07/15/14

1:34 a.m.
Estos Bienaventurados son llamados los Mártires del Brasil. No dieron la vida en América, pero ellos iban en viaje para ser allí misioneros.

Todos pertenecían a la Compañía de Jesús. Solamente dos eran sacerdotes; uno de ellos, era el Superior Provincial en el Brasil. Los otros eran Estudiantes jesuitas, Novicios y Hermanos jesuitas.


Treinta y dos eran portugueses; ocho eran españoles.


Los portugueses


1. Bienaventurado Ignacio de Azevedo (1527 – 1570)


Sacerdote. Ignacio de Azevedo de Atayde Abreu y Malafaia nació el año 1527 cerca de Oporto (Portugal). Su padre fue don Manuel de Azevedo y su madre doña Francisca de Abreu. Su familia era noble, tenía fortuna y eran personas importantes.


En realidad era hijo ilegítimo. Fue legitimado a los 12 ó 13 años por el rey Don Juan III. Educado en la corte portuguesa vivió un tiempo “muy distraídamente y metido en los negocios de revueltas y contiendas”, como él mismo dijo años más tarde. Cuando despertó y se empeñó en su fe pensó e “hizo promesa a Nuestra Señora de ser dominico o de entrar en los descalzos, por tenerlos por más perfectos.”


Decidió entonces hacer un discernimiento vocacional, después de oír la predicación del Padre jesuita Francisco Estrada. En Coimbra hizo durante 40 días los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Dice un biógrafo: “Como Jesús en el desierto ayunó todos esos 40 días, y debió llamarle la atención el Superior Padre Simón Rodríguez”. Y determinó renunciar a su mayorazgo de Barbosa, los terrenos y propiedades en el distrito Paso de Sousa, entre los ríos Duero y Miño, asiento de los Morgado de Azevedo.


Y entró en la Compañía de Jesús, en el Noviciado de Coimbra, el 23 de diciembre del año 1548 a la edad de 21 años.


Traía estudios de Humanidades, pero los completó “un poco”. Enseguida, por dos ó tres años estudió la Filosofía en San Fins. Después, año y medio de Teología, en Coimbra.


Le atraían las noticias de Misiones. Primero, se ofreció para Angola y el Congo. Después, para la India y el Japón.


En el mes de febrero de 1553 “tomó en Braga todas las órdenes sagradas”. El P. Maestro Simón Rodríguez, uno de los primeros compañeros de San Ignacio y Provincial de Portugal, se las concedió.


Nombrado confesor para la “gente de afuera” estuvo en Lisboa, en la iglesia de San Antonio, cuatro o cinco meses, hasta que el mismo Padre Simón Rodríguez, ese mismo año, lo nombró primer Rector del Colegio de San Antonio, en Lisboa. Allí estuvo durante dos años. Después fue Ministro en la Casa profesa de San Roque, también en Lisboa, y después Rector en Coimbra.


En 1556, a la muerte de San Ignacio, el P. Provincial Miguel de Torres debió viajar a Roma a la Congregación General. El P. Ignacio de Azevedo quedó como Viceprovincial en Portugal. Visitó entonces en el país todas las Casas de la Compañía.


En 1560 fue nombrado primer Rector del reciente Colegio, fundado por él, en la ciudad de Braga.


En 1565, después de la muerte del P. Diego Laínez, el segundo General de la Compañía de Jesús, la Congregación Provincial lo eligió como elector para la Congregaci¢n General. Y el nuevo General, San Francisco de Borja, lo nombró Visitador de las Tierras de la Santa Cruz (Brasil), con toda la autoridad del General, encargándole que al término de su misión regresare a Roma a informarle de viva voz. Hacía ya bastante tiempo que el Padre Manuel de Nóbrega había pedido un Visitador para determinar mejor algunas situaciones y opciones en la Misión del Brasil.


El Padre Ignacio de Azevedo volvió a Portugal y pronto, con otros siete compañeros se embarcó para las Indias en junio de 1566, en la armada de Cristóbal Cardoso de Barros.


El 23 de agosto de 1566, llegó a la ciudad de Bahía, sede del Gobernador, del Obispo, y del Colegio de la Compañía. Allí estuvo tres meses. Después, viajó a todas las Residencias que habían fundado los Padres, diseminadas en ese inmenso territorio, perdidas en las selvas y bosques tropicales. El Padre Azevedo quiso visitar a todos los misioneros y ver lo que estaban haciendo en pro de los aborígenes y de los colonos.


Nombró Provincial al célebre Padre Manuel de Nóbrega. Y con él y el Beato José de Anchieta participó en las fundaciones de las ciudades de Sao Pablo y Río de Janeiro, donde la Compañía de Jesús tenía Misiones establecidas. En total estuvo casi dos años en el Brasil.


Se reunió la Congregación Provincial en Bahía, en junio de 1568, y el Padre Ignacio de Azevedo fue elegido Procurador a Roma. Embarcó el 14 de agosto, para llegar a Lisboa el 21 de octubre de 1568.


En Portugal informó al Rey y en mayo de 1569 salió para Roma para informar al Padre General y al Papa sobre la Misión del Brasil. Impresionó a San Pío V y a San Francisco de Borja con sus noticias y con el gran problema de fondo: la escasez de misioneros. El Papa le concedió la gracia de otorgarle una copia de la imagen de la Virgen venerada en la Basílica de Santa María la Mayor. Y de San Francisco de Borja obtuvo la licencia y misión de reclutar refuerzos de la Compañía, pues regresaba al Brasil con el cargo de Provincial.


El 28 de agosto de 1569, ya estaba en España, y el 26 de septiembre en Portugal llegando a Coimbra, con nueve jesuitas de Castilla y Valencia.


Después de conversar largo con el Rey Don Sebastián se fue a Oporto para tratar el viaje al Brasil. Y en esos meses se afanó por encontrar voluntarios. Quería llevar el mayor número posible de misioneros.


Reunió unos 90: cuatro sacerdotes, algunos estudiantes de teología o filosofía, un buen número de novicios, Hermanos jesuitas, tan necesarios en los países nuevos de América, y algunos laicos. Y a todos ellos los reunió en una Casa de campo del Colegio de Lisboa, llamada Valle de Rosal, en la Costa de Caparica. Allí empezó a prepararlos para la futura misión. Fue Maestro de novicios, formador y Superior de todos.


Inteligente y escrupulosamente había elegido. Llevaba a los que “podían enseñar Teología”, a otros que “podían enseñar Artes” o Filosofía y también a “buenos humanistas” que podrían enseñar Humanidades. Con todo, los más eran Hermanos jesuitas, que recién habían ingresado en la Compañía y con el expreso deseo de ser enviados a las misiones.


El 5 de junio de 1570 pudo zarpar en la flota de siete de naves que salían desde Lisboa. Su expedición jesuita hacia Brasil estaba formada por casi 100 personas contando a los laicos para los trabajos artesanales. Era la mayor expedición de religiosos que salía a América y, por cierto, no hubo otra mayor entre todas las salidas de Lisboa en los años de la Compañía de Jesús, desde 1541 a 1747.


En tres naves viajaron los jesuitas. En una, en la de don Luis Vasconcelos nuevo Gobernador del Brasil, el Padre Pedro Díaz con 20 compañeros. En la que llamaban de los Huérfanos, conducidos allá para poblar el Brasil, el Padre Francisco de Castro con tres Hermanos. Y en la nave “Santiago”, cargada de mercaderías para las islas Canarias, Cabo Verde y Brasil, el Padre Provincial Ignacio Azevedo con 45 compañeros.


Las siete naves llegaron a la isla de Madeira el 12 del mismo mes, sin encuentro peligroso de enemigos. Y aunque vieran algunas velas, como eran siete los navíos portugueses, no se atrevieron. Pero los mercaderes de Oporto que iban en la nave “Santiago” insistieron en continuar el viaje hasta la isla La Palma, una de las Canarias, para dejar parte de sus mercancías y tomar otras, ofreciendo regresar pronto y reincorporarse al grueso de la flota. En esa nave viajaba Ignacio con sus compañeros.


Antes de hacerse nuevamente a la mar, presintiendo el Padre Azevedo el peligro de los corsarios y con ello el martirio, convocó a su grupo antes del embarque. Dijo querer voluntarios, sin coacciones. Algunos dudaron, y fueron sustituidos por candidatos de otros barcos. Los marineros se confesaron en la víspera de San Pedro, y en el día de la fiesta comulgaron todos. Cuatro novicios pidieron seguir viaje en otra de las naves. En su lugar fueron admitidos dos españoles y dos portugueses. Continuaron viaje el 30 de junio.


A los siete días avistaron la isla de la Palma, pero al no poder ingresar en el puerto de la capital por un viento contrario debieron desviarse a una ensenada llamada Tazacorte.


Exactamente en ese lugar vivía un hidalgo, don Melchor de Monteverde y Pruss, quien resultó ser muy amigo del P. Ignacio desde cuando ambos habían sido niños en Oporto. Don Melchor pidió agasajar a su amigo y a sus compañeros en su casa señorial. Y al día siguiente todos los jesuitas visitaron la hacienda, las casas y hasta la iglesia donde el Padre Ignacio celebró la Eucaristía. Don Melchor se confesó con su amigo.


En ese puerto de Tazacorte estuvieron 5 días y don Melchor aconsejó que siguieran el viaje por tierra hasta la capital de la isla, Santa Cruz de La Palma: él ofreció cabalgaduras para todos y camellos para la carga. No había más que tres leguas de camino y, por mar, con el tiempo contrario y las vueltas que debería dar la nave, podrían ser varios días. Además, por tierra, no había peligro de corsarios


El P. Ignacio se inclinó a aceptar el ofrecimiento de don Melchor. Agradeció a su amigo y le dijo que esa noche iba a tomar una decisión. Al día siguiente, muy temprano, con esta intención, se recogió en oración para continuar su discernimiento. Celebró la Eucaristía con todos los Hermanos, les dio la Comunión, y después dijo:


“Hermanos, yo estaba decidido a que nos fuéramos por tierra, porque parecía haber peligro de corsarios. Pero ahora me he determinado a seguir por mar. Y así siento en Dios Nuestro lo que debemos hacer. Porque los franceses si nos tomaran ¿qué mal nos podrían hacer? El mayor que nos podrían hacer es mandarnos pronto al Cielo. Créanme, Hermanos, todo el mal que los franceses pueden hacer, en verdad, es nada”


Esta fue la última Misa del Padre Ignacio de Azevedo. Después dijo: “Cuando tengamos que irnos, nos embarcaremos”


Toda esa tarde los Hermanos estuvieron “cantando y recreándose”. Y cuando se despidieron de don Melchor, éste los mandó en cabalgaduras hasta la playa, y mandó entregarles gallinas, conejos, muchos dulces de miel y panes de azúcar y otras muchas cosas. Y a su vez el Padre Ignacio lo convidó a bordo y “le dio en la cubierta una buena merienda con cosas dulces de la isla de Madeira”


Pero la nave fue atacada el 15 de julio. El vigía, desde la cofia, avistó a cinco galeones. Esas cinco naves, enfiladas las proas, embistieron contra la “Santiago”. Era la temible escuadra del calvinista francés Jacques Sourié de la Rochelle, vicealmirante de la reina de Navarra, doña Juana de Albret. Éste había declarado una feroz persecución contra los navíos portugueses que navegaban hacia las Indias. Las órdenes eran expropiar las naves y mercaderías, no tocar a la tripulación y a los pasajeros, pero sí exterminar a los odiados jesuitas que viajaran como misioneros.


En una lucha desigual, murió el capitán y la “Santiago” se rindió. Ignacio hizo salir a los jesuitas a cubierta. Todos, frente a la imagen de la Virgen, sostenida por el Provincial, entonaron las letanías lauretanas. No hubo clemencia. Jacques dictó sentencia de muerte contra los jesuitas. Los calvinistas atacaron con gritos: ¡Mueran los perros papistas! ¡Hay que echarlos al mar!


El P. Ignacio se había “colocado en el medio de la nave, al pie del mástil mayor, con la Imagen de Nuestra Señora en sus manos”.


Y a él fue al primero a quien se le descargó una violenta cuchillada en la cabeza abriéndola hasta los sesos. Y como parecía estar firme, sin caer, le dieron otras tres o cuatro estocadas mortales. Y, no cayó del todo, sino que “quedó como acostado en el martinete del barco”. Allí lo abrazó el Padre Diego de Andrade y acudieron algunos Hermanos, y así como estaban ambos abrazados, los llevaron junto al timón donde el Padre Azevedo quedó “siempre aferrado a la imagen de Nuestra Señora, sin nunca soltar las manos” por lo cual la imagen ya estaba “toda ensangrentada con su sangre”.


Antes de morir dijo: “Muero por la Iglesia Católica y por lo que ella enseña”. Y a los jesuitas que lo rodearon, les dijo: “No tengan miedo, agradezcan esta misericordia del Señor. Yo voy adelante y los esperaré en el cielo”. Y expiró, “con los ojos en la imagen de Nuestra Señora”.


Después de terminada la refriega, los Hermanos vieron que el cuerpo del Padre Ignacio era llevado por 6 o 7 franceses “duro y con los brazos extendidos en cruz” y así vestido y calzado, delante de ellos, que estaban en la bomba para sacar el agua, lo arrojaron al mar. Así, de esta manera sufrieron el martirio, junto con Ignacio, otros 39 jesuitas, arrojados desnudos al mar.


Los calvinistas sólo perdonaron la vida al Hermano Juan Sánchez. Supieron que era cocinero y lo conservaron para servirse de él. Estuvo con ellos hasta que volvieron a Francia, de donde volvió a España para dar testimonio del martirio de sus Hermanos.


También dieron testimonios los cautivos que quedaron en las galeras de Jacobo Soria, por los cuales pagaron rescate en las islas de La Palma y Lanzarote. Ellos después navegaron a Madeira y refirieron todo.


Fueron venerados como mártires, en Roma y en otras partes, apenas se supo el martirio. Gregorio XV permitió su culto en 1621. Ese culto se interrumpió por el Decreto de Urbano VIII, en 1625. Benedicto XIV publicó en 1742 un Decreto otorgando nuevamente el culto anterior. Y el Bienaventurado Pío IX, aprobó el parecer de la Sagrada Congregación, reconoció y confirmó el culto de estos mártires, el 11 de mayo de 1854.


Los jesuitas, que viajaban en las otras naves también tuvieron su martirio a manos de los hugonotes. El P. Pedro Díaz con veinte de la Compañía, el P. Francisco de Castro y los suyos, con el Gobernador Vasconcelos, debieron desviarse a las islas de Barvolento, a Santo Domingo y Cuba. Después de 15 meses de andar errantes, catorce pudieron por fin dirigirse al Brasil. Cayeron también en poder de los corsarios franceses e ingleses. Doce de ellos terminaron allí sus vidas; sólo dos se salvaron a nado.


2. Bienaventurado Diego de Andrade (1533 – 1570)


Sacerdote. Nació en Pedrogan Grande, Portugal, en el distrito de Leiría, en el año 1530. Era primo del poeta Miguel Leitao de Andrade. Su padre se llamaba Juan Núñez y su madre Ana de Andrade.


Entre los datos de su juventud sabemos que vivía con su madre y una hermana y se preocupaba del cultivo de un campo. También sabemos que una vez hizo la peregrinación a Santiago de Compostela.


Tenía algunos estudios cuando el 7 de julio de 1558 entró al Noviciado de la Compañía de Jesús en Coimbra, a la edad de 25 años.


Fue Sotoministro tanto en el Colegio de Coimbra como en el de San Antonio en Lisboa. Se ordenó de sacerdote en Coimbra en noviembre de 1569.


Diego fue el único sacerdote de la Compañía que acompañó al Padre Ignacio de Azevedo en el martirio. Los otros sacerdotes iban en otras naves. Diego era el compañero o Socio del Provincial.


Se sabe que el Padre Ignacio de Azevedo en el mar “todos los domingos y días festivos celebraba Misa cantada” ¿Lo acompañaba el Bienaventurado Padre de Andrade como sacerdote y el Bienaventurado Gonzalo Henríques que era diácono? Las crónicas no lo dicen, pero es muy posible. Confiesa sí, en la nave y en tierra, pues en Madeira y en las islas Canarias confesaron a tripulantes y pasajeros, en las horas de calma y de modo especial durante la batalla. Él reconcilió varias veces a los Hermanos y también al Bienaventurado Ignacio de Azevedo ya moribundo.


En medio de la refriega el Padre Diego de Andrade “tanto esforzaba los ánimos de los que combatían, como curaba a los heridos, lavando con vino sus heridas, y exhortando a tener paciencia y a morir como buenos católicos”


Al término de la batalla, como viese al sobrino de Jacques de Sourié de la Rochelle, que estaba en la popa conversando amigablemente con los marineros sobrevivientes de la Santiago, el Padre Diego se dirigió cortésmente a él en latín y le representó la gran necesidad y debilidad en que estaban los Hermanos que en la bomba achicaban agua por orden de los que habían asaltado la nave. ¿Qué dice usted?, contestó el calvinista. Y con gran indignación, mirándolo con profunda ira, le dio muchas bofetadas, como queriendo acabar con él.


Y como era de prever, los amigos de Merlim Sourié arremetieron también contra Diego, con bofetadas y puñetazos. Le quitaron el birrete y se lo arrojaron al mar. Y al ver, entonces la tonsura, llenos de odio, le dieron golpes, empujones y patadas como endemoniados. Y lo lanzaron cubierta abajo donde quedó descalabrado arrojando mucha sangre por la boca y las narices. Pero se lo vio muy sereno y exhortó a los Hermanos que lo compadecían, indicándoles que para él ésta era una merced de Dios.


Después, los hugonotes tomaron las gallinas de las que se llevaban en la nave y las echaron en una caldera. Al momento de comerlas, “tomaron media docena de esas gallinas cocidas y las mandaron a través de un francés a los Hermanos para que las comieran; y cuando las presentó al Padre Diego éste las tomó y de inmediato las lanzó al mar diciéndole al francés: “Nosotros no comemos carne los días sábados”.


Entonces el Hermano Luis Correia, estudiante, natural de Evora, fue a los camarotes y trajo “algo de conserva, que el Padre Andrade dio a los Hermanos como comida, pero pocos comieron porque sólo esperaban el fin de sus vidas”


Después, los hugonotes pasaron nuevamente dando bofetadas, feroces golpes en las espaldas, puñetazos, diciendo mil injurias y amenazas como “perros, canallas del Diablo”.


Más tarde los encerraron en el castillo de proa. Y estando allí el Padre Diego“ les decía que se esforzasen todos, porque tenía para sí que ésa era la hora en que Dios quería llevarlos a una vida mejor”. Y todos respondían: “Que se cumpla la Voluntad de Nuestro Señor y que todos estemos preparados para lo que Dios quisiera”. Y lo mismo decían los marineros y pasajeros que les hacían compañía.


Y al fin vino el almirante Jacques de Sourié, personalmente. Y con los brazos en alto, implacable, pronunció la sentencia de muerte: “Echen al mar a estos perros, religiosos y monos”


Y siguiendo, por gusto o rigor, el orden jerárquico, arremetieron contra el Padre Diego de Andrade, le dieron de puñaladas y por una portezuela los arrojaron al mar.


3. Bienaventurado Manuel Álvarez (1537 – 1570)


Hermano jesuita. Nació en Extremoz, Portugal, en 1537. Fue hijo de Jerónimo Álvares y de Juana López. Fue pastor antes de entrar en la Compañía en Evora el 12 de febrero de 1559 a los 22 años de edad.


Una carta suya dirigida al General de la Compañía de Jesús, San Francisco de Borja, el 21 de abril de 1566, muestra detalles biográficos y la transparencia de su alma:


“Siendo un pastor rústico me trajo Nuestro Señor a esta santa Compañía donde usa conmigo de tantas misericordias que no merezco. Entre ellas Dios Nuestro Señor me ha dado desde hace mucho tiempo el deseo de ir al Brasil. Y esto hace siete años que lo siento y me parece que Nuestro Señor no me lo concede por mis muchas imperfecciones, las cuales, espero por la misericordia del Señor, apartar de mí poco a poco, tanto como pueda. Y aunque las cartas del Japón e India podrían moverme a desviarme, me parece que Nuestro Señor me da muy firmes propósitos hacia el Brasil, sin que nada pueda pesar más que éstos.


Así, aunque no sirva sino para ser cocinero en la cocina o servir a los enfermos en la nave. Y allá en el Brasil haría todo lo que mande la santa obediencia, ya sea ser cocinero de los Padres y Hermanos, ya sea cualquier otro oficio. Mi oficio ahora es el de ropero, pero en el Brasil tomaría el de cocinero o barredor para consolarme viendo convertirse a tantos, y ayudando a hacerlo. Yo soy aquél que, si se acuerda Su Reverencia, era comprador, cuando vino a este Colegio de Evora y yo no sabía ni leer ni escribir y por dibujos daba cuenta al Procurador del dinero que recibía, y Su Reverencia me mandó que aprendiera a leer y a escribir, lo que ahora tengo, aunque imperfectamente”


Conocemos de su boca algunos pormenores de su vocación: “Yo era trabajador y guardaba ganado. Un día, estaba arando y me vino el deseo de ser peregrino, pedir limosna por Dios y no tener nada. Y viendo las maldades del mundo, me vino el deseo de hacerme religioso, cualquiera que fuese. Y estando a punto de entrar en San Francisco, un canónigo, Gomes Pires, me dirigió a la Compañía. Me recibió el Padre Dom Leao”.


En la nave Santiago, en el ataque de los calvinistas, echó en cara a los hugonotes la ceguedad y crueldad de sus conductas. Y en el castillo de popa animó a los portugueses para que no se dejaran vencer por los enemigos.


Y en esto un marinero que tocaba el tambor, le dijo: Hermano Manuel, ojalá alguien pudiera tocar este tambor para yo poder ir a pelear. El Hermano dijo: Trae acá el tambor, y por él no dejes de pelear. Con gritos, voces, y tambor, animaba a los portugueses.


Apenas llegaron a él, los franceses le dieron una estocada en el rostro y se ensañaron con él. Lo tendieron en la cubierta y le cortaron la cara, los brazos y las piernas. Éstas las estiraron y le quebraron las canillas. Al fin quedó hecho un pingajo de sangre. No quisieron rematarlo para que pudieta sufrir más. Él, mirando a sus Hermanos horrorizados, les dijo: “No me tengan lástima, sino envidia. Hace quince años que estoy en la Compañía, y hace más de diez que estaba pidiendo ir a la Misión del Brasil. Con esta muerte me tengo por extraordinariamente pagado.


Como pudieron unos Hermanos lo arrastraron hasta un camarote y allí lo ayudaron. Y él se esforzaba por consolar a los otros.


El Capitán de la nave, lleno de heridas, hizo lo posible para retirarse abajo donde estaban los Hermanos para morir con ellos. Los calvinistas lo siguieron y allí acabaron de matar a muchos.


Cuando llegaron a donde estaba echado el Hermano Manuel, los calvinistas gritaron: “Este es el fraile que gritaba y tocaba el tambor. Echémoslo al mar.”. Le volvieron a pegar, lo arrastraron, lo levantaron y, todavía vivo, lo arrojaron al mar.


El Bienaventurado tuvo después un Hermano en la Compañía, el Hermano Francisco Álvarez, quien fue cocinero en el Colegio de Bahía durante 40 años.


4. Bienaventurado Francisco Álvarez (1539 – 1570)


Hermano jesuita. Nació en Covillán, Portugal, alrededor del año 1539. Entró en la Compañía de Jesús en Evora en la fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen en el año 1564.


Tenía la profesión de tejedor y cardador.


Cuando lo nombraron para el Brasil figuraba entre los “Hermanos antiguos de mucha virtud”


Fue arrojado vivo al mar.


5. Bienaventurado Gaspar Álvarez


Hermano jesuita. Nació en Oporto, Portugal.


Se lee de él en la Relación del martirio: Cuando las naves de los calvinistas tenían cercada a la Santiago, y les daban batalla, acertó a pasar una bala de cañón entre dos Hermanos. Y les dijo uno que se llamaba Gaspar: “Pluguiera a Dios que me hubiera acertado a mí esa bala de cañón y me hubiera matado por amor a Dios”. Herido a puñaladas lo arrojaron, también vivo, al mar.


6. Bienaventurado Bento de Castro (1543 – 1570)


Estudiante jesuita. Nació en Cacimo, Portugal, en el Obispado de Miranda en 1543. Era hijo de Jorge de Castro y de Isabel Brás.


Entró en la Compañía a los 18 años en el Noviciado de San Roque, en Lisboa, el 2 de agosto de 1561 cuando contaba 17 para 18 años de edad.


“Era de fuerzas y de cuerpo delgado, pero muy animoso. Cuando le dieron la nueva de que había de ir al Brasil, se fue inmediatamente al coro de la iglesia a dar gracias a Dios y a ofrecer su vida ante el Santísimo. Después se fue a su pieza y abrazó a su compañero diciéndole con gran alegría: Amigo, yo voy a ser el primero que van a agarrar los herejes con un crucifijo, y con él en la mano he de morir”. Estaba en Coimbra en 2° año de Filosofía.


Después en Valle de Rosal, estuvo en el grupo que Ignacio de Azevedo “tenía preparado para que fueran ordenados sacerdotes” y “ejercitó en todas las virtudes que eran tan necesarias para el martirio”


En la nave Santiago, por encargo del Padre Ignacio de Azevedo, se desempeñó como Maestro de novicios, sin ser sacerdote, y como Catequista de los pasajeros y tripulantes. Y ante ese maestro el capitán y el contramaestre holgaban ponerse de pie cada vez que daban una respuesta, a pesar de que el Hermano Bento de Castro no quería que se levantasen personas tan importantes y menos porque el capitán tenía más de 40 años.


Durante el abordaje, el Padre Ignacio le ordenó que “retirado con sus Novicios, en las estancias que ocupaban, estuviesen en oración” encomendaran la batalla. Ahí fue importunado por los Hermanos para que él les diera licencia para salir y meterse entre los enemigos y morir por la fe. Pero el Hermano Bento no dejó salir a ninguno, porque la obediencia era permanecer en oración.


Inmediatamente después de herido el Padre Ignacio, recordando lo que le había dicho el Señor en Coimbra, tomó el crucifijo de la capilla del barco, abrazó a los Hermanos pidiendo perdón por sus faltas y se dirigió a donde peleaban los calvinistas. Varios de los Hermanos, llorando, le pidieron acompañarlo, pero no les dio licencia.


Y subió al castillo de proa a todo correr, y allí gritó: “Yo soy católico e hijo de la Iglesia de Roma”.


Le dispararon inmediatamente tres tiros de arcabuz. Y al ver que seguía confesando la fe, le dieron siete u ocho puñaladas y, vivo aún, lo arrojaron al mar.


Fue el primero en ser martirizado, aún antes del Bienaventurado Ignacio.


7. Bienaventurado Marcos Caldeira (1547 – 1570)


Novicio indiferente. Nació en Villa de Feira, Portugal, distrito de Aveiro. Fue hijo de Pedro Martins y de Isabel Caldeira.


Contaba 22 años de edad cuando fue aceptado en la Compañía, en Evora el 2 de octubre de 1569. Por causa de la edad “entró indiferente, esto es: para Estudiante o para Hermano jesuita, conforme satisficiese a los Padres y lo decidiese su capacidad”


Todavía en Evora “cuando el Padre Rector, en la Capilla de los novicios, en voz baja, le dio el aviso de que había de ir al Brasil, él como fuera de sí exclamó: ¡Oh feliz de mí que voy a ser mártir! Y esto lo repitió con el mismo fervor tres veces; tanto que todos se espantaron creyendo que podría perder el juicio”.


En Valle del Rosal, donde esperaron los jesuitas para embarcar al Brasil, “vino el Hermano Marcos Caldeira, con licencia, a decir sus faltas en el recreo, y las dijo con un papel con mucho sentimiento y lágrimas. Tenía avisado el Padre Azevedo que, acabando él, otro comenzase, y por eso comenzó a decirle a él y sobre todo lo que estaba diciendo: ¿No le parece a usted que esto es una especie de hipocresía, para que lo tengan por humilde? ¿Es ésta verdadera humildad, es verdadero deseo de no querer ser visto u oído? Y ya que escribe estas faltas, ¿por qué no conoce éstas y otras muchas? De éstas yo querría que se enmendase, éstas tendría usted que llorar y de éstas debía usted tener ese gran sentimiento”.


En esta escuela austera se formaban los Novicios de entonces, preparados para las durezas del apostolado, sin olvidar la continua abnegación que igualmente exigía la vida comunitaria de cada día.


Ya en el mar, Marcos Caldeira muchas veces dijo durante la navegación: ¡Oh, quién nos llevara ya al Brasil para que nos maten por amor de Dios!


Y cuando llegó el momento del martirio se lo vio lleno de alegría y dijo a los Hermanos: Si nosotros íbamos al Brasil con el deseo de morir allá, ¿no es mejor que muramos todos acá?


8. Bienaventurado Antonio Correia (1553 – 1570)


Estudiante novicio. Nació en Oporto, Portugal, en 1553. Fue hijo de Juan Gonzalves y de Violante Correia.


Su padre cuenta en una carta cómo se desarrolló la decidida vocación de su hijo: “Tan suave que nunca me dio trabajo; tan bien inclinado, que nunca, me parece, hizo algo que mereciera ser castigado. Aprendió a leer, a escribir y gramática. Yo tenía un pariente en Coimbra, y lo mandé allí para que estudiara latín. Era tan aficionado a la Compañía de Jesús que pedía a los Padres con insistencia que lo recibieran en ella. Pero como no tenía edad no lo admitieron. Desconsolado quiso hacerse Capuchino y para ello fue al Monasterio de Ponte de Lima. Pero cuando lo vieron tan pequeño le dijeron que su Regla era muy dura, que no tenía edad, ni físico para ella. Y no lo aceptaron. Con esto estuvo más desconsolado. Quiso el Señor que en ese tiempo estuviese el Padre Manuel Rodríguez en Coimbra y el Padre Peres aquí, y éste le escribió. Nosotros mandamos a nuestro mocito y él fue con muchos deseos. Quiso el Señor que lo recibieran en la Compañía y él quedó tan contento que siempre daba gracias a Dios por haberle dado esta gracia tan grande. Y me decían que cada vez que oía Misa le pedía al Señor que ordenase que él fuera mártir. Nuestro Señor fue servido de cumplirle sus deseos. Sea Él alabado por siempre. Amén”.


Efectivamente, Antonio fue recibido en el Noviciado de Coimbra el 1 de junio de 1569 a los 16 años de edad.


Desahogándose cierto día con un Hermano le reveló que “confiaba en Dios que iba a ser mártir, y que esto lo pedía a Nuestro Señor desde hacía un año, cuando entró en la Compañía, y que perseveraba en la misma petición, apenas se despertaba y visitaba el Santísimo Sacramento”. Y que Dios se dignó mostrarle “orando ante el Santísimo que su petición sería despachada, de lo cual quedó muy alegre”


De hecho, cuando los calvinistas entraron en el camarote donde se encontraban los jesuitas, “el Hermano Antonio Correia, de Oporto, era uno de los estaban en oración perseverando en ella. Al verlo delante de las imágenes, uno lo golpeó en la cabeza con los puños de una daga. Y fue tan fuerte que se le hinchó toda la cara, pero no lo mató. Y les dijo a los otros Hermanos que se quejaban: ¿No ven cuán duro soy que aunque me den un mazazo en la cabeza no podrán matarme? Y al decir esto parecía tan desconsolado que los Hermanos, para consolarlo, le decían que aunque no muriera esa vez, Dios le podría dar esa gracia”.


Y así fue. Poco después, lo tiraron vivo al mar.


En 1628 en Oporto se abrió un Proceso canónico, y se hablaba de muchos devotos que lo invocaban en su ciudad natal, y en las ciudades vecinas.


9. Bienaventurado Simón da Costa (1552 – 1570)


Hermano jesuita novicio. Nació en Oporto, Portugal, en 1552.


Las primeras noticias del martirio de las Canarias demoraron un mes en llegar a Funchal, la capital de la isla Madeira. Exactamente el día de Asunción llegaron a ese puerto


El Padre Pedro Días, el sacerdote jesuita que iba en otra nave al Brasil, informó a Lisboa que “unos franceses que iban cautivos habían visto a dos portugueses, y a uno de ellos mozo bien vestido, de cabello corto, natural de Oporto y que iba para entrar en la Compañía en el Brasil”.


El día del martirio, por su gallarda presencia, los hugonotes pensaron que era hijo de alguien principal. Uno de los testigos de vista dirá después: “él iba con los Hermanos, pero no parecía Hermano porque por haber entrado hacía poco en la Compañía todavía usaba el pelo como seglar. Sospecharon nuestros marineros que los calvinistas lo tuvieron por un mercader, o hijo de un comerciante, porque era mancebo de 18 años y bien dispuesto, y lo llevaron entonces al galeón de Jacobo Soria para que éste viera al muchacho y determinara servirse de él como su paje”.


“Al día siguiente Soria mandó traer al muchacho a su presencia y le preguntó si era religioso jesuita. Él podía afirmar que no lo era, pero insistió en decir que era jesuita y hermano de los que estaban muriendo por la fe católica”.


Jacques Soria se llenó de odio, y de inmediato dio la orden de que le cortasen la cabeza, a él, al piloto y al calafate de la Santiago, y los arrojasen al mar.


Y el cronista concluye: “Hacía un mes que había sido recibido en la Compañía. Consummatus in brevi, explevit tempora multa.


De los 40 mártires, ningún otro fue degollado. Y también, él fue el único que no murió el día 15, sino el 16 de julio de 1570.


10. Bienaventurado Aleixo Delgado (1556 – 1570)


Estudiante novicio. Nació en Elvas, Portugal, en 1556. Era hijo de un pobre ciego de Elvas a quien le había servido de guía largo tiempo.


La Relación dice que él era “de bello ingenio, índole y habilidad”. Tal vez por esto el padre “habiendo enseñado a un pequeño perro para que lo guiase” en su ceguera, entregó a Aleixo “a un hombre honrado de Evora para que le diera algún orden y modo con que estudiar”


Colocado como criado en el Colegio de los Convictores, o pajes del Rey, el pequeño Aleixo fue creciendo en virtud y letras. Este Colegio había sido fundado por el Cardenal Infante Don Enrique y lo había confiado a la Compañía de Jesús. Hablando Aleixo un día con el Padre jesuita Jorge Serrao, Rector del Colegio, “le rogó mucho que lo admitiera en la Compañía”. Le preguntó el Padre para qué quería ser de la Compañía, respondiendo él que lo movía mucho el deseo de ser mártir.


En la visita que el Padre Azevedo hizo al Colegio de Evora, dio satisfacción a su pedido. Tenía entonces 14 años, pero “se mostraba siempre de espíritu mayor a su edad”.


Cantaba bien, y su especialidad era entonar el Catecismo, lo cual hoy no se usa tanto. Hasta los marineros viejos “gozaban mucho al oírlo cantar la doctrina. Y para esto el Padre Azevedo la mandaba siempre cantar por alguno de los Hermanos que lo hacían bien: Aleixo, Francisco Magalhaes y algún otro"


Durante la refriega en la nave Santiago, tres o cuatro fornidos hugonotes “tomaron al Hermano Aleixo, y aunque lo vieron tan pequeño, que no tenía sino 14 para 15 años, le dieron fuertes puñetazos. Y no acabó ahí esa violencia, porque uno de ellos lo golpeó muy fuertemente en la cabeza y el cuello tanto que empezó a echar sangre por las narices y la boca. Y lo lanzaron así, todo ensangrentado, a donde estaban los otros Hermanos, en la bomba achicando el agua. Estos quisieron consolarlo instándolo a tener paciencia y a sufrir por amor a Dios. Entonces él dijo, muy resuelto: “Esto no es nada. ¿Es acaso algo? Omnia possum in eo qui me confortat”.


Tripulantes y pasajeros recordaron más tarde: “Aquel padrecito que nos cantaba la doctrina, cuando lo echaron al mar se fue al fondo, con la cabeza para abajo y los brazos abiertos en cruz”.


11. Bienaventurado Nicolás Dinis


Estudiante novicio. Nació en Tras los Montes, cerca de Braganza, Portugal, en 1553. Fue alumno del Colegio de Braganza como el Hermano Bento de Castro.


Hacía 4 ó 5 años que había comenzado a estudiar latín con la esperanza de que lo dejaran entrar en la Compañía, pero no había manera de que lo atendieran “por ser muy pálido de cara”.


Cuando el Padre Ignacio de Azevedo supo esto, recomendó que lo admitieran en casa hasta que él lo mandara a llamar.


Y así, Nicolás empezó a aprender de todo. Un día “estaba ocupado en amasar el pan” terminando “con una alegría tan extraordinaria” que le preguntaron la causa. Hermano, dijo, ¿cómo no voy a estar alegre si recién Dios me ha revelado que dentro de poco voy a ser mártir?


Esa alegría lo acompañó todo el tiempo que estuvo en Valle del Rosal, donde los misioneros se preparaban para embarcarse hasta el Brasil. Era como una ola que no le cabía en el pecho, y parece que hasta en el andar se manifestaba, en pasos de baile, si nos atenemos a lo que de él dijo un biógrafo.


Como fuera todo esto, lo cierto es que corría la fama de que “tenía mucha gracia en representar”.


Tendría 17 años cuando lo tiraron vivo al mar.


12. Bienaventurado Pedro de Fontoura


Hermano jesuita novicio. Nació en Braga, Portugal.


Casi al mismo momento que el Hermano Brás Ribeiro sufrió él el martirio.


Así dice la Relación: “A otro Hermano, por nombre Pedro de Fontoura, de Braga, que allí estaba también en oración, le saltó uno de los hugonotes no pudiendo sufrir la oración que salía de su boca, y con una daga le hundió la cabeza, y le destrozó la mandíbula. Y con la lengua cortada, él caminaba entre los Hermanos dando muestras y señales de alegría, esperando que le acabasen de dar su perfecta corona”


No tardaron mucho en satisfacer su deseo y ansias de gloria, porque lo arrojaron vivo al mar.


13. Bienaventurado Andrés Gonzalves


Estudiante novicio. Nació en Viana de Alentejo, en el arzobispado de Evora, Portugal.


Y a pesar de haber sido estudiante universitario, no andaba bien con los libros.


De su martirio no se hizo ninguna relación. Tal vez, porque los calvinistas acostumbraban con los de menor edad, arrojarlos vivos al mar, aunque no tuvieran heridas.


14. Bienaventurado Francisco de Magalhaes (1549 – 1570)


Estudiante novicio. Nació en Alcázar de Sal, Portugal, en el año 1549. Fue hijo de Sebastián de Magalhaes y de Isabel Luis. El joven Francisco estudiaba en Evora cuando a los 19 años resolvió dejar todo y entrar en la Compañía, dos días después de la Navidad del año 1568.


La Relación del martirio dice de él: “El Padre Ignacio de Azevedo hacía mucho caso de él y compartía con él el trabajo en el gobierno de los Hermanos, porque le hallaba un especial talento en todo lo relacionado con la administración”.


“Otra de sus cualidades era su excelente voz de tenor. Estando en tierra henchía con ella los montes y los valles, y, embarcado obligaba a las otras naves aproximarse a la Santiago. Apenas comenzaba ese poema Muerto está el buen Jesús, el cual el Hermano cantaba con una voz tan suave que parecía venir del cielo, tan viva y clara, que hasta las naves que iban apartadas la oían y trataban de acercarse. Y en el mar, de noche, aquello era como una nostalgia que venía de otro mundo”


Era tan variado el repertorio que a veces agregaba el arpa, tocada por el Hermano Francisco Pérez Godoy quien también cantaba “en segunda voz”


Y así, a la luz de la luna, con “todas las naves juntas” tocaba otra música muy suave, Recuerde el alma dormida, a tres voces que “los Hermanos Alvaro Méndez, Francisco Pérez Godoy y Francisco de Magalhaes cantaban muy sentidamente” y tanto que “hacía estar estáticos a todos y llorar muchas veces a los Hermanos” y en cuanto al Padre Azevedo “parecía que no estaba en esta vida”.


Y vino el martirio:


El Padre Ignacio de Azevedo, en medio de su comunidad, “estaba lleno de sangre, lleno el rostro, toda la cabeza y también sangre en el pecho; los Hermanos que lo abrazaban todos le sostenían la cabeza y el rostro herido; la imagen de Nuestra señora estaba ensangrentada con su sangre, y la cámara llena de sangre. Los Hermanos lloraban, y especialmente el Hermano Magalhaes sollozaba diciendo: ¿Que va a ser de nosotros sin padre y sin pastor?


Cuando el Padre expiró, “no se cansaban los Hermanos de abrazarlo, especialmente el Hermano Francisco de Magalhaes que estaba lleno su rostro y manos de la sangre del Padre Ignacio. Entonces dijo a los Hermanos: “Quiera el Señor que yo me lave jamás esta sangre del Santo Padre Ignacio, a no ser que la obediencia me lo ordene”.


Y cuando lo lanzaron al mar, el Hermano Magalhaes dijo a los calvinistas: “Hermanos, Dios los perdone por esto que hacen”.


15. Bienaventurado Blas Ribeiro (1545 – 1570)


Hermano jesuita novicio. Nació en Braga, Portugal. Era hombre de 24 años, bien saludables, cuando fue recibido en Oporto para Hermano jesuita.


Debe haber sido de los primeros en sufrir el martirio, pues en uno de los ímpetus de furia de los asaltantes, quienes entraron en el camarote donde se encontraban los Hermanos, los encontraron “de rodillas rezando con las manos en alto frente a sus imágenes”


Inmediatamente “arremetieron contra uno de ellos, que era el Hermano Brás Ribeiro, de Braga. Y con los puños de las espadas le golpearon tan cruelmente la cabeza que le rompieron el cráneo haciéndolo pedazos, de tal manera que derramaron los sesos por el suelo. Y así, muy pronto, entregó su alma bendita a Dios”.


16. Bienaventurado Luis Rodríguez (1554 – 1570)


Estudiante novicio. Nació en la ciudad de Evora, Portugal, en 1554. Era hijo de Diego Rodriguez y de Leonor Fernández. Cursaba el 3er año de Secundaria cuando el 15 de enero de 1570 fue admitido en el Noviciado de su tierra natal, con 16 años de edad.


Del testimonio dado por el sobreviviente Hermano Juan Sánchez consta que “también el Hermano Luis Rodríguez durante la pelea iba muy animado y animando a los Hermanos diciendo en alta voz: “Hermanos, animémonos y ayudémonos del Credo, porque la sangre de Cristo no se ha de perder”.


El nombre del Bienaventurado Luis Rodríguez siempre figuró desde las primeras listas de los Mártires que enviaron los jesuitas, desde la primera fechada en Funchal el 19 de agosto de 1570 hasta la expedida por el Provincial Leao Henriques en 1571. Poco después llegó a Roma el Catálogo oficial de los Padres y Hermanos de la Compañía de Jesús muertos en la Nave Santiago y en ese Catálogo se omitió el nombre del Hermano Luis Rodríguez; hubo también allí otros errores, como poner un segundo Hermano Baena que nunca existió.


Pero de hecho, en todos los manuscritos antiguos, archivados en la Biblioteca de Oporto, en la Nacional de Lisboa, procedentes del Colegio jesuita de Evora, el nombre del Hermano Luis Rodríguez siempre aparece entre los 40 Mártires.


17. Bienaventurado Amaro Vaz (1553 - 1570)


Hermano jesuita novicio. Nació en Oporto, Portugal. Era hijo de Francisco Pires y de María Vaz, del Consejo de Benviver.


A los 16 años, el 1 de noviembre de 1569, en Oporto, el Hermano Amaro Vaz fue admitido como Hermano jesuita.


En la Relación del martirio se escribe señalando que lo atravesaron a puñaladas y que lo tiraron al mar todavía vivo.


18. Bienaventurado Juan Fernández Jorge (1547 – 1570)


Entre los misioneros que salieron de Lisboa en 1570 con el Bienaventurado Ignacio de Azevedo iban 8 jesuitas de apellido Fernández, 3 de los cuales quedaron en la isla de Madeira para seguir en las otras naves. Dos de éstos fueron martirizados en septiembre de 1571 y el tercero, Diego Fernández, fue arrojado vivo al mar con otros dos más, pero él porque sabía nadar consiguió vivir y subir a un barco.


Los otros cinco fueron martirizados el 15 de julio de 1570 y son los Escolares jesuitas: dos de nombre Juan, Manuel, y los dos Hermanos jesuitas, Domingo y Antonio.


Estudiante novicio. Un año después que su homónimo, el 5 de junio de 1569, fue recibido en Coimbra en la Compañía de Jesús este segundo jesuita Juan Fernández. Nació en Braga en 1547 y era hijo de Juan Fernández y de Ana Jorge. Tenía 22 años el día de su ingreso.


Dice la Relación que en la proximidad del martirio “en algunos resplandeció una notable alegría y especialmente en el Hermano Juan Fernández, de Braga; lo cual se le veía en el rostro y en las palabras, porque hablaba tan libre y audazmente a los hugonotes que bien mostraba no temer a la muerte, y más bien parecía provocar a que lo matasen o maltratasen”


Fue arrojado al mar.


19. Bienaventurado Juan Fernández Torres (1551 – 1570)


Este Juan Fernández II era Estudiante jesuita. Había nacido en Lisboa, Portugal. Fue hijo de Andrés Fernández y de Helena Torres. Entró en la Compañía de Jesús en Coimbra el 15 de abril de 1568, a los 17 años de edad.


Y “habiendo sido muy bien probado y dado muy buen ejemplo y satisfacción de sí, hizo los Votos en la Capilla” del Valle del Rosal, dos meses antes de embarcarse al Brasil con el Bienaventurado Padre Ignacio de Azevedo.


Murió a los 19 años de edad.


20. Bienaventurado Manuel Fernández


Estudiante jesuita. Nació en Celorico, Portugal.


Como los anteriores Hermanos Fernández, éste también fue arrojado vivo al mar, pero en circunstancias dignas de particular registro:


“Iba el Hermano Manuel Fernández encima de unas cajas junto al borde de la nave, y como los calvinistas estaban furiosos y muy indignados contra los jesuitas, uno de ellos lo levantó en brazos y, así vivo, lo lanzó al mar, en presencia de todos los otros, sin haber otra causa nueva para ello que el odio interior que le había concebido. Y al pasar el Hermano junto al borde le pareció ser cosa fácil poderlo lanzar abajo”


21. Bienaventurado Domingo Fernández (1551 – 1570)


Hermano jesuita. Nació en Villaviciosa, Portugal. Era hijo de Bento Fernández y de María Cortés. Tenía 16 años cuando fue admitido en el Noviciado de Evora, el 25 de septiembre de 1567. Y a pesar de ello en la Relación se dice de él que era de los “Her4manos antiguos, de muchos años y de mucha virtud”


Cuando arrojaron al mar al Bienaventurado Diego de Andrade “de la misma manera cogieron y dieron de puñaladas al Hermano Domingo Fernández y así, medio vivo y medio muerto, lo lanzaron al mar”


22. Bienaventurado Antonio Fernández (1552 – 1570)


Hermano jesuita novicio. Nació en Montemayor Nuevo, Portugal, en 1552. Su padre era Gaspar Fernández y su madre, María López. Con probable aprendizaje en artes, en Lisboa, fue admitido en la Compañía el 1 de enero de 1570, a los 18 años de edad.


La Relación dice de él: “Era muy buen carpintero, y todo el tiempo que demoraron en Funchal, tanto él, como el Hermano pintor, como los orfebres, estuvieron siempre en el Colegio y dejaron ahí a los Padres algunas obras muy valiosas”


También este Hermano carpintero fue arrojado vivo al mar.


23. Bienaventurado Luis Correia


Estudiante jesuita. Natural de Evora, Portugal.


Todo lo que se sabe de su vida vino anotado en la Relación cuando se escribió que en los últimos momentos del Padre Diego de Andrade, el Hermano Luis Correia, como era el despensero, le quiso dar un “bizcocho” mientras esperaba la muerte tan próxima.


24. Bienaventurado Gonzalo Henríquez


Estudiante jesuita. Diácono. Categóricamente se dice de él: “tenía las órdenes del evangelio”. Nació en Oporto, Portugal.


Se desconocen los pormenores de su muerte, porque los Hermanos no lo vieron morir, ni a él ni a otros tres: a Manuel Rodríguez, Manuel Pacheco y Esteban Zuraire. “Estos cuatro estaban muy metidos entre los que peleaban, y de la misma manera el Hermano Juan de Mayorga que era pintor. Y todos se dieron a conocer como de la Compañía, no solamente por el hábito, sino por las exhortaciones que hacían con mucho fervor. No estuvieron con el Padre Ignacio de Azevedo, ni lo vieron en su muerte. Estos cuatro desaparecieron en la pelea, y porque no los vieron morir ni a sus cuerpos entre los que arrojaron al mar, los Hermanos coligen que heridos por los hugonotes, éstos los arrojarían al mar, o que sin ninguna herida los lanzarían vivos como lo hicieron con el Hermano pintor”


En particular de “Gonzalo Hernríquez, diácono, de Oporto” atestiguan que “siempre anduvo exhortando y animando a todos con grandes gritos y voces, y con gran fervor”.


25. Bienaventurado Simón López


Estudiante jesuita. Nació en Ourem, Portugal.


Probablemente hizo los votos en la Compañía “entre Lisboa y la isla Madeira”, pues era novicio cuando estaba en Oporto.


De hecho debía de ser muy joven y con apariencia de corta edad, por el género de muerte que le dieron los calvinistas: simplemente lo echaron sin herirlo vivo al mar. Así acostumbraban actuar con los de “muy poca edad y que parecían tener de 17 para abajo; los lanzaban vivos al mar sin ninguna herida”.


26. Bienaventurado Alvaro Méndez


Estudiante jesuita. Nació en Elvas, Portugal. Su nombre era Alvaro Borralho, pero los jesuitas lo cambiaron por el de Méndez.


Tenía buena voz y él fue uno de los que cantaba a tres voces, lo que tanto apreciaba el P. Azevedo.


Era una persona delicada de estómago y nunca se acostumbró al movimiento del mar, ni siquiera cuando, de la isla Madeira hasta las Canarias, la nave no se sacudía. Sin ningún alivio ni mejoría alguna “Alvaro estuvo todo el viaje tan enfermo y tan aislado por el mareo que casi siempre estaba en cama”.


El día del ataque calvinista, Alvaro yacía enfermo y mareado en su camarote. Igualmente, el Hermano Gregorio Escribano. Y ambos se levantaron como mejor pudieron. Se colocaron la sotana jesuita y corrieron a juntarse con sus Hermanos. Y con ellos trabajaron en la bomba que achicaba agua del barco.


Después fueron maltratados. A Alvaro le atravesaron el pecho. Y antes de expirar, a los dos, los arrojaron vivos al mar.


27. Bienaventurado Pedro Nunes


Estudiante jesuita. Nació en Fronteira, en el Obispado de Elvas, Portugal.


Se conserva de él sólo una frase muy sobria, pero que inequívocamente revela su envidiable fortaleza de ánimo; especialmente si atendemos las circunstancias en que la dijo, cuando los calvinistas tenían ya cercada la nave Santiago.


Dice la Relación: “Estaba el Hermano Pedro Nunes con otros en una cámara la cual tenía un gran agujero, y entonces dijo: ¡Ojalá quisiera Dios Nuestro Señor que por este agujero viniera una bala de cañón y me quebrara la cabeza por amor de Nuestro Señor!


28. Bienaventurado Manuel Pacheco


Estudiante jesuita. Nació en Ceuta, Africa, pero se consideraba portugués.


Lo vieron audaz e intrépido durante el asalto de los calvinistas. Pero después, nadie lo vio más, ni muerto ni vivo.


29. Bienaventurado Diego Pírez


Estudiante jesuita. Nació en Nisa, en el Obispado de Portoalegre, Portugal.


Cuando estudiaba Filosofía en Evora, dice la Relación de su martirio, “parece que no lo ayudaba mucho su ingenio poco dado a las sutilezas”.


“Un día faltó a clases y fue castigado y él fue a decir al Maestro que la causa de su ausencia había sido por ir al Monasterio de Valverde, distante a una legua y media de Evora, a tratar con el Guardián su entrada a los Capuchinos de la Piedad. Le respondió el Maestro que sentía no haber tendido conocimiento de esas santas intenciones, y de camino le engrandeció la excelente elección que habían hecho algunos estudiantes de esa Universidad de ser recibidos por el Padre Ignacio de Azevedo para el Brasil. Entonces Diego Pires comenzó también a inclinarse para ese mismo viaje. Pidió entrar en la Compañía de Jesús y fue aceptado”


“En la mañana del martirio fue señalado uno de los once jesuitas que fueron escogidos para animar a los que peleaban en la nave.


Y en medio de la pelea, poco después que cayera herido el Padre Ignacio de Azevedo, el Hermano Diego Pires, salió a la cubierta, protestando la fe católica y de la verdadera Iglesia Romana, vestido con la sotana de la Compañía. Uno de los calvinistas se enojó mucho y lo siguió de una parte a otra. Y con una lanza le dio un lanzazo que lo atravesó de parte a parte. Allí cayó muerto sin poder decir una sola palabra.


Y después, arrojaron su cuerpo al mar.


Contando después el Maestro a sus discípulos, en la Universidad de Evora, “su afortunada muerte, les dijo que hicieran de él buenos recuerdos y que guardaran respeto al lugar donde él se sentaba en las clases”. Y tanto fue ese respeto que nadie se atrevió jamás a sentarse en el puesto de Diego Pírez.


30. Bienaventurado Manuel Rodríguez


Estudiante jesuita. Nació en Alcochete, Portugal.


Esa tierra de Alcochete era la tierra del “santo Padre Cruz” donde se le tenía gran devoción. Tal vez por eso el Bienaventurado Rodríguez usaba también como su apellido el de Rodríguez de la Cruz. Los dos pertenecían a la Compañía, pero no se sabe si eran parientes.


Nada se sabe de su martirio, a no ser que lo sufrió.


31. Bienaventurado Antonio Soares (1543 – 1570)


Estudiante jesuita. Nació en Portugal, en 1543. Hijo de Vicente Gonzalves y de Leonor de Soares, este jesuita era natural de Trancoso


Entró en la Compañía el 5 de junio de 1565 y terminó su noviciado en Evora. Al principio los Superiores lo habían destinado a ayudar en los trabajos domésticos, pero el Padre Ignacio de Azevedo, notando en él dotes y capacidad para más, ordenó que estudiara y se preparara para el sacerdocio.


Todo pudo ser distinto, pero “el Hermano Antonio Soares, soto ministro, también fue herido con puñaladas y después lo lanzaron al mar; así lo hacían con los grandes que parecían sacerdotes”.


32. Bienaventurado Juan "adauctus", candidato


Era natural de un lugar ubicado entre los ríos Duero y Miño, en el norte de Portugal.


De apellido San Juan, era sobrino del capitán de la nave Santiago en la cual viajaban a la Misión del Brasil el Padre Ignacio de Acevedo y compañeros. En la navegación se hizo amigo de los Hermanos y, con sencillez, pidió al Padre Provincial ser admitido en la Compañía. El Padre Ignacio no se apresuró en dar una respuesta. Indicó que podría ser admitido en Brasil, si perseveraba en su propósito.


Cuando los calvinistas excluyeron del martirio el Hermano Juan Sánchez por tener el oficio de cocinero, el joven Juan San Juan vio llegada su hora. Echó mano de una sotana que vio en el suelo, despojo de un mártir, se la vistió y se asoció al grupo que quedaba en cubierta.


Y “al ser tenido por jesuita, con ellos fue lanzado al mar, en odio a la Fe”.


La Relación dice: Es cierto que los herejes cuando quitaron a los Hermanos desde la bomba para achicar el agua, también tomaron a dos muchachos que no eran de la Compañía creyendo que eran religiosos. Fue cosa espantosa ver dos muertes tan diferentes, una de la otra. Pues uno aceptó que lo lanzasen al mar para ser de la Compañía, y el otro, por más que dio gritos y alaridos proclamando que no era religioso no le creyeron. Este último era un muchacho, de los pasajeros; y el otro... ya sabemos quién fue. Y así con mucha razón lo debemos tener por nuestro Hermano y agregarlo a la lista de ellos.”


De esta manera, termina la Relación, es “cosa de dar gracias a Dios porque la Divina Providencia quiso que el número de 40 no quedara disminuido y en lugar de Juan Sánchez entrara éste que se agregaba”


Los españoles


Doce jesuitas españoles dieron sus nombres para la expedición misionera al Brasil del Padre Ignacio de Azevedo. Pero solamente nueve se embarcaron en la isla Madeira en la nave Santiago; los otros tres quedaron en Funchal para ir en otras naves.


Uno de los jesuitas españoles, de la nave Santiago, el Hermano Juan Sánchez, no murió mártir. De él, igualmente, sin ser Bienaventurado escribiremos algo de su vida, porque fue el mejor testigo de vista en los Procesos.


33. Bienaventurado Alonso de Baena (1530 – 1570)


Hermano jesuita. Nació en Villatobas, en la diócesis de Toledo, España. A los 30 años pasó al Portugal y allí entró en 1566 en la Compañía. Tenía el oficio de orfebre en plata y oro, pero en la Compañía no ejerció ese oficio.


Estaba en el Colegio de Oporto el 6 de enero de 1570, y trabajaba en la huerta, cuando fue alistado para la expedición del Brasil. Viajó con el Padre Ignacio de Acevedo, pero en barco diferente. En la isla Madeira pidió con fervor sustituir a alguno de los que pedían cambiar de embarcación, y así pudo formar parte del grupo de los jesuitas que salieron el 30 de junio de 1570 hacia las islas Canarias.


La Relación dice que el Hermano Baena fue de los escogidos para animar a los combatientes y que juntamente con el Padre Diego de Andrade, y los Hermanos Andrés Gonzalves, Antonio Soares sirvieron igualmente de enfermeros a los heridos.


34. Bienaventurado Gregorio Escrivano


Hermano jesuita. Nació en Logroño, España

La Relación dice que “siempre fue un hombre muy enfermo del estómago, y desde que moraba en tierra estuvo mal, y de mareos, los cuales le acrecentaban mucho su mal. Con todo él era el que llevaba el mayor peso en el trabajo de la cocina, y no había quién lograra cansarlo en el trabajo”.


Hacía días que el Padre Azevedo “lo había dejado estar en cama” Y una vez que el Padre Azevedo le daba “de comer y el Hermano vomitara todo”, le dijo: “Hermano, no tiene usted por qué morir antes que lo maten por amor de Dios”.


Y así, el día del ataque calvinista, el Hermano Gregorio también estaba enfermo, postrado en cama, “muy enfermo y como tullido. Cuando vio que los otros Hermanos eran tan maltratados, y que a unos mataban, a otros lanzaban al mar, él se levantó de la cama, y sin zapatos y sin birrete, vistió la sotana, y corrió para estar con sus Hermanos y no perder su corona de martirio.


Herido de mala manera fue arrojado al mar.


35. Bienaventurado Juan de Mayorga (1533 – 1570)


Hermano jesuita. Nació en San Juan de Pie del Puerto, hoy Francia, entonces España, en 1533. Vivió varios años en la capital del Reino de Aragón y fue admitido en la Compañía en 1568, a los 35 años de edad.


Con fama de “excelente pintor” dejó “algunos cuadros” en Zaragoza, y como jesuita siempre trabajó en su profesión. Aún en el mar, durante su viaje.


Al llegar a España el Padre Ignacio de Azevedo, nombrado Provincial del Brasil por el San Francisco de Borja, con la misión de reclutar jesuitas en las Provincias de España y Portugal, se le dio como compañero, en Zaragoza, en 1570, al Hermano Juan de Mayorga, navarro, de casi 38 años de edad. Y como pintor se pensó que podría adornar con sagradas imágenes los templos de las nuevas reducciones en las Indias.


Viajó al Brasil con la expedición del Padre Ignacio de Azevedo, pero en barco diferente. En la isla Madeira pidió con fervor sustituir a alguno de los que pedían cambiar de embarcación, y así pudo formar parte del grupo de los jesuitas que salían el 30 de junio de 1570 hacia las islas Canarias.


En el día del martirio, “habiendo entrado los calvinistas por el castillo de proa, el Hermano Juan de Mayorga anduvo metido entre ellos exhortando y animando a los nuestros. Y como en todo el tiempo de la pelea, nunca dejase de exhortar, como le había encargado la obediencia, con su sotana, birrete y barba bien rapada mostraba claramente ser de la Compañía de Jesús. Pero no tenía armas sino únicamente las de la Palabra de Dios y de la Fe Católica”.


Al fin lo atacaron cinco calvinistas. Lo hirieron de mala manera en el pecho y en la espalda. Cayó moribundo al pie de una copia que él mismo había pintado del cuadro de la Virgen de Santa María la Mayor. Lo arrojaron vivo al mar.


36. Bienaventurado Fernando Sánchez


Estudiante jesuita. Nació en Castilla la Vieja, España. Estudiaba como jesuita en Salamanca cuando ahí se encontró con el Provincial del Brasil y se entusiasmó para ir a esa tan necesitada Misión.


Dice la Relación: “Muy mal herido” lo arrojaron al mar.


37. Bienaventurado Francisco Pérez Godoy (1540 – 1570)


Estudiante novicio. Nació en Torrijos, perteneciente al Arzobispado de Toledo, España. Era hijo de Juan Pérez Godoy y de Catalina del Campo. Era pariente cercano de Santa Teresa de Jesús. En Torrijos residía una rama de los Sánchez de Cepeda, familiares de don Alonso, padre de santa Teresa.


Era Bachiller en Cánones por la Universidad de Salamanca. “Sabía música y tocar arpa y otros instrumentos”. Tenía un soberbio bigote del que mucho presumía.


Hizo los Ejercicios Espirituales y descubrió que estaba disponible para todo, menos para cortarse el bigote. Heroicamente decidido, con un sacrificio enorme, se cortó la mitad.


Fue admitido al Noviciado de la Compañía, en Medina del Campo. Su Maestro de novicios fue el célebre P. Baltasar Alvarez. Éste muy pronto lo apreció por “su rara virtud”.


Y sin embargo, el Maestro constató que el novicio carecía de visión en el ojo izquierdo, impedimento para seguir en la Compañía. Preguntado si era así, el novicio confesó ser verdad y que había encubierto el defecto, temeroso de no ser admitido en la Compañía. El Padre Maestro pensó entonces que efectivamente el novicio iba a ser despedido por los Superiores.


Estaba en ese discernimiento cuando llegó el P. Ignacio de Azevedo a Medina del Campo. Él estaba nombrado Provincial del Brasil, con licencia para reclutar misioneros, y para dispensar de impedimentos. Informado el P. Azevedo, conversó con el novicio y lo aceptó como voluntario para la Misión del Brasil.


“Entre nosotros, dice la Relación, el Hermano Francisco siendo tan noble se acomoda mucho, y mantiene siempre excelente conversación, cantando y platicando, siempre alegre y muy querido, no sólo por los Hermanos, sino también por el Padre Ignacio”.


“En el día del martirio, Francisco se distinguió alentando a sus compañeros jesuitas. Con mucho fervor les repetía unas palabras que había oído al Padre Baltasar Alvarez: Hermanos, no olvidemos que somos hijos de Dios”. Tenía 30 años de edad.


Ese mismo día del martirio, el 15 de julio de 1570, víspera de Nuestra Señora del Carmen, “la Virgen marinera” hubo fiesta en el Carmelo de Toledo y asistió Santa Teresa. Después, en su celda, en contemplación, “conoció la muerte de los cuarenta Padres y Hermanos de la Compañía de Jesús que iban al Brasil y los mataron los hugonotes. Iba entre ellos un deudo de la Santa Madre. Luego que los mataron, dijo el P. Baltasar Alvarez, su confesor, que los había visto con coronas de mártires en el cielo. Después vino la noticia a España del martirio y dichosa muerte de estos religiosos.”


38. Bienaventurado Esteban de Zudaire (1551-1570)


Hermano jesuita. Nació en el pueblo de Zudaire (en el valle navarro de Amezkoa), en España. A los 19 años ingresó en la Compañía de Jesús en calidad de Hermano jesuita. Era estimado por su inocencia y sencillez.


Al llegar el Padre Ignacio de Azevedo en busca de voluntarios para el Brasil, Esteban desempeñaba el oficio de sastre en el Colegio de Plasencia, en Cáceres. Se incorporó a la expedición de misioneros.


En el momento del martirio se adelantó hacia los corsarios con un crucifijo en las manos. Una daga le atravesó el corazón. Lo echaron al mar. Bañado en sangre y zarandeado por las olas entonó el Te Deum.


Era éste un martirio presentido desde el mismo momento de partir desde Plasencia. Habiéndole preguntado el P. Azevedo si marchaba contento, Esteban le respondió: “Voy contento, muy contento. Voy a ser mártir”.


Y el Padre José de Acosta, que era su confesor, le preguntó ante la seguridad con que veía su martirio: ¿Cómo sabe Ud. que va a ser mártir? Y Esteban, con la sencillez que lo caracterizaba, respondió: “El Señor me lo ha revelado en los últimos Ejercicios.”


Esteban es uno de los cuatro Mártires que los otros de la nave no vieron cómo los mataron.


Beatificado por Pío IX el día 12 de agosto de 1854, junto a los 39 jesuitas martirizados, el obispo de Pamplona, Monseñor Uriz y Labayru, consiguió en Roma que se aprobase su Oficio y Fiesta, la que se celebra en la diócesis de Pamplona el 30 de agosto.


39. Bienaventurado Juan de San Martín (1550 – 1570)


Estudiante novicio. Nació en Juncos, entre Toledo e Illescas, España. Era hijo de Francisco de San Martín y de Catalina Rodríguez. Estudió en la Universidad de Alcalá, pero entró en la Compañía de Jesús en Portugal, en el Noviciado de Evora, el 8 de febrero de 1570, a los 20 años de edad.


También él fue uno de los escogidos por el Bienaventurado Ignacio de Azevedo para animar a los que defendían la nave Santiago.


De su muerte solamente se sabe que él, como tantos otros, fue arrojado vivo al mar.


40. Bienaventurado Juan de Zafra


Hermano jesuita novicio. Nació en Jerez de Badajoz Toledo, España. Fue hijo de Juan Páez y de Isabel Rodríguez. Entró en la Compañía el 8 de febrero de 1570 en Portugal, en el Noviciado de Evora.


Sobre su muerte, el cronista sólo anotó: “al mar, vivo”


Hermano Juan Sánchez


Para cumplir la sentencia de Jacques de Soria, de que “todos los Hermanos fueran ahogados, los lanzaron al mar, menos al Hermano Juan Sánchez, mozo pequeño, que escapó por especial providencia divina, para después contar como testigo de vista todas las cosas”.


Era ayudante del cocinero, y fue éste quien lo salvó. Pero cuando él se juntó con los Hermanos, el cocinero dijo: Déjenlo tranquilo, porque es cocinero; muchacho, vete a la cocina.


Después que se acabó la crueldad con los mártires, todos los pasajeros y marineros vieron al Hermano Juan Sánchez llorando desconsoladamente, porque los había visto caer al mar. Ese mar había estado sereno, trasparente y casi sin olas. Por esto los había visto ir hasta el fondo, muy abajo: a los pequeños que no sabían nadar y a los malheridos.


En un mar de confidencias, un bretón le dijo que mientras lanzaban al mar a los Padres y Hermanos, él también había visto todo desde su nave, y que algunos pasaron junto a ella con las manos levantadas. Y que el capitán no había dejado que se ayudara a nadie.


Algunos hugonotes le dijeron: Ciertamente creemos que este Jacques de Soria se va a ir al infierno por tanta crueldad.


No faltaron tormentas durante los cinco meses que la Santiago anduvo tras otras naves, buscando presas, por las costas de Portugal, Algarve y Galicia.


En fin, al llegar a La Rochelle, la Santiago se partió y luego se hundió. Y así, en Francia, el Hermano Sánchez huyó de Soria y trabajó descalzo, sin camisa, sin sombrero, cubierto sólo con un paño, hasta que alcanzó licencia, junto con doce marineros portugueses para ir a sus tierras.


El Hermano padeció mucho en ese viaje. Iba a pie, descalzo, con grandes fríos y nieve. Y al llegar a España, fue derecho al Colegio de Oñate, en el país vasco. Allí los Padres, espantados, no podían creer lo que oían, y estaban viendo, en la persona del Hermano. Mucho habían rezado por el P. Azevedo y esos compañeros que él había recogido en esa tierra.


De allí pasó el Hermano Juan Sánchez, de Colegio en Colegio, por buena parte de España, hasta poder llegar al Portugal, al Colegio de Evora. De inmediato fue llamado a Lisboa por el Padre Provincial donde con la ayuda del Padre Gaspar Serpe y un notario pudo escribir su Información.


De esta “Relación” o Información se hicieron muchas copias. En 1574 el antiguo Hermano Juan Sánchez estudiaba en el Colegio de Lisboa en la tercera clase. Años después, su nombre figura entre los egresados.



1:34 a.m.
El 10 de diciembre de 1779, ve la luz en Jallenge, cerca de Dijon (Francia), una pequeña de nombre Ana María, quinta de una familia de diez hermanos. Ana María, a la que todos llaman Nanette, tiene siete años cuando la familia se instala en Chamblanc, en el mismo cantón. Se trata de una niña jovial, radiante y llena de vida, siempre proclive a las inventivas y a las réplicas. A la edad de diez años, y a pesar de las reticencias de su padre, que la considera demasiado traviesa, toma la primera comunión. «A partir de aquel día –confesará–, me consideré como consagrada a Dios y a sus obras».

En 1791, en plena Revolución Francesa, el párroco Rapin prefiere exiliarse antes que prestar juramento al cisma exigido al clero; es substituido por un sacerdote juramentado. Nanette, a espaldas de sus padres, asiste a veces a su misa. «Me consideraba más culta que los otros» – dirá más tarde. Una noche, un sacerdote no juramentado llama a la puerta: «Me han requerido para asistir a un enfermo y no conozco el camino». Nanette, intrépida, se ofrece a acompañarlo. De camino, el sacerdote le explica la necesidad de permanecer fieles a la Iglesia de Roma. A partir de ese momento, y en colaboración con su familia, organiza ceremonias clandestinas y esconde a sacerdotes acosados por los revolucionarios. En cuanto se apacigua la tormenta, Nanette recorre los pueblos y, a golpe de tambor, reúne a la juventud para enseñarles el catecismo. Ella misma dirá: « No hubiera querido apenar a mis padres, ni desobedecerles, pero no podía resistirme a Dios, ya que me concedía grandes facultades para enseñar a las pobres jóvenes y a los adultos ignorantes a conocerlo». Un día, recibe de Dios una misión muy precisa: «El Señor me hizo saber de manera extraordinaria, pero segura, que me llamaba al estado que he abrazado para instruir a los pobres y dar educación a los huérfanos –afirmará más tarde.


Los hijos que Dios te da


La actitud de Nanette, que piensa más en rezar y catequizar que en el trabajo de la granja, alarma y enfada a su padre; pero la joven consigue ganárselo para la causa y, el 11 de noviembre de 1798, durante la misa, se consagra oficialmente a Dios en presencia de la familia. En 1800, aconsejada por el padre Rapin, que ha regresado al pueblo, Nanette se dirige a Besançon, donde Jeanne-Antide Thouret acaba de fundar una pequeña comunidad de mujeres dedicadas a la caridad y a la educación de los niños. Sin embargo, la duda invade muy pronto su alma. «Señor, ¿que quieres de mí? –exclama una noche. Una voz interior muy lúcida le responde que Dios tiene grandes designios para ella. Unos días después, al despertar, cree ver a su alrededor muchos negros, unos completamente negros y otros de color más o menos oscuro. Simultáneamente, parece oír estas palabras: «Son los hijos que Dios te da. Soy santa Teresa; seré la protectora de tu orden». Así pues, decide regresar con sus padres.


Después de entregarse a la instrucción de los niños, primero en la localidad de Seurre y luego en Dole, Ana María se une a las monjas trapenses, en Suiza. Pero una voz le dice en el fondo de su corazón: «No has sido llamada a entrar en la Trapa, sino a fundar una congregación en pro de los negros». Los pocos meses que ha permanecido en el convento le han permitido recibir una formación sólida en la vida religiosa. Tras dos nuevas tentativas de escuelas en la región del Jura, Ana María regresa a casa de su padre para establecer su obra educativa. En abril de 1805, después de la coronación de Napoleón como emperador, el Papa Pío VII pasa por Châlon-sur-Saône (región de Champaña). Ana María y sus hermanas gozan del favor de una audiencia privada. La joven expone al Santo Padre sus proyectos: «Ánimo, hija mía –le responde el Vicario de Cristo–, Dios obrará a través de ti muchas cosas para gloria suya».


Aconsejada por su obispo, Ana María se establece en Châlon-sur-Saône. Sus cualidades de pedagoga le hacen comprender que hay que desarrollar las capacidades prácticas de las pequeñas. Enseña a las niñas a leer, escribir y contar, pero también a coser, tejer, planchar e hilar. Ana María tiene la idea de poner la capilla de su escuela bajo el patrocinio de san Bernardo o de santa Teresa. Pero el sacerdote, que se llama José, le sugiere invocar más bien la protección del esposo de la Virgen María. Así pues, se adopta el nombre de san José, pasando de la capilla a la pequeña comunidad de educadoras que ha fundado. El 12 de mayo de 1807, Ana María, sus tres hermanas y otras cinco jóvenes, reciben el hábito religioso y profesan sus votos de manos del obispo de Autun. Este último sugiere a la superiora que se establezca en la ciudad episcopal. La madre Ana María consigue que una parte del antiguo seminario mayor se ponga a su disposición. A finales de 1810, con motivo de la guerra en España, convoyes de enfermos y heridos llegan a Autun, por lo que las monjas se convierten en enfermeras. Un día del mes de enero de 1812, la madre Ana María descubre en un anuncio que está en venta el antiguo convento de los recoletos, en Cluny. Recurre entonces a su padre, que se deja convencer y adquiere la propiedad; allí se instalan las monjas, convirtiéndose en la «Congregación de San José de Cluny».


La madre se sobresalta


Con no pocas dificultades, la madre Ana María consigue abrir una escuela en París. El intendente de la isla Borbón (isla de la Reunión) le hace una visita y le solicita algunas monjas para la isla, añadiendo que se halla poblada «de blancos, mulatos y negros». Ante esas palabras, la madre se sobresalta, recordando la profecía de Besançon. Poco después, el ministro del Interior le pide también monjas para las posesiones de Francia en ultramar. Sus perspectivas misioneras le llevan a aceptarlo todo. El 10 de enero de 1817, cuatro monjas parten para la isla Borbón. A principios de 1819, un contingente de siete religiosas se embarca para Senegal. Pero en este último lugar, el hospital que se les asigna se encuentra en un estado lamentable, la ciudad no tiene iglesia, la evangelización apenas se ha iniciado« Las monjas se desaniman enseguida.


La propia madre Ana María parte a Senegal en 1822. Unas semanas después de su llegada, escribe: «Las dificultades son incalculables; sólo el amor puro de Dios puede hacer que aguantemos sin desanimarnos« Ahora que estoy de vuelta de muchas sorpresas y que veo las cosas desde más cerca, tengo la impresión de que podemos hacer un gran bien en África». Persuadida de que los negros se sienten inclinados por naturaleza hacia la religión, afirma: «Solamente la religión puede proporcionar a este pueblo principios, conocimientos sólidos y sin peligro, porque sus leyes y dogmas no sólo reforman los vicios groseros y externos, sino que son capaces de cambiar el corazón« Dad solemnidad a la religión; que la pompa del culto les atraiga y que el respeto les retenga, y enseguida habréis cambiado la faz del país». Por otra parte, ella se percata de que África posee vocación agrícola. A finales de 1823, establece una granja-escuela en Dagana, lo que le permite entablar relaciones con la población. Su reputación se extiende, de manera que pronto la llaman de Gambia y, después, de Sierra Leona, donde se hace cargo de los hospitales. Sin embargo, le llegan cartas desde Francia suplicándole que regrese. En febrero de 1824, retorna a la metrópoli tras haber sentado las bases de una obra perseverante para la civilización y la cristianización de África. Su principal objetivo es la formación de un clero africano, una verdadera necesidad para la empresa misionera. Para ello funda en Bailleul (en el departamento de Oise, cerca de París) una casa de formación para jóvenes africanos.


El auxilio del buen ejemplo


En 1827, el ministro de 7 la Marina se dirige a la madre Ana María para pedirle ayuda en favor de la Guayana, donde los colonos franceses han padecido numerosos fracasos. La madre acepta el ofrecimiento, pero pone ciertas condiciones, relacionadas con la vida cristiana de los colonos y de los indígenas. En agosto de 1828, llega a la Guayana con apenas un centenar de personas, instalándose en Mana. Cuatro meses más tarde, la madre escribe: «Todo funciona con paso firme hacia la armonía: los trabajos avanzan, los cultivos crecen a ojos vistas, la religión se asienta en el corazón de quienes sólo tenían de ella una visión superficial, y todo ello con el auxilio del buen ejemplo« Hemos traído quince obreros bien elegidos para los oficios más útiles« Junto a las hermanas, me dedico a escardar y a plantar alubias y mandioca; también siembro arroz, maíz, etc., entonando cánticos y contando historias, pero lamentando que nuestras pobres hermanas de Francia no puedan compartir nuestra felicidad». No obstante, los éxitos generados por el duro trabajo de la madre provocan la envidia de algunos colonos de Cayenne.


En Francia, la revolución de julio de 1830 trae como consecuencia profundas transformaciones políticas poco favorables a la religión católica, disminuyendo por ello el apoyo económico del gobierno a las obras de la madre Ana María. Sin embargo, ella prosigue su trabajo, de forma que sus centros resisten las dificultades. En 1833, funda incluso una leprosería cerca de Mana. De regreso a Francia, la madre Javouhey visita sus casas, siendo consciente de las lagunas de su congregación, como ella misma escribe: «Nuestra congregación es muy joven y necesita ya una gran reforma« Necesitamos adquirir el espíritu interior y de oración. Con ese doble espíritu, no existe peligro en ninguna parte». A partir de 1829, la diócesis de Autun es gobernada por monseñor d´Héricourt, prelado lleno de entusiasmo que desea sacar el mayor provecho del trabajo de las monjas. Con ese objetivo, querría poder tener vara alta sobre la congregación, revisando los estatutos aprobados en 1827 por su predecesor y por el rey Carlos X.


A finales de abril de 1835, monseñor d´Héricourt impone a la madre Ana María unos nuevos estatutos que trastocan de arriba abajo los antiguos y, según los cuales, se convierte en el superior general de las hermanas. Ante el rechazo por parte de ella, el prelado insiste, pero después ordena. Al no disponer ni del consejo de sus hermanas ni del tiempo necesario para sopesar la cuestión, la madre Ana María acaba firmando los nuevos estatutos. Al salir de aquella entrevista, un lancinante remordimiento se deposita en su alma: ha firmado demasiado de prisa, sin el acuerdo del capítulo general ni de los demás obispos afectados por los cambios. Aconsejada entonces por personas autorizadas, reconoce que su firma le ha sido arrebatada, que no ha sido concedida libremente y que no tiene valor alguno. Así pues, escribe al obispo comunicándole que se acogerá a los estatutos de 1827.


Preparar la emancipación


Por la misma época, los miembros del gobierno discuten sobre la emancipación de los esclavos. Es una medida que exige una preparación adecuada. En el informe de una comisión interministerial, puede leerse: «La señora Javouhey ha demostrado, en la dirección de ese centro de Mana, un gran espíritu de orden y una perseverancia a toda prueba. Por tanto, conviene confiar la tarea de acometer la emancipación de los esclavos a las Hermanas de San José de Cluny». Sin embargo, no todas las opiniones van en el mismo sentido, y el Consejo de la Guayana, dominado por los colonos envidiosos del éxito de la madre, se opone violentamente a ese proyecto. No obstante, el 18 de septiembre de 1835, una orden ministerial le confía oficialmente esa misión. El propio rey Luis Felipe recibe varias veces a la madre, poniendo a punto con ella el plan relativo a la emancipación de los negros.


En nuestros días, ante la presencia de formas modernas de esclavitud (trata de mujeres y de niños, condiciones laborales que reducen a los trabajadores a la categoría de simples instrumentos de rendimiento, prostitución, droga, etc.), la Iglesia recuerda la dignidad de la persona humana: «El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficio» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 2414).


Tras su llegada a la Guayana en febrero de 1836, la madre Ana María se hace cargo de unos quinientos esclavos negros arrebatados a los negreros. Su pedagogía no consiste de ningún modo en recurrir a la fuerza, sino en educar mediante la dulzura, la paciencia y la persuasión. Ella misma escribirá: «Me instalé como una madre en medio de su numerosa familia». Esa actitud es todavía si cabe más audaz, por cuanto, entre los negros que acoge, hay algunos que son temibles. Pero su fe se basa en la propia virtud del cristianismo, que es capaz de producir grandes efectos civilizadores. Por añadidura, la madre sabe que cuenta con su prestigio personal; su sola presencia basta para apaciguar los conflictos. De hecho, son pocos los casos en los que debe intervenir. Su labor consiste en cuidar la educación cristiana, preocupándose especialmente de los matrimonios, pues tiene la intención de fundar su obra civilizadora en la familia. Cada familia tiene su cabaña, limpia y bien equipada, y el conjunto forma un hermoso pueblo provisto de una iglesia. Todo ello se consigue con no pocas dificultades, sinsabores e incidentes dolorosos. A pesar de todo, y después de dos años, cierto espíritu de orden y de sobriedad reina en Mana. El 21 de mayo de 1838, la madre Javouhey preside la emancipación de ciento ochenta y cinco esclavos.


¡La época más feliz!


No obstante, la oposición del obispo de Autun la persigue hasta la Guayana. El 16 de abril de 1842, la fundadora escribe que el obispo de Autun «ha prohibido al prefecto apostólico que me administre los sacramentos, a menos que lo reconozca como superior general de la congregación« Se lo perdono de todo corazón por el amor de Dios». El sufrimiento que genera esa situación, que durará dos años, es intenso. Ello se agrava con la circulación de libelos infamatorios contra la madre. En los momentos en que sus hermanas se acercan a la Santa Mesa cuando a ella se le priva de ello, las lágrimas le fluyen abundantemente. Un día, se dirige a la Guayana holandesa, esperando poder comulgar, pero el prefecto apostólico de ese territorio ha sido informado de que «esa mujer, o bien nunca ha tenido fe o la ha perdido totalmente», y la comunión le es negada igualmente. La madre dirá más tarde: «Aquella época de tribulación fue para mí la más feliz de mi vida. Al verme, por así decirlo, excomulgada, ya que todo sacerdote tenía prohibido absolverme, iba a pasearme por los grandes bosques vírgenes de Mana, y allí le hablaba al Señor: «Solamente te tengo a ti, Señor, por lo que acudo a echarme en tus brazos y a rogarte que no abandones a tu hija«». Eran tantos los consuelos espirituales que experimentaba que, a menudo, me veía en la obligación de exclamar: «¡Oh, Dios mío! Ten misericordia de mi debilidad; no me prodigues tantos favores, pues esta pobre servidora no tendrá fuerzas para soportarlos». ¡Oh! Cuántas veces he experimentado lo bueno que es Dios con los que sólo se encomiendan a Él, que nunca somos desgraciados cuando tenemos a Dios, cualesquiera que sean las tribulaciones que nos asalten».


Consciente de su influencia personal en la buena marcha de Mana, la madre Ana María empieza a preocuparse de los días en que ya no esté. Planea reunir en un centro específico a los niños negros de la Guayana de entre cinco y quince años de edad, para educarlos cristianamente. Ya adultos y emancipados, podrían desperdigarse por todo el país y propagar una mentalidad sana. Pero el gobierno, al que pide una subvención para ese proyecto, rechaza participar en sus planes. El 18 de mayo de 1843, la madre se embarca de regreso a Francia. Aquella partida aflige a todo el mundo. Nada más llegar, obtiene de los obispos que la conocen bien el permiso para recibir los sacramentos. Después, visita a todas sus hijas, que la reciben con agasajo. Ella las exhorta al silencio interior y a la paz del alma, que permiten descubrir el designio de Dios en cada uno, y les enseña a evitar toda precipitación: evitemos –les dice– «ir más deprisa que la Providencia, que quiere ser secundada y no adelantada« La experiencia me ha enseñado que la obra de Dios se realiza lentamente».


Sin embargo, el obispo de Autun sigue obstinado en su idea de ser reconocido como superior de la congregación. Para ello intenta influir en las novicias de Cluny, nombrando a un capellán que se dedique a desviarlas de sus superioras «rebeldes» contra el obispo. El 28 de agosto de 1845, la madre Javouhey se desplaza a Cluny, donde, tras hablar con gran serenidad a sus hijas, concluye de este modo: «Hijas mías, os dicen que seguirme es pecado; yo os digo que no es pecado seguir al obispo de Autun. Sois libres de elegir. Ya conocéis la situación; hay muchos obispos que tienen de nosotras una opinión diferente de la del obispo de Autun y que os acogerán con alegría. Todas las que quieran permanecer en la congregación, que me sigan hasta París». De entre las ochenta jóvenes, solamente siete rehúsan seguirla. El obispo de Beauvais, gran admirador de la madre, aborda entonces el asunto con resolución. Poco a poco, monseñor d´Héricourt queda aislado en su posición contra las hermanas, dándose cuenta finalmente de que había juzgado mal a la madre y de que se había abierto un abismo de incomprensión en su alma. El 15 de enero de 1846, se firma por fin un acuerdo entre él y la madre.


«¡Dejadla pasar!»


Durante aquel doloroso asunto, la madre Ana María ha continuado su labor apostólica con numerosas fundaciones, tanto en Francia como en Oceanía, en Madagascar, en la India y en las Antillas británicas. Cuando estalla la revolución de 1848, se encuentra cerca de París. Debe volver enseguida a esa ciudad en agitación, y necesita franquear las barricadas. Cuando los obreros rebeldes, cuyas miserias había aliviado con frecuencia en los «Talleres Nacionales», la ven llegar, exclaman: «¡Es la madre Javouhey! ¡Es la superiora Javouhey! ¡Dejadla pasar!». El nuevo gobierno decreta inmediatamente la emancipación total de los negros. Así pues, la obra de preparación metódica y prudente hacia la libertad se convierte en caduca, pero la madre se adapta a la situación a fin de poder continuar con la labor de civilización y de evangelización de los antiguos esclavos. En Mana, la noticia de la abolición de la esclavitud es recibida con apacible alegría, en contraste con las escenas de violencia que acontecen en otros lugares. La población negra sigue siendo laboriosa y sedentaria, y muy apegada a la religión que la madre les ha enseñado.


A principios de 1851, la salud de la madre Ana María decae y, en el mes de mayo, con motivo de una visita a la casa de Senlis, debe permanecer en cama. El 8 de julio, se entera de la defunción del obispo de Autun. Unos días después, el 15, afirma al respecto: «Debemos considerar a monseñor como a uno de nuestros bienhechores. Dios se sirvió de él para enviarnos la tribulación, en un momento en que, a nuestro alrededor, sólo escuchábamos alabanzas. Resultaba necesario, porque, con el éxito que estaba alcanzando nuestra congregación, habríamos podido creernos importantes si no hubiéramos sufrido esas penalidades y contradicciones». Poco después de pronunciar esas palabras, entrega su alma a Dios. En aquel momento, su congregación contaba con unas 1.200 religiosas, dedicadas a buscar en todo la voluntad de Dios mediante la enseñanza, las obras hospitalarias y misioneras.


Pidamos a la beata Ana María Javouhey, beatificada por el Papa Pío XII el 15 de octubre de 1950, que nos conceda la liberación de la peor de las esclavitudes, la del pecado; en efecto, pues Jesús vino «a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas» (CEC, 549). Que nos haga partícipes de su espíritu de dedicación, de caridad y de simplicidad, para que podamos alcanzar la verdadera libertad de los hijos de Dios.


Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval



1:34 a.m.
Martirologio Romano: En Kiev, ciudad de Rusia (ahora en Ucrania), san Vladimiro, príncipe, quien al ser bautizado recibió el nombre de Basilio, y se preocupó de propagar la fe ortodoxa en los pueblos que gobernaba (1015).

Etimológicamente: Vladimir = Señor del mundo, es de origen eslavo.


Etimológicamente: Bailio = Aquel que es rey, es de origen griego.



San Vladímir Sviatoslávich el Grande (958 — 1015) fue el gran príncipe de Kiev que se convirtió al Cristianismo en 988, e inició el Bautismo de la Rus de Kiev. Era hijo del príncipe Sviatoslav I.

De acuerdo a la Crónica Primaria, la crónica más temprana de la Rus de Kiev, su nombre real fue Volodímer o en moderno ruso Vladímir.


Ya como regente del principado, Vladímir continuó expandiendo sus territorios. En el año 981 conquistó numerosas ciudades ubicadas en lo que hoy es Galicia ucraniana; en el año 983 tomó control de la zona que se encuentra entre Lituania y Polonia, además de construir muchas fortalezas y colonias alrededor de su reino.


A pesar de que el cristianismo había ganado muchos adeptos, Vladímir permaneció como pagano, llegando a tener hasta 800 concubinas y numerosas esposas, erigiendo estatuas y templos paganos. Sin embargo, por consejo de sus allegados, Vladímir envió a varios emisarios a estudiar las religiones de varios de los países vecinos que le habían pedido que se uniera a sus respectivas religiones. Finalmente se convirtió al cristianismo, debido a lo maravillados que quedaron sus emisarios al llegar a Constantinopla y ver los festivales que la Iglesia Bizantina había preparado para ellos.


En el año 988, negoció la mano de la hermana del emperdor Basilio II, Anna. Fue la primera boda realizada entre una princesa griega y un bárbaro, para lo cual Vladímir fue bautizado antes de poder formalizar el matrimonio. El bautizo y el matrimonio le hicieron grandes cambios en su carácter.


A su regreso a Kiev, derribó todos los monumentos paganos y construyó numerosas iglesias.


Sin embargo, existe otra versión sobre la conversión de Vladímir al cristianismo. En el año 987, Bardas Sclerus y Bardas Phocas se revelaron contra el emperador Basilio II. Los dos rebeldes unieron fuerzas por un tiempo, pero poco después Bardas Phocas se autoproclamó emperador. Basilio pidió al Principado de Kiev ayuda, aunque en esa época se consideraban enemigos. Vladímir accedió a cambio de la mano de su hermana, y aceptó convertirse al cristianismo ortodoxo. Cuando los arreglos para la boda terminaron, Vladímir envió 6000 tropas al imperio bizantino y pusieron fin a la revuelta.


Después de su matrimonio con Anna, formó un gran consejo con sus más cercanos consejeros, además de sus 12 hijos. Murió en Berestovo, cerca de Kiev; su cuerpo fue desmembrado y distribuido ente sus numerosas fundaciones sagradas y venerado como reliquia. Una de las universidades de Kiev lleva el nombre del personaje que cristianizó y civilizó la Rus de Kiev; la Orden de San Vladímir se encuentra en Rusia y el Seminario Teológico Ortodoxo de San Vladímir en Estados Unidos. Su día se celebra el 15 de julio.



1:34 a.m.
En la tarde del 15 de julio de 1766, víspera de la Virgen del Carmen, rendía a Dios su alma de apóstol el santo escolapio Pompilio María.

Nacido el 39 de septiembre en 1710, sintió a los dieciséis años el llamamiento a la vida religiosa, y a raíz de la cuaresma predicada en su patria, Montecalvo Irpino, por el padre rector de las Escuelas Pías de la vecina capital de Benevento, localidades ambas de la Italia meridional, escapó de su casa al colegio de residencia del fervoroso predicador y le pidió la sotana calasancia.


Las razones de su buen padre, que siguió tras él, y era notable abogado, fueron estériles ante la firme decisión del hijo. Y el noviciado y el neoprofesorio, con sus estudios, no hicieron sino continuar el tenor de vida inocente y penitente que ya en casa había llevado. Allá, en efecto, muchas noches, tras la disciplina y la oración mental, el sueño se apoderaba de él en el propio oratorio doméstico y le tendía en el pavimento, con la cabeza apoyada sobre la tarima del altar, hasta la mañana siguiente.


Terminada la carrera escolapia, ejerce el apostolado de la enseñanza durante catorce años, el primero de ellos con primeras letras en Turi y los trece restantes, con Humanidades y Retórica, en Francavilla, Brindis, Ortona, Chieti y Lanciano, más la prefectura de las Escuelas y la presidencia de la Archicofradía de la Buena Muerte.


De su apostolado entre los alumnos se recuerdan rasgos de sobrenatural penetración. Uno de ellos es en Lanciano. Al comenzar su clase le advierten los chicos la ausencia de Juan Capretti. El padre Pompilio se reconcentra y a los pocos segundos exclama: "¡Pobre Capretti! No puede venir porque está moribundo... Pero no será nada. Vayan dos en seguida a preguntar por él". Y corren dos muchachos a su Casa con la anhelante pregunta. Sus padres se extrañan, habiéndole oído levantarse y creyendo que estaba en la escuela con toda normalidad. Suben temerosos a la habitación y, efectivamente, lo encuentran en el suelo, de bruces, sin sentido, próximo a expirar. Sobresaltados le levantan, le acuestan, le llaman repetidas veces, y al fin el pobre accidentado empieza a volver en sí, balbuciendo entre sollozos: "¡Padre Pompilio, padre Pompilio!". No sabía sino que, al levantarse, había sido presa de dolores y escalofríos que le hacían desfallecer sin dejarle gritar. Después sólo sabía que le había llamado su maestro y que ya se sentía vivir. Al volver al colegio los dos emisarios el padre tomó pie para encarecer la necesidad de estar a todas horas en gracia del Señor. Ni hay que añadir el prestigio de que aureolaban al humilde padre sucesos semejantes.


Pero en aquella misma etapa docente, de 1733 a 1747, a los dos años de ordenado de sacerdote, el Capítulo provincial de 1736 acuerda facultarle para la predicación de la divina palabra, sin eximirle, naturalmente, de sus tareas escolares; y por todos aquellos mencionados colegios de la Pulla y de los Abruzos, en que enseña a tantos niños y jóvenes, empieza a enfervorizar desde el púlpito a hombres y mujeres, destacándose como misionero de fuerza y eficacia sorprendentes.


Pronto merece el dictado de apóstol de los Abruzos, tras intervenciones maravillosas que impresionan a poblaciones enteras. En el mismo Lanciano, último de los colegios de esta etapa, cercana ya la hora de medianoche, Pompilio sale una vez de su habitación, abre la puerta de la iglesia, sálese a las calles vecinas y empieza a clamar despertando a los despreocupados durmientes, para que se levanten todos y acudan al templo, pues él inmediatamente les va a predicar. Hasta hace lanzar a vuelo las campanas llamando a sermón.


Ante tamaña novedad todo Lanciano se alborota y se arremolina en torno al púlpito del apóstol. Y el santo vidente les anuncia estremecido que un horrendo terremoto se va a dejar sentir en toda la comarca, pero que ellos no teman, pues su celestial Patrona la Virgen del Puente intercede de manera singular por la afortunada población.


En efecto, aún está hablando cuando un ronco fragor subterráneo, que avanza desde la lejanía, hace temblar el suelo y vacilar los edificios, oprimiendo de espanto y crispando de nerviosismo a la totalidad del auditorio. Afortunadamente, el seísmo se desvía, y un respiro de alivio sucede al agobio. La alarma del Santo no ha sido vana. La explosión de gratitud tras la oleada de terror es confesión colectiva del fruto de aquellas vigilias, henchidas de proféticas visiones, en que el santo predicador, cual otro Abraham, participa en la mediación y el secreto de los castigos y de las condescendencias divinas.


Segunda etapa en la vida escolapia de San Pompilio es su estancia en Nápoles por otros doce años, 1747-1759. Tanto en el colegio de Caravaggio como en el de la Duquesa, ambos en la capital del reino napolitano, hallará campo más vasto para su celo. Desde Lanciano había solicitado del Papa el título de misionero apostólico. Benedicto XIV no le contestó; pero intensificó las misiones en las Dos Sicilias, en tanto que los superiores de la Orden desligaban a Pompilio de la tarea de la enseñanza para dedicarle plenamente a capellán permanente, predicador cotidiano y a confesor continuo de chicos y grandes en la iglesia de los respectivos colegios. Y en tal ambiente, y como director de la Archicofradía de la Caridad de Dios, se entrega a una vida apostólica fervorosísima, que Dios sella con incontables y sorprendentes prodigios. Tal vez hace falta en Nápoles un revulsivo así, cuando el regalismo de Tanucci, ministro del rey Carlos, el que luego en España será Carlos III, amenaza a la Iglesia en el reino no menos que el jansenismo de los capellorini.


Una madre acude un día a la iglesia de Caravaggio con el inaplazable problema de que se le ha caído su hijito a un pozo. Pompilio se compadece, parte con ella hasta el brocal, hace la señal de la cruz, y en los procesos consta la maravilla de que el nivel de las aguas empieza a subir, como si el pozo las regurgitara, hasta que aflora el niño, ileso y sonriente, al alcance de la mano de su madre enloquecida.


Una penitente del taumaturgo sufre los malos tratos de su marido, hombre vicioso y de áspera condición. Se encomienda a las oraciones de su confesor y experimentan las cosas tal cambio que hasta el esposo invita a un paseo por el campo el próximo domingo a su antes odiada mujer. Corre ella a contárselo al confesor, pero éste, sin darle total crédito, la pone en recelo y la aconseja que le llame, si llega a verse en peligro. Realízase lo del paseo dominical, mas ya en pleno campo el pérfido consorte saca un cuchillo y trata de asesinarla; pero, al invocar ella al padre Pompilio, aparece su figura demacrada y austera, arrebata el arma al asesino y le increpa de tal forma que cae de hinojos compungido y con promesa de confesión. Va, efectivamente, a confesarse a la mañana siguiente con el propio San Pompilio, y éste le muestra el consabido cuchillo. Pero lo más notable es que, a la hora precisa del frustrado atentado, el Santo estaba en público, en el púlpito de su iglesia, e interrumpió unos momentos su sermón, como abstraído en otra cosa, y lo continuó después sin aludir a nada. No tardó en saberse todo y quedó depuesto en los testimonios procesales. La bilocación no es fenómeno desconocido en las vidas de los santos.


Más tierno y humano fue el incidente del sermón del 17 de noviembre de 1756. Lo interrumpió en el momento más inspirado de un párrafo vibrante; permaneció mudo unos minutos, que al expectante público parecieron eternos, y a continuación explicó: "Suplico un requiem aeternam por el alma bendita de mi madre, que en este instante acaba de fallecer". Y así innumerables hechos asombrosos.


Mas la santidad no se prueba en los prodigios, sino en la tribulación y el sufrimiento. ¿Fue política externa de regalismo? ¡Fue política interna de separación de provincias entre la Pulla y la Napolitana? ¿Fueron —y es lo más probable— maquinaciones de los capellonni jansenistas que chocaban con las misericordiosas benignidades del confesonario del padre Pompilio? Lo cierto es que tanto del palacio real como de la cancillería arzobispal salieron órdenes a principios de 1759 suspendiendo del ministerio y desterrando del reino al taumaturgo de Nápoles. Los caballos de la calesa que le llevó primero al colegio de Posilino no quisieron arrancar hasta que el padre rector dio por obediencia la orden al propio desterrado. Consumado el primer paso, llegó de Roma el destino a Luga, en la Emlia, y a Ancona, en las Marcas, regiones centrales de Italia con colegios que no eran de la Pulla ni de Nápoles.


De cuatro años fue esta que podemos llamar tercera etapa de la vida apostólica de San Pompilio, ni menos fervorosa ni menos fecunda que la de Nápoles o los Abruzos, y avalada además con la resignación y humildad con que abrazó toda obediencia. Pero el Señor dispuso su rehabilitación con la vuelta triunfal a Nápoles, el rectorado de Manfredonia, el apostolado en su ciudad natal de Montecalvo y el rectorado con el magisterio de novicios en Campi Salentino de la Pulla, donde brillaron sus últimos destellos y dejó con sus huesos la ejemplaridad de su santísima muerte. Por cierto, aquí revivió la figura del entero escolapio con sus preocupaciones docentes y hasta haciéndose cargo provisional de la escuela de los pequeñines.


Pero no hay que omitir el doble carácter de externa austeridad y de dulzura interior que tiene las dos caras de la espiritualidad pompiliana. En pleno siglo XVIII, el de Voltaire y Rousseau, del enciclopedismo y del regalismo, del iluminismo y racionalismo, pródromos de la Revolución Francesa, San Pompilio predicó principalmente de los Novísimos o Postrimerías con los acentos de un San Vicente Ferrer, y plasmó la devoción a las almas del purgatorio en prodigios que pueden parecer ridículos al contarlos, pero que dejaron honda huella de pasmo y terror en los testigos presenciales al realizarse, como el rezar el rosario alternando con las calaveras de la cripta o carnerario de la iglesia de Caravaggio, o saludar y recibir contestación verbal de los esqueletos del cementerio de Montecalvo, y no en forma privada, sino ante multitudes. Por otra parte, su devoción a la Virgen obtuvo coloquios como el del Ave María contestado con un "Ave, Pompilio" de parte de la Mamma bel-la, como él llamó siempre a Nuestra Señora, y el bel-lo Amante fue el Corazón de Jesús, cuya devoción propagó con tantos favores y prodigios como Santa Margarita María de Alacoque. Fue, pues, San Pompilio una llamarada de sobrenaturalismo en los momentos mismos en que empezaba el intento de descristianización de los siglos XVIII y XIX de la Edad Moderna.


Fue canonizado el 19 de marzo de 1934 por S.S. Pío XI.



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