08/13/14

11:30 p.m.

"No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos"

(Jn 15, 13).


Maximiliano María Kolbe nació en Polonia el 8 de enero de 1894 en la ciudad de Zdunska Wola, que en ese entonces se hallaba ocupada por Rusia. Fue bautizado con el nombre de Raimundo en la iglesia parroquial.

A los 13 años ingresó en el Seminario de los padres franciscanos en la ciudad polaca de Lvov, la cual a su vez estaba ocupada por Austria. Fue en el seminario donde adoptó el nombre de Maximiliano. Finaliza sus estudios en Roma y en 1918 es ordenado sacerdote.


Devoto de la Inmaculada Concepción, pensaba que la Iglesia debía ser militante en su colaboración con la Gracia divina para el avance de la fe católica. Movido por esta devoción y convicción, funda en 1917 un movimiento llamado "La Milicia de la Inmaculada" cuyos miembros se consagrarían a la bienaventurada Virgen María y tendrían el objetivo de luchar mediante todos los medios moralmente válidos, por la construcción del Reino de Dios en todo el mundo. En palabras del propio San Maximiliano, el movimiento tendría: "una visión global de la vida católica bajo una nueva forma, que consiste en la unión con la Inmaculada."


Verdadero apóstol moderno, inicia la publicación de la revista mensual "Caballero de la Inmaculada", orientada a promover el conocimiento, el amor y el servicio a la Virgen María en la tarea de convertir almas para Cristo. Con una tirada de 500 ejemplares en 1922, en 1939 alcanzaría cerca del millón de ejemplares.


En 1929 funda la primera "Ciudad de la Inmaculada" en el convento franciscano de Niepokalanów a 40 kilómetros de Varsovia, que con el paso del tiempo se convertiría en una ciudad consagrada a la Virgen y, en palabras de San Maximiliano, dedicada a "conquistar todo el mundo, todas las almas, para Cristo, para la Inmaculada, usando todos los medios lícitos, todos los descubrimientos tecnológicos, especialmente en el ámbito de las comunicaciones."


En 1931, después de que el Papa solicitara misioneros, se ofrece como voluntario y viaja a Japón en donde funda una nueva ciudad de la Inmaculada ("Mugenzai No Sono") y publica la revista "Caballero de la Inmaculada" en japonés ("Seibo No Kishi").


En 1936 regresa a Polonia como director espiritual de Niepokalanów, y tres años más tarde, en plena Guerra Mundial, es apresado junto con otros frailes y enviado a campos de concentración en Alemania y Polonia. Es liberado poco tiempo después, precisamente el día consagrado a la Inmaculada Concepción. Es hecho prisionero nuevamente en febrero de 1941 y enviado a la prisión de Pawiak, para ser después transferido al campo de concentración de Auschwitz, en donde a pesar de las terribles condiciones de vida prosiguió su ministerio.


En Auschwitz, el régimen nazi buscaba despojar a los prisioneros de toda huella de personalidad tratándolos de manera inhumana e inpersonal, como un simple número: a San Maximiliano le asignaron el 16670. A pesar de todo, durante su estancia en el campo nunca le abandonaron su generosidad y su preocupación por los demás, así como su deseo de mantener la dignidad de sus compañeros.


La noche del 3 de agosto de 1941, un prisionero de la misma sección a la que estaba asignado San Maximiliano escapa; en represalia, el comandante del campo ordena escoger a diez prisioneros al azar para ser ejecutados. Entre los hombres escogidos estaba el sargento Franciszek Gajowniczek, polaco como San Maximiliano, casado y con hijos.


San Maximiliano, que no se encontraba entre los diez prisioneros escogidos, se ofrece a morir en su lugar. El comandante del campo acepta el cambio, y San Maximiliano es condenado a morir de hambre junto con los otros nueve prisioneros. Diez días después de su condena y al encontrarlo todavía vivo, los nazis le administran una inyección letal el 14 de agosto de 1941.


Es así como San Maximiliano María Kolbe, en medio de la más terrible adversidad, dio testimonio y ejemplo de dignidad. En 1973 Pablo VI lo beatifica y en 1982 Juan Pablo II lo canoniza como Mártir de la Caridad. Juan Pablo II comenta la influencia que tuvo San Maximiliano en su vocación sacerdotal: "Surge aquí otra singular e importante dimensión de mi vocación. Los años de la ocupación alemana en Occidente y de la soviética en Oriente supusieron un enorme número de detenciones y deportaciones de sacerdotes polacos hacia los campos de concentración. Sólo en Dachau fueron internados casi tres mil. Hubo otros campos, como por ejemplo el de Auschwitz, donde ofreció la vida por Cristo el primer sacerdote canonizado después de la guerra, San Maximiliano María Kolbe, el franciscano de Niepokalanów." (Don y Misterio).


San Maximiliano nos legó su concepción de la Iglesia militante y en febril actividad para la construcción del Reino de Dios. Actualmente siguen vivas obras inspiradas por él, tales como: los institutos religiosos de los frailes franciscanos de la Inmaculada, las hermanas franciscanas de la Inmaculada, así como otros movimientos consagrados a la Inmaculada Concepción. Pero sobretodo, San Maximiliano nos legó un maravilloso ejemplo de amor por Dios y por los demás.


Con motivo de los veinte años de la canonización del padre Maximiliano Kolbe (10 de octubre de 1982), los Frailes Menores Conventuales de Polonia abrieron el archivo de Niepokalanow (Ciudad de la Inmaculada, a 50 kilómetros de Varsovia), construido por el mismo mártir de Auschwitz. Entre los manuscritos del santo, destaca la última carta que escribió y que acaba con besos a su madre. Una carta que refleja una ternura que no aparecía en otros escritos, y que hace pensar que el sacrificio con el que ofreció la vida voluntariamente en sustitución de un condenado a muerte fue algo que maduró a lo largo de su vida. Este es el texto del escrito: «Querida madre, hacia finales de mayo llegué junto con un convoy ferroviario al campo de concentración de Auschwitz. En cuanto a mí, todo va bien, querida madre. Puedes estar tranquila por mí y por mi salud, porque el buen Dios está en todas partes y piensa con gran amor en todos y en todo. Será mejor que no me escribas antes de que yo te mande otra carta porque no sé cuánto tiempo estaré aquí. Con cordiales saludos y besos, Raimundo Kolbe».


Juan Pablo II, un año después de su elección, en Auschwitz, dijo: «Maximiliano Kobe hizo como Jesús, no sufrió la muerte sino que donó la vida». La expresión remite a unas palabras escritas por el padre Kolbe unas semanas antes de que los nazis invadieran Polonia (1 de septiembre de 1939): «Sufrir, trabajar y morir como caballeros, no con una muerte normal sino, por ejemplo, con una bala en la cabeza, sellando nuestro amor a la Inmaculada, derramando como auténtico caballero la propia sangre hasta la última gota, para apresurar la conquista del mundo entero para Ella. No conozco nada más sublime».


Los radioaficionados lo consideran su santo patrón, ya que San Maximiliano durante 30 años estuvo activo con el indicativo SP3RN.


Escucha la fascinante historia de san Maximiliano Kolbe, "héroe personal" de Juan Pablo II y cuya fiesta se celebra hoy, 14 de agosto aquí. Mauricio I. Pérez



11:30 p.m.
Hermano profeso franciscano, del que no sabemos con exactitud el año en que nació ni el año en que murió. En su juventud, noble estudiante y militar; luego, en el convento, maestro de postulantes y hermanos laicos, cocinero y hortelano, o dedicado a otros humildes menesteres. Destacó por su vida penitente y oculta a los ojos de los hombres, en la intimidad del retiro y en el trato continuo con Dios.

La vida del Beato Sante de Urbino ofrece admirables contrastes. Noble retoño de la ilustre familia de los Brancaccini, conocida más tarde con el nombre de Giuliani, morirá como humilde hermano lego en el seno de la familia franciscana; y el hombre que en los umbrales de la vida manejó la espada para ejercer el derecho de legítima defensa, no conocerá, al final de su carrera, más armas que una pobre cruz de palo que le recuerde la Pasión del divino Redentor.


Nació en el pueblo de Monte Fabbri, diócesis de Urbino (Italia). Ilustre por su sangre, no lo fue menos por la piedad e inocencia de costumbres, a la par que por su inteligencia despejada y por los rápidos progresos que hizo en las ciencias y en las artes humanas.


Sintió especial atractivo por la carrera de las armas y se prometía brillante porvenir, cuando quiso Dios que cambiara radicalmente de idea y de género de vida; la Providencia le tenía destinado un lugar humanamente más humilde, pero de realidades mucho más espléndidas: la vocación religiosa. Aquel cambio repentino le sobrevino a consecuencia de un desagradable suceso que imprevistamente le ocurrió cuando contaba unos veinte años de edad.


Penitencia por un homicidio involuntario


Un día, por motivos y en circunstancias que la historia desconoce, se encontró frente a frente con su padrino que, armado de espada, le amenazó de muerte. Puesto nuestro joven en trance de legítima defensa, echó rápidamente mano de su propia espada, y más ágil sin duda que su contrario, trató de reducirlo, para lo cual le hirió en la pierna. Sin embargo, a consecuencia de la herida, murió el padrino pocos días después.


En realidad, nuestro joven no era culpable, pues se había limitado a rechazar al injusto agresor; sin embargo, experimentó por ello tales remordimientos que determinó abandonar el mundo y el brillante y lisonjero porvenir que la vida le ofrecía, para consagrarse enteramente al servicio del Señor, lejos de aquellos peligros que suelen acarrear las pasiones.


La Orden Franciscana le pareció la más conforme con las aspiraciones de su alma, que no eran otras que vivir vida penitente y desconocida de los hombres, en la intimidad del retiro y en el trato continuo con Dios.


El hermano converso


Nadie ignora que en las órdenes religiosas, especialmente en las antiguas, hay religiosos sacerdotes dedicados a las funciones de su ministerio y otros religiosos, llamados conversos o legos, que no reciben las órdenes sagradas, y viven ocupados en los diferentes empleos y trabajos manuales propios del monasterio.


San Francisco de Asís dispuso que entre sus religiosos no hubiera categorías, y que, por consiguiente, tanto los miembros investidos de la dignidad sacerdotal, como los simples hermanos legos, vistieran el mismo sayal, se sentaran a la misma mesa y tuvieran igual lecho. Sin embargo, es natural que, debido a sus ocupaciones, el religioso sacerdote lleve vida más ostensible que el simple lego; y por lo mismo, puede ocurrir que las virtudes de éste permanezcan más fácilmente ignoradas o que sean menos conocidas, como consecuencia de aquella vida más retirada y humilde.


Esto era cabalmente lo que deseaba Santos; y a pesar de la nobleza de su familia y haciendo caso omiso de los estudios cursados y de los conocimientos adquiridos, pidió y obtuvo ser admitido en calidad de hermano lego. Pensaba valerse de la humildad de aquella vida para realizar los anhelos de santidad que el Señor le infundía. Temía el peligro de lo exterior y por nada del mundo hubiera dejado la seguridad que a sus inquietudes espirituales ofrecía aquel retraimiento conventual.


Ardientes deseos de austeridad


Al hablar del hermano Santos, nos dicen sus historiadores que desde los comienzos se distinguió por su santísima vida y que muy presto adelantó en perfección a los más fervorosos. Se ha dicho que ayunar a pan y agua es llevar la penitencia al último grado; pues bien, Santos fue más lejos, si cabe, ya que pasó largos años sin probar un bocado de pan, contentándose con tomar algunas legumbres y frutas en la cantidad absolutamente indispensable para conservar la existencia.


Llevado de los ardientes deseos de austeridad que llenaban su alma, suplicó a Dios que le hiciera sentir vivos dolores en su cuerpo, y en el preciso lugar en que había herido a su adversario, el recuerdo de cuya muerte no se apartaba de su memoria. Oyó el Señor el ruego de su siervo, el cual tuvo que soportar, hasta la muerte, las molestias de una dolorosísima úlcera, aparecida en el muslo, sin que, humanamente hablando, nadie pudiera explicar su origen. Cuantos medios tomaron los superiores para curarle o al menos aliviar al paciente, resultaron inútiles.


Cinco siglos han pasado desde entonces, y todavía puede observarse, en el cuerpo incorrupto del siervo de Dios, la señal de aquella llaga que fue para él señal pesadísima, pero muy gloriosa y amada cruz.


El maestro de los novicios legos


Generalmente, ya antes lo hemos apuntado, la vida del hermano lego se desliza en la oscuridad y en el silencio del claustro; incluso sus virtudes parecen tener menos brillo. Sin embargo, Dios quiere a veces colocar la luz sobre el candelero a fin de que su fulgor irradie a todas partes; y fue de su divino beneplácito hacerlo así con fray Santos, cuya magnitud espiritual no podía pasar fácilmente inadvertida.


Fue fácil ver desde el principio que era hombre de Dios, a quien una profunda humildad ponía al abrigo de muchos peligros. Considerándole sus superiores con sólida virtud y suficiente capacidad, no quisieron reparar en la costumbre hasta allí seguida de no conferir cargos a los simples hermanos, y le confiaron la difícil misión de formar en la vida y costumbres religiosas a los postulantes legos en calidad de maestro.


«Así como la verdadera sencillez rehúsa humildemente los cargos -dice San Francisco de Sales-, la verdadera humildad los ejerce sin jactancia». Esta sentencia del santo obispo de Ginebra tuvo exacta realidad en la persona de fray Santos. La confianza que en él habían depositado los superiores, no salió fallida, y lo hubieran dejado en el cargo mucho más tiempo, si su humildad no se hubiera resistido ante el espanto que tal responsabilidad le producía. Suplicó, pues, encarecidamente a los que le habían impuesto aquella obligación, le aliviaran de ella y la depositaran en otros hombros más fuertes y robustos, ya que él quería trabajar en oficios más adecuados a su condición y a la vida de oración y silencio que, guiado por luz superior, había venido a buscar en el claustro.


Un cocinero prodigioso


Pocos pormenores de la vida del Beato nos dan sus biógrafos, aunque nos lo muestran empleado en el humilde oficio de cocinero. Sin reparar en trabajos y fatigas, Santos se entregó de lleno a su ocupación, convencido de que «trabajar es rezar», como afirma el doctor seráfico San Buenaventura. Por lo demás, los trabajos manuales no le impedían el ejercicio de la oración, y su gran espíritu de fe le ayudaba a sobrenaturalizar todas las obras. Esta intensa vida espiritual constituía el secreto de los favores que recibía de Dios. Hubiérase dicho que el Todopoderoso había abandonado en manos del humilde hermano su dominio sobre la naturaleza, hasta el punto de permitirle obrar estupendos milagros, siempre que las necesidades del convento o la conveniencia lo demandaban.


Cierto día en que la santa pobreza, tan amada de San Francisco, visitó el convento con la más completa penuria, era llegada ya la hora de preparar la comida y no había en la cocina ninguna provisión de boca. Recogióse el santo cocinero en la presencia de Dios por breves momentos, y luego, con la mayor naturalidad del mundo, mandó al religioso ayudante que fuera a buscar hortalizas a la huerta. El sumiso hermano se abstuvo de hacer la menor observación, pero no pudo reprimir una sonrisa pensado en la candidez del cocinero, que le mandaba traer lo que habían sembrado juntos el día anterior.


Pero su sorpresa fue enorme al ver que las hortalizas ofrecían hermosísimo aspecto. La comida de la comunidad fue aquel día excelente, al decir del padre Waddingo, célebre cronista de la Orden Franciscana.


Una mañana, después de poner la olla al fuego, se retiró a un rincón de la huerta para entregarse a la oración. Como se acercara la hora de comer, se volvió a la cocina, pero halló la marmita rota. Puesto de rodillas suplicó al Señor le socorriera en aquel aprieto; luego, se levantó y vio que en uno de los trozos quedaba como media escudilla de caldo. Sólo Aquel que en el desierto sació el hambre de cinco mil personas con cinco panes y dos peces, puede decirnos cómo pudieron alimentarse, con caldo, los dieciocho religiosos y varios forasteros que fueron comensales aquel día.


Sus devociones favoritas


Dice el Breviario Romano-Seráfico el día 14 de agosto [ó 6 de septiembre], que el siervo de Dios honraba con culto particular a la Santísima Virgen. Siempre ha sido la devoción a María Santísima una tradición en la Orden Franciscana. «Su amor más intenso -se ha dicho de San Francisco-, después del profesado a Nuestro Señor, era para su benditísima Madre»; como él solía decir, «al Dios de majestad, la Virgen lo ha hecho nuestro hermano...». Francisco la había constituido patrona de la Orden, y a medida que avanzaba en edad aumentaba en deseos de ver a sus religiosos protegidos por el cariñoso manto de la celestial Madre.


No menor era la devoción del seráfico Padre a la Pasión del Salvador; a su ejemplo, su fiel discípulo fray Santos, meditaba asiduamente los sufrimientos del Hombre Dios, y en esa meditación profunda encontraba los medios de crecer en el amor divino con extraordinario aprovechamiento.


Su amor a la Sagrada Eucaristía


Nuestro Beato honraba también de un modo especial a la Sagrada Eucaristía, centro donde convergen los amores de todos los santos. A ello contribuyó no poco el ejemplo de su Fundador, el Estigmatizado de Alvernia, gran amante e inflamado apóstol del Dios sacramentado.


No le fue dado al humilde lego permanecer al pie de los altares largos ratos, como puede hacerlo, por regla general, el religioso sacerdote con la celebración y administración de los sacrosantos misterios, ni siquiera el acercarse a ellos con la frecuencia de otros legos, por ejemplo, el sacristán; antes al contrario, ¡cuántas veces, con gran dolor de su alma, tuvo que alejarse del santuario durante la celebración de algún oficio! ¡Cuántas otras hubiera prolongado sus adoraciones profundas y sus fervientes plegarias de no habérselo impedido la voz del deber que le llamaba a otra parte! Pero la obediencia era para él expresión de la voluntad de Dios, y acudía gozoso doquiera el deber le esperaba. Mas si su cuerpo se alejaba del Sagrario, su corazón no se apartaba de allí ni interrumpía los amorosos coloquios con el Divino Prisionero. Dios recompensó aquella obediencia y sacrificio con favores maravillosos, tales como el siguiente.


Era un día de fiesta. En la iglesia del convento se celebraba una misa solemne; pero, retenido en la cocina para el servicio de la comunidad, no podía fray Santos contemplar la pompa y magnificencia de las ceremonias ni repetir sus coloquios con el Señor, que iba a descender de nuevo al altar. Sin embargo, el recuerdo del Dios tres veces Santo le acompañaba en medio de sus quehaceres. Súbitamente oye el tañido de la campanilla que anuncia el solemne momento de la elevación; en seguida se postra vuelto del lado del altar y adora... Mas, ¡oh prodigio!, en aquel instante se entreabren las paredes, y puede ver en las manos del celebrante la Sagrada Hostia, imán de sus amores. La visión no duró mucho, pero fue lo suficiente para inundar el alma del cocinero de consuelos inefables.


El lobo que acarrea leña


No siempre tuvo que responder fray Santos de los trabajos de la cocina, sino que fue empleado en otros menesteres.


Durante un tiempo había sido encargado de proveer de leña al convento, y para transportarla desde las casas de los bienhechores o desde el bosque, tenía a su disposición un borriquillo. En cierta ocasión, al declinar de la tarde, dejó la acémila al raso, pues se presentaba una noche tranquila y serena, y además tenía que volver al bosque muy de mañana para proseguir su trabajo. Acudió, en efecto, a primera hora conforme a sus propósitos; pero en vez del borrico se encontró con un lobo que acababa de darle muerte y se refocilaba devorando satisfecho los despojos de su víctima. Huyó la fiera a la vista del hermano, pero éste la llamó como si de un ser racional se tratara; le recriminó el perjuicio y daño que había ocasionado a la comunidad, le puso el ronzal al cuello, cargó sobre sus lomos la leña y se la hizo llevar al convento. Dícese que el lobo, más o menos domesticado, siguió en adelante prestando buenos servicios a los religiosos. Caso éste muy semejante a otros varios de santos.


Un cerezo con fruto en invierno


Algunos se figuran que los santos desconocen en esta vida las dificultades y molestias propias de todos los hijos de Adán. Los santos no se ven exentos de los dolores, enfermedades y demás pruebas que pesan sobre todos los mortales; pero saben soportarlas con paciencia y por amor de Dios, y así sobrenaturalizadas, se les tornan más llevaderas, y acaban por amarlas y abrazarlas cual si de verdaderos regalos se tratase.


El mismo cronista padre Waddingo nos muestra a fray Santos en el crisol del sufrimiento. Ya hemos visto con qué espíritu de sacrificio soportaba la misteriosa llaga del muslo. En otra circunstancia, y sólo cediendo a los ardores de la fiebre, tuvo que guardar cama muy a pesar suyo; sentía, además, extremada inapetencia. En tan triste situación manifestó sencillamente al enfermero que quizás comiendo cerezas muy maduras se apagaría la ardiente sed que le devoraba; en consecuencia le rogaba que le procurase algunas que le sería fácil encontrar en el mismo convento.


El enfermero le advirtió que en aquella época era de todo punto imposible acceder a su demanda. Como insistiera fray Santos, bajó el enfermero al huerto, y con gran asombro vio un árbol del que pendían cerezas hermosísimas. No dudó que Dios había obrado un milagro para aliviar los dolores de su fiel siervo. Añade Waddingo que, para perpetuar el recuerdo de ese prodigio, los religiosos que fueron testigos de él pusieron en un frasco algunas de aquellas frutas y las guardaron por espacio de largos años.


Preciosa muerte


Trabajosa y mortificada en sumo grado había sido la vida del hermano Santos, que nunca regateó sacrificios cuando se los exigía el servicio de Dios; además, la llaga de la pierna, fruto de ardientes plegarias, le fatigaba mucho. Todos cuantos esfuerzos se hacían para mejorar su salud y fortalecerle, resultaban inútiles. Dios nuestro Señor lo quería para sí, y las humanas medicinas carecían de verdadera eficacia. Fue, pues, debilitándose gradualmente hasta sentirse agotado.


Tendría unos cuarenta años cuando, a mediados de agosto de 1390, se durmió en la paz del Señor, en el convento de Santa María de Scotaneto, sito en las cercanías de Montebaraccio, diócesis de Pésaro en las Marcas, lugar apacible donde había pasado casi toda su vida religiosa. A pesar de la fama y general reputación de santidad de que gozaba mientras vivió, fue inhumado, después de muerto, en el cementerio común de los religiosos.


Un lirio sobre su tumba


Un lirio de extraordinaria hermosura, que floreció espontáneamente sobre su tumba, atrajo la atención de los fieles, que en ello vieron un signo patente del valimiento de que ante Dios gozaba. Muchos recurrieron a su intercesión y experimentaron muy pronto los efectos de su poder y patrocinio. Ante pruebas de santidad tan manifiestas, se preparó un sepulcro de piedra junto al altar dedicado a la Natividad de Nuestra Señora en la iglesia del convento, para llevar el cuerpo allí.


Cuando se quiso trasladar a dicho sepulcro el santo cadáver, hallaron que estaba intacto y sin la menor traza de corrupción. Este hecho sorprendente sirvió para acrecentar la devoción popular al bendito lego, y Dios recompensó la confianza de los fieles obrando por intercesión de su siervo innumerables prodigios que hicieron del sepulcro lugar de piadosa romería.


El cuerpo del Beato Sante de Urbino se conserva todavía incorrupto y tan flexible, que aún después de más de cinco siglos, se pueden mover fácilmente sus miembros para revestirlo de ropas nuevas. En su tumba se conservan dos botellas que contienen bálsamo del que servía para aliviar a nuestro Santo. Hay, además, una cruz de madera labrada por él mismo y enriquecida con preciosas reliquias, un trozo del cilicio con que afligía sus carnes y una estera que le servía de lecho.


Seríamos excesivamente prolijos si nos pusiésemos a contar sus milagros. Sólo referimos dos que relatan los historiadores franciscanos sin entrar en pormenores.


Una pobre mujer recibió de un caballo fogoso tan tremenda coz en la cara, que quedó tendida en el camino como muerta. Sus parientes, que acudieron prestos a socorrerla, invocaron confiados a fray Santos, y la mujer se levantó completamente curada y sin rastro de la herida.


El segundo milagro lo realizó a favor de un pobre hombre que padecía fortísimos dolores de cabeza; había perdido un ojo y corría peligro de perder el otro. En tan grave aprieto tuvo la feliz idea de acercarse al sepulcro del santo, apoyó en él la cabeza y quedó instantáneamente curado.


El papa Clemente XIV aprobó, el 18 de agosto de 1770, el culto que desde largo tiempo atrás se le tributaba. Celebrase la fiesta el 14 de agosto.



11:30 p.m.
Martirologio Romano: En Otranto, en la Apulia (Italia), santos mártires, ochocientos en número. Llegada una incursión de soldados otomanos, se les conminó a renegar de su fe, pero exhortados por San Antonio Primaldo, un anciano tejedor, a perseverar en la fe de Cristo, recibieron la corona del martirio al ser decapitados. ( 1480)

Fecha de canonización: 12 de mayo de 2013 por el Papa Francisco.



Antonio Primaldo es el único del que ha sido trasmitido el nombre. Los otros compañeros suyos de martirio son ochocientos desconocidos pescadores, artesanos, pastores y agricultores de una pequeña ciudad, cuya sangre, hace cinco siglos, fue esparcida sólo porque eran cristianos.

La ejecución en masa tiene un prólogo, el 29 de julio de 1480. Son las primeras horas de la mañana: desde las murallas de Otranto comienza a distinguirse en el horizonte haciéndose cada vez más visible una flota compuesta de 90 galeras, 15 mahonas y 48 galeotas, con 18 mil soldados a bordo. La armada es guiada por el bajá Agometh; quien está a las órdenes de Mahoma II, llamado Fatih, el Conquistador, o sea el sultán que en 1451, apenas a los 21 años, había ascendido a jefe de la tribu de los otomanos, que a su vez se había impuesto sobre el mosaico de los emiratos islámicos un siglo y medio antes.


En 1453, guiando un ejército de 260 mil turcos, Mahoma II había conquistado Bizancio, la «segunda Roma», y desde ese momento cultivaba el proyecto de expugnar la «primera Roma», la Roma verdadera, y de transformar la basílica de San Pedro en establo para sus caballos.


En junio del 1480 juzga maduro el tiempo para completar la obra: quita el asedio a Rodi, defendida con coraje por sus caballeros, y dirige la flota hacia el mar Adriático. La intención es tocar tierra en Brindisi, cuyo puerto es amplio y cómodo: desde Brindisi proyecta ascender por Italia hasta alcanzar la sede del papado. Pero un fuerte viento contrario obliga las naves a tocar tierra 50 millas más al sur, y a desembarcar en una localidad llamada Roca, a algunos kilómetros de Otranto.


Otranto era -y es- la ciudad más oriental de Italia. La importancia de su puerto la había hecho asumir el rol de puente entre oriente y occidente, consolidado en el plano cultural y político por la presencia de un importante monasterio de monjes basilianos, el de san Nicola en Casole, del que hoy restan un par de columnas en el camino que conduce a Leuca.


Cuando desembarcaron los otomanos, la ciudad pudo contar con una guarnición de sólo 400 hombres armados, y para esto los capitanes de la guarnición se apresuraron a pedir ayuda al rey de Nápoles, Ferrante de Aragón, enviándole una misiva.


Circundado por el asedio, el castillo, dentro de cuyas murallas se habían refugiado todos los habitantes del barrio, el bajá Agometh, a través de un mensajero, propone que se rindan con condiciones ventajosas: si no resisten, los hombres y las mujeres serán dejados libres y no recibirán ninguna injuria. La respuesta llega de uno de los notables de la ciudad, Ladislao De Marco: hace saber que si los asediantes quieren Otranto deberán tomarla con las armas.


Al embajador se le ordena no regresar más, y cuando llega el segundo mensajero con la misma propuesta de que se rindan, es atravesado por las flechas. Para despejar toda equivocación, los capitanes toman las llaves de las puertas de la ciudad y en modo visible, desde una torre, las lanzan al mar, en presencia del pueblo. Durante la noche, buena parte de los soldados de la guarnición se descuelga de los muros de la ciudad con sogas y escapa. Para defender Otranto quedan sólo sus habitantes.


El asedio que sigue es un martilleo: las bombardas turcas derriban la ciudad, centenares de gruesas piedras (muchas son todavía hoy visibles por las calles del centro histórico de la ciudad). Después de quince días, al amanecer del 12 de agosto, los otomanos concentran el fuego contra uno de los puntos más débiles de las murallas, abren una brecha, irrumpen en las calles, masacran a quien se le ponga a tiro, llegan a la catedral, en la cual muchos se han refugiado. Derriban la puerta y se esparcen en el templo, alcanzan al arzobispo Stefano, que estaba con los atuendos pontificales y con el crucifijo en mano. A ser intimado de no nombrar más a Cristo, ya que desde aquel momento mandaba Mahoma, el arzobispo responde exhortando a los asaltantes a la conversión, y por esto se le corta la cabeza con una cimitarra.


Así lo cuenta Saverio de Marco en la "Compendiosa historia de los ochocientos mártires de Otranto" publicada en el 1905:


«En número de cerca ochocientos fueron presentados al bajá que tenía a su lados a un cura miserable, nativo de Calabria, de nombre Giovanni, apostata de la fe. Este empleó su satánica elocuencia con el fin de persuadir a los cristianos que, abandonando a Cristo abrasaran el islamismo, seguros de que la buena gracia de Agometh, quien los habría dejado con vida, con el sostenimiento y todos los bienes de los que gozaban en la patria; en caso contrario serían todos asesinados. Entre aquellos héroes hubo uno de nombre Antonio Primaldo, sastre de profesión, avanzado de edad, pero lleno de religión y de fervor. Este respondió a nombre de todos: «Todos queremos creer en Jesucristo, Hijo de Dios, y estar dispuestos a morir mil veces por Él´".


Agrega el primero de los cronistas, Giovanni Michele Laggetto, en la «Historia de la guerra de Otranto del 1480» transcrita de un antiguo manuscrito y publicada en 1924:


«Y volteándose a los cristianos Primaldo dijo estas palabras: ‘Hermanos míos, hasta hoy hemos combatido en defensa de nuestra patria y para salvar la vida y por nuestros gobernantes terrenos; ahora es tiempo de que combatamos para salvar nuestras almas para el Señor, el cual habiendo muerto por nosotros en la cruz conviene que muramos nosotros por Él, permaneciendo seguros y constantes en la fe, y con esta muerte terrena ganaremos la vida eterna y la gloria del martirio’. A estas palabras comenzaron a gritar todos a una sola voz con mucho fervor que querían mil veces morir con cualquier tipo de muerte antes que renegar de Cristo».


Agometh decreta la condena a muerte de todos los ochocientos prisioneros. A la mañana siguiente estos son conducidos con sogas al cuello y con las manos atadas a la espalda, a la colina de la Minerva, pocos cientos de metros fuera de la ciudad. Sigue escribiendo De Marco:


«Repitieron todos la profesión de fe y la generosa respuesta dada antes; por ello el tirano ordenó que se procediese a la decapitación y, antes que a los otros, fuese cortada la cabeza al viejo Primaldo, que le resultaba muy odioso, porque no dejaba de hacer de apóstol entre los suyos, más aún, antes de inclinar la cabeza sobre la roca, afirmaba a sus compañeros que veía el cielo abierto y los ángeles animando; que se mantuvieran fuertes en la fe y que mirasen el cielo ya abierto para recibirlos. Dobló la frente, se le cortó la cabeza, pero el cuerpo se puso de pie: y a pesar de los esfuerzos de los asesinos, permaneció erguido inmóvil, hasta que todos fueron decapitados. El prodigio evidentemente estrepitoso habría sido una lección para la salvación de aquellos infieles, si no hubieran sido rebeldes a la luz que ilumina a todo hombre que vive en el mundo. Un solo verdugo, de nombre Berlabei, valerosamente creyó en el milagro y, declarándose en alta voz cristiano, fue condenado a la pena del palo».


Canonización S.S. Benedicto XVI firmó el 20 de diciembre de 2012 el decreto con el cual se reconoce la curación de una seria forma de cáncer que tenía Sor Francesca Levote, monja profesa de las Hermanas Pobres de Santa Clara; milagro atribuido a la intercesión de este grupo de mártires, el cual permitió su canonización.


A finales de los años ‘70s Sor Francisca sufrió un tumor maligno en “un estado muy avanzado”, los médicos de la época la sometieron a la intervención quirúrgica de acuerdo a las normas de entonces, pero hoy día ese tipo de intervención sería impensable, porque se conoce que solo consigue propagar la metástasis, es decir, que el cáncer se extienda por todo el cuerpo.


La religiosa clarisa sufrió metástasis pero se encomendó a los mártires y milagrosamente sanó y pudo dar fe de ello durante treinta años hasta 2012, cuando murió a los 84 años de edad.



11:30 p.m.
Martirologio Romano: En distintos lugares de España, Beatos Fortunato Velasco Tobar y 13 compañeros, de la Congregación de la Misión;asesinados por odio a la fe ( 1934-1936)

Fecha de beatificación: 13 de octubre de 2013, durante el pontificado de S.S. Francisco.



El caso del P. Atanes es uno más en la serie infinita de los inadaptados a las circunstancias, no por falta de voluntad, sino por sobra de habituación a otras completamente distintas y aun contrarias, que tantas preocupaciones, disgustos serios y aun muertes ha costado en el decurso de los treinta y dos meses des­dichados del feroz dominio marxista en nuestra Patria.

Frisaba en los sesenta cuando sobrevino la revolución, y en Gijón residía. Mucho tenía recorrido y había vivido mucho en esa docena de lustros.


Otros vientos revolucionarios le hubieron, de zarandear tiem­po hacía, y desde Méjico lanzáronle a Estados Unidos de Norte- América. La buena suerte de entonces, a él corno a otros les había hecho creerse inmunizados; de ahí que presumieran a las veces de lo que no tenían: serenidad para capear el tempo­ral y agilidad de espíritu para plegarse al imperativo de las circunstancias.


Hay que ver en todo ello una Providencia divina, que, me­diante sus yerros, los conducía al fin glorioso.


Dos buenas señoras de Gijón acogieron con cariño al P. Ata­nes en su morada recoleta; pero él, nervioso, sin duda, y con miedo instintivo a que las segundas partes no fueron tan, bue­nas como las primeras, se asomaba frecuentemente a la ventana, a pesar de las apremiantes advertencias de sus amables hués­pedes.


Y pasó lo que tenía que ocurrir: que le vieron desde la calle y subieron por él.


En la parroquia de San José de la misma ciudad de Gijón, convertida en prisión, quedó encarcelado. Días, sin llegar al mes, estuvo en ella. Un día, las turbas pidieron las cabezas de los presos, en desquite vengativo por haber los barcos nacio­nales bombardeado la ciudad.


Y los gritos de las fieras humanas fueron ahogados con san­gre de víctimas.


Un buen número de los cuatrocientos infelices allí aherro­jados salieron para el lugar del suplicio.


El P. Atanes iba entre estos héroes gloriosos damnatos ad bestias. Que niñas del Asilo Pola le vieron salir.


Dios, en sus designios, le juzgó en sazón y se llevó a sus ce­lestes mansiones su alma purificada, quedando su cuerpo llagado para dar testimonio de la fe y con sus heridas resplandecientes ser un día instrumento de contradicción, para los viles asesinos.


Mientras ese día de justificación universal llega, en el ce­menterio de Gijón quedan los restos gloriosos del P. Atanes, esperando el fallo eclesiástico sobre el martirio verdadero, como lo juzgamos nosotros.


El P. Ricardo Atanes Castro, hijo de Antonio y Magdalena, nació el 5 de agosto de’ 1875, en Cualedro (Orense). Estudió latín y Humanidades en el Santuario de los Milagros. Ingresó en la Congriegación de la Misión, en su Casa Central de calle de García de Paredes, el 11 de mayo de 1891; hizo los votos el 6 de agosto de 1893; cursó los estudios filosóficos y teológicos en la misma residencia, y se ordenó: de Menores y Subdiácono, el 16 y 17, respectivamente, del mes de diciembre de 1898; de Diácono, el 18 de marzo de 1899, y de Sacerdote, el 27 de mayo del, mismo año.


Sus destinos fueron: Quince años en Mérida de Yucatán (Méjico), como profesor del Seminario, menudeando las excur­siones misionales a pueblos cercanos; catorce meses de vida completamente misionera entre los indios mayas de Xkanhá; diez años en Fort Worth Fex (Estados Unidos), atendiendo a la colonia mejicana y a otras de habla española; en 1924 volvió a España y se quedó en Orense, de cuya residencia fue nombrado Superior en 1928, y, al cesar en tal cargo, pasó, el año 1935, a Gijón.


Era el P. Atanes de estatura mediana, seco de cara, siempre pálido de color, con el pelo cano desde joven y hablar premio­so. Tranquilo por temperamento, buen compañero, lo que ce dice un alma de Dios, un buen hombre que no sirvió jamás a nadie de molestia e incapaz de hacer una mala jugada.


Quizá hemos exagerado la nota crítica y sido en demasía se­veros al enjuiciar la conducta tachada de indiscreta en su re­fugio, del P. Atanes.


Atentos a la justificación, publicamos a continuación un es­crito del P. Lozano, más lírico y emocional.


“Venerable y bondadoso, la piedad y recogimiento vestidos de blanco en su cabeza de anciano y en su corazón de niño, fue la primera víctima (de Gijón); corno si esas virtudes que él encarnaba sublimemente, fueran el mayor estorbo al triunfo del libertinaje que en rey quería erigir al Comunismo.


Despojado de sus hábitos sacerdotales, a instancias mías y bien a su pesar, salió de casa el mismo día 19, fiesta del Santo Padre, para refugiarse, junto con el Hermano Jiménez, en una casa amiga.


A su salida, hervían ya en las calles y en las plazas de Gijón las más exaltadas pasiones. Los primeros rugidos de la fiera des­atada y hambrienta habían paralizado toda la vida de la ciu­dad y helado todas sus actividades. Convertidas las calles en selva, los que todavía se sentían racionales se habían encerrado en sus casas convertidas en cavernas.


A merced de la confusión, el anciano venerable pudo llegar en paz a su escondite, si bien con el alma asaeteada de blasfe­mias y de insultos los más crueles a lo más sagrado. Sólo tres días pudo estar allí. La fiera bolchevique, temerosa de perder su triunfo y verse encadenada de nuevo, comenzaba a romper todo lo que en otro tiempo fue para ella cadenas, y, como con­secuencia, a tender sus garras de muerte sobre todas las gen­tes justas y honradas, y los dueños de aquella casa eran de los más destacados por su españolismo y por sus actividades sociales. Amistosamente avisados por ellos, cuando ya prepa­raban su propia fuga, salieron de allí cuidadosamente el Her­mano para nuestra casa y el P. Atanes en dirección a otra casa amiga, más humilde y menos señalada. Frente a sus puertas, el Hospital, el Depósito de Cadáveres y el Cuartel de Segu­ridad mostraban a nuestro Hermano lo más hediondo de la tragedia, que ya había comenzado: la muerte espeluznante de los primeros fascistas, la macabra cabalgata de los Padres Capuchinos, con sus manos cargadas de bombas, etc.


Desde una casa trasera yo seguía esta espantosa película y miraba por la suerte del Hermano, que me parecía relativa­ mente segura. Por las noches, en mis correrías de observación, pasaba con él algunos ratos de mutuo consuelo. Una noche, no sé si la cuarta o quinta de su encierro, cuando intentaba verle, me comunicaron que había sido detenido, ¡qué sarcas­mo, Dios mío, “por paco”!… Un anciano que no había visto más armas que sus rezos.


Así había sido, sin, embargo. De las infinitas balas que los héroes sublevados del Cuartel de Simancas lanzaban como una lluvia sobre la ciudad, para tener en jaque a los asesinos, al- tunas habían estallado en los tejados de su albergue. Los ro­jos, a quienes hasta los dedos se les antojaban “pacos”, entra­ron a saco en aquella casa, y, entre befas y amenazas, se lle­varon al único hombre que había en ella. Era el P. Atanes. Locos, enfurecidos ante sus protestas de inocencia, dudaron si fusilarle o no en el acto mismo; pero ante las reflexiones de alguno menos cruel, decidieron llevarle detenido a la iglesia de la Compañía.


Tendido en el suelo, enfermo, maltratado y escarnecido estuvo allí algunos días, sin ni siquiera darle de comer, hasta que por medio de las Hermanas de la cocina tuvimos que atenderle nosotros mismos, no sin acudir a toda suerte de sub­terfugios. Había comenzado su calvario.


Poco a poco se fue agudizando más y más. Arrojadas de la cocina las Hermanas, por el enorme delito de cuidar con esmero la comida de los infortunados presos, algunos días des­pués volvía a sufrir el hambre y el abandono. Ocasión hubo en que, durante cincuenta y seis horas no se les proporcionó ni un vaso de agua. En cambio, se les regalaba de día y de noche con exquisitas torturas morales y abundantes malos tratos.


Otro día, insuficiente ya la iglesia de la Compañía para contener ni aun de pie a tantos detenidos, fue llevado el Padre Atanes, con un grupo, a la iglesia de San José. Fría de ruyo, hedionda por las circunstancias higiénicas deplorables en que se les tenía, resultó para nuestro anciano un terrible calabozo. Hasta la guardia se conjuró para hacerlo más infernal. En la primera prisión habían tenido para custodiarlos carabineros y guardias de Asalto. Malos y todo, eran hombres algo educados. En San José los atormentaban más que custodiaban esbi­rros comunistas de los más bajos fondos sociales.


Al cabo, en lo primeros días de agosto, Dios quiso galar­donar su martirio. Con motivo de un bombardeo aéreo por los militares, el populacho, ya enfangado en todos los críme­nes, irresponsable, ebrio de sangre y de venganza, con alari­dos y convulsiones de epiléptico, rodeó la prisión, mandando más que pidiendo la muerte de los inocentes presos. Hubo dudas, cabildeos, arengas por parte de las autoridades aun no bolchevizadas absolutamente, se intentaron convenios, se pro­digaron promesas; pero, al fin, se impuso la voluntad de aque­llas mujeres desgreñadas, de aquellos hombres alcoholizados, que, como voz del pueblo soberano, las autoridades tuvieron que acatar.


Y el inocente anciano, con la blancura de su cabeza y su rostro sonriente, fue arrojado en uno de los camiones, y, entre maldiciones y golpes, a merced de los más desharrapados, fue llevado a fusilar con los demás presos a una de las colinas que rodean la ciudad, mientras en ésta los nuevos Pilatos, con excusas y lamentaciones, se lavaban las manos salpicadas de sangre y cieno.”





1. TOMÁS PALLARÉS IBÁÑEZ

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 06 Marzo1890 en Iglesuela del Cid, Teruel (España)

martirio: 13 Octubre 1934 en Oviedo, Asturias (España)

2. SALUSTIANO GONZÁLEZ CRESPO

hermano de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 01 Mayo 1871 en Tapia de la Ribera, León (España)

martirio: 13 Octubre 1934 en Oviedo, Asturias (España)


3. LUIS AGUIRRE BILBAO

hermano de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 13 Septiembre 1914 en Murguía, Vizcaya (España)

martirio: 30 Julio 1936 en Alcorisa, Teruel (España)


4. LEONCIO PÉREZ NEBREDA

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 18 Marzo1895 en Villarmentero, Burgos (España)

martirio: 02 Agosto 1936 en Las Planas de Oliete, Teruel (España)


5. ANDRÉS AVELINO GUTIÉRREZ MORAL

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 11 Noviembre 1886 en Salazar de Amaya, Burgos (España)

martirio: 03 Agosto 1936 en Gijón, Asturias (España)


6. ANTONIO CARMANIÚ MERCADER

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 17 Agosto 1860 en Rialp, Lérida (España)

martirio: 17 Agosto 1936 en Llavorsi, Lérida (España)


7. FORTUNATO VELASCO TOBAR

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 31 Mayo 1906 en Tardajos, Burgos (España)

martirio: 24 Agosto 1936 en Alcorisa, Teruel (España)


8. RICARDO ATANES CASTRO

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 05 Agosto 1875 en Cualedro, Orense (España)

martirio: 14 Agosto 1936 en Gijón, Asturias (España)


9. PELAYO JOSÉ GRANADO PRIETO

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 30 Julio 1895 en Santa María de los Llanos, Cuenca (España)

martirio: 27 Agosto 1936 en Gijón, Asturias (España)


10. AMADO GARCÍA SÁNCHEZ

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 29 Abril 1903 en Moscardón, Teruel (España)

martirio: 24 Octubre 1936 en Gijón, Asturias (España)


11. IRENEO RODRÍGUEZ GONZÁLEZ

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 10 Febrero 1879 en Los Balbases, Burgos (España)

martirio: 06 Diciembre 1936 en Guadalajara (España)


12. GREGORIO CERMEÑO BARCELÓ

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 09 Mayo 1874 en Sitios, Zaragoza (España)

martirio: 06 Diciembre 1936 en Guadalajara (España)


13. VICENTE VILUMBRALES FUENTE

sacerdote de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 05 Abril 1909 en Reinoso de Bureba, Burgos (España)

martirio: 06 Diciembre 1936 en Guadalajara (España)


14. NARCISO PASCUAL y PASCUAL

hermano de la Congregación de la Misión (Vicenciano)

nacimiento: 11 Agosto 1917 en Sarreaus de Tioira, Orense (España)

martirio: 06 Diciembre 1936 en Guadalajara (España)



12:30 a.m.
Martirologio Romano: En Poitiers, de Aquitania, santa Radegunda, reina de los francos. Cuando todavía vivía su esposo, el rey Clotario, recibió el velo sagrado de religiosa, y en el monasterio de la Santa Cruz de Poitiers, que ella había mandado construir, sirvió a Cristo bajo la Regla de san Cesáreo de Arlés (587).

Etimología: Radegunda = consejo de guerra. Viene de la lengua alemana.


Es curioso: Santa Radegunda, que con tan justo título tienen los franceses como una de sus santas más insignes, fue, sin embargo, por nacimiento, la primera de las santas alemanas. Parece cierto que nació en Erfurt. Pertenecía a la Casa de Turingia, hija del rey Berthairo, muerto a manos de su propio hermano Hermenefrido. El mismo Hermenefrido, para verse libre de su otro hermano, llamó a los reyes francos en su ayuda. Y, en efecto, también Baderico, que así se llamaba, murió. Radegunda, niña aún, pasó a vivir, con sus hermanos, en casa del verdugo de su padre y de su tío. Pero los reyes francos se quejaron de no haber recibido lo que se les había prometido, y estalló la guerra. Los turingios fueron subyugados y Radegunda y sus hermanos llevados cautivos.


Esto iba a cambiar por completo la vida de Radegunda. La niña era muy bella, y, después de disputársela ásperamente a su hermano Thierry, Clotario la envió a su "villa" de Athies. Allí recibió una sólida formación moral y una cierta cultura. Hasta que, hacia el año 536, Clotario, viudo después de la muerte de la reina Ingonda, decide contraer matrimonio con su cautiva. Ella se resiste, y hoy nos parece lógico. Tenía que resultarle duro convivir con el dominador de su propia patria, mucho mayor en edad que ella, poco hecho a la idea de una monogamia estricta. La joven princesa escapó, pero fue encontrada y llevada con buena escolta a Soissons, donde se celebró el matrimonio.


Se ha pretendido que Radegunda consiguió guardar su virginidad después de casada. Difícil, prácticamente imposible, resulta esto conociendo el temperamento brutal de Clotario. Lo que sí es cierto es que la reina continuó en palacio viviendo una intensa vida espiritual, rezando el oficio, pasando noches enteras en la oración.


Un día la convivencia con el rey se hizo muy difícil: su patria, la Turingia, se había sublevado. El hermano de Radegunda, que vivía en la corte de Clotario, fue ejecutado en represalias. Clotario, que toda su vida demostró estar profundamente enamorado de Radegunda, supo, sin embargo, hacerse cargo y la dejó marcharse. Resultaba duro a la reina vivir con quien había ordenado la muerte de su propio hermano.


Encontramos entonces a Radegunda en la hermosa región del valle del Loira, que ya entonces iniciaba un papel extraordinario en la historia de Francia, que habría de continuar desarrollando a lo largo de siglos. La reina va al encuentro de San Medardo, en Noyon, y le pide que la consagre a Dios. El anciano duda, los señores francos que están en la iglesia se oponen, pero la reina consigue, con un apóstrofe de grandeza soberana, impresionar al Santo, quien le impone las manos y la constituye en religiosa.


Radegunda marcha entonces a Tours, donde venera la tumba de San Martín, y se dirige a Saix. Saix era por aquel tiempo una villa real, transformada hoy en un pequeño pueblecillo atendido por el vecino cura de Roiffé. En los confines de la Turena y del Poitou, en, una naturaleza llena de extraordinaria belleza, aquel rincón se prestaba admirablemente para la vida que la reina aspiraba a llevar. Y así, religiosa en su propia casa, se dedica Radegunda a las tareas propias de su estado: lectura espiritual, oración, ejercicio de la caridad con los enfermos.


Todo parecía marchar bien cuando llega la noticia de que Clotario quiere reclamarla otra vez. Huye Radegunda a Poitiers y se refugia junto al sepulcro de San Hilario. El Santo consigue un milagro moral: Clotario construirá para ella un monasterio en Poitiers, con el título de Nuestra Señora. Intenta, sin embargo, un nuevo asalto, pero San Germán, el obispo venerado por todos, se interpone. Clotario ya no volverá a insistir y terminará pacíficamente sus días el año 562.


Las religiosas, atraídas por la fama de santidad de Radegunda, afluyen al monasterio de Nuestra Señora. Sólo la reina está a disgusto entre aquellas muestras de veneración que recibe por parte de sus hijas espirituales. Por eso un día consigue dejar el gobierno de la comunidad en manos de Inés, su hija preferida. Ella se dedicará únicamente a santificarse en los trabajos más humildes y costosos del monasterio, y a trabajar discretamente al servicio de su reino.


Hacia el año 567 un poeta originario de Italia llega a Poitiers. Viene rodeado de una aureola de gloria, después de una vida de trovador errante y devoto. Iba a acabarse para él ese continuo peregrinar. Radegunda e Inés iban a sujetarle con dulzura en Poitiers. Iniciado en la vida espiritual, recibe la ordenación sacerdotal y queda como consejero del monasterio. El mismo será quien, en una maravillosa Vida de Santa Radegunda, nos contará con todo detalle cómo transcurría la existencia de la antigua reina por aquellos días.


Hay, sin embargo, un episodio de la vida del monasterio que iba a tener repercusión en la liturgia universal. Santa Radegunda era, como lo somos todos, hija de su propio tiempo. Por eso compartía con su época la pasión por las reliquias. La recomendación del rey Sigeberto, su hijo político, y el apoyo de los príncipes de Turingia, sus primos, refugiados en Constantinopla, le consiguieron del emperador Justino II un fragmento considerable de la verdadera cruz. Era el año, 569.


Al acercarse la sagrada reliquia Poitiers vibra de entusiasmo. Y al entrar en el monasterio la cruz se cantan por vez primera los dos célebres himnos compuestos por Venancio Fortunato: Pange lingua gloriosi y Vexilla Regis prodeunt.


Tres afanes iban a centrar la vida de Santa Radegunda. El primero, consolidar su fundación. Ya con ocasión de la entrada de la verdadera cruz el obispo había mostrado su desdén hacia el monasterio, marchándose ostensiblemente de la ciudad, sin querer intervenir en la ceremonia. Apuntaba, por consiguiente, un peligro al que Radegunda quiso poner remedio oportunamente. No vaciló para ello en abandonar su convento, que había tomado el nombre de Santa Cruz después de la llegada de la reliquia, y hacer un viaje a Arlés, para estudiar sobre el terreno la regla que cincuenta años antes había escrito San Cesáreo, para las religiosas de San Juan, agrupadas en torno a su hermana mayor Cesárea. La abadesa las recibió, pues iba acompañada de Inés, la superiora de Santa Cruz, con encantadora caridad y les proporcionó todos los datos que querían. A la vuelta a Poitiers Radegunda puso por obra su plan: sustraer el monasterio a la autoridad del obispo diocesano, colocándole bajo otro que fuese superior.


Y, en efecto, sometió las reglas del monasterio a la firma de siete obispos, de los que cinco de ellos pertenecían a la provincia de Tours. Basándose en el valor personal que entonces solían tener las leyes, y teniendo en cuenta que cada uno de estos obispos tenía religiosas que eran, en cierto modo, súbditas suyas en el monasterio, la regla aparecía como obligatoria para cada una de ellas en virtud del mandato de su propio obispo. Como, por otra parte, esa regla era la de San Cesáreo de Arlés, e Inés había recibido la bendición de San Germán, obispo de París, nadie podía alegar una jurisdicción exclusiva sobre el monasterio y éste podía considerarse lo que hoy llamaríamos exento.


Quedaba un segundo afán: consolidar la vida interna del monasterio. Los testimonios contemporáneos son elocuentes. Santa Cruz reunía entonces dentro de sus muros doscientas monjas que llevaban una vida ejemplar y santa: salmodia, trabajo de la lana, copia de manuscritos, lectura, meditación, etc. Radegunda miraba aquel cuadro complacida. Según una de sus religiosas solía decirles ya al final de su vida: "Yo os he escogido, hijas mías, y vosotras sois mi luz, mi vida, mi reposo, toda mi felicidad. Vosotras sois mi planta predilecta". Bien es verdad que esto no se logró únicamente con leyes, sino muy principalmente con la ejemplaridad de su vida. Venancio Fortunato nos ha apuntado, con el realismo de aquella época de sencillez, la humildad con que la Santa se dedicaba a las tareas más repugnantes del monasterio, las horas que pasaba en la cocina, el rigor con que observaba la clausura,


Faltaba el cuidado de una tercera tarea. Esa estaba fuera del monasterio, y pertenece más bien a la historia general de Francia. Señalemos, sin embargo, que la reina viuda no se desentendió de la suerte de su pueblo. Conservó siempre una influencia grande en las familias entonces reinantes. "La paz entre los reyes, ésa es mi victoria", declaraba ella con sencillez. Y, acaso sin darse cuenta de toda la trascendencia que iba a tener su tarea, empujaba fuerte y suavemente hacia la fusión a los diversos reinos francos.


Murió el 13 de agosto del 587. Poseemos una descripción de sus funerales, que constituye una de las páginas más emocionantes de la literatura de aquellos tiempos. La escribió San Gregorio de Tours, el mismo que actuó en los funerales. El nos cuenta cómo, al salir del monasterio el cuerpo para ser llevado a la sepultura, las religiosas se apretujaban en las ventanas y en las saeteras de la muralla, rindiendo su último homenaje a su madre con sus gritos, sus lamentaciones y sus sollozos. Los mismos clérigos encargados del canto apenas conseguían sobreponerse a su propia pena, y les era difícil cantar oprimidos por las lágrimas. Fue un día inolvidable.


"Poitiers —escribía en 1932 el padre Monsabert— le ha permanecido fiel. Ningún nombre es más popular que el suyo; se lleva a los niños a su tumba, su recuerdo flota sobre el país; su obra, su comunidad, subsisten aún: es la abadía pronto catorce veces centenaria de Santa Cruz."



12:29 a.m.
Martirologio Romano: En Foro Cornelio (hoy Imola), en la provincia de Flaminia, san Casiano, mártir, que, habiéndose negado a adorar a los ídolos, fue entregado a manos de niños, a los que enseñaba como maestro, para que le torturaran con sus punzones hasta la muerte y así resultara tanto más duro el dolor de su martirio, cuanto más débiles eran las manos que le torturaban (c. 300).

Un día el poeta Aurelio Prudencio va a Roma. Es en los primeros años del siglo V. En su paso para la capital del Imperio se detiene en el Foro Cornelio, hoy Imola. Lleva el corazón angustiado, porque de la solución del negocio, motivo del viaje, depende tal vez la seguridad de su porvenir y el de su familia. Espíritu profundamente cristiano, se siente acuciado a encomendarse al Redentor y entra a orar en una iglesia. Se postra ante el sepulcro del mártir Casiano, cuyas reliquias se veneran allí, y se abisma en profunda oración. Una oración que es un contrito recuento de pecados y sufrimientos.


Cuando, entre lágrimas, levanta los ojos al cielo, su vista queda prendida en la contemplación de un cuadro pintado de vivos colores. Se ve en él la imagen de un hombre semidesnudo, cubierto de llagas y sangre, rasgada su piel por mil sitios. A su derredor una turba de chiquillos exaltados esgrimen contra él los instrumentos escolares y se afanan por clavarle en las ya laceradas carnes los estiletes usados para escribir.


Conmovido el poeta por esta trágica visión pictórica, en la que, sin duda, ve un traslado de su propio desgarramiento interior, pregunta al sacristán de la iglesia por su significado. Este, tal vez con voz indiferente por la costumbre, le explica que el cuadro representa el martirio de San Casiano, y le cuenta la historia y pormenores de su muerte, acaecida bastante anteriormente y testimoniada por documentos. Termina recordándole que se acoja a sus súplicas si tiene alguna necesidad, pues el mártir concede benignísimo las que considera dignas de ser escuchadas.


Prudencio lo hace así y comprueba la veracidad de las palabras del sacristán, pues su negocio de Roma se resuelve satisfactoriamente. Vuelto a España, compone en honor de San Casiano, como exvoto de agradecimiento, un precioso himno, que es el IX de su Peristephanon.


En él nos explica la historia de este su viaje a Roma y pone en labios del sacristán la narración del martirio del Santo. Es indudable que las palabras del sacristán, a pesar del tono de suficiencia que pudieron tener, debieron de ser más sencillas. Pero Prudencio es poeta. Es el más excelso cantor de los mártires cristianos. Su espíritu se deja arrebatar en alas de su numen y de su entusiasmo. Y nos da una espléndida versión poético-dramática.


Casiano era maestro de escuela. Un maestro severo y eficiente, según esta interpretación. Enseña a sus niños los rudimentos de la gramática, al mismo tiempo que un arte especial: el de la taquigrafía, ese arte de condensar en breves signos las palabras. Es acusado de cristiano. Y los perseguidores tienen la maligna ocurrencia de ponerle en manos de los mismos niños, sus discípulos, para que muera atormentado por ellos, y que los instrumentos del martirio sean los mismos de que antes se valían para aprender. Estas circunstancias, con toda su carga dramática, son aprovechadas por el poeta para resaltar la crudeza del martirio:


"Unos le arrojan las frágiles tablillas y las rompen en su cabeza; la madera salta, dejándole herida la frente. Le golpean las sangrientas mejillas con las enceradas tabletas, y la pequeña página se humedece en sangre con el golpe. Otros blanden sus punzones... Por unas partes es taladrado el mártir de Jesucristo, por otras es desgarrado; unos hincan hasta lo recóndito de las entrañas, otros se entretienen en desgarrar la piel. Todos los miembros, incluso las manos, recibieron mil pinchazos, y mil gotas de sangre fluyen al momento de cada miembro. Más cruel era el verduguito que se entretenía en surcar a flor de carne que el que hincaba hasta el fondo de las entrañas".


El lector se estremece, no tanto por los tormentos en sí cuanto por verlos venir de quien vienen: de niños y discípulos. Pero el poeta parece llevado en brazos de un fuego trágico. Se complace en pintarnos el estado de ánimo de los pequeños verdugos, imaginándolos llenos de una horrenda malicia con aires de sarcasmo:


"¿Por qué lloras? —le pregunta uno—; tú mismo, maestro, nos diste estos hierros y nos armaste las manos. Mira, no hemos hecho más que devolver los miles de letras que recibimos de pie y llorando en tu escuela. No tienes razón para airarte porque escribamos en tu cuerpo; tú mismo lo mandabas: que nunca esté inactivo el estilete en la mano. Ya no te pedimos, maestro tacaño, las vacaciones que siempre nos negabas. Ahora nos gusta puntear con el estilo y trazar paralelos unos surcos a otros, y trenzar en cadenita las rayas truncadas. Ya puedes enmendar los versos asoplados en larga tiramira, si en algo erró la mano infiel. Ejerce tu autoridad; tienes derecho a castigar la culpa si alguno de tus alumnos ha sido remiso en trazar sus rasgos".


Cuesta trabajo imaginar tal cantidad de perfidia en los tiernos corazones infantiles. Prudencio parece haberlo presentido; por eso antes nos ha dado unas explicaciones de esta actitud, como si quisiera justificarla o, al menos, motivarla:


"Ya es sabido que el maestro es siempre intolerable para el joven escolar, y que las asignaturas son siempre insoportables para los niños... Gusta sobremanera a los niños que el mismo severo maestro sea el escarnio de los discípulos a quienes contuvo con dura disciplina.


Sin embargo, a pesar de estos motivos, nuestro corazón sigue anonadado. Y es que Prudencio canta, sobre todo, aquí, la horripilante crudeza del martirio. Absorbido tal vez sólo por el impresionante verismo del cuadro, y transportado en alas de su fuerza trágica, no ha visto más que el montón de dolores que se multiplicaban indefinidamente sobre el cuerpo del mártir. Y alrededor de este eje ha construido, en círculos concéntricos, la mágica unidad de su poema: los dolores adquieren magnitud porque vienen de unos niños airados; los niños están exacerbados porque sienten un negro placer en vengarse de la severidad del maestro.


No hay duda que esta disposición íntima contribuye a la grandiosidad del poema, y, consecuentemente, del mártir. Pero, ¿no se habrá dejado llevar el poeta por el afán de la exageración?


En primer lugar, respecto de los niños. Es verdad que hay en el corazón humano recónditos rencores que añoran en ocasiones excepcionales. Es verdad que también pueden existir, que existen indudablemente, en el corazón de los niños. La imagen de la inocencia infantil no absorbe todos los repliegues de sombra. Es verosímil, por tanto, que en las circunstancias de este martirio las obscuras fuerzas represadas desbordasen todos los diques de bondad. Añádase a esto la presión ejercida por la presencia animadora y el enérgico mandato del juez perseguidor, y la facilidad de contaminación del furor colectivo. Pero, aun así, uno se resiste a la generalización. ¿Es posible que todos los niños estuviesen poseídos de esa furia diabólica, que en ninguno de ellos hubiese siquiera un destello de compasión, de resistencia, de lágrimas?


En segundo lugar, respecto del mismo maestro. La imagen que nos ofrece Prudencio de San Casiano como maestro, ¿no es excesivamente severa? Son unos rasgos acusadamente llenos de aristas:


"Muchas veces los duros preceptos y el severo rostro habían agitado con ira y miedo a sus alumnos impúberes”.


Naturalmente, en ocasiones habría tenido que hacer uso de la seriedad y hasta del castigo. Pero ¿siempre? ¿Era solamente el gigante enemigo, imponente ante la pequeñez e impericia de los débiles niños? ¿No se diferenciaría precisamente, por su calidad de cristiano con vocación de amor, por una suavidad mayor de la corriente en las demás escuelas? Se habría excedido, sin duda, alguna vez, arrastrado por la cólera o la impaciencia. ¿Quién no? ¡Y es tan fácil en los que mandan este arrebato de suficiencia, que no soporta ser vencido por la insolencia o la valía de los subordinados! Pero, sin duda también, en los ratos de oración y de humilde reconocimiento de pecados habría sacado impulso para un trato más dulce, más paternal, más cariñoso.


Además de esto, y sobre todo, echamos de ver, en el magnífico himno de Prudencio, que nos falta algo: el alma de Casiano. La íntima actitud de su espíritu en el trance doloroso del martirio. El poeta, obsesionado por el cuerpo lacerado, por la sangre bullendo a borbotones, por la piel rota en mil rasgaduras, nos ha escamoteado la fuente. Ese rico venero escondido en el fondo del ser, receptáculo de todas las impresiones y manantial de toda la fuerza.


Sólo en una ocasión pone en labios de San Casiano todas las impresiones y manantial de toda la fuerza.


"Sed valientes, os ruego, y venced los pocos años con vuestros esfuerzos; que supla la fiereza lo que falta a la edad".


Pero esto no es más que un trozo de espíritu: la punta del ánimo heroico que late en el pecho del mártir. Y está empleado sólo como apoyatura para la exaltación de lo externo.


Tenía que haber más. El mártir no podía menos de ver a los niños. Un enjambre de enfurecidas avispas pugnando por hendir en la blandura de su carne la acerada lanza de los aguijones. Un confuso griterío; un montón de encrespadas cabelleras; un bosque de manos, tiernas manos, agitadas; un llamear de ojos, miles de ojos multiplicándose en aquel baile frenético. También algunas manos remisas, vacilantes, tímidamente escondidas, y algunos ojos húmedos, temblorosos, asustados, dolientes... Y no podía menos de ver en los niños a sus discípulos. Eran ellos, los mismos a quienes estaba dedicando su paciencia, su saber, su vida.


Todos allí. ¿Tendría vigor para recorrerlos uno a uno? Ese, el de la tez bruna, que tan expresivamente recitaba a Homero; ese otro, cuya manecita rebelde tantas veces hubo el maestro de guiar sobre la encerada tablilla; y aquél, que tanta paciencia le hizo gastar hasta que aprendió las declinaciones griegas; y éste de más acá, el reconcentrado, que ahora esgrimía el punzón medio a ocultas, pero con golpes secos y profundos; y el otro, el travieso rubicundo, el más castigado, aunque no el menos querido; y este pequeñito, que participaba en la matanza como en un juego... Y uno, y otro y otro. Todos pasarían en rápidas oleadas por la imaginación del maestro, con sus rostros, sus almas, sus nombres tan sabidos y tantas veces repetidos en mil tonos diferentes. Tal vez los gemidos que se escapaban de los labios del mártir no fuesen sino nombres de alumnos, pronunciados silenciosamente con aire de asombro, de queja, con palpitaciones de última agridulzura.


Y este vértigo de nombres y rostros, en la prolongación de su agonía, tenía que ser para el maestro martirizado como un espejo donde se reflejaba su vida: esfuerzos, ilusiones, gozos, fallos. Días llenos de la más rutinaria monotonía, momentos de desesperada sensación de inutilidad, ramalazos de ira o impotencia, minutos rebosantes de nitidísima alegría, impaciencias, lágrimas, voces imperiosas, palabras persuasivas, multiplicándose a lo largo de generaciones de chiquillos, que pasaban por sus manos como masa informe y salían de ellas con una luz encendida en la frente. Todo para desembocar en este fracaso final: sentirse matar lentamente por los mismos a los que él se había afanado en educar para la rectitud y el amor.


Aunque ¿era esto, efectivamente, un fracaso? Humanamente, desde luego. Pero era a través de este tormento como Casiano conseguía su verdadera gloria. Porque el final no era esto, la muerte atroz y desalentadora. El final estaba más allá de la frontera de la muerte, en un campo que se abría con claros horizontes de sosiego. El blanco al que se dirigía esta flecha de carne dolorida era el mismo Dios. Solamente Dios daba sentido a su muerte, como había dado sentido a su vida. Por eso no podemos pensar que el alma de Casiano estuviese ausente de Dios en estos terribles momentos. Había de estar necesariamente anclada en Él. Cada latido de sus venas, cada gemido de su garganta, cada pensamiento de su mente serían una aspiración y una súplica al Señor. El mismo transitar de su imaginación por caras, y manos, y nombres, y días, tendría su eco en Dios. No podía menos de resumir en apretada síntesis de gracias y fervores, de pecados y contriciones, de sequedades y esfuerzos, el caminar de su vida hacia la casa del Padre.


¿Y los dolores? Estos agudos dolores de ahora, que se sucedían atropelladamente, sin dejar lugar al respiro, eran ya de por sí una oración con fuerza de sangre. Y Casiano los recibiría con sentido de holocausto. Y los ofrecería humildemente al Redentor como reparación por ese reguero de sombras que, entre destellos de luces, deja el hombre sobre la tierra.


Y se acordaría de Jesús muriendo en el Calvario. Esa turba de chiquillos en danza loca buscando su cuerpo le sugerirían aquella otra masa imponente de judíos vociferantes atronando con insultos los oídos del Crucificado. Aquéllos eran el pueblo de Dios. Estos eran la familia del maestro. Y, lo mismo que Cristo rezaba al Padre por sus verdugos, Casiano pediría por sus niños: que Dios los perdonase, que no sabían lo que estaban haciendo, que él los quería de verdad, que Dios limpiase sus almas de la honda grieta de negrura abierta por este crimen, que los transformase, que él entregaba su propia inmolación por ellos, que...


Y luego, también como Jesús, pondría su espíritu en manos del Padre. Un aliento interminable que nacía del fondo y le arrastraba hasta el seno de Dios. No es que quisiese romper con la vida, con este su final de fracaso, como quien tira a la cuneta del camino los desperdicios o lo desagradable, la desgarradura del vestido. No. El mismo fracaso —lo que su martirio tenía de fracaso humano— era lo que él quería asumir, como el último sorbo del cáliz amargo, y, con él en la misma punta de los labios, subir hasta Dios, hasta esa gloria que él veía inviolable: el mismo corazón del Padre.


Y de esa manera entregaría su alma. Prudencio nos lo dice con estas bellísimas, ingenuas palabras:


"Por fin, compadecido Cristo del mártir desde el cielo, manda desatar los lazos del pecho, y corta las dolorosas tardanzas y los vínculos de la vida, dejando expeditos todos sus escondites. La sangre, siguiendo los caminos abiertos de las venas desde su más íntima fuente, deja el corazón, y el alma anhelante salió por todos los agujeros de las fibras del acribillado cuerpo".


¿Queda así ya completa la imagen de San Casiano? El poeta Prudencio nos ha descrito con magistral sentido realista y dramático los tormentos físicos del mártir y la embravecida animosidad infantil. Nosotros hemos intentado acercarnos a su alma. Es un osado atrevimiento, aunque pocas veces tan justificadamente verosímil como aquí.


En realidad, lo que sabemos de San Casiano puede reducirse a unas simples afirmaciones: que era maestro de escuela, perito en taquigrafía, que murió a manos de sus discípulos, y que seguramente sucedió el martirio bajo la persecución de Diocleciano (303-304). Pero siempre es lícita al hombre la aventura de comprender al hombre. Más aún: es humana. Y cuando se hace con respeto y justicia, a pesar de todos los riesgos, llega al fondo de la realidad con una precisión mayor tal vez que una multiplicación de datos escuetos.


De la narración de la historia y martirio de San Casiano Prudencio ha sacado también una conclusión. Una conclusión muy sencilla, pero deliciosamente confortadora: la de que el mártir escucha benignísimo las súplicas del corazón angustiado de los hombres. A nosotros, después de eso, nos bastaría con habernos adentrado —bien tímidamente, desde luego— en el lago interior de esta alma humana, y en unos momentos de tan profundas resonancias, cuando las aguas del ser están todas conmovidas por un estremecimiento de íntegra decisión. Nos bastaría con ello, porque esto conmueve, ahonda y purifica nuestro propio ser.


Y, si no nos conformamos con esta purificación esencial, aún podemos deducir una lección de prolongada estela práctica. San Casiano no fue atormentado por haber cumplido mal su misión de magisterio, ni la rebeldía de los niños y su encarnizado afán homicida fue una explosión directa, sino provocada por un fuego atizado desde fuera. Sin embargo, la realidad de su muerte representó para él la herida en el punto más doloroso. En su martirio no hubo nada que supiese a satisfacción humana. Lo que a otros mártires les da cierta aureola de triunfadores terrenos —la heroicidad, la altivez con que soportan, el mismo reto erguido frente a los jueces o verdugos...— está aquí ensombrecido. Porque Casiano, después de negarse a sacrificar a los ídolos, ya no tiene delante un tirano a quien increpar, frente a quien afirmarse, sino a sus niños, a sus queridos alumnos, a sus frágiles niños. ¿Contra qué fuerza oponer su fuerza? No le queda más que dejarse llevar, vencer, destrozar, hundirse.


Y aquí está la lección. El libro abierto de este martirio nos enseña cómo puede Dios, para subirnos hasta El, herirnos en lo más querido, barrer de un soplo nuestras más acariciadas ilusiones, hundirnos en la apariencia de la inutilidad, izar en nuestra persona la bandera del fracaso. Y todo eso tal vez sin sangre, en la más pura vulgaridad del anonimato. Aunque ello no sería excusa para el desaliento, sino motivo para una total decisión de lucha, al mismo tiempo que para una activa y vital oblación. Y eso hasta el final. Ese final que sólo está en manos de Dios y que siempre lo ejecutan las manos de Dios.


Las reliquias de San Casiano se veneran en la catedral de la ciudad italiana de Imola, que se enorgullece con su patrocinio. Honradas primeramente en una basílica, fueron trasladadas a la catedral, recientemente construida, en el siglo XIII, y luego encerradas en una caja de plomo y colocadas bajo la cripta, en el centro del presbiterio, al restaurarse la catedral en 1704.



12:29 a.m.
San Juan Berchmans nació en Diest, pequeña villa de Flandes, Bélgica, el 1599. Nació el 13 de marzo y murió otro 13, el de agosto. No importa. La superstición no tenía cabida en su vida. Todos los días son regalo de Dios.

Su padre Juan, curtidor de pieles, y su madre Isabel, eran buenos cristianos. Tuvieron cinco hijos, de los que tres se consagraron al Señor. Murió pronto la madre, y al final el padre se ordenó sacerdote.


Nuestro santo fue el ángel del hogar, fiel ayudante de su madre. Inició sus estudios en el Seminario de Malinas, luego entró en el Noviciado de los jesuitas de la misma ciudad. Más tarde pasó a Roma. En el Seminario y en el Noviciado se distinguió por su candor, estudio y piedad.


Su devoción a la Virgen era proverbial. Sentía hacia ella un cariño tierno, profundo, confiado y filial. «Si amo a María, decía, tengo segura mi salvación, perseveraré en la vocación, alcanzaré cuanto quisiere, en una palabra, seré todopoderoso». A ella dedicó su Coronita de las doce estrellas.


Pululaban por entonces los errores de Bayo, catedrático de Escritura en Lovaina, quien afirmaba que María había sido concebida en pecado. Los teólogos Belarmino y Francisco de Toledo intervienen para esclarecer la verdad. Es curioso notar que el gran teólogo español Juan de Lugo atribuye el movimiento a favor de la Inmaculada a las oraciones de Berchmans.


El mismo Lugo insiste en que el decreto de 24 de mayo de 1622 se ha conseguido por la influencia sobrenatural de Juan Berchmans. En él se confirman las constituciones de Sixto VI, Alejandro VI, San Pío V y Pablo V. Se manda severamente que nadie, ni de palabra ni por escrito, se atreva a afirmar que la Santísima Virgen María fue concebida en pecado, y se solemniza la fiesta de la Inmaculada.


En el último año de su vida Juan se había comprometido, firmando con su propia sangre, a «afirmar y defender dondequiera que se encontrase el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María».


Los santos han practicado en grado heroico todas las virtudes. Pero suelen distinguirse en alguna de ellas. ¿Cuál es la virtud característica de Berchmans?: Él deseaba practicarlas todas por igual. Su obsesión, su locura de santo, era la fidelidad en observar perfectamente sus obligaciones, sin excusas ni escapismos. «La virtud más eminente, es hacer sencillamente, lo que tenemos que hacer», decía Pemán en El Divino Impaciente.


Aparentemente no había hecho nada, nada llamativo. Pero vivió «apasionado por la gloria de Dios». «Quiere trabajar sin perder la más pequeña parte de su tiempo». Aprovecha las cruces de la vida diaria: «Mi mayor penitencia, la vida común». «Quiero ser santo sin espera alguna».


Hacía cada cosa en su momento, y sobrenaturalizando la intención. Cuando hay que orar, decía, ora con todo amor. Cuando hay que estudiar, estudia con toda ilusión. Cuando hay que practicar deporte, practícalo con todo entusiasmo. Y siempre con más amor, en cada instante del programa diario, bajo la dulce mirada maternal de la Virgen María. Estudiaba con la mirada puesta en el futuro apostolado, en las almas que se le encomendarían.


Mi mayor consuelo, decía al morir joven, es no haber quebrantado nunca, en mi vida religiosa, regla alguna ni orden de mis superiores, a sabiendas, y advertidamente, y el no haber cometido nunca un pecado venial. Alto y recio mensaje.


Es patrono de los que se preparan para el sacerdocio.


Murió el 13 de agosto de 1621. Sus últimas palabras fueron: Jesús, María.


Fue canonizado por el Papa León XIII el 15 de Junio de 1888.



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