07/01/14

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Debió ser muy ejemplar la presencia de los Apóstoles Pedro y Pablo en la prisión romana cuando se aproximaba su martirio. Habían empleado bien el tiempo para la extensión del Evangelio. Tanto el mundo judío como los gentiles habían tenido ya noticia de la Buena Nueva de la Salvación, quedaba organizada la Iglesia en sus elementos más firmes y estaban presentes ya en el mundo los que continuarían hasta que el Señor de la Historia decida el fin de la presencia del hombre sobre la faz de la tierra. Ellos intuyen que está próximo el fin de su carrera; el propio Pablo lo deja por escrito en sus cartas. Sólo queda recorrer la recta final.

El Martirologio Romano, así como el de Beda, Usuardo y Adón consignan en sus listados de mártires a Proceso y Martiniano. Resumen la entrega de su vida por Cristo presentándolos como dos de los principales carceleros que tenían la misión de custodiar la cárcel Mamertina de Roma en tiempos de Nerón y del encarcelamiento de los Apóstoles previo a su martirio.


Sin ser muy explícitos sobre su existencia, la áurea de los siglos adornó con posibilidades lo desconocido de su vida, constituyéndolas en catequesis devota. Se les presenta como soldados probablemente zafios, algo brutos y más que ensombrecidos por la escoria de la sociedad que tienen que soportar cada día en aquella cárcel pestilente. Debió resultarles extraña la presencia de aquellos dos presos que no aúllan ni vociferan como los demás; no insultan ni blasfeman, no maldicen ni amenazan. Más bien les pudieron parecer faltos de razón o trastornados por la sencillez y ensimismamiento que por tanto rato mantenían; y a lo que no encontraban ninguna explicación era a la atención que prestaban a sus compañeros de prisión a los que intentan consolar, atendiéndoles como pueden; hasta han visto que les daban de su comida y que han ayudado a moverse a los que ya ni eso pueden. Y les hablan de bondad, de vivir siempre, de resurrección. Un judío, Cristo, les dará la libertad y la salud. Alguno parece que les escucha con especial atención y lo incomprensible es que con la última remesa de presos que ha llegado por haber incendiado nada menos que la ciudad de Roma, ha cambiado el tono de la cárcel donde empiezan a oírse cantos y hasta sonrisa en los labios resecos por la fiebre, el contagio y el temor.


Los dos carceleros comienzan prestando atención a lo que dicen y terminan acercándose a recibir, en susurros y casi a escondidas, instrucción. Una luz del cielo se les ha encendido dentro; piden ser discípulos, quieren recibir el bautismo y se ofrecen como sustitutos de sus puestos dejándoles abierta la prisión. Una fuente de agua brota de la piedra, signada por Pedro con la cruz, para poder administrar el bautismo a ellos y a otros cuarenta y siete más. Esa es la fuente que desde entonces da agua milagrosa a quien quiere beberla para remedio de algún mal.


Sabedor el juez Paulino de lo sucedido les llama al orden, animándoles a dejar lo que incautamente han abrazado e instándoles a ofrecer culto y reconocimiento a los dioses de siempre. Pero nada puede remover su decisión y, después de escupir la estatua de Júpiter, son azotados y atormentados con la pena del fuego en la que no se sabe cómo el juez se queda ciego, es poseído del demonio y muere en tres días. A los dos que fueron carceleros les cortaron la cabeza en la Via Aurelia, fuera de los muros de la ciudad, el día 2 de Julio, dejando sus cuerpos a los perros.


Dicen que la piadosa Lucina -matrona que nunca falta en la recogida de cuerpos de mártires- los mandó levantar y dar sepultura en su propiedad hasta que pudieron trasladarse a la iglesia que construyó en su honor.


Valga la historia posible de Proceso y Maximiano para ayudarnos a sus lectores, si no a investigar si en todos los puntos fue verdad, al menos para fortalecernos en los valores que no fallan y que ellos supieran elegir frente a la quincallería de esta vida.



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San Otón fue obispo de Bamberg y es llamado el Apóstol de Pomerania . Nació en Suabia, Alemania, y vivió en el siglo XII. Huérfano de padre y madre, enfrentó muchas dificultades para costear sus estudios en filosofía y ciencias humanas. Partió a Polonia para ganarse la vida. Poco a poco se estableció y fundó una escuela que ganó prestigio y le dio buenas ganancias.

Se hizo conocido y estimado en la corte polaca , amigo y consejero del emperador, que lo nombró obispo de Bomberg. San Otón, sin embargo solamente quedó con la conciencia tranquila cuando fue consagrado obispo por el papa Pascual, alrededor del año 1106.


Es considerado el evangelizador de la Pomerania; fundó allí numerosos monasterios. Y apoyado por Boleslao, duque de Polonia que dominaba la región, y por Vratislao, duque cristiano de Pomerania, recorrió todas las ciudades instruyendo a los gentiles y bautizando a los que se adherían a la fe, intercediendo ante el príncipe por la liberación de los prisioneros, exhortando a todos a abandonar los ídolos y a convertirse al Dios de Jesucristo. Esparció misioneros por toda la Pomerania.


Fue canonizado en el año 1189 por el Papa Clemente III.


Antiguamente se lo recordaba el 30 de junio, pero su fiesta en el Martirologio Romano actual es el 2 de julio.



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Con San Bernardino Realino ocurrió un hecho insólito que tal vez no se vuelva a narrar en este año cristiano.

Sin esperar a que traspasase el umbral de la muerte fue nombrado patrono celestial de la ciudad de Lecce, donde murió.


Ocurrió a comienzos de 1616. Por toda la ciudad corrió el rumor de que el padre Bernardino Realino, que había sido su apóstol durante cuarenta y dos años, estaba a punto de muerte. Era por entonces alcalde de la ciudad Segismundo Rapana, hombre previsor y decidido. Informado de la gravedad del "Santo Bernardino", se presenta con una comisión del Ayuntamiento en el colegio de los jesuitas. Los guardias le abren paso entre el gentío que se ha formado en la portería del colegio. Llegado a la presencia del moribundo, saca de su casaca un documento que llevaba preparado y lo lee delante de todos:


"Grande es nuestro dolor, oh padre muy amado, al ver que nos dejáis, pues nuestro más ardiente deseo sería que os quedarais para siempre entre nosotros. No queriendo, sin embargo, oponernos a la voluntad de Dios, que os convida con el cielo, deseamos, por lo menos, encomendaros a nosotros mismos y a toda esta ciudad, tan amada por vos, y que tanto os ha amado y reverenciado. Así lo haréis, oh padre, por vuestra inagotable caridad, la cual nos permite esperar que queráis ser nuestro protector y patrono en el paraíso, pues por tal os elegimos desde ahora para siempre, seguros de que nos aceptaréis por fieles siervos e hijos, ya que con vuestra ausencia nos dejáis sumergidos en el más profundo dolor."


El anciano padre, acabado como estaba por la enfermedad, hizo un supremo esfuerzo y pudo, al fin, pronunciar un "Sí, señores" que llenó al alcalde y a toda la ciudad de inmenso júbilo.


Había nacido San Bernardino Realino en Carpi, ducado de Módena, el 1 de diciembre de 1530. Su familia pertenecía a la nobleza provinciana. Su padre, don Francisco Realino, fue caballerizo mayor de varias cortes italianas. Por este motivo estaba casi siempre ausente de su casa. La educación del pequeño Bernardino estuvo confiada a su madre, Isabel Bellantini.


Dicen que Bernardino era un niño hermoso, de finos modales, todo suavidad en el trato, siempre afable y risueño con todos. A su buena madre le profesó durante toda su vida un cariño y una veneración extraordinarios. Durante sus estudios un compañero le preguntó: "Si te dieran a escoger entre verte privado de tu padre o de tu madre. ¿qué preferirlas?" Bernardino contestó como un rayo: "De mi madre jamás." Dios, sin embargo, le pidió pronto el sacrificio más grande.


Su madre se fue al cielo cuando él todavía era muy joven. Su recuerdo le arrancaba con frecuencia lágrimas de los ojos. Ella se lo había merecido por sus constantes desvelos y principalmente por haberle inculcado una tierna devoción a la Virgen María.


En Carpi comenzó el niño Bernardino sus estudios de literatura clásica bajo la dirección de maestros competentes. "En el aprovechamiento —escribe el mismo Santo—, si no aventajó a sus discípulos, tampoco se dejó superar por ninguno de ellos." De Carpi pasó a Módena y luego a Bolonia, una de las más célebres universidades de su tiempo, donde cursó la filosofía.


Fue un estudiante jovial y amigo de sus amigos. Más tarde se lamentará de "haber perdido muchísimo tiempo con algunos de sus compañeros, con los cuales trataba demasiado familiarmente".


Fue, pues, muchacho normal. Hizo poesías. Llevó un diario íntimo como todos, y se enamoró como cualquier bachiller del siglo XX. Hasta tuvo sus pendencias, escapándosele alguna cuchillada que otra...


"Habiéndome introducido por senda tan resbaladiza —escribe el Santo refiriéndose a aquellos días—, vino el ángel del Señor a amonestarme de mis errores, y, retrayéndome de las puertas del infierno, me colocó otra vez en la ruta del cielo."


¿Quién fue este "ángel del cielo"?


Un día vio en una iglesia a una joven y quedó prendado de ella. La amó con un amor maravilloso, "hasta tal punto —son sus palabras— de cifrar toda mi dicha en cumplir sus menores deseos. No obedecerla me parecía un delito, porque cuanto yo tenía y cuanto era reconocía debérselo a ella". Esta joven se llamaba Clorinda. Bellísima, había dominado por sí misma, sin ayuda de nadie, el vasto campo de la literatura y la filosofía. Era profundamente piadosa. Frecuentaba la misa y la comunión. Precisamente la vista de su angelical postura en la iglesia fue lo que prendió en el corazón de Bernardino aquella llama de amor puro y bello que elevó su espíritu a lo alto, como lo demuestran las cartas y poesías que se cruzaron entre los dos y que todavía se conservan. Clorinda y Bernardino tuvieron una confianza cada día creciente, pero siempre delicada y noble.


Bernardino tenía proyectado graduarse en Medicina. Pero a Clorinda no le gustaba, y él se sometió dócilmente a los deseos de ella. Había que cambiar de carrera y comenzar la de Derecho.


—Grande y ardua empresa quieres que acometa —le dijo Bernardino.


—Nada hay arduo para el que ama —fue la respuesta de Clorinda.


Dicho y hecho. Bernardino se sumergió materialmente en los libros de leyes, que le acompañaban hasta en las comidas, y tan absorto andaba con Graciano y Justiniano, que a veces trastornaba extrañamente el orden de los platos, Por fin, el 3 de junio de 1546, a los veinticinco años, se doctoró en ambos Derechos, canónico y civil, coronando así gloriosamente el curso de sus estudios.


A los seis meses de terminar la carrera fue nombrado podestá, o sea alcalde, de Felizzano. Del gobierno de esta pequeña ciudad pasó al cargo de abogado fiscal de Alessandría, en el Piamonte. Después se le nombró alcalde de Cassine, De Cassine pasó a Castel Leone de pretor a las órdenes del marqués de Pescara.


En todos estos cargos se mostró siempre recto y sumamente hábil en los negocios. He aquí el testimonio —un poco altisonante, a la manera de la época— de la ciudad de Felizzano al terminar en ella su mandato el doctor Realino:


"Deseamos poner en conocimiento de todos que este integérrimo gobernador jamás se desvió un ápice de la justicia, ni se dejó cegar por el odio, ni por codicia de riquezas. No es menos de admirar su prudencia en componer enemistades y discordias; así es que tanta paz y sosiego asentó entre nosotros, que creíamos había inaugurado una nueva era la tranquilidad y bonanza. Siempre tomó la defensa de los débiles contra la prepotencia de los poderosos; y tan imparcial se mostró en la administración de la justicia que nadie, por humilde que fuese su condición, desconfió jamás de alcanzar de él sus derechos."


El marqués de Pescara quedó tan satisfecho de las actuaciones de Realino que, cuando tomó el cargo de gobernador de Nápoles en nombre de España, se lo llevó consigo como oidor y lugarteniente general.


En Nápoles le esperaba a Bernardino la Providencia de Dios.


La felicidad de este mundo es poca y pasa pronto. Clorinda se cruzó en la vida de Bernardino rápida y bella como una flor. Ella, que le había animado tanto en los estudios, murió apenas daba los primeros pasos en el ejercicio de su carrera. La muerte de Clorinda abrió en el alma de Bernardino una herida profunda que difícilmente podría curarse. Fue una lección de la vanidad de las cosas de este mundo.


El recuerdo de aquella joven querida le alentaba ahora desde el cielo, presentándosele de tiempo en tiempo radiante de luz y de gloria y exhortándole a seguir adelante en sus santos propósitos.


Un día paseaba el oidor por las calles de Nápoles cuando tropezó con dos jóvenes religiosos cuya modestia y santa alegría le impresionó vivamente. Les siguió un buen trecho y preguntó quiénes eran. Le dijeron que "jesuitas", de una Orden nueva recientemente aprobada por la Iglesia.


Era la primera noticia que tenía Bernardino de la Compañía de Jesús. El domingo siguiente fue oír misa a la iglesia de los padres.


Entró en el momento en que subía al púlpito el padre Juan Bautista Carminata, uno de los oradores mejores de aquel tiempo. El sermón cayó en tierra abonada. Bernardino volvió a casa, se encerró en su habitación y no quiso recibir a nadie durante varios días. Hizo los ejercicios espirituales, y a los pocos días la resolución estaba tomada. Dejaría su carrera y se abrazaría con la cruz de Cristo.


Su madre había muerto, Clorinda había muerto. Su anciano padre no tardaría mucho en volar al cielo. No quería servir a los que estaban sujetos a la muerte. Pero, ¿cuándo pondría por obra su propósito? ¿Dónde? ¿No sería mejor esperar un poco?


Un día del mes de septiembre de 1564, mientras Bernardino rezaba el rosario pidiendo a María luz en aquella perplejidad, se vio rodeado de un vivísimo resplandor que se rasgó de pronto dejando ver a la Reina del Cielo con el Niño Jesús en los brazos. María, dirigiendo a Bernardino una mirada de celestial ternura, le mandó entrar cuanto antes en la Compañía de Jesús.


Contaba Bernardino, al entrar en el Noviciado, treinta y cuatro años de edad. Era lo que hoy decimos una vocación tardía. Por eso una de sus mayores dificultades fue encontrarse de la noche a la mañana rodeado de muchachos, risueños sí y bondadosos, pero que estaban muy lejos de poseer su cultura y su experiencia de la vida y los negocios. Con ellos tenía que convivir, y el exlugarteniente del virrey de Nápoles tenía que participar en sus conversaciones y en sus juegos, y vivir como ellos pendiente de la campanilla del Noviciado, siempre importuna y molesta a la naturaleza humana. Pero a todo hizo frente Bernardino con audacia y a los tres años de su ingreso en la Compañía se ordenó de sacerdote. Todavía continuó estudiando la teología y al mismo tiempo desempeñó el delicado cargo de maestro de novicios.


En Nápoles permaneció tres años ocupado en los ministerios sacerdotales como director de la Congregación, recogiendo a los pillos del puerto, visitando las cárceles y adoctrinando a los esclavos turcos de las galeras españolas. Pero en los planes de Dios era otra la ciudad donde iba a desarrollar su apostolado sacerdotal.


Lecce era y es una población de agradable aspecto. Capital de provincia, a 12 kilómetros del mar Adriático, es el centro de una comarca rica en viñedos y olivares. Sus habitantes son gentes sencillas que se enorgullecen de las antiguas glorias de la ciudad, cargada de recuerdos históricos.


El ir nuestro Santo a Lecce fue sin misterio alguno. Desde hacia tiempo la ciudad deseaba un colegio de Jesuitas, y los superiores decidieron enviar al padre Realino con otro padre y un hermano para dar comienzo a la fundación y una satisfacción a los buenos habitantes de la ciudad, que oportuna e inoportunamente no desperdiciaban ocasión de pedir y suspirar por el colegio de la Compañía.


Los tres jesuitas, con sus ropas negras y sus miradas recogidas, entraron en la ciudad el 13 de diciembre de 1574. Por lo visto la buena fama del padre Bernardino Realino le había precedido, porque el recibimiento que le hicieron más parecía un triunfo que otra cosa. Un buen grupo de eclesiásticos y de caballeros salió a recibirles a gran distancia de la ciudad. Se organizó una lucidísima comitiva, que recorrió con los tres jesuitas las principales calles de Lecce hasta conducirlos a su domicilio provisional.


El padre Realino era el superior de la nueva casa profesa. En cuanto llegó puso manos a la obra de la construcción de la iglesia de Jesús y a los dos años la tenía terminada. Otros seis años, y se inauguraba el colegio, del cual era nombrado primer rector el mismo Santo.


Desde el primer día de su estancia en Lecce el padre Realino comenzó sus ministerios sacerdotales con toda clase de personas, como lo había hecho en Nápoles. Confesó materialmente a toda la ciudad, dirigió la Congregación Mariana, socorrió a los pobres y enfermos. Para éstos guardaba una tinaja de excelente vino que la fama decía que nunca se agotaba. Después de los pobres de bienes materiales, comenzaron a desfilar por su confesonario los prelados y caballeros, tratando con él los asuntos de conciencia. "Lo que fue San Felipe Neri en la Ciudad Eterna —dice León XIII en el breve de beatificación de 1895— esto mismo fue para Lecce el Beato Bernardino Realino. Desde la más alta nobleza hasta los últimos harapientos, encarcelados y esclavos turcos, no había quien no le conociese como universal apóstol y bienhechor de la ciudad." El Papa, el emperador Rodolfo II y el rey de Francia Enrique IV le escribieron cartas encomendándose en sus oraciones. Tal era la fama de el "Santo de Lecce".


Los superiores de la Compañía pensaron en varias ocasiones que el celo del padre Realino podría tal vez dar mejores frutos en otras partes y decidieron trasladarle del colegio y ciudad de Lecce. Tales noticias ocasionaron verdaderos tumultos populares. En repetidas ocasiones los magistrados de la ciudad declararon que cerrarían las puertas e impedirían por la fuerza la salida del padre Bernardino. Pero no fue necesario, porque también el cielo entraba en la conjura a favor de los habitantes de Lecce. Apenas se daba al padre la orden de partir, empeoraba el tiempo de tal forma que hacía temerario cualquier viaje. Otras veces, una altísima fiebre misteriosa se apoderaba de él y le postraba en cama hasta tanto se revocaba la orden. De aquí el dicho de los médicos de Lecce: "Para el padre Realino, orden de salir es orden de enfermar."


Pasaron muchos años y la santidad de Bernardino se acrisoló. Recibió grandes favores del cielo. Una noche de Navidad estaba en el confesonario y una penitente notó que el padre temblaba de pies a cabeza a causa del intenso frío. Terminada la confesión la buena señora fue al que entonces era padre rector a rogarle que mandara retirarse al padre Bernardino a su habitación y calentarse un poco. Obedeció el Santo la orden del padre rector. Fue a su cuarto y mientras un hermano le traía fuego se puso a meditar sobre el misterio de la Navidad. De repente una luz vivísima llenó de resplandor su habitación y la figura dulcísima de la Virgen María se dibujó ante él. Como la otra vez, llevaba al Niño Jesús en sus brazos. "¿Por qué tiemblas, Bernardino?", le preguntó la Señora. "Estoy tiritando de frío", le respondió el buen anciano. Entonces la buena Madre, con una ternura indescriptible, alarga sus brazos y le entrega el Niño Jesús. Sin duda fueron unos momentos de cielo los que pasó San Bernardino Realino. Lo cierto es que, al entrar poco después el hermano con el brasero, le oyó repetir como fuera de sí: "Un ratito más, Señora; un ratito más." En todo aquel invierno no volvió a sentir frío el padre Bernardino.


Llegó el año 1616. La vida del padre Realino se extinguía. "Me voy al cielo", dijo, y con la jaculatoria "Oh Virgen mía Santísima" lo cumplió el día 2 de julio. Tenía ochenta y dos años, de los cuales la mitad, cuarenta y dos, los había pasado en Lecce, dándonos ejemplo de sencillez y de constancia en un trabajo casi siempre igual.


Muerto el padre, el ansia de obtener reliquias hizo que el pueblo desgarrara sus vestidos y se los llevara en pedazos, lo cual hizo imposible la celebración de la misa y el rezo del oficio de difuntos. Y, así, los funerales de este hombre tan popular y tan querido de todos tuvieron que celebrarse a puerta cerrada y en presencia de contadísimas personas.


Fue canonizado por el Papa Pío XII en el año 1947.



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Liberato y Compañeros, Santos
Liberato y Compañeros, Santos

Mártires


Martirologio Romano: Conmemoración de los santos mártires Liberato, abad, Bonifacio, diácono, Servo y Rústico, subdiáconos, Rogato y Septimio, monjes, y el niño Máximo, quienes en Cartago, durante la persecución desencadenada por los vándalos bajo el rey arriano Hunnerico, por confesar la verdadera fe católica y un solo bautismo, fueron sometidos a crueles tormentos, clavados a los maderos con los que iban a ser quemados y golpeados con remos hasta que sus cabezas quedaron deshechas, triunfando ellos brillantemente, por lo que merecieron ser coronados por el Señor (484).


Grandes fueron los estragos que hizo en África el furor del rey vándalo llamado Hunnerico, que seguía la secta de los herejes arrianos; pero en el año séptimo de su reinado, publicó un edicto sobremanera impío y sacrílego, por el cual mandaba que se arrasasen todos los monasterios, y se profanasen todas las iglesias con sagradas a honra de la santísima Trinidad.

Vinieron, pues, los soldados de Hunnerico a un convento de monjes que vivían con gran ejemplo y opinión de santidad, bajo del gobierno del santo abad Liberato, entre los cuales se hallaba el diácono Bonifacio, los subdiáconos Servo y Rústico, y los santos monjes Rogato, Séptimo y el niño Máximo: habiendo los bárbaros derribado las puertas del monasterio, maltrataron con gran inhumanidad a aquellos inocentes siervos del Señor, y los llevaron presos a Cartago, y al tribunal de Hunnerico.


Ordenóles el tirano que negasen la fe del bautismo y de la santísima Trinidad; mas ellos confesaron con gran conformidad, un solo Dios en tres Personas, una sola fe y un solo bautismo: y añadió en nombre de todos san Liberato: «Ahora, oh rey impío, ejercita, si quieres, en nuestros cuerpos las invenciones de tu crueldad; pero entiende que no nos espantan los tormentos, y que estamos prontos a dar la vida en defensa de nuestra fe católica». Al oír el hereje estas palabras, bramó de rabia y furor, y mandó que le quitasen de delante aquellos hombres y los encerrasen en la más obscura y hedionda cárcel.


Pero los católicos de Cartago hallaron modo de persuadir a los guardas, que soltasen a los santos monjes; y aunque éstos no quisieron verse libres de las prisiones que llevaban por amor de Cristo, aprovecharon alguna libertad que se les concedió en la misma cárcel, para esforzar a otros muchos cristianos que por la misma fe estaban cargados de cadenas, esta novedad llegó a oídos del tirano, quien ordenó severo castigo a los guardas, y despiadados suplicios a los santos monjes. Dio luego orden que aprestasen un bajel inútil y carcomido, y que habiendo echado en él buena cantidad de leña, pusiesen sobre ella a los santos confesores atados de pies y manos, y los quemasen en el mar, Mas aunque los verdugos una y muchas veces aplicaron teas encendidas en las ramas secas amontonadas en el barco, nunca pudo prender en ellas el fuego. Atribuyó el bárbaro monarca aquel soberano prodigio a artes diabólicas y de encantamiento: y bramando de rabia, mandó que a golpes de remos les quebrasen las cabezas hasta derramarles los sesos, y los echasen en la mar. Arrojaron las olas a la playa los sagrados cadáveres de los santos mártires; y habiéndolos recogido los católicos los sepultaron honoríficamente.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!






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Eugenia nació en Yssingeaux, en las ásperas mesetas del macizo central (Francia), el 11 de febrero de 1876, día del aniversario de la primera aparición de la Santísima Virgen en Lourdes. Infancia, vocación, vida religiosa, apostolado, sufrimiento y muerte; todo en la vida de Eugenia quedará marcado por la presencia maternal de María.

Ingresa de muy joven, junto con su hermana mayor, en el pensionado de las Ursulinas de Ministrel, donde ambas niñas son felices y apreciadas. El recuerdo más hermoso que Eugenia conserva de aquella época es el de su primera comunión y los meses de gran fervor espiritual que la precedieron. La joven, fuertemente atraída hacia la Virgen María, experimenta el gran poder y solicitud sin límites de su Madre del cielo. ¿Acaso quiere obtener alguna gracia? Durante toda una novena reza el rosario, añadiendo cinco sacrificios de los que más le cuestan. María siempre lo concede todo. «Cuando hablaba de la Santísima Virgen, contará más tarde una alumna suya, me parecía ver algo del cielo en su mirada».


Pero su fervor no le impide ser alegre; más bien al contrario. Una de sus maestras describirá a aquella joven como «muy comunicativa, de ardiente y buen corazón... Influía mucho sobre sus compañeras y las motivaba con su buen humor». Eugenia escribe una vez a su hermana: «Dios no prohíbe que riamos y que nos divirtamos, con tal de que lo amemos de todo corazón y que conservemos bien blanca nuestra alma, es decir, sin pecado... El secreto para seguir siendo hija de Dios es seguir siendo hija de la Santísima Virgen. Hay que amar mucho a la Santísima Virgen y pedirle todos los días que nos llegue la muerte antes que cometer un solo pecado mortal».


Aliviar la sed


El 6 de octubre de 1895, ingresa como postulante en el convento de las religiosas de la Sagrada Familia del Sagrado Corazón, en Puy-en-Velay: «Desde que era pequeña -escribe por entonces-, mi corazón, aunque pobre, rústico y terrenal, intentaba en vano aliviar la sed. Quería amar, pero solamente a un Esposo hermoso, perfecto, inmortal, cuyo amor fuera puro e inmutable... María, me has concedido, a mí, que soy pobre y poca cosa, al más hermoso de los hijos de los hombres, a tu divino hijo Jesús». En el momento de la despedida, la señora Joubert, su madre, le dijo a la vez que la besaba: «Te entrego a Dios. No mires atrás y conviértete en una santa». Ese será el programa de la postulante, comprendiendo perfectamente que va a "ser toda de Jesús" y no una religiosa a medias.


Eugenia ni siquiera tiene veinte años; su porte es vivo y graciosa su forma de reír. Pero su jovencísimo rostro, casi infantil, su aspecto impregnado de virginal pureza, reflejan al mismo tiempo una seriedad muy profunda. Su recogimiento es admirado y provoca la emulación de sus compañeras de noviciado. «Si vivo del espíritu de la fe -escribe-, si amo realmente a Nuestro Señor, me resultará fácil construir soledad en el fondo de mi corazón y, sobre todo, amar esa soledad y quedarme sola, solamente con Jesús».


El 13 de agosto de 1896, fiesta de San Juan Berchmans, toma el hábito religioso de manos del padre Rabussier, fundador del instituto. Más tarde expresará los sentimientos que por entonces la animaban: «Que en el futuro, mi corazón, semejante a una bola de cera, sencillo como un niño pequeño, se deje revestir por la obediencia, por cualquier voluntad de virtuoso placer divino, sin oponer más resistencia que la de querer dar siempre más».


Para no estar nunca solo


Durante el noviciado, sor Eugenia realiza varias veces los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, aprendiendo a vivir familiarmente con Jesús, María y José. Pues los Ejercicios son una escuela de intimidad con Dios y con los santos. En el transcurso de las meditaciones y contemplaciones que propone, San Ignacio invita a su discípulo a situarse en el corazón de las escenas evangélicas para ver a las personas, para escuchar lo que dicen, para considerar lo que hacen, "como si estuviéramos presentes". Por ejemplo, el misterio de la Navidad (nº 114): «Veré [...] a Nuestra Señora, a José, a la sirvienta y al Niño Jesús después de nacer. Permaneceré junto a ellos, los contemplaré, los serviré en lo que necesiten con toda la diligencia y con todo el respeto de los que soy capaz, como si estuviera presente». San Ignacio nos anima a practicar esa familiaridad incluso en las actividades más triviales del día, como la de comer: «Mientras nos alimentamos, observemos como si lo viéramos con nuestros propios ojos a Jesús nuestro Señor tomando también su alimento con sus Apóstoles. Contemplemos de qué modo come, cómo bebe, cómo mira y cómo habla; y esforcémonos por imitarlo» (nº 214).


Eugenia es seducida por la simplicidad de esa práctica, que tanto encaja con su deseo de vivir en la intimidad de la Sagrada Familia; y escribe lo siguiente: «Amar esa composición de lugar significa estar desde muy temprano en el corazón de la Santísima Virgen». O bien: «Nunca me encuentro sola, sino que estoy siempre con Jesús, María y José». Un día dirigió esta hermosa plegaria a Nuestro Señor: «¡Oh, Jesús! Dime en qué consistía tu pobreza, qué buscabas con tanta diligencia en Nazareth... Concédeme la gracia de abrazar con toda mi alma la pobreza que tu amor tenga a bien enviarme». También nosotros podemos hablarle a menudo a Jesús en lo íntimo de nuestro corazón, preguntándole cómo practicó la humildad, la bondad, el perdón, la mortificación y todas las demás virtudes, y rogándole a continuación que nos conceda la gracia de imitarlo.


Sencillo como un niño


El 8 de septiembre de 1897, sor Eugenia pronuncia sus votos religiosos; en el transcurso de la ceremonia, el padre Rabussier pronuncia una homilía sobre la infancia espiritual. La nueva profesa descubre en ello un estímulo para progresar en esa vía, y se fija en dos aspectos que le parecen esenciales para alcanzar "la sencillez del niño": la humildad y la obediencia.


Para sor Eugenia, la humildad es el medio de atraer "las miradas de Jesús". En una ocasión, es reprendida severamente a causa de un trabajo de costura mal hecho, pero la labor en cuestión no era suya... A pesar de que su naturaleza se rebele contra ello, sor Eugenia calla; podría justificarse, explicar la equivocación... pero prefiere unirse al silencio de Jesús, que también fue acusado en falso. En la humillación encuentra una ocasión de "crecer en la sumisión", lo que para ella es un verdadero éxito: «La gente del mundo, escribe, intenta tener éxito en sus deseos de agradar y de hacerse notar. Pues bien, Nuestro Señor también a mí me permite que tenga éxitos en la vida espiritual. Cada humillación, por muy pequeña que sea, es para mí un verdadero éxito en el amor de Jesús, con tal que lo acepte de todo corazón».


Ser humilde consiste igualmente en no desanimarse ante las propias debilidades, las caídas o los defectos, sino ofrecerlo todo a la misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Penitencia, procedimiento habitual para recibir el perdón de Dios. «¡Bendita miseria! Cuanto más la amo, también más Nuestro Señor la ama y se rebaja hacia ella para tener piedad y concederle misericordia», exclama sor Eugenia ante sus incapacidades.


La madre de las virtudes


La humildad va pareja a la obediencia. San Pablo nos dice de Jesús que se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte (Flp 2, 8). Sor Eugenia ve en la obediencia "el fruto de la humildad y su forma más verdadera", y escribe: «Quiero obedecer para humillarme y humillarme para amar más». Obedecer a Dios, a sus mandamientos, a su Iglesia, a quienes tienen un cargo, es en verdad amar a Dios. Si me amáis, decía Jesús a sus discípulos, guardaréis mis mandamientos. El que ha recibido mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él (Jn 14, 15 y 21). «Más que una virtud, la obediencia es la madre de las virtudes», escribe San Agustín (PL 62, 613). San Gregorio Magno aporta esta hermosa frase: «Solamente la obediencia produce y mantiene las demás virtudes en nuestros corazones» (Morales 35, 28). Y, como nos enseña San Benito: «Cuando obedecemos a los superiores, obedecemos a Dios» (Regla, cap. 5).


Sin embargo, el ejercicio de toda virtud debe estar dirigido por la prudencia, la cual permite discernir, en particular, los límites de la obediencia. Así, cuando una orden, una prescripción o una ley humana se oponen manifiestamente a la ley de Dios, el deber de obediencia deja de existir: «La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia (Juan XXIII, Pacem in terris, 11 de abril de 1963). [...] La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley» (Juan Pablo II, Evangelium vitæ, 72). Ante semejantes prescripciones humanas, recordemos la frase de San Pedro: Hay que obedecer a Dios más que a los hombres (Hch 5, 29).


Aparte de las órdenes que no podríamos cumplir sin cometer pecado, se debe obediencia a las autoridades legítimas. A fin de seguir más cerca a Jesús y de trabajar para la salvación de las almas, Sor Eugenia trata de obedecer con gran perfección, para cumplir en todo momento la voluntad de Dios Padre, imitando a Nuestro Señor, que dijo: El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, lo hace igualmente el Hijo (Jn 5, 19). No hago nada de mí mismo; sino que según me enseñó el Padre, así hablo (Jn 8, 28).


Al servicio de los pequeños


Nada más pronunciar los votos, la joven religiosa es destinada a Aubervilliers, en las afueras de París, a una casa dedicada a la evangelización de los obreros. Se encariña con el corazón de los niños, consiguiendo de ese modo aquietar sus travesuras, que no faltan en su auditorio. ¿Cuál es su secreto? La paciencia, la dulzura y la bondad. Los resultados que consigue son inesperados.


Como apóstol que es, sor Eugenia suscita apóstoles. Uno de aquellos pequeños, conquistado por las clases de catecismo, sueña con ganarse a sus compañeros; consigue reunir a quienes encuentra por la calle, los hace subir a su habitación y, ante un crucifijo, les pregunta: «¿Quién crucificó a Jesús?» Y, si la respuesta tarda demasiado en llegar, añade emocionado: «Nosotros, que lo hemos matado a causa de nuestros pecados. Hay que pedirle perdón». Entonces, todos caen de rodillas y recitan desde el fondo de sus corazones actos de contrición, de agradecimiento y de amor.


Sor Eugenia hace partícipes a los niños de su amor hacia María. Un día, su amor encendido por Nuestra Señora le mueve a exclamar: «Amar a María, amarla siempre cada vez más. La amo porque la amo, porque es mi Madre. Ella me lo ha dado todo; me lo da todo; es ella la que me lo quiere dar todo. La amo porque es toda hermosura, toda pureza; la amo y quiero que cada uno de los latidos de mi corazón le diga: ¡Madre mía Inmaculada, bien sabes que te amo!».


¿ Cuándo vendrá ? ¿ Cuándo ?


Durante el verano de 1902, sor Eugenia sufre los primeros efectos de la enfermedad que se la llevaría de este mundo: la tuberculosis. Empieza entonces un doloroso calvario que durará dos años, y que acabará santificándola uniéndola mucho más a Jesús crucificado. Encuentra un gran consuelo meditando sobre la Pasión. «¿Sufre mucho?, le pregunta un día la enfermera. -Es horrible, responde la enferma, pero lo quiero tanto... al Sagrado Corazón... ¿cuándo vendrá?... ¿Cuándo?...» En medio de la oración, Jesús le hace comprender que, para seguir siendo fiel en medio de los sufrimientos, debe "abrazar la práctica de la infancia espiritual", "ser un niño pequeño con Él en la pena, en la oración, en el combate y en la obediencia". Hasta el último momento la guían la confianza y el abandono. Tras una hemorragia especialmente fuerte, recae agotada, sintiendo cómo se le escapa la vida y, sin perder ni un momento la sonrisa en el rostro, dirige la mirada a una imagen del Niño Jesús.


El 27 de junio de 1904, sor Eugenia acoge en medio de una gran paz el anuncio de su partida hacia el cielo, recibiendo el sacramento de los enfermos y la sagrada Comunión. El 2 de julio, las crisis de asfixia son cada vez más penosas; a una religiosa se le ocurre la idea de encender en la capilla una pequeña lámpara a los pies de la estatua del Corazón Inmaculado de María, consiguiendo que la Madre del cielo otorgue a la moribunda un poco de alivio. La hora de la liberación está próxima. Alguien le acerca un retrato del Niño Jesús, ante cuya imagen sor Eugenia exclama: «¡Jesús!... ¡Jesús!... ¡Jesús!...» y su alma emprende el vuelo hacia el cielo. El cuerpo de aquella joven evangelizadora parece tener doce años, y una hermosa sonrisa ilumina su rostro.


«¡Rezaré por todas en el cielo!», había prometido a sus hermanas. Pidámosle que nos guíe por el camino de la infancia espiritual hasta el Paraíso, "el Reino de los Pequeños"; allí nos espera con la multitud de los santos. A ella le rezamos, así como a San José, por Usted y por sus seres queridos, vivos y difuntos.


Fue beatificada por S.S. Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1994.


Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval



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Pedro de Luxemburgo, Beato
Pedro de Luxemburgo, Beato

Obispo de Metz


Pedro, hijo del conde Guy de Luxemburgo y de la condesa Mahaut de Châtillon, nació en el castillo de Ligny-en-Barrois, en Lorraine, el 20 de julio de 1369. Quedando huérfano muy pequeño, a los ocho años fue enviado a estudiar a Paris. Fue un alumno precoz y brillante, con gusto por el canto y la danza, pero también piadoso y místico. Se confesaba todos los días, era caritativo con los pobres, y pacificador en una universidad turbulenta. En 1380, durante varios meses fue dejado en Calais, como rehén de los ingleses, a cambio de la liberación de su hermano mayor.

Tenía solamente quince años cuando, por intervención de su hermano fue nombrado obispo de Metz. Acepta par obediencia, pero con desagrado. Situaciones conflictivas pronto le obligan a abandonar su diócesis y a regresar a su ciudad natal. Hecho cardenal-diácono por el pape de Avignon Clemente VII, es ordenado diácono en la Pascua de 1384 en la catedral de Notre-Dame de Paris en donde era canónigo. Según los deseos del papa, fue a Avignon para residir en la corte pontificia. Desde hacía ya seis años, el gran cisma de Occidente dividía a la Iglesia, y el joven cardenal, que sufría muchísimo ese desgarramiento, hizo todo lo que estaba en su poder para ponerle fin. Con este fin, pasaba noches enteras en oración, se imponía ayunos y grandes mortificaciones, diciendo: "La Iglesia de Dios no puede esperar nada de los hombres, ni de la ciencia ni de las fuerzas armadas, es por la piedad, la penitencia y las buenas obras que debe recuperarse y así será. Vivamos de forma de atraer la misericordia divina" .


Marcado por el sufrimiento y por una débil salud, profesaba tan gran devoción por la Pasión y la Cruz de Cristo, que, en ocasión de una visita a Châteauneuf-du-Pape, le valió la gracia de una visión estática de Jesús crucificado. En 1386, su salud provoca muy serias inquietudes y debe residir en Villeneuve, del otro lado del Rhône. Relevado desde entonces de toda obligación, pasa largo tiempo orando en la Chartreuse, cerca de donde se aloja. Pero sus fuerzas declinan rápidamente, pues el mal se agravaba; sin embargo él se mantenía calmo, paciente, poco exigente y siempre sonriente. No habiendo cumplido aún los 18años, murió el 2 de julio de 1387, murmurando: "Es en Jesucristo mi Salvador y en la Virgen María donde yo pongo todas mis esperanzas".


A su pedido, fue enterrado en Avignon en el cementerio Saint-Michel de los pobres. En seguida sobre su tumba se multiplicaron los milagros y su reputación de santidad no deja de crecer, ocasionando la apertura del proceso de canonización. Sin embargo, por diversas vicisitudes históricas, no fue beatificado hasta el 9 de abril de 1527 por el papa Clemente VII. Sus reliquias, conservadas hasta la Revolución en la iglesia del Convento de los Celestinos edificado para guardarlas, se veneran desde 1854 en la iglesia Saint-Didier de Avignon, en Châteauneuf-du-Pape y en Ligny-en-Barrois. Su sombrero de cardenal, su dalmática y su estola de diácono todavía se pueden ver en la iglesia Saint Pedro de Avignon.


San Francisco de Sales, que le profesaba una gran devoción desde su infancia, fue a rezar junto a su tumba en noviembre de 1622, justo un mes antes de su muerte.






1:15 a.m.
Martirologio Romano: En Emesa, ciudad de Siria, san Simeón, llamado “Salos”, que, impulsado por el Espíritu Santo, por amor a Cristo anheló ser tenido por los hombres como un tonto y un plebeyo. Conmemoración también de san Juan, ermitaño, que convivió durante casi treinta años con san Simeón, peregrinando con él y haciendo también a su lado vida eremítica junto al Mar Muerto.

Reza el refrán castellano que "cada maestrillo tiene su librillo" refiriéndose a los modos diversísimos de enseñar a los demás lo que cada uno sabe. Luego, la ciencia pedagógica se encarga de proponer a los pedagogos la mejor manera de transmitir el saber en cada una de las materias, dictando normas y diciendo lo que se puede y lo que no se puede hacer para conseguir que los alumnos aprendan más y los maestros desperdicien menos su energía y su tiempo. Incluso se necesitan títulos, diplomas, cursos bien aprovechados, conocimientos de técnicas para programar, concretar objetivos, distribuir por tiempos y evaluar los resultados para llegar a ser un excelente maestro e incluso conseguir un puesto de trabajo. Así hemos complicado las cosas hoy. Simeón, como vamos a ver, rompió los esquemas de la pedagogía de todos los tiempos. Se le cataloga como anacoreta y lo que cabe esperarse de tal sujeto es el retiro en el desierto, la vida de oración y la ascesis de la penitencia; con todo ello, el solitario da testimonio y buen ejemplo que estimula al resto de los mortales creyentes a ser menos egoísta, más piadoso y también mejor dispuesto a hacer el bien al prójimo con quien convive. De esta manera vivió treinta años Simeón, pero se salió de anacoreta y se convirtió voluntariamente en Loco.


Nació en Emesa el año 522. A los treinta años se fue a la parte del desierto donde el abad Nicon tenía sus dominios, ayudando a sus monjes en la entrega y recordándoles los compromisos adquiridos. Pasados treinta años de soledad, oración y penitencia decide dejar el retiro para convertirse en su pueblo en el estrafalario loco que entre risas, chanzas, lloros, brincos, gritos, gracias, amenazas, consejos, chistes, conducta de lunático y actitudes de escándalo para los buenos, acaba siendo la conciencia moral del pueblo. Y es que Simeón no quiso ser un santo de cliché, ni de esquema. Ni siquiera quiso enseñar el Evangelio como mandan los cánones; tuvo su estilo y, poniéndolo en práctica, consiguió, siendo Loco, hablar del Reino. No es la leyenda, la imaginación o la fábula la que nos presenta su imagen; es un personaje bien definido en la época, en la geografía y en el modo razonado de actuar del modo menos razonable que se pueda pensar; veinte años después de muerto, el obispo de Chipre, Leoncio, escribió su vida y milagros bien probados que le contó el diácono Juan, de Emesa, entre Damasco y Antioquía, que supo ver con los años la santidad de este Simeón Salos -así dice loco en sirio- que se propuso jugar con el mundo y reírse de él.


Comenzó su hazaña en la Edesa que le vió nacer en otro tiempo, arrastrando a un perro muerto que encontró en el basurero próximo, atándole una pata al ceñidor de esparto de su hábito, corriendo y gritando por el pueblo y llevando tras de sí una bulliciosa nube de chiquillos que gritaban al unísono entre risas y burlas persiguiendo al monje que se comportaba de tal guisa y que extrañó tanto a los serios del pueblo. El primer domingo no hace otra cosa que tirar nueces a las velas del altar con el acierto de apagarlas, y cuando se indignaron el presbítero y sus feligreses, se subió al púlpito y tiró las que le quedaban a las mujeres piadosas del templo. Volcó las mesas de los vendedores de bollos y repostería para la ofrenda del culto, consiguiendo una buena paliza. Contratado para vender verduras por un tabernero, repartió entre los pobres la mercancía y dijo al de los vinos que "le había encargado a Dios le guardara su dinero"; reñía entre seriedad y risas a los borrachos diciéndoles que arruinaban su vida, mientras él bebía un vaso de buen vino; los clientes ríen sus ocurrencias y se preocupan con sus ridículas máximas de chiflado por lo que el negocio no le disminuye al tabernero; pensando los dueños que quizá no estuviera tan loco el Loco abad, decidió Simeón inventar otra locura que le evitara una posible racha buena: estando dormida la dueña, entra en su habitación, comienza a desnudarse, grita la señora y rueda las escaleras hasta la calle por los mamporros que le propina el tabernero. Vive en una cueva, la suciedad y el desaliño son ahora su propiedad, pero pasea por el pueblo adornado con ramas de palmera en la cabeza y colgantes de uvas y de ajos; así va a la plaza del pueblo predicando conversión; el Loco, entre risas y saltos, se retuerce como un reptil por el suelo, con los puños cerrados amenaza destrucción, para la gente es un cínico y lunático, simple, loco o brujo. Para que no quepa ninguna duda de su maldad, a las mozas peligrosas por su belleza las deja con los ojos estrábicos, aunque las vuelve guapas de nuevo si dejan que les bese los ojos tuertos, permitiendo se les aproxime con su rala y sucia barba. No se sabe cómo, pero no le faltan cinco sueldos para organizar mesa y comida para pobres en la plaza del pueblo; si alguien pensó que eso era cosas de buenos, pregunta a las de vida alegre si aceptan su amistad y así se ve que es para vicio su dinero (quizá quepa reseñar que algunas de ellas terminaron en convento). Como dijeron que no probaba bocado en la Cuaresma, apareció a la salida de la Iglesia un Jueves Santo devorando -que no comiendo- medio cordero. Busca ocasiones de infamia, aceptando la calumnia de una criada joven embarazada de ser el padre de lo que lleva en su seno; a la hora del parto confesó la pobrecilla a su señora la mentira, descubriendo la estrategia del Loco que la cuidó con esmero todo el tiempo del embarazo, como si verdad hubiera sido su aserto.


¿Por qué el santo decidió ser Salos dejando de ser cuerdo? Cuando era anacoreta, se acostumbró a la pobreza, no le costaba ser casto, le importaba poco la soledad, no le escocía la falta de sueño, el trabajo era normal, comer yerbas cocidas no tenía más interés, el calor, el frío y la penitencia dura no le metían en el lecho. Todo era poco por Cristo; Él merecía más de eso. Pero la soberbia, el amor propio, el orgullo, la fama era otro cuento; que le dijeran "santo" le daba gozo y que le llamaran "penitente observante" le traía consuelo; sí, de novicio, de profeso, de asceta consagrado... siempre tenía serpeando la soberbia enredada en su cuerpo. Amando a Dios tanto, pensó que era preciso reírse de sí, del mundo y llegar al desprecio. La locura era buen recurso para limpiar el desierto del orgullo que bajo capa de santo se puede encerrar en el anacoreta de su tiempo, porque parecía intentar batir récords de hambres y querer superar marcas de penitencias anteriores. Para hacer el bien, sin peligro de que le llamaran "bueno", la locura fue el remedio cierto; así podía aparecer como frívolo, malo, juerguista, pecador, tonto, necio, Loco o Salos que es lo mismo.


Si, además, a Dios le gustó el trabajo de su bufón risueño, profeta, taumaturgo, excéntrico escandaloso, payaso que sompía el envaramiento tieso de los creyentes premiándolo con milagros ¿qué "peros" podremos ponerle al método pedagógico de Simeón Salos?



1:15 a.m.
Etimológicamente significa “iluminado”. Viene de la lengua hebrea.

Te encuentras en el año 1471 antes de Cristo. Moisés tuvo la inmensa dicha de que su hermano Aarón le acompañara a lo largo y ancho del difícil desierto camino de la Tierra de Promisión.


Fue siempre su apoyo en los momentos cruciales, como por ejemplo, en el monte Horeb o Sinaí en el que Dios entregó al pueblo las tablas de la Ley.


Pertenecía a la tribu de Leví. Fue el abuelo que supo dar poco a poco a la Alianza sus propios ritos. A su muerte, lo enterraron en la cima del monte Hor. A pesar de sus deseos de entrar en la Tierra Prometida, no lo pudo ver, igual que le pasó a su hermano Moisés.


Vino al mundo en los tiempos remotos en los cuales el pueblo egipcio dominaba completamente a Israel. Al contrario que su hermano, que hablaba mal, él poseía el don de la elocuencia.


De hecho, en muchas ocasiones tuvo que hablar en nombre de su hermano al faraón egipcio. Y la idea central que perseguía era convencerle para que dejara en libertad al pueblo israelita.


Pero, a pesar de su labia, no consiguió que el mandatario supremo de Egipto le dejara marchar. Vistas todas las dificultades y pensando el modo de solucionarlas, los dos hermanos retaron al faraón. Si no los dejaba libres, entonces sobrevendría sobre todo Egipto una serie de plagas que lo llevaría a la ruina y a la muerte.


Cuando el faraón vio que se cumplían sus predicciones venidas del cielo, Moisés y su hermano partieron hacia la Tierra Prometida en una huida no exenta de muchos obstáculos.


Toda la peregrinación por el desierto estuvo plagada de aventuras y de desdichas a causa de la infidelidad de los judíos en su larga marcha. No se creían lo que decían Moisés y su hermano. La más grave fue el culto de la idolatría o culto a dioses falsos, sobre todo al “becerro de oro”.


Dios perdonó a todos. Aarón fue nombrado sumo sacerdote para ofrecer sacrificios a Dios por los pecados del pueblo. Le sucedió en el cargo su hijo Eleazar.


¡Felicidades a quienes lleven este nombre!


Comentarios al P. Felipe Santos: fsantossdb@hotmail.com



1:15 a.m.
Etimológicamente significa “estrella”. Viene de la lengua persa.

El libro de Ester contiene una de las más emocionantes escenas de la Historia Sagrada. Habiendo el rey Asuero (Jerjes) repudiado a la reina Vasti, la judía Ester vino a ser su esposa y reina de Persia. Ella, confiada en Dios y sobreponiéndose a su debilidad, intercedió por su pueblo cuando el primer ministro Amán concibió el proyecto de exterminar a todos los judíos, comenzando por Mardoqueo, padre adoptivo de Ester. En un banquete, Ester descubrió al rey su nacionalidad hebrea y pidió protección para sí y para los suyos contra su perseguidor Amán. El rey concedió lo pedido: Amán fue colgado en el mismo patíbulo que había preparado para Mardoqueo, y el pueblo judío fue autorizado a vengarse de sus enemigos el mismo día en que según el edicto de Amán, debía ser aniquilado en el reino de los persas. En memoria de este feliz acontecimiento los judíos instituyeron la fiesta de Purim (Fiesta de las Suertes).


El texto masorético que hoy tenemos en la Biblia hebrea, sólo contiene 10 capítulos, y es más corto que el originario, debido a que la Sinagoga omitió ciertos pasajes religiosos, cuando la fiesta de Purim, en que se leía este libro al pueblo, tomó carácter mundano. San Jerónimo añadió los últimos capítulos (10, 4-16, 24), que contienen los trozos que se encuentran en la versión griega de Teodoción, pero faltan en la forma actual del texto hebreo.


El carácter histórico del libro siempre ha sido reconocido, tanto por la tradición judaica, como por la cristiana. Un hecho manifiesto nos muestra la historicidad del libro, y es la existencia de la mencionada fiesta de Purim, que los judíos celebran aún en nuestros días. Sin embargo, han surgido no pocos exégetas, sobre todo acatólicos, que relegan el libro de Ester a la categoría de los libros didácticos o le atribuyen solamente un carácter histórico en sentido lato. Es éste un punto que debe estudiarse a la luz de las normas trazadas en la Encíclica "Divino Afflante Spiritu". Hasta aclararse la cuestión damos preferencia a la opinión tradicional.


En cuanto al tiempo de la composición se deciden algunos por la época de Jerjes I (485-465 a. C.), otros por el tiempo de los Macabeos.


La canonicidad del libro de Ester está bien asegurada. El Concilio de Trento ha definido también la canonicidad de la segunda parte del libro de Ester (cap. 10, vers. 4 al cap. 16, vers. 24), mientras los judíos y protestantes conservan solamente la primera parte en su canon de libros sagrados.


Los santos Padres ven en Ester, que intercedió por su pueblo, una figura de la Santísima Virgen María, auxilium christianorum. Lo que Ester fue para su pueblo por disposición de Dios, lo es María para el pueblo cristiano.



1:15 a.m.
Etimológicamente significan “puro y segundo”. Vienen de la lengua latina.

Obispos y mártires del siglo III. No figuraba ningún santo después de la reforma litúrgica, en la que ha desaparecido la fiesta de la Preciosa Sangre de Jesús, instituida en el año 1849 por Pío X.


En la historia del cristianismo encontramos, a su vez, la figuras de dos mártires de época desconocida, recordados en este día antes de que se llevase a cabo la reforma litúrgica y que eran de memoria obligatoria en este día.


Entre Gaza y Pozzuoli, límites del Lazio, existía una colonia romana con el nombre de Sinuesa. Hoy quedan de aquellos restos de civilización la ciudad de Mondragone en la provincia de Caserta.


Hoy es famoso Mondragone por ser el centro balneario de aguas termales sulfurosas, empleadas para curar enfermedades de la piel y artritis. Se construyó esta ciudad en el año 1500 por el Papa Gregorio XIII.


Casto y Secundino son dos mártires de aquella antigua Sinuesa y hoy lo son de la moderna Mondragone.


Son santos muy amados y venerados. Su culto se extendió incluso a regiones y ciudades muy lejanas.


No hay nada seguro acerca de estos personajes. Eso sí, existen las Actas de su martirio.


Posiblemente no eran originarios de Sinuesa, sino que su devoción hubiera llegado de ultramar, de Africa, en concreto.


Lo cierto es que son dos grandes mártires locales y a los que hay mucho devoción.


¡Felicidades a quienes lleven estos nombres!


Comentarios al P. Felipe Santos: fsantossdb@hotmail.com



1:15 a.m.
Martirologio Romano: En Londres, san Oliverio Plunkett, obispo de Armagh y mártir, que en tiempo del rey Carlos II, falsamente acusado de traición, fue condenado a la pena capital, y ante el patíbulo, que rodeaba una multitud, después de perdonar a sus enemigos, confesó con gran firmeza la fe católica (1681).

Etimológicamente: Oliverio = Aquel que trae la paz, es de origen latino.



Hubo una época en la historia de Irlanda que se caracterizó por una sañuda persecución religiosa.

Como toda persecución organizada, ésta de la historia irlandesa tiene un nombre, un tirano y un mártir. El nombre es "época penal"; el tirano, O. Cromwell, y el mártir, Oliverio Plunket.


Esto no quiere decir que no hubo otros perseguidores ni otros mártires. Estos se cuentan a millares.


La historia religiosa de Irlanda, que ya en el siglo XI contenía en sus tres martirológios mil ochocientos santos, presenta, a partir de entonces, una pléyade de defensores de la fe que dan su vida generosamente por la religión católica.


Un hecho evidente y un fenómeno extraordinario en la vida de un pueblo poco numeroso. Mientras los perseguidores triunfan en el orden político, militar y económico, fracasan en su intento de arrebatar la fe católica al pueblo sojuzgado.


La población de la "isla de los santos" pierde casi cuatro millones de habitantes a causa de la persecución, pero ésta ha contribuido a que una nación insignificante, que en la actualidad no alcanza los cuatro millones dentro de su territorio, haya lanzado a otros países, como Norteamérica, más de doce millones de católicos que están sembrando su espíritu y su psicología en otros pueblos jóvenes de grandes perspectivas en el porvenir.


Era preciso presentar este cuadro general en unas rápidas pinceladas para situar en su justo punto la figura del arzobispo de Armagh decapitado.


Un personaje histórico no puede considerarse independiente de su marco y de su época. Pierde talla. Un mártir es siempre un héroe de la fe, pero, cuando ese mártir representa una situación histórica, es, además, un símbolo.


Esta es la más saliente característica de Santo Oliverio Plunket. Es un símbolo.


Un símbolo de la unidad religiosa del pueblo irlandés, que no tolera la ruptura del cristianismo, iniciada en Alemania por Lutero y consumada en Inglaterra por Enrique VIII. Un símbolo de lealtad a la Iglesia de Roma. Un símbolo de constancia hasta la muerte.


Durante la "época penal" las leyes son ominosas. Se necesitaría mucho más espacio del que disponemos solamente para dar una idea de lo que fueron las "leyes penales". Los católicos no tenían derecho a la cultura ni a los cargos públicos. No había acceso a la universidad o a los centros educativos. No se podía hablar el idioma propio. No se podía tener posesiones. Solamente cuando la persecución amaina se tolera el que un católico posea un caballo, a condición de que su valor no exceda las cinco libras. Se persigue a los clérigos, se calumnia a los obispos, se destruyen pueblos enteros... Se trata de hacer de la población católica un grupo de ignorantes empobrecidos.


El lema de Cromwell es éste: "Los católicos, a Connor o... al infierno". Connor era la parte más pobre del país, donde la gente moría de miseria y de hambre.


Aún en el mismo siglo XVII pueden encontrarse hechos como la matanza del padre John Murphy (que, por cierto, estudió su carrera sacerdotal en la actual Casa de la Santa Caridad, de Sevilla, entonces seminario), a quien dividieron en pedazos, ofreciendo los trozos de su carne a un vecino católico "para que los comiera". Un monumento conmemorativo se halla actualmente cerca de Westford, lugar de su martirio.


Es sorprendente que un pueblo sobreviva indemne después de una persecución de siglos. Si se viaja por los lugares en donde, un día, estuvieron las cristiandades paulinas no se encuentra ni un superviviente ni un templo. Todo desapareció bajo la invasión de los turcos y después de la primera guerra europea. Solamente en las cavernas de los montes se hallan, a veces, restos de antiguos mosaicos.


En cambio, aquí, en la "Isla Esmeralda", el viajero contempla un pueblo rejuvenecido después de siglos de sufrimiento. Sus iglesias son espléndidas, mientras que las de sus viejos perseguidores están vacías, obscuras y polvorientas. No importa que éstos alardeen de tener las iglesias "tradicionales" del país. La "Iglesia" no es un edificio arrebatado por la fuerza, sino una fe y una sociedad perfecta instituida por Cristo. Y eso es lo que se descubre sobre los jaspes de los templos recientes de la católica Irlanda.


Cuando, en 1828, Daniel O´Connel consigue la emancipación, una nueva vida comienza para el catolicismo irlandés. La libertad de los 26 condados, lograda en 1921, ha hecho posible que la nueva generación sea la primera que experimente la conciencia de vivir.


Pero, como un fundamento de esta realidad, en la catedral de San Pedro de la ciudad de Drogheda se conserva, en una urna de cristal, la cabeza incorrupta del último Santo irlandés: Oliverio Plunket.


El día 8 de junio de 1681 llega a Londres el arzobispo de Armagh, removido de su silla, depuesto y confinado durante diez meses sin ninguna clase de juicio o investigación jurídica y sin posibilidad de obtener permiso para comunicarse con sus amigos o de buscar testigos.


El juicio en Londres es dirigido por Maynard y Jefries contra toda consideración de justicia y en violación flagrante de toda forma legal. Un "agente de la Corona", cuyo nombre se da como Gorman, es introducido "por un desconocido" en la sala ante el tribunal y "voluntariamente" hace de testigo en favor del reo. El conde de Essex intercede ante el rey en su favor, pero Carlos responde casi con las mismas palabras de Pilatos: "No le puedo perdonar porque... no me atrevo. Su sangre caiga sobre vuestra conciencia. Vosotros le podíais salvar si quisierais".


Solamente un cuarto de hora de deliberación fue preciso para que el jurado diera el veredicto: Se le condena a ser ahorcado y descuartizado el día 1 de julio de 1681. El mártir solamente pronunció dos palabras ante esta sentencia: "Deo gratias".


Hay un hecho extraño, como todos los acontecimientos providenciales de la historia. Ocho años más tarde, en el mismo día exacto en que San Oliverio Plunket había sido decapitado, el último de los reyes Estuardos era lanzado de su trono y su dinastía eliminada para siempre.


La acusación urdida contra el Santo era ésta: Mantener correspondencia "traidora" con Roma y con Francia, y también con los irlandeses del Continente; preparar una insurrección en Armagh, Monagham, Cavan, Louth y otros condados, organizar en Carlingford el recibimiento de fuerzas francesas y haber dirigido varias reuniones para levantar hombres con estos propósitos.


Podría fácilmente hacerse una defensa histórica frente a estos cargos, pero no es de la incumbencia de esta obra. La semejanza con la persecución y condenación de jerarcas de la Iglesia en nuestros mismos tiempos puede ser una ilustración de la identidad de métodos empleados por los perseguidores de la fe cuando tratan de acusarlos bajo pretextos económicos o políticos.


He aquí algunos párrafos tomados del juicio celebrado contra él:


El juez: "Considerad, señor Plunket que habéis sido acusado del más grave crimen: la traición". Y continúa: "Estáis manteniendo vuestra falsa religión, que es diez veces peor que todas las supersticiones". El Santo responde: "Mis principios religiosos son tales que el mismo Dios todopoderoso no puede dispensar de ellos". El juez concluye: "Veo con disgusto que persistís en profesar los principios de esa religión".


El delito de traición no era más que un pretexto, como se ve, para condenar al primado de Irlanda por la defensa de la fe católica.


El juez insiste: "Se os aconseja que tengáis algún ministro para atenderos, algún ministro protestante". Por fin ante la insistencia del Santo, se le autoriza a recibir los auxilios de algún sacerdote católico de los que están encerrados en la prisión y él hace esta última declaración: "Puesto que soy un hombre muerto a este mundo y puesto que espero misericordia en el otro, quiero declarar que Jamás he sido culpable de traición ni de ninguno de los cargos que se me han hecho, como su señoría sabrá algún día".


A pesar de su confesión fue sentenciado a muerte. El efecto de esta sentencia fue tal que un torrente de personas, católicos y protestantes, se agolpó ante su celda pidiendo su bendición o admirando su heroísmo. Hasta altas personalidades del protestantismo declararon que "Inglaterra iba a volver pronto a ser "papista" si el Gobierno persistía en condenar a muerte a personas de tanta constancia".


De una carta escrita por el mártir en su celda de muerte tomamos estas edificantes líneas: "Se ha dictado contra mí sentencia de muerte. Los que me perseguían han conseguido su intento. Como San Esteban quiero clamar: "Señor, no les imputes este pecado".


Y de otra carta escrita en aquellos mismos momentos: "Siento la responsabilidad de ser el primer irlandés y tener que dar ejemplo de morir sin temor. Pero veo que Nuestro Redentor sintió temor y tristeza ante la muerte y me pregunto por qué yo no la siento. Es que Cristo, con su pasión, mereció para mí el no tenerla ante mi muerte".


Las últimas líneas que escribió a vuelapluma en una breve nota fueron éstas: "Se me ha comunicado que mañana seré ejecutado. Estoy contento de que sea en viernes y en la octava de San Juan, y de que se me haya concedido el tener un sacerdote en esa última hora".


Desde que en 1533 Enrique VIII separó la iglesia de Inglaterra de la unidad de Roma hasta este momento de 1681, habían pasado muchos años de odios y persecuciones a los defensores de la fe católica. Después de la ejecución de Carlos I en 1649, y durante los años de Cromwell, de 1653 a 1659, la persecución de los católicos irlandeses fue intensa hasta el exterminio. El reinado de Carlos II —a partir de 1675— se caracterizó por la debilidad y la indecisión. Las diferencias de fechas históricas sobre la vida de San Plunket deben explicarse por la oposición de Inglaterra a adoptar las reformas del calendario gregoriano. Mientras que casi toda Europa las había aceptado desde 1582, todavía en 1681 Inglaterra vivía diez días retrasada, y al mismo sol que en Roma señalaba el amanecer del 11 de julio marcaba, media hora después, en Londres, el día primero. Hasta en estos pormenores aparecía el exceso de nacionalismo religioso y anglicano del siglo XVII.


Ya, desde el cadalso, Oliverio Plunket leyó su último sermón, que le había costado muchas horas de meditación, y el texto fue entregado al embajador de España en Londres, quien lo hizo imprimir y traducir a varios idiomas confirmando su fidelidad. Después de una fervorosa oración, en la que de nuevo perdonó a sus acusadores, murió con la paciencia y constancia de los mártires.


La persecución se hizo tan violenta que no fue posible protestar públicamente por la injusticia de su degollación. Pero sus restos fueron recogidos y venerados inmediatamente, y Roma envió al superior de los franciscanos irlandeses una orden de la Sagrada Congregación de Propaganda en que se excomulgaba a dos religiosos apóstatas, McMoyer y Duffy, que habían tenido parte en la acusación del arzobispo de Armagh.


El 23 de mayo de 1920 fue beatificado y en el mismo corazón de Londres una fervorosa procesión de católicos honró su memoria.


Comenzar la vida de un mártir por el relato de su martirio no es ninguna infidelidad histórica, porque teológicamente el martirio es suficiente prueba de la heroicidad de las virtudes.


Oliverio Plunket era hijo de una noble familia avecindada en el condado irlandés de Meath. Allí nació, en 1629, en la localidad de Loughcrew. Su madre pertenecía a la nobleza de Roscommon y su padre a la de Fingall.


Su infancia se desarrolló en un ambiente de luchas y persecuciones y entre escenas de matanzas y feroces batallas. De Irlanda pasó a Roma, en donde vivió durante ocho años estudiando filosofía, teología y derecho civil y eclesiástico, siendo uno de los primeros alumnos del Colegio Irlandés en Roma "Ludovisi" y uno de los primeros irlandeses en la universidad romana "La Sapienza". Una vez ordenado de sacerdote continuó en Roma, y el 20 de noviembre de 1669 se anunció en Irlanda que Oliverio Plunket había sido nombrado obispo de Armagh. A pesar de la amnistía que siguió a los años de Cromwell, aún perduraban muchas de las leyes isabelinas. La vida de un sacerdote católico estaba valorada en el mismo precio que la de un lobo, y las cinco libras estipuladas se pagaban, en uno y otro caso, en el momento de la presentación de sus cabezas.


En 1649 había veintiséis obispos irlandeses residentes en sus sillas y en 1669 sólo quedaban cinco vivos y otros tres en el destierro. En cuanto se conoció la elección de Oliverio Plunket para obispo de Armagh el virrey, lord Roberts, recibió una comunicación en que se le decía que, si podía hallarlo y apresarlo, habría realizado un "aceptable servicio". Durante algún tiempo pudo acogerse a la hospitalidad de Bélgica, hasta que le fue posible navegar a Londres y de allí a Irlanda, en donde tomó posesión de su silla de Armagh. A la muerte del virrey presbiteriano lord Roberts, su sucesor, lord Berkeley, cambió la política en pacifista y trató incluso con cortesía a algunos miembros del clero. Esto facilitó la labor pastoral del arzobispo de Armagh, que pronto llegó a ser primado al declararse Armagh sede primada de toda Irlanda.


Su caridad para con sus sacerdotes y su humildad y modestia se hicieron proverbiales y caracterizaron todo su apostolado y gobierno. Su celo y actividad por la organización de su diócesis fue incansable. Aunque eran muchas las diócesis sufragáneas —en total once—, él consiguió reunir en sínodos a los obispos dependientes de la metrópoli tratándolos como hermanos y no como forasteros. Recorrió su diócesis en visitas pastorales, congregó a sus sacerdotes con afecto de pastor y sencillez de amigo, hablándoles con verdadera veneración y agradeciéndoles sus servicios, y soportó con entereza las injusticias que, en algunos lugares de su diócesis, fueron impuestas contra los católicos aun bajo el moderado virreinato de lord Berkeley.


La pobreza y la austeridad presidían la vida del arzobispo. En realidad, los católicos habían quedado empobrecidos. Una de las tácticas de la persecución fue las llamadas "plantaciones" o traídas de protestantes escoceses, que se hacían dueños de las propiedades que antes tuvieron los católicos. Aún en 1672 el arzobispo primado denunciaba el abuso de que los católicos fueran obligados a pagar a los ministros protestantes dos chelines por cada hijo que se bautizaba en una iglesia católica. Su bondad para con sus fieles y sacerdotes se convertía en valentía y tenacidad cuando tenía que defender, frente a las injusticias, los derechos de la verdad y la fe.


Conociendo ahora estas virtudes características del primado irlandés y el marco histórico de su vida, es fácil comprender que la persecución haría presa en él sin demasiada dilación. La atmósfera tormentosa y la audacia de su espíritu explican suficientemente por qué fue detenido y apartado de sus fieles. La acusación de felonía y traición, y la sumisión a un tribunal inglés, eran igualmente elementos de la trama urdida contra su fe. Nunca Irlanda consideró legal el traslado del arzobispo a Londres y su juicio por los jurados ingleses. Desde 1495 las leyes inglesas carecían de vigor en Irlanda, a no ser que fueran aprobadas por las decisiones del Parlamento de Dublín, y la disposición de Enrique VIII de someter a los tribunales ingleses a cualquier acusado de traición que viviera en uno de los dominios de la Corona había prescrito ante el uso de los juristas desde que el Parlamento había sustituido a las Cortes.


No obstante todo este cúmulo de factores ilegales, Oliverio Plunket fue sacado un día de su diócesis y llevado a Inglaterra para, después de las formalidades acostumbradas por todos los tribunales injustos de la historia, escuchar, de boca del juez inglés, la palabra definitiva: Guilty (¡Culpable!). La misma estratagema e idéntico procedimiento, con especie de legalidad, que un día llevara al sanedrín a proclamar ante el más Justo de los acusados su "Reus est mortis" (Reo es de muerte).


Sus dos únicas palabras de respuesta: "Deo gratias" (gracias a Dios) resuenan todavía bajo los arcos de la catedral de Drogheda y su cabeza incorrupta, en parte ennegrecida por las llamas a que fue entregado su cuerpo después de degollado, es el mejor clamor que los siglos han podido conservar para la posteridad.


Terminemos con estas palabras tomadas de la declaración de la Sagrada Congregación de Propaganda en el mismo año de 1681: "Las conjuras en Inglaterra pretendieron ser dirigidas contra la vida del rey o como intentos de las conspiraciones irlandesas, pero, en realidad, no había más que una finalidad: atacar el establecimiento de la fe".


Oliverio Plunket pasará a la posteridad como un símbolo de constancia en defensa de la fe católica y como una prueba de la voluntad indestructible de un pueblo, tradicionalmente fiel a Roma, por conservar a toda costa su unidad religiosa.


Fue canonizado el 12 de octubre de 1975 por el Papa Pablo VI.



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Antonio Rosmini (Rovereto 1797 – Stresa 1855) vivió en la primera mitad del siglo XIX, época de grandes transformaciones y movimiento, en el cual fué personalmente comprometido Rosmini.

A los 16 años descubre la vocación al sacerdocio, a la cual responde de inmediato, a pesar de la oposición inicial de la familia. Su deseo de consagrarse a Dios encierra también el de servir al prójimo con todos los medios a su disposición: cultura y bienes materiales.


Como estudiante de teología en la universidad de Padova era abierto a todas las disciplinas para comprender mejor la problemática del hombre. Invierte su energía de joven en grandes proyectos como por ejemplo la Enciclopedia cristiana, en contraposición a la francesa, y la Sociedad de los Amigos para la animación cristiana de la sociedad.


A pesar que estas iniciativas no tuvieron seguimiento, es en este periodo que descubre el principio esencial que guiará de ahora en adelante su conducta. Se ofrece como instrumento a la Providencia para cualquier bien que desee cumplir. Por lo demás Rosmini se sumerge en un compromiso de continua conversión, emprendiendo solo las iniciativas indicadas por la voluntad de Dios por medio de la petición del prójimo. Aqui germina ese servicio de caridad universal, que abraza todo el hombre y se expresa como caridad material, intelectual y espiritual.


Guíado por la Providencia, Rosmini realiza una actividad extraordinaria: Además de ser fundador y guía espiritual de dos institutos religiosos, mantiene relaciones de amistad con diferentes clases de personas, sostiene una comunicación espistolar que actualmente forman trece volumenes.


Trabaja en un nuevo sistema filosófico.

En 1848 trabaja como diplomático del gobierno del Piamonte ante la Santa Sede.


A pesar de su absoluta fidelidad al Papa Pío IX, al que siguió en su exilio en Gaeta (1848), las autoridades eclesiásticas, en 1849, pusieron en el «Índice» de los libros prohibidos dos de sus obras. Más tarde, fueron condenadas con el decreto doctrinal «Post Obitum» cuarenta proposiciones suyas, extraídas de obras sobre todo póstumas y de otras editadas en vida.


Es elegido como cardenal pero jamás llegó a concretarse este nombramiento. Esta prodijiosa actividad la realiza junto a un largo sufrimiento, vivido con fe heróica. Humillado y perseguido, mantiene intacto su amor a la Iglesia, recibiendo todo como medio necesario para el progreso del Reino de Dios.


Con el Concilio Vaticano II el pensamiento de Antonio Rosmini es redescubierto y estudiado.


Fue beatificado bajo el pontificado de Su Santidad Benedicto XVI el 18 de noviembre de 2007.


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