Pompilio María Pirrotti, Santo

1:34 a.m.
En la tarde del 15 de julio de 1766, víspera de la Virgen del Carmen, rendía a Dios su alma de apóstol el santo escolapio Pompilio María.

Nacido el 39 de septiembre en 1710, sintió a los dieciséis años el llamamiento a la vida religiosa, y a raíz de la cuaresma predicada en su patria, Montecalvo Irpino, por el padre rector de las Escuelas Pías de la vecina capital de Benevento, localidades ambas de la Italia meridional, escapó de su casa al colegio de residencia del fervoroso predicador y le pidió la sotana calasancia.


Las razones de su buen padre, que siguió tras él, y era notable abogado, fueron estériles ante la firme decisión del hijo. Y el noviciado y el neoprofesorio, con sus estudios, no hicieron sino continuar el tenor de vida inocente y penitente que ya en casa había llevado. Allá, en efecto, muchas noches, tras la disciplina y la oración mental, el sueño se apoderaba de él en el propio oratorio doméstico y le tendía en el pavimento, con la cabeza apoyada sobre la tarima del altar, hasta la mañana siguiente.


Terminada la carrera escolapia, ejerce el apostolado de la enseñanza durante catorce años, el primero de ellos con primeras letras en Turi y los trece restantes, con Humanidades y Retórica, en Francavilla, Brindis, Ortona, Chieti y Lanciano, más la prefectura de las Escuelas y la presidencia de la Archicofradía de la Buena Muerte.


De su apostolado entre los alumnos se recuerdan rasgos de sobrenatural penetración. Uno de ellos es en Lanciano. Al comenzar su clase le advierten los chicos la ausencia de Juan Capretti. El padre Pompilio se reconcentra y a los pocos segundos exclama: "¡Pobre Capretti! No puede venir porque está moribundo... Pero no será nada. Vayan dos en seguida a preguntar por él". Y corren dos muchachos a su Casa con la anhelante pregunta. Sus padres se extrañan, habiéndole oído levantarse y creyendo que estaba en la escuela con toda normalidad. Suben temerosos a la habitación y, efectivamente, lo encuentran en el suelo, de bruces, sin sentido, próximo a expirar. Sobresaltados le levantan, le acuestan, le llaman repetidas veces, y al fin el pobre accidentado empieza a volver en sí, balbuciendo entre sollozos: "¡Padre Pompilio, padre Pompilio!". No sabía sino que, al levantarse, había sido presa de dolores y escalofríos que le hacían desfallecer sin dejarle gritar. Después sólo sabía que le había llamado su maestro y que ya se sentía vivir. Al volver al colegio los dos emisarios el padre tomó pie para encarecer la necesidad de estar a todas horas en gracia del Señor. Ni hay que añadir el prestigio de que aureolaban al humilde padre sucesos semejantes.


Pero en aquella misma etapa docente, de 1733 a 1747, a los dos años de ordenado de sacerdote, el Capítulo provincial de 1736 acuerda facultarle para la predicación de la divina palabra, sin eximirle, naturalmente, de sus tareas escolares; y por todos aquellos mencionados colegios de la Pulla y de los Abruzos, en que enseña a tantos niños y jóvenes, empieza a enfervorizar desde el púlpito a hombres y mujeres, destacándose como misionero de fuerza y eficacia sorprendentes.


Pronto merece el dictado de apóstol de los Abruzos, tras intervenciones maravillosas que impresionan a poblaciones enteras. En el mismo Lanciano, último de los colegios de esta etapa, cercana ya la hora de medianoche, Pompilio sale una vez de su habitación, abre la puerta de la iglesia, sálese a las calles vecinas y empieza a clamar despertando a los despreocupados durmientes, para que se levanten todos y acudan al templo, pues él inmediatamente les va a predicar. Hasta hace lanzar a vuelo las campanas llamando a sermón.


Ante tamaña novedad todo Lanciano se alborota y se arremolina en torno al púlpito del apóstol. Y el santo vidente les anuncia estremecido que un horrendo terremoto se va a dejar sentir en toda la comarca, pero que ellos no teman, pues su celestial Patrona la Virgen del Puente intercede de manera singular por la afortunada población.


En efecto, aún está hablando cuando un ronco fragor subterráneo, que avanza desde la lejanía, hace temblar el suelo y vacilar los edificios, oprimiendo de espanto y crispando de nerviosismo a la totalidad del auditorio. Afortunadamente, el seísmo se desvía, y un respiro de alivio sucede al agobio. La alarma del Santo no ha sido vana. La explosión de gratitud tras la oleada de terror es confesión colectiva del fruto de aquellas vigilias, henchidas de proféticas visiones, en que el santo predicador, cual otro Abraham, participa en la mediación y el secreto de los castigos y de las condescendencias divinas.


Segunda etapa en la vida escolapia de San Pompilio es su estancia en Nápoles por otros doce años, 1747-1759. Tanto en el colegio de Caravaggio como en el de la Duquesa, ambos en la capital del reino napolitano, hallará campo más vasto para su celo. Desde Lanciano había solicitado del Papa el título de misionero apostólico. Benedicto XIV no le contestó; pero intensificó las misiones en las Dos Sicilias, en tanto que los superiores de la Orden desligaban a Pompilio de la tarea de la enseñanza para dedicarle plenamente a capellán permanente, predicador cotidiano y a confesor continuo de chicos y grandes en la iglesia de los respectivos colegios. Y en tal ambiente, y como director de la Archicofradía de la Caridad de Dios, se entrega a una vida apostólica fervorosísima, que Dios sella con incontables y sorprendentes prodigios. Tal vez hace falta en Nápoles un revulsivo así, cuando el regalismo de Tanucci, ministro del rey Carlos, el que luego en España será Carlos III, amenaza a la Iglesia en el reino no menos que el jansenismo de los capellorini.


Una madre acude un día a la iglesia de Caravaggio con el inaplazable problema de que se le ha caído su hijito a un pozo. Pompilio se compadece, parte con ella hasta el brocal, hace la señal de la cruz, y en los procesos consta la maravilla de que el nivel de las aguas empieza a subir, como si el pozo las regurgitara, hasta que aflora el niño, ileso y sonriente, al alcance de la mano de su madre enloquecida.


Una penitente del taumaturgo sufre los malos tratos de su marido, hombre vicioso y de áspera condición. Se encomienda a las oraciones de su confesor y experimentan las cosas tal cambio que hasta el esposo invita a un paseo por el campo el próximo domingo a su antes odiada mujer. Corre ella a contárselo al confesor, pero éste, sin darle total crédito, la pone en recelo y la aconseja que le llame, si llega a verse en peligro. Realízase lo del paseo dominical, mas ya en pleno campo el pérfido consorte saca un cuchillo y trata de asesinarla; pero, al invocar ella al padre Pompilio, aparece su figura demacrada y austera, arrebata el arma al asesino y le increpa de tal forma que cae de hinojos compungido y con promesa de confesión. Va, efectivamente, a confesarse a la mañana siguiente con el propio San Pompilio, y éste le muestra el consabido cuchillo. Pero lo más notable es que, a la hora precisa del frustrado atentado, el Santo estaba en público, en el púlpito de su iglesia, e interrumpió unos momentos su sermón, como abstraído en otra cosa, y lo continuó después sin aludir a nada. No tardó en saberse todo y quedó depuesto en los testimonios procesales. La bilocación no es fenómeno desconocido en las vidas de los santos.


Más tierno y humano fue el incidente del sermón del 17 de noviembre de 1756. Lo interrumpió en el momento más inspirado de un párrafo vibrante; permaneció mudo unos minutos, que al expectante público parecieron eternos, y a continuación explicó: "Suplico un requiem aeternam por el alma bendita de mi madre, que en este instante acaba de fallecer". Y así innumerables hechos asombrosos.


Mas la santidad no se prueba en los prodigios, sino en la tribulación y el sufrimiento. ¿Fue política externa de regalismo? ¡Fue política interna de separación de provincias entre la Pulla y la Napolitana? ¿Fueron —y es lo más probable— maquinaciones de los capellonni jansenistas que chocaban con las misericordiosas benignidades del confesonario del padre Pompilio? Lo cierto es que tanto del palacio real como de la cancillería arzobispal salieron órdenes a principios de 1759 suspendiendo del ministerio y desterrando del reino al taumaturgo de Nápoles. Los caballos de la calesa que le llevó primero al colegio de Posilino no quisieron arrancar hasta que el padre rector dio por obediencia la orden al propio desterrado. Consumado el primer paso, llegó de Roma el destino a Luga, en la Emlia, y a Ancona, en las Marcas, regiones centrales de Italia con colegios que no eran de la Pulla ni de Nápoles.


De cuatro años fue esta que podemos llamar tercera etapa de la vida apostólica de San Pompilio, ni menos fervorosa ni menos fecunda que la de Nápoles o los Abruzos, y avalada además con la resignación y humildad con que abrazó toda obediencia. Pero el Señor dispuso su rehabilitación con la vuelta triunfal a Nápoles, el rectorado de Manfredonia, el apostolado en su ciudad natal de Montecalvo y el rectorado con el magisterio de novicios en Campi Salentino de la Pulla, donde brillaron sus últimos destellos y dejó con sus huesos la ejemplaridad de su santísima muerte. Por cierto, aquí revivió la figura del entero escolapio con sus preocupaciones docentes y hasta haciéndose cargo provisional de la escuela de los pequeñines.


Pero no hay que omitir el doble carácter de externa austeridad y de dulzura interior que tiene las dos caras de la espiritualidad pompiliana. En pleno siglo XVIII, el de Voltaire y Rousseau, del enciclopedismo y del regalismo, del iluminismo y racionalismo, pródromos de la Revolución Francesa, San Pompilio predicó principalmente de los Novísimos o Postrimerías con los acentos de un San Vicente Ferrer, y plasmó la devoción a las almas del purgatorio en prodigios que pueden parecer ridículos al contarlos, pero que dejaron honda huella de pasmo y terror en los testigos presenciales al realizarse, como el rezar el rosario alternando con las calaveras de la cripta o carnerario de la iglesia de Caravaggio, o saludar y recibir contestación verbal de los esqueletos del cementerio de Montecalvo, y no en forma privada, sino ante multitudes. Por otra parte, su devoción a la Virgen obtuvo coloquios como el del Ave María contestado con un "Ave, Pompilio" de parte de la Mamma bel-la, como él llamó siempre a Nuestra Señora, y el bel-lo Amante fue el Corazón de Jesús, cuya devoción propagó con tantos favores y prodigios como Santa Margarita María de Alacoque. Fue, pues, San Pompilio una llamarada de sobrenaturalismo en los momentos mismos en que empezaba el intento de descristianización de los siglos XVIII y XIX de la Edad Moderna.


Fue canonizado el 19 de marzo de 1934 por S.S. Pío XI.



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