07/01/21

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Mártires

Martirologio Romano: Conmemoración de los santos mártires Liberato, abad, Bonifacio, diácono, Servo y Rústico, subdiáconos, Rogato y Septimio, monjes, y el niño Máximo, quienes en Cartago, durante la persecución desencadenada por los vándalos bajo el rey arriano Hunnerico, por confesar la verdadera fe católica y un solo bautismo, fueron sometidos a crueles tormentos, clavados a los maderos con los que iban a ser quemados y golpeados con remos hasta que sus cabezas quedaron deshechas, triunfando ellos brillantemente, por lo que merecieron ser coronados por el Señor ( 484).

Breve Reseña


Grandes fueron los estragos que hizo en África el furor del rey vándalo llamado Hunnerico, que seguía la secta de los herejes arrianos; pero en el año séptimo de su reinado, publicó un edicto sobremanera impío y sacrílego, por el cual mandaba que se arrasasen todos los monasterios, y se profanasen todas las iglesias con sagradas a honra de la santísima Trinidad.

Vinieron, pues, los soldados de Hunnerico a un convento de monjes que vivían con gran ejemplo y opinión de santidad, bajo del gobierno del santo abad Liberato, entre los cuales se hallaba el diácono Bonifacio, los subdiáconos Servo y Rústico, y los santos monjes Rogato, Séptimo y el niño Máximo: habiendo los bárbaros derribado las puertas del monasterio, maltrataron con gran inhumanidad a aquellos inocentes siervos del Señor, y los llevaron presos a Cartago, y al tribunal de Hunnerico.

Ordenóles el tirano que negasen la fe del bautismo y de la santísima Trinidad; mas ellos confesaron con gran conformidad, un solo Dios en tres Personas, una sola fe y un solo bautismo: y añadió en nombre de todos san Liberato: «Ahora, oh rey impío, ejercita, si quieres, en nuestros cuerpos las invenciones de tu crueldad; pero entiende que no nos espantan los tormentos, y que estamos prontos a dar la vida en defensa de nuestra fe católica». Al oír el hereje estas palabras, bramó de rabia y furor, y mandó que le quitasen de delante aquellos hombres y los encerrasen en la más obscura y hedionda cárcel.

Pero los católicos de Cartago hallaron modo de persuadir a los guardas, que soltasen a los santos monjes; y aunque éstos no quisieron verse libres de las prisiones que llevaban por amor de Cristo, aprovecharon alguna libertad que se les concedió en la misma cárcel, para esforzar a otros muchos cristianos que por la misma fe estaban cargados de cadenas, esta novedad llegó a oídos del tirano, quien ordenó severo castigo a los guardas, y despiadados suplicios a los santos monjes. Dio luego orden que aprestasen un bajel inútil y carcomido, y que habiendo echado en él buena cantidad de leña, pusiesen sobre ella a los santos confesores atados de pies y manos, y los quemasen en el mar, Mas aunque los verdugos una y muchas veces aplicaron teas encendidas en las ramas secas amontonadas en el barco, nunca pudo prender en ellas el fuego. Atribuyó el bárbaro monarca aquel soberano prodigio a artes diabólicas y de encantamiento: y bramando de rabia, mandó que a golpes de remos les quebrasen las cabezas hasta derramarles los sesos, y los echasen en la mar. Arrojaron las olas a la playa los sagrados cadáveres de los santos mártires; y habiéndolos recogido los católicos los sepultaron honoríficamente.

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

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Eugenia nació en Yssingeaux, en las ásperas mesetas del macizo central (Francia), el 11 de febrero de 1876, día del aniversario de la primera aparición de la Santísima Virgen en Lourdes. Infancia, vocación, vida religiosa, apostolado, sufrimiento y muerte; todo en la vida de Eugenia quedará marcado por la presencia maternal de María.

Ingresa de muy joven, junto con su hermana mayor, en el pensionado de las Ursulinas de Ministrel, donde ambas niñas son felices y apreciadas. El recuerdo más hermoso que Eugenia conserva de aquella época es el de su primera comunión y los meses de gran fervor espiritual que la precedieron. La joven, fuertemente atraída hacia la Virgen María, experimenta el gran poder y solicitud sin límites de su Madre del cielo. ¿Acaso quiere obtener alguna gracia? Durante toda una novena reza el rosario, añadiendo cinco sacrificios de los que más le cuestan. María siempre lo concede todo. «Cuando hablaba de la Santísima Virgen, contará más tarde una alumna suya, me parecía ver algo del cielo en su mirada».

Pero su fervor no le impide ser alegre; más bien al contrario. Una de sus maestras describirá a aquella joven como «muy comunicativa, de ardiente y buen corazón... Influía mucho sobre sus compañeras y las motivaba con su buen humor». Eugenia escribe una vez a su hermana: «Dios no prohíbe que riamos y que nos divirtamos, con tal de que lo amemos de todo corazón y que conservemos bien blanca nuestra alma, es decir, sin pecado... El secreto para seguir siendo hija de Dios es seguir siendo hija de la Santísima Virgen. Hay que amar mucho a la Santísima Virgen y pedirle todos los días que nos llegue la muerte antes que cometer un solo pecado mortal».

Aliviar la sed

El 6 de octubre de 1895, ingresa como postulante en el convento de las religiosas de la Sagrada Familia del Sagrado Corazón, en Puy-en-Velay: «Desde que era pequeña -escribe por entonces-, mi corazón, aunque pobre, rústico y terrenal, intentaba en vano aliviar la sed. Quería amar, pero solamente a un Esposo hermoso, perfecto, inmortal, cuyo amor fuera puro e inmutable... María, me has concedido, a mí, que soy pobre y poca cosa, al más hermoso de los hijos de los hombres, a tu divino hijo Jesús». En el momento de la despedida, la señora Joubert, su madre, le dijo a la vez que la besaba: «Te entrego a Dios. No mires atrás y conviértete en una santa». Ese será el programa de la postulante, comprendiendo perfectamente que va a "ser toda de Jesús" y no una religiosa a medias.

Eugenia ni siquiera tiene veinte años; su porte es vivo y graciosa su forma de reír. Pero su jovencísimo rostro, casi infantil, su aspecto impregnado de virginal pureza, reflejan al mismo tiempo una seriedad muy profunda. Su recogimiento es admirado y provoca la emulación de sus compañeras de noviciado. «Si vivo del espíritu de la fe -escribe-, si amo realmente a Nuestro Señor, me resultará fácil construir soledad en el fondo de mi corazón y, sobre todo, amar esa soledad y quedarme sola, solamente con Jesús».

El 13 de agosto de 1896, fiesta de San Juan Berchmans, toma el hábito religioso de manos del padre Rabussier, fundador del instituto. Más tarde expresará los sentimientos que por entonces la animaban: «Que en el futuro, mi corazón, semejante a una bola de cera, sencillo como un niño pequeño, se deje revestir por la obediencia, por cualquier voluntad de virtuoso placer divino, sin oponer más resistencia que la de querer dar siempre más».

Para no estar nunca solo

Durante el noviciado, sor Eugenia realiza varias veces los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, aprendiendo a vivir familiarmente con Jesús, María y José. Pues los Ejercicios son una escuela de intimidad con Dios y con los santos. En el transcurso de las meditaciones y contemplaciones que propone, San Ignacio invita a su discípulo a situarse en el corazón de las escenas evangélicas para ver a las personas, para escuchar lo que dicen, para considerar lo que hacen, "como si estuviéramos presentes". Por ejemplo, el misterio de la Navidad (nº 114): «Veré [...] a Nuestra Señora, a José, a la sirvienta y al Niño Jesús después de nacer. Permaneceré junto a ellos, los contemplaré, los serviré en lo que necesiten con toda la diligencia y con todo el respeto de los que soy capaz, como si estuviera presente». San Ignacio nos anima a practicar esa familiaridad incluso en las actividades más triviales del día, como la de comer: «Mientras nos alimentamos, observemos como si lo viéramos con nuestros propios ojos a Jesús nuestro Señor tomando también su alimento con sus Apóstoles. Contemplemos de qué modo come, cómo bebe, cómo mira y cómo habla; y esforcémonos por imitarlo» (nº 214).

Eugenia es seducida por la simplicidad de esa práctica, que tanto encaja con su deseo de vivir en la intimidad de la Sagrada Familia; y escribe lo siguiente: «Amar esa composición de lugar significa estar desde muy temprano en el corazón de la Santísima Virgen». O bien: «Nunca me encuentro sola, sino que estoy siempre con Jesús, María y José». Un día dirigió esta hermosa plegaria a Nuestro Señor: «¡Oh, Jesús! Dime en qué consistía tu pobreza, qué buscabas con tanta diligencia en Nazareth... Concédeme la gracia de abrazar con toda mi alma la pobreza que tu amor tenga a bien enviarme». También nosotros podemos hablarle a menudo a Jesús en lo íntimo de nuestro corazón, preguntándole cómo practicó la humildad, la bondad, el perdón, la mortificación y todas las demás virtudes, y rogándole a continuación que nos conceda la gracia de imitarlo.

Sencillo como un niño

El 8 de septiembre de 1897, sor Eugenia pronuncia sus votos religiosos; en el transcurso de la ceremonia, el padre Rabussier pronuncia una homilía sobre la infancia espiritual. La nueva profesa descubre en ello un estímulo para progresar en esa vía, y se fija en dos aspectos que le parecen esenciales para alcanzar "la sencillez del niño": la humildad y la obediencia.

Para sor Eugenia, la humildad es el medio de atraer "las miradas de Jesús". En una ocasión, es reprendida severamente a causa de un trabajo de costura mal hecho, pero la labor en cuestión no era suya... A pesar de que su naturaleza se rebele contra ello, sor Eugenia calla; podría justificarse, explicar la equivocación... pero prefiere unirse al silencio de Jesús, que también fue acusado en falso. En la humillación encuentra una ocasión de "crecer en la sumisión", lo que para ella es un verdadero éxito: «La gente del mundo, escribe, intenta tener éxito en sus deseos de agradar y de hacerse notar. Pues bien, Nuestro Señor también a mí me permite que tenga éxitos en la vida espiritual. Cada humillación, por muy pequeña que sea, es para mí un verdadero éxito en el amor de Jesús, con tal que lo acepte de todo corazón».

Ser humilde consiste igualmente en no desanimarse ante las propias debilidades, las caídas o los defectos, sino ofrecerlo todo a la misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Penitencia, procedimiento habitual para recibir el perdón de Dios. «¡Bendita miseria! Cuanto más la amo, también más Nuestro Señor la ama y se rebaja hacia ella para tener piedad y concederle misericordia», exclama sor Eugenia ante sus incapacidades.

La madre de las virtudes

La humildad va pareja a la obediencia. San Pablo nos dice de Jesús que se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte (Flp 2, 8). Sor Eugenia ve en la obediencia "el fruto de la humildad y su forma más verdadera", y escribe: «Quiero obedecer para humillarme y humillarme para amar más». Obedecer a Dios, a sus mandamientos, a su Iglesia, a quienes tienen un cargo, es en verdad amar a Dios. Si me amáis, decía Jesús a sus discípulos, guardaréis mis mandamientos. El que ha recibido mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él (Jn 14, 15 y 21). «Más que una virtud, la obediencia es la madre de las virtudes», escribe San Agustín (PL 62, 613). San Gregorio Magno aporta esta hermosa frase: «Solamente la obediencia produce y mantiene las demás virtudes en nuestros corazones» (Morales 35, 28). Y, como nos enseña San Benito: «Cuando obedecemos a los superiores, obedecemos a Dios» (Regla, cap. 5).

Sin embargo, el ejercicio de toda virtud debe estar dirigido por la prudencia, la cual permite discernir, en particular, los límites de la obediencia. Así, cuando una orden, una prescripción o una ley humana se oponen manifiestamente a la ley de Dios, el deber de obediencia deja de existir: «La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia (Juan XXIII, Pacem in terris, 11 de abril de 1963). [...] La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley» (Juan Pablo II, Evangelium vitæ, 72). Ante semejantes prescripciones humanas, recordemos la frase de San Pedro: Hay que obedecer a Dios más que a los hombres (Hch 5, 29).

Aparte de las órdenes que no podríamos cumplir sin cometer pecado, se debe obediencia a las autoridades legítimas. A fin de seguir más cerca a Jesús y de trabajar para la salvación de las almas, Sor Eugenia trata de obedecer con gran perfección, para cumplir en todo momento la voluntad de Dios Padre, imitando a Nuestro Señor, que dijo: El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, lo hace igualmente el Hijo (Jn 5, 19). No hago nada de mí mismo; sino que según me enseñó el Padre, así hablo (Jn 8, 28).

Al servicio de los pequeños

Nada más pronunciar los votos, la joven religiosa es destinada a Aubervilliers, en las afueras de París, a una casa dedicada a la evangelización de los obreros. Se encariña con el corazón de los niños, consiguiendo de ese modo aquietar sus travesuras, que no faltan en su auditorio. ¿Cuál es su secreto? La paciencia, la dulzura y la bondad. Los resultados que consigue son inesperados.

Como apóstol que es, sor Eugenia suscita apóstoles. Uno de aquellos pequeños, conquistado por las clases de catecismo, sueña con ganarse a sus compañeros; consigue reunir a quienes encuentra por la calle, los hace subir a su habitación y, ante un crucifijo, les pregunta: «¿Quién crucificó a Jesús?» Y, si la respuesta tarda demasiado en llegar, añade emocionado: «Nosotros, que lo hemos matado a causa de nuestros pecados. Hay que pedirle perdón». Entonces, todos caen de rodillas y recitan desde el fondo de sus corazones actos de contrición, de agradecimiento y de amor.

Sor Eugenia hace partícipes a los niños de su amor hacia María. Un día, su amor encendido por Nuestra Señora le mueve a exclamar: «Amar a María, amarla siempre cada vez más. La amo porque la amo, porque es mi Madre. Ella me lo ha dado todo; me lo da todo; es ella la que me lo quiere dar todo. La amo porque es toda hermosura, toda pureza; la amo y quiero que cada uno de los latidos de mi corazón le diga: ¡Madre mía Inmaculada, bien sabes que te amo!».

¿ Cuándo vendrá ? ¿ Cuándo ?

Durante el verano de 1902, sor Eugenia sufre los primeros efectos de la enfermedad que se la llevaría de este mundo: la tuberculosis. Empieza entonces un doloroso calvario que durará dos años, y que acabará santificándola uniéndola mucho más a Jesús crucificado. Encuentra un gran consuelo meditando sobre la Pasión. «¿Sufre mucho?, le pregunta un día la enfermera. -Es horrible, responde la enferma, pero lo quiero tanto... al Sagrado Corazón... ¿cuándo vendrá?... ¿Cuándo?...» En medio de la oración, Jesús le hace comprender que, para seguir siendo fiel en medio de los sufrimientos, debe "abrazar la práctica de la infancia espiritual", "ser un niño pequeño con Él en la pena, en la oración, en el combate y en la obediencia". Hasta el último momento la guían la confianza y el abandono. Tras una hemorragia especialmente fuerte, recae agotada, sintiendo cómo se le escapa la vida y, sin perder ni un momento la sonrisa en el rostro, dirige la mirada a una imagen del Niño Jesús.

El 27 de junio de 1904, sor Eugenia acoge en medio de una gran paz el anuncio de su partida hacia el cielo, recibiendo el sacramento de los enfermos y la sagrada Comunión. El 2 de julio, las crisis de asfixia son cada vez más penosas; a una religiosa se le ocurre la idea de encender en la capilla una pequeña lámpara a los pies de la estatua del Corazón Inmaculado de María, consiguiendo que la Madre del cielo otorgue a la moribunda un poco de alivio. La hora de la liberación está próxima. Alguien le acerca un retrato del Niño Jesús, ante cuya imagen sor Eugenia exclama: «¡Jesús!... ¡Jesús!... ¡Jesús!...» y su alma emprende el vuelo hacia el cielo. El cuerpo de aquella joven evangelizadora parece tener doce años, y una hermosa sonrisa ilumina su rostro.

«¡Rezaré por todas en el cielo!», había prometido a sus hermanas. Pidámosle que nos guíe por el camino de la infancia espiritual hasta el Paraíso, "el Reino de los Pequeños"; allí nos espera con la multitud de los santos. A ella le rezamos, así como a San José, por Usted y por sus seres queridos, vivos y difuntos.

Fue beatificada por S.S. Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1994.

Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval

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Obispo de Metz

Pedro, hijo del conde Guy de Luxemburgo y de la condesa Mahaut de Châtillon, nació en el castillo de Ligny-en-Barrois, en Lorraine, el 20 de julio de 1369. Quedando huérfano muy pequeño, a los ocho años fue enviado a estudiar a Paris. Fue un alumno precoz y brillante, con gusto por el canto y la danza, pero también piadoso y místico. Se confesaba todos los días, era caritativo con los pobres, y pacificador en una universidad turbulenta. En 1380, durante varios meses fue dejado en Calais, como rehén de los ingleses, a cambio de la liberación de su hermano mayor.

Tenía solamente quince años cuando, por intervención de su hermano fue nombrado obispo de Metz. Acepta par obediencia, pero con desagrado. Situaciones conflictivas pronto le obligan a abandonar su diócesis y a regresar a su ciudad natal. Hecho cardenal-diácono por el pape de Avignon Clemente VII, es ordenado diácono en la Pascua de 1384 en la catedral de Notre-Dame de Paris en donde era canónigo. Según los deseos del papa, fue a Avignon para residir en la corte pontificia. Desde hacía ya seis años, el gran cisma de Occidente dividía a la Iglesia, y el joven cardenal, que sufría muchísimo ese desgarramiento, hizo todo lo que estaba en su poder para ponerle fin. Con este fin, pasaba noches enteras en oración, se imponía ayunos y grandes mortificaciones, diciendo: "La Iglesia de Dios no puede esperar nada de los hombres, ni de la ciencia ni de las fuerzas armadas, es por la piedad, la penitencia y las buenas obras que debe recuperarse y así será. Vivamos de forma de atraer la misericordia divina" .

Marcado por el sufrimiento y por una débil salud, profesaba tan gran devoción por la Pasión y la Cruz de Cristo, que, en ocasión de una visita a Châteauneuf-du-Pape, le valió la gracia de una visión estática de Jesús crucificado. En 1386, su salud provoca muy serias inquietudes y debe residir en Villeneuve, del otro lado del Rhône. Relevado desde entonces de toda obligación, pasa largo tiempo orando en la Chartreuse, cerca de donde se aloja. Pero sus fuerzas declinan rápidamente, pues el mal se agravaba; sin embargo él se mantenía calmo, paciente, poco exigente y siempre sonriente. No habiendo cumplido aún los 18años, murió el 2 de julio de 1387, murmurando: "Es en Jesucristo mi Salvador y en la Virgen María donde yo pongo todas mis esperanzas".

A su pedido, fue enterrado en Avignon en el cementerio Saint-Michel de los pobres. En seguida sobre su tumba se multiplicaron los milagros y su reputación de santidad no deja de crecer, ocasionando la apertura del proceso de canonización. Sin embargo, por diversas vicisitudes históricas, no fue beatificado hasta el 9 de abril de 1527 por el papa Clemente VII. Sus reliquias, conservadas hasta la Revolución en la iglesia del Convento de los Celestinos edificado para guardarlas, se veneran desde 1854 en la iglesia Saint-Didier de Avignon, en Châteauneuf-du-Pape y en Ligny-en-Barrois. Su sombrero de cardenal, su dalmática y su estola de diácono todavía se pueden ver en la iglesia Saint Pedro de Avignon.

San Francisco de Sales, que le profesaba una gran devoción desde su infancia, fue a rezar junto a su tumba en noviembre de 1622, justo un mes antes de su muerte.

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Sacerdote y Mártir

Tomás Maxfield nació alrededor de 1590 en The Mere del condado de Stafford. Su padre, llamado Guillermo, había confesado valientemente la fe católica y, cuando nació Tomás, estaba sentenciado a muerte por haber dado asilo a varios sacerdotes. Tomás partió a la misión de Inglaterra en 1615, después de haber recibido la ordenación sacerdotal.

Tres meses después, fue arrestado en Londres y encarcelado en la prisión de Westminster. Al cabo de ocho meses de prisión, Tomás, con la ayuda de un jesuita que estaba también preso, trató de escapar descolgándose por la ventana del calabozo. Desgraciadamente, un transeúnte dio la voz de alarma a los guardias, quienes le echaron mano y "le colocaron bajo una mesa con una cadena alrededor del cuello, atada a otra cadena que pesaba más de cien libras ... Y en esa incómoda posición le mantuvieron hasta la mañana siguiente". Después le trasladaron a un sombrío y pestilente calabozo subterráneo, con las piernas atadas a unos zancos de madera, de suerte que no podía ponerse en pie ni recostarse bien. Así estuvo desde la madrugada del viernes hasta el domingo por la noche. Algunos de sus compañeros de prisión consiguieron hacerle llegar un cobertor, y su confesor, que era un jesuita, le dirigió unas palabras de aliento a través de un agujero del techo. Según el testimonio de dicho jesuita, el mártir no había perdido el ánimo en lo absoluto.

Conducido ante el tribunal, el P. Maxfield se negó a prestar el juramento de fidelidad al rey en la forma en que los jueces se lo exigían, pero protestó de su lealtad, pues le consideraba como su verdadero y legítimo soberano. Al día siguiente, fue condenado a ser ahorcado, arrastrado y descuartizado por ser sacerdote. El duque de Gondomar, embajador de España, trató en vano de obtener que los jueces perdonasen al mártir o le mitigasen la pena.

Al día siguiente, 1º de julio, una multitud más numerosa que de ordinario, acudió a ver al Beato Tomás cuando le trasladaban de la prisión a Tyburn. Muchos siguieron a la comitiva hasta el cadalso; entre ellos, numerosos españoles. Las autoridades se enfurecieron al descubrir que alguien había adornado con guirnaldas de flores y había esparcido en el suelo hojas y yerbas aromáticas. El Beato Tomás habló a la multitud desde la carreta y declaró que había predicado la misma fe en que San Agustín de Canterbury instruyera a sus antepasados, "con el único fin de prestar servicio a las almas de los ingleses". El oficial que dirigía la ejecución, dio al verdugo la orden de cortar la cuerda de la horca rápidamente; pero la multitud exigió que se dejase morir al mártir en la horca para evitarle los horrores del descuartizamiento.

Las autoridades tomaron todas las precauciones posibles para impedir que se conservasen reliquias de Tomás Maxfield. A pesar de ello, el embajador español consiguió recuperar algunos restos del mártir y todavía se conserva parte de ellos en la población española de Gondomar y en la localidad inglesa de Downside.

El Dr. Kellison publicó una biografía del P. Maxfield el año mismo de su muerte, y al año siguiente, un testigo presencial de la ejecución la relató por escrito. Véanse las publicaciones de la Catholic Record Society, vol. III; MMP., pp. 344-353; DNB., vol. XXVIII; y Downside Review, vol. XXXIV.

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Sacerdote y Mártir

Martirologio Romano: En el Rancho de las Cruces, aldea de Guadalajara, en México, santos Justino Orona y Atilano Cruz, presbíteros y mártires, que durante la persecución desencadenada en ese país, por el Reino de Cristo juntos fueron asesinados (1928).

Etimológicamente: Atilano = Aquel que es cabeza de una estirpe, es de origen germánico.

Nació en Ahuetita de Abajo, perteneciente a la parroquia de Teocaltiche, Jal. (Diócesis de Aguascalientes), el 5 de octubre de 1901.

Ministro de la parroquia de Cuquío, Jalisco.

Se ordenó sacerdote cuando esto se consideraba como el mayor crimen que podía cometer un mexicano. Pero él, con una alegría que le desbordaba extendió sus manos para que fueran consagradas bajo el cielo azul de una barranca jalisciense donde se escondía el Arzobispo y el Seminario. Once meses después, el pacífico y alegre sacerdote, mientras ejercía a salto de mata su ministerio, fue llamado por su párroco el Sr. Cura Justino Orona.

Obediente se encaminó al rancho de “Las Cruces”, lugar que sería su calvario. Poco antes había escrito: «Nuestro Señor Jesucristo nos invita a que lo acompañemos enla pasión». Mientras dormía llegaron las fuerzas militares y la autoridad civil. El padre Atilano, al oír la descarga que cortó la vida de su párroco, se arrodilló en la cama y esperó el momento de su sacrificio. Allí fue acribillado, dando testimonio de su fidelidad a Cristo Sacerdote, la madrugada del 1° de julio de 1928.

Fue canonizado el 21 de mayo de 2000 junto a 24 compañeros mártires de México, por S.S. Juan Pablo II.

Reproducido con autorización de Vatican.va

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Clérigo Franciscano

Nació en La Valletta el 1 de julio de 1813, en una familia acomodada. Su padre, el abogado Giuseppe Francesco, formaba parte de la comisión para la redacción del nuevo Código civil y más tarde fue nombrado juez de Su Majestad. Dos de sus hermanos, doctorados en derecho, fueron sacerdotes.

A los quince años recibió la primera tonsura; tres años más tarde recibió las órdenes menores, pero nunca se sintió digno de recibir la ordenación sacerdotal.

A los veinte años, el 7 de septiembre de 1833, obtuvo el doctorado en derecho canónico y civil en el Ateneo de Malta, aunque nunca ejerció esa profesión.

Estudió la lengua inglesa, cosa rara en esos tiempos, pero esencial para mantener relaciones con los soldados ingleses (por entonces eran cerca de veinte mil) que llegaban a Malta para preparar la guerra de Crimea.

Se dedicó a la oración y a la enseñanza del catecismo. Fue muy devoto de la Eucaristía. La adoración y la meditación fueron su alimento espiritual, hasta el punto de que suscitaron admiración en todos los fieles que frecuentaban la iglesia parroquial de San Pablo Náufrago y la franciscana de Santa María de Jesús. Tenía devoción particular a la santísima Virgen y a san José. Cada día rezaba el rosario.

Siempre apoyó las vocaciones sacerdotales. Socorría continuamente a los necesitados.
Destacó especialmente por la misión que desempeñó entre los soldados y marineros ingleses.
Comenzó organizando oraciones y clases de catecismo para los militares católicos que se preparaban para partir al frente.

Luego hacía amistad con sus compañeros protestantes y no cristianos, a los que daba buenos consejos. Así atrajo a la fe católica a centenares de hombres. Los documentos que se conservan en la iglesia de los jesuitas en La Valletta recogen los nombres de más de 650 personas que Ignacio preparó para recibir el bautismo.

Además, sobresalía por su capacidad de inspirar confianza incluso en los que no se habían convertido: le encomendaban sus objetos personales y valiosos, para que se los entregara a sus seres queridos en caso de muerte.

Pionero en el campo del ecumenismo, desempeñó esta misión con la ayuda de laicos. Algunos de sus colaboradores se hicieron sacerdotes y capellanes militares o navales, y uno de ellos, que permaneció en Malta, prosiguió esta misión.

Vivió una existencia silenciosa: su santidad se intuía viéndolo orar ante el Santísimo.

Murió el 1 de julio de 1865, día de su 52° cumpleaños. Era miembro de la Orden Franciscana Seglar. Fue sepultado en la tumba de familia en la iglesia franciscana de Santa María de Jesús, en La Valletta.

Las gracias obtenidas por su intercesión divulgaron su fama de santidad no sólo en la isla de Malta, sino también en los países que acogieron y acogen a los emigrantes malteses.

En mayo de 2001 fue beatificado por S.S. Juan Pablo II.

Reproducido con autorización de Vatican.va

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