. Los atendía directamente, distribuyendo en limosnas la mitad de sus propias rentas, o por medio de las instituciones benéficas de aquel tiempo.


Una vez que colocó de forma conveniente a sus hijas en el matrimonio, Virginia se dedicó por completo al cuidado de los muchachos abandonados, de los ancianos y de los enfermos, y a la promoción de los marginados.


La guerra entre la República de Génova y el Duque de Saboya, apoyado por Francia, sembrando el desempleo y el hambre, indujo a Virginia, en el invierno de 1624-1625, a acoger en casa, primero a unas quince jóvenes abandonadas, y luego, al aumentar el número de los prófugos en la ciudad, a todos los pobres que pudo, especialmente mujeres, proveyendo en todo a sus necesidades.


Tras el fallecimiento de su suegra, en el mes de agosto de 1625, no sólo comenzó a acoger a las jóvenes que llegaban espontáneamente, sino que ella misma andaba por la ciudad, sobre todo por los barrios de peor fama, en busca de las más necesitadas y que se hallaban en peligro de corrupción.


Para salir al paso de la creciente miseria, dio origen a las Cien Señoras de la Misericordia protectoras de los Pobres de Jesucristo, una asociación que, en unión con la organización local de las «Ocho Señoras de la Misericordia», tenía la tarea específica de verificar directamente, a través de las visitas a domicilio, las necesidades de los pobres, especialmente si se trataba de pobres de solemnidad.


Al intensificar la iniciativa de la acogida de las jóvenes, sobre todo durante el tiempo de la peste y de la carestía de 1629-1630, Virginia se vio obligada a tomar en arriendo el convento vacío de Montecalvario, a donde se trasladó el 14 de abril de 1631 con sus acogidas, a las que puso bajo la protección de Nuestra Señora del Refugio. Tres años después la Obra contaba ya con tres casas en las que residían casi 300 acogidas.Por esto Virginia consideró oportuno pedir el reconocimiento oficial al Senado de la República, que lo concedió el 13 de diciembre de 1635.


Las acogidas de Nuestra Señora del Refugio se convirtieron para la Santa en sus “hijas” por excelencia, con las que compartía la comida y los vestidos, y a las instruía con el catecismo y las adiestraba en el trabajo para que se ganasen el propio sustento.


Proponiéndose dar a la Obra una sede propia, después de haber renunciado a la adquisición del Montecalvario debido a su precio demasiado elevado, compró dos casitas contiguas en la colina de Carignano, que, con la construcción de una nueva ala y de la iglesia dedicada a Nuestra Señora del Refugio, se convirtió en la casa-madre de la Obra.


El espíritu que animaba a la Institución fundada por Virginia Bracelli estaba ampliamente presente en la Regla redactada en los años 1644-1650. En ella se estable que todas las casas constituyen la única Obra de Nuestra Señora del Refugio, bajo la dirección y administración de los Protectores (laicos noble designados por el Senado de la República); se reafirma la división entre las «hijas» con hábito e «hijas» sin hábito; pero todas deben vivir - aunque no tengan votos - como las monjas más observantes, en obediencia y pobreza, trabajando y orando; además, deben estar dispuestas a ir a prestar servicio en los hospitales públicos, como si estuvieran obligadas por medio de un voto.


Con el tiempo la Obra se desarrollará en dos Congregaciones religiosas: las Hermanas de Nuestra Señora del Refugio de Monte Calvario y las Hijas de Nuestra Señora en el Monte Calvario.


Después del nombramiento de los Protectores (el 3 de julio de 1641), que eran considerados los verdaderos superiores de la Obra, Virginia Bracelli no quiso inmiscuirse más en el gobierno de la casa: ella estaba sometida a su querer y seguía sus disposiciones, incluso en la aceptación de cualquier joven necesitada. Virginia vivía como la última de sus «hijas», dedicada al servicio de la casa: salía mañana y tarde a mendigar para conseguir el sustento para toda la casa. Se interesaba por todas como una madre, especialmente por las enfermas, prestándolas los servicios más humildes.


Ya en los años anteriores había comenzado una acción social sanadora, destinada a curar las raíces del mal y a prevenir las recaídas: a los enfermos y los inválidos se les había de internar en centros apropiados para ellos; los hombres útiles debían ser iniciados en el trabajo; las mujeres debían ejercitarse en los telares y en hacer labores de corte y confección; y los niños tenían la obligación de ir a la escuela.


Al crecer las actividades y redoblarse los esfuerzos, Virginia vio disminuir a su alrededor el número de colaboradoras, sobre todo las mujeres burguesas y aristocráticas, que temían comprometer su reputación al tratar con gente corrompida y siguiendo a una guía que, aunque fuera noble y santa, aprecia un tanto temeraria en sus empresas.


Abandonada por las Auxiliares, desautorizada de hecho por los Protectores en el gobierno de su Obra, y ocupando el último lugar entre las hermanas en la casa de Carignano, mientras que su salud física se debilitaba rápidamente, Virginia parecía que encontraba nueva fuerza en la soledad moral.


El 25 de marzo de 1637 consiguió que la República tomara a la Virgen María como protectora. Suplicó con insistencia ante el Arzobispo de la ciudad la institución de las Cuarenta Horas, que comenzaron en Génova hacia finales de 1642, y la predicación de las misiones populares (1643). Se interpuso para allanar las frecuentes y sanguinarias rivalidades que, por motivos fútiles, surgían entre las familias nobles y los caballeros. En 1647 obtuvo la reconciliación entre la Curia arzobispal y el Gobierno de la República, en lucha entre sí por puras cuestiones de prestigio.Sin perder nunca de vista a los más abandonados, estaba siempre disponible, independientemente del rango social, para cualquier persona que acudiese a ella para pedir ayuda.


Enriquecida por el Señor con éxtasis, visiones, locuciones interiores y otros dones místicos especiales, entregó su espíritu al Señor el 15 de diciembre de 1651, a la edad de 64 años.


El Sumo Pontífice Juan Pablo II la proclamó Beata, con ocasión de su viaje apostólico a Génova, el 22 de septiembre de 1985, el mismo Pontífice la canonizó en la Basílica Vaticana el 18 de Mayo de 2003.


Reproducido con autorización de Vatican.va



12:07 a.m.

Nació en Brescia (Italia) en 1813. Quedó huérfana de madre cuando apenas tenía 11 años.


Cuando ella tenía 17 años, su padre le presentó un joven diciéndole que había decidido que él fuera su esposo. La muchacha se asustó y corrió donde el párroco, que era un santo varón de Dios, a comunicarle que se había propuesto permanecer siempre soltera y dedicarse totalmente a obras de caridad. El sacerdote fue donde el papá de la joven y le contó la determinación de su hija. El señor De la Rosa aceptó casi inmediatamente la decisión de María, y la apoyó más tarde en la realización de sus obras de caridad, aunque muchas veces le parecían exageradas o demasiado atrevidas.


El padre de María tenía unas fábricas de tejidos y la joven organizó a las obreras que allí trabajaban y con ellas fundó una asociación destinada a ayudarse unas a otras y a ejercitarse en obras de piedad y de caridad.


En la finca de sus padres fundó también con las campesinas de los alrededores una asociación religiosa que las enfervorizó muchísimo.


En su parroquia organizó retiros y misiones especiales para las mujeres, y el cambio y la transformación entre ellas fue tan admirable que al párroco le parecía que esas mujeres se habían transformado en otras. ¡Así de cambiadas estaban en lo espiritual!.


En 1836 llegó la peste del cólera a Brescia, y María con permiso de su padre (que se lo concedió con gran temor) se fue a los hospitales a atender a los millares de contagiados. Luego se asoció con una viuda que tenía mucha experiencia en esas labores de enfermería, y entre las dos dieron tales muestras de heroísmo en atender a los apestados, que la gente de la ciudad se quedó admirada.


Después de la peste, como habían quedado tantas niñas huérfanas, el municipio formó unos talleres artesanales y los confió a la dirección de María de la Rosa que apenas tenía 24 años, pero ya era estimada en toda la ciudad. Ella desempeñó ese cargo con gran eficacia durante dos años, pero luego viendo que en las obras oficiales se tropieza con muchas trabas que quitan la libertad de acción, dispuso organizar su propia obra y abrió por su cuenta un internado para las niñas huérfanas o muy pobres. Poco después abrió también un instituto para niñas sordomudas. Todo esto es admirable en una joven que todavía no cumplía los 30 años y que era de salud sumamente débil. Pero la gracia de Dios concede inmensa fortaleza.


La gente se admiraba al ver en esta joven apóstol unas cualidades excepcionales. Así por ejemplo un día en que unos caballos se desbocaron y amenazaban con enviar a un precipicio a los pasajeros de una carroza, ella se lanzó hacia el puesto del conductor y logró dominar los enloquecidos caballos y detenerlos. En ciertos casos muy difíciles se escuchaban de sus labios unas respuestas tan llenas de inteligencia que proporcionaban la solución a los problemas que parecían imposibles de arreglar. En los ratos libres se dedicaba a leer libros de religión y llegó a poseer tan fuertes conocimientos teológicos que los sacerdotes se admiraban al escucharla. Poseía una memoria feliz que le permitía recordar con pasmosa precisión los nombres de las personas que habían hablado con ella, y los problemas que le habían consultado; y esto le fue muy útil en su apostolado.


En 1840 fue fundada en Brescia por Monseñor Pinzoni una asociación piadosa de mujeres para atender a los enfermos de los hospitales. Como superiora fue nombrada María de la Rosa. Las socias se llamaban Doncellas de la Caridad.


Al principio sólo eran cuatro jóvenes, pero a los tres meses ya eran 32.


Muchas personas admiraban la obra que las Doncellas de la Caridad hacían en los hospitales, atendiendo a los más abandonados y repugnantes enfermos, pero otros se dedicaron a criticarlas y a tratar de echarlas de allí para que no lograran llevar el mensaje de la religión a los moribundos. La santa comentando esto, escribía: "Espero que no sea esta la última contradicción. Francamente me habría dado pena que no hubiéramos sido perseguidas".


Fueron luego llamadas a ayudar en el hospital militar pero los médicos y algunos militares empezaron a pedir que las echaran de allí porque con estas religiosas no podían tener los atrevimientos que tenían con las otras enfermeras. Pero las gentes pedían que se quedaran porque su caridad era admirable con todos los enfermos.


Un día unos soldados atrevidos quisieron entrar al sitio donde estaban las religiosas y las enfermeras a irrespetarlas. Santa María de la Rosa tomó un crucifijo en sus manos y acompañada por seis religiosas que llevaban cirios encendidos se les enfrentó prohibiéndoles en nombre de Dios penetrar en aquellas habitaciones. Los 12 soldados vacilaron un momento, se detuvieron y se alejaron rápidamente. El crucifijo fue guardado después con gran respeto como una reliquia, y muchos enfermos lo besaban con gran devoción.


En la comunidad se cambió su nombre de María de la Rosa por el de María del Crucificado. Y a sus religiosas les insistía frecuentemente en que no se dejaran llevar por el "activismo", que consiste en dedicarse todo el día a trabajar y atender a las gentes, sin consagrarle el tiempo suficiente a la oración, al silencio y a la meditación. En 1850 se fue a Roma y obtuvo que el Sumo Pontífice Pío Nono aprobara su consagración. La gente se admiraba de que hubiera logrado en tan poco tiempo lo que otras comunidades no consiguen sino en bastantes años. Pero ella era sumamente ágil en buscar soluciones.


Solía decir: "No puedo ir a acostarme con la conciencia tranquila los días en que he perdido la oportunidad, por pequeña que esta sea, de impedir algún mal o de hacer el bien". Esta era su especialidad: día y noche estaba pronta a acudir en auxilio de los enfermos, a asistir a algún pecador moribundo, a intervenir para poner paz entre los que peleaban, a consolar a quien sufría alguna pena.


Por eso Monseñor Pinzoni exclamaba: "La vida de esta mujer es un milagro que asombra a todos. Con una salud tan débil hace labores como de tres personas robustas".


Aunque apenas tenía 42 años, sus fuerzas ya estaban totalmente agotadas de tanto trabajar por pobres y enfermos. El viernes santo de 1855 recobró su salud como por milagro y pudo trabajar varios meses más.


Pero al final del año sufrió un ataque y el 15 de diciembre de ese año de 1855 pasó a la eternidad a recibir el premio de sus buenas obras.


Si Cristo prometió que quien obsequie aunque sea un vaso de agua a un discípulo suyo, no quedará sin recompensa, ¿qué tan grande será el premio que habrá recibido quien dedicó su vida entera a ayudar a los discípulos más pobres de Jesús?



12:07 a.m.

Por: . | Fuente: Carlos-Steeb.edu.ar


Carlos Steeb nace el 18 de diciembre de 1773 en Wurttemberg, Alemania. Pertenece a una familia de clase distinguida y fe luterana.

A los 15 años viaja a París para estudiar, pero a raíz de la revolución de 1789 deja Francia y luego llega a Verona (1792).


Comienza para él "la vida nueva". Se encuentra en un ambiente de católicos, conoce al Padre Leonardi que lo introduce en su labor con los pobres, los abandonados y los sin trabajo.


El joven Carlos va acercándose a la iglesia católica, fascinado por el esplendor de la Verdad. A los 19 años, pese a sentir nostalgia por su familia y saber que sus padres no lo aceptarán, decide confiarse a la Virgen María y expresa su determinación de ser católico, con un acto de entrega total, a Ella, la Madre de la Misericordia. Es así que a los 23 años es consagrado sacerdote por el obispo de Verona.


Por esos años, los tiempos son muy tristes: los ejércitos y las guerras dejan por toda Europa enfermos, heridos, muertos, pobres, y desamparados. Muchos de ellos vienen amontonados desorganizadamente al Lazareto, en Verona, donde el Padre Carlos encuentra al Cristo hombre, en el hombre sufriente.


Durante 18 años el Sacerdote, con entrañas de misericordia, se dedica a ellos conjugando el verbo "inclinarse", traduciendo la actitud maternal del cariño. Pero llega también a él la enfermedad que será su cruz física, para toda la vida.


En Europa, luego de la revolución llega la restauración, que trastoca nuevamente el orden establecido y conlleva angustia y dolor.


El Padre Carlos es buscado como confesor, padre bueno, y guía espiritual.


Por sus capacidades educativas junto al conocimiento del alemán y francés, el Sacerdote Steeb llega a ser profesor en el real colegio femenino y en el seminario de la ciudad de Verona. Se brinda con dedicación y sabiduría a los jóvenes ayudándolos en la búsqueda de sus valores, potencialidades y vocación personal.


Durante años viene delineando su proyecto, su ideal: encontrar corazones de Madres espirituales, consagradas a la caridad, y halla en Luisa Poloni, su hija espiritual, la concreción del sueño. Observa en ella un espíritu de sacrificio, de servicio, de capacidad organizativa frente a las situaciones adversas. Y luego de unos años de servicio gratuito, Luisa comienza a trabajar en el asilo de la ciudad, como enfermera y hermana, llevando el aliento de la fe a todas las personas.


Hacia 1835, ya muy cansado y enfermo, el Padre Carlos propone a Luisa generar un Instituto de las Hermanas de la Misericordia.


En el año 1848, Luisa Poloni emite los votos religiosos asumiendo el nombre de Sor Vicenta María. Con ella se consagran otras doce hermanas. Muchas otras jóvenes, en el tiempo, se unirán a las primeras para experimentar y vivir la Misericordia. Juntas ejercitarán las virtudes de la humildad, simplicidad y caridad que caracterizan el espíritu de las religiosas de esta familia.


En el mismo año, en Verona, explotan el cólera, la viruela y otras epidemias. La Madre Vicenta y sus hermanas "ofrecen" su vida en el cuidado de los contagiosos. Su carisma es amar con ternura de madres a tantos desdichados, hasta dar por ellos la vida: las hermanas se sienten amados por Dios y el Espíritu Santo las lleva a hacer experimentar a los hombres este mismo amor de Dios.


La Madre Vicenta cuida también de niñas y adolescentes brindando instrucción y formando corazones abiertos al bien y a la fe.


En el mismo período la Madre Vicenta enferma. El 11 de noviembre de 1855 muere, y es al Padre Steeb a quien toca abrir las puertas del cielo a su hija espiritual.


El fundador sigue sosteniendo la formación de las hermanas en el carisma de la caridad y del servicio, y ellas permanecen junto a él, testimoniando el amor por Dios y los hermanos.


El 15 de diciembre de 1856, a los 83 años, Dios se inclina sobre él y lo leva a su casa para siempre...


La iglesia reconoció las virtudes heroicas ejercidas durante su larga vida, y proclamó Beato al Padre Steeb, el 6 de julio de 1975 en Roma. Todas sus hijas sienten que su fundador, el Beato Padre Carlos Steeb, con su espíritu sigue forjando la identidad del instituto: "SERVIR AL HOMBRE EN HUMILDAD-SIMPLICIDAD-CARIDAD POR EL SOLO AMOR A DIOS".



12:07 a.m.

Diciembre 15


Simpático santo mitad español y mitad francés.


Urbicio o Urbe no es recordado porque ejerciera funciones eclesiásticas, quiero decir que no fue cura, ni fraile, ni obispo, ni papa. Tampoco es celebrado como mártir que sufriera crueles tormentos y entregara cruentamente su vida por la religión. No se debe su veneración a funciones de gobierno hechas ejemplarmente con visión cristiana de las realidades temporales, como sucede con tantos reyes y gobernantes cuya gestión les sirvió para ejercitar de modo heroico las virtudes. Ni es fundador de una familia religiosa. Ciertamente esto es a lo que nos tiene acostumbrados la más común hagiografía de los santos.


La leyenda sobre su vida nos lo presenta como nacido en Burdeos. Los moros que dominan España entran en Aquitania y lo hacen cautivo, cuando sólo tenía catorce años, junto con su madre Asteria. Madre e hijo llevan a partir de entonces su esclavitud con espíritu cristiano y anhelando siempre el tiempo de su liberación. Cuando la consigue Asteria, todos sus esfuerzos van encaminados a recaudar fondos con los que liberar a su hijo; pero, muere sin llegar a conseguirlo. Vive Urbicio en su cautiverio, y de modo ejemplar, aquellas virtudes que el Apóstol Pablo recomienda a los esclavos cristianos en las relaciones con sus dueños: sirve a su amo pensando que sirve al Amo de todos, se ejercita en la humildad, da ejemplo de honradez y de pureza; se hace notar por su continua y sincera piedad. El asunto de su libertad, estando en tierra hispana, lo tiene puesto es las manos de los niños santos de Alcalá, los santos Justo y Pastor.


Su libertad, cuando llega, la atribuye a la intercesión de estos santos de los que se siente deudor. Programa y realiza un viaje de agradecimiento a Alcalá y, viendo allí los peligros de profanación a que están expuestas las reliquias, las roba y lleva consigo a Burdeos.


La última fase de su vida se sitúa en Huesca donde está retirado y entregado a la oración, en completa pobreza y dura penitencia. En el valle de Nocito reproduce el antiguo estilo de los anacoretas egipcios. La gente del lugar visita al hombre santo ansiosa de recibir la instrucción cristiana que sale firme y bondadosa de su boca, se admira de su austeridad y se siente movida al amor a Dios y caridad con el prójimo ante su ejemplo.


Muere en el año 802.


El piadoso relato, adornado con recursos imaginativos, posiblemente supuso una ayuda importante para los cristianos que, en aquel momento histórico, sufrían duramente por el hecho de ser discípulos de Jesucristo. Quizá mantuvo en la fe a muchos y a lo mejor hasta les animó a practicar con valentía la piedad concomitante a la fe. Incluso debió responsabilizar a más de uno a ser catequista —apóstol— para los demás.


Hoy también nos vendría bien el impacto de unos cuantos "Urbes" bien repartidos por el Orbe. Seguro que existen. Sólo hay que descubrirlos.




Hermanos Franciscanos

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