03/10/14

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Juan de Vallombrosa, Beato
Juan de Vallombrosa, Beato

Monje

Beato Tradicional, no incluido en el actual Martirologio Romano


Etimológicamente significa “Dios es misericordia”. Viene de la lengua hebrea.


Juan de Vallombrosa, natural de Florencia, entró en el monasterio de la Santísima Trinidad en su ciudad natal. Era un hombre muy inteligente y pasaba estudiando muchas horas del día y de la noche. En el curso de sus estudios se interesó en la magia y empezó a practicarla en secreto, cosa que le precipitó a una vida de vicio y depravación. Enterado el abad de Vallombrosa, le obligó a comparecer ante una comisión de monjes y le acusó formalmente. Juan empezó por mentir, negando que hubiera practicado la magia; pero, ante las pruebas irrecusables, no tuvo más remedio que declararse culpable. En castigo fue condenado a varios años de prisión.


Cuando salió de la cárcel, apenas podía caminar, pero estaba sinceramente arrepentido. El abad y los monjes se mostraron dispuestos a recibirle con los brazos abiertos, pero Juan prefirió abrazar la vida de soledad que había llevado en la prisión. "En mi larga y oscura vida de prisión, dijo, he aprendido que nada hay mejor ni más santo que la soledad; en ella quiero continuar aprendiendo las cosas divinas y perfeccionándome. Ahora que estoy libre de las cadenas, quiero aprovechar bien el tiempo, con la ayuda del Señor". Autorizado por su abad, abrazó la vida eremítica. Pronto corrió la fama de que era el más destacado de los solitarios de su patria, tanto por su santidad, como por su ciencia. Sus cartas y tratados, escritos unos en latín y otros en su idioma natal, corrían de mano en mano y eran tan apreciados por su contenido, como por la elegancia de su lenguaje. Parecía que el beato tenía un don de Dios para tocar los corazones más endurecidos y explicar los puntos más oscuros de la Sagrada Escritura.


El "ermitaño de las celdas", como le llamaba el pueblo, vivió hasta edad muy avanzada y gozó de la amistad y estima de Santa Catalina de Siena. Escribiendo a Barduccio de Florencia después de la muerte de la santa, el Beato Juan afirmaba que Catalina se le había aparecido cuando él se hallaba llorando su fallecimiento y que le había consolado con la visión de la gloria de que disfrutaba en el cielo.


VIDAS DE LOS SANTOS Edición 1965

Autor: Alban Butler (†)

Traductor: Wilfredo Guinea, S.J.

Editorial: COLLIER´S INTERNATIONAL - JOHN W. CLUTE, S. A.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!



4:51 a.m.
Martirologio Romano: En París, en Francia, beata María Eugenia Milleret de Brou, virgen, fundadora de la Congregación de Hermanas de la Asunción, para la educación cristiana de niñas.

Fecha de canonización: 3 de junio de 2007 por el Papa Benedicto XVI


Etimología: Eugenia = aquella que es bien nacida, es de origen griego Nacida en una familia burguesa, en 1817 en Metz (Francia), tras la derrota definitiva de Napoleón y la Restauración de la Monarquía, Ana-Eugenia Milleret no parecía estar destinada a trazar un camino espiritual en la Iglesia de Francia.


Su padre, liberal y seguidor de las ideas de Voltaire, desarrolla su actividad como banquero y en la vida política. Ana-Eugenia, dotada de una gran sensibilidad, recibe de su madre una educación que le da un carácter fuerte y el sentido del deber. La vida familiar desarrolla en ella una curiosidad intelectual y el espíritu romántico, un interés por las cuestiones sociales y una amplitud de mirada.


Esta educación, lejos de la Iglesia, de Cristo, de la escuela, está marcada por una gran libertad unida a un gran sentido de la responsabilidad. La bondad, la generosidad, la rectitud y la sencillez aprendidas junto a su madre, le llevará a decir más tarde que su educación era más cristiana que la de muchos católicos piadosos de su tiempo. Según la costumbre, como su contemporánea George Sand, Ana-Eugenia asistía a la Misa los días de fiesta y había recibido los sacramentos de la iniciación cristiana sin comprometerse a nada. Su primera comunión fue, con todo, una gran experiencia mística para Ana–Eugenia en la que ya se encontraba todo el secreto del futuro. Solo más tarde, captará el sentido profético de esta experiencia y reconocerá en ella el fundamento de su camino hacia una pertenencia total a Cristo y a la Iglesia.


Vivió una juventud feliz, aunque no faltó el sufrimiento. La muerte de un hermano mayor que ella, la de una hermana pequeña, una salud frágil y una caída que le dejará sus secuelas, marcaron su infancia. Ana-Eugenia mostrará una madurez superior a la de su edad, sabrá esconder sus sentimientos y hacer frente a lo que va viniendo. Más tarde, tras un periodo de gloria, tendrá que enfrentarse al fracaso de los bancos de su padre, a la incomprensión y separación de sus padres, a la pérdida de toda seguridad. Ana-Eugenia tiene que abandonar la casa de su infancia e ir a París con su madre, mientras que su hermano Luis, su gran compañero de juegos, se marchará con su padre.


En París, junto a su madre a la que adoraba, la verá afectada terriblemente por el cólera que se la llevó en unas horas, dejando a su hija de 15 años sola en el mundo, en una sociedad mundana y superficial. En esta situación y a través de una búsqueda angustiosa y casi desesperada de la verdad, Ana-Eugenia llegará a su conversión sedienta del Absoluto y abierta a lo transcendente.


A los 19 años, Ana–Eugenia asiste a las Conferencias cuaresmales en la Catedral de Nuestra Señora, en París, predicadas por el Padre Lacordaire, joven pero ya conocido por su talento como orador. Antiguo discípulo de Lamennais —habitado como él por la visión de una Iglesia renovada jugando un papel nuevo en el mundo— Lacordaire comprende su tiempo y quiere cambiarlo. Conoce los interrogantes y las aspiraciones de los jóvenes, su idealismo y su ignorancia sobre Cristo y la Iglesia. Su palabra llega al corazón de Ana-Eugenia, responde a sus propios interrogantes y despierta en ella una gran generosidad. Ana Eugenia ve a Cristo como Liberador universal y su Reino en la tierra a través una sociedad fraterna y justa. Me sentía realmente convertida, escribe, y sentía el deseo de entregar todas mis fuerzas, o mas bien toda mi debilidad, a esta Iglesia que desde entonces me parecía que era la única que poseía aquí abajo el secreto y el poder del bien.


En este momento, conoce a otro predicador, también antiguo discípulo de Lammenais, el Padre Combalot, que escogerá como confesor. El Padre Combalot se da cuenta que tiene ante a él a un alma privilegiada y designa a Ana-Eugenia como fundadora de la Congregación que él soñaba desde hacía tiempo. Insistiendo en que esta fundación es la voluntad de Dios y que Dios la había escogido para realizar esta obra, el Padre Combalot convence a Ana-Eugenia para que asuma este proyecto: una obra de educación. El P. Combalot está convencido de que solamente a través de la educación, se podrá evangelizar las inteligencias, hacer que las familias sean verdaderamente cristianas y así transformar la sociedad de su tiempo. Ana-Eugenia acepta este proyecto como un deseo de Dios y se deja guiar por el P. Combalot.


A los 22 años, María Eugenia se convierte en Fundadora de las Religiosas de la Asunción, entregadas a consagrar toda su vida y todas sus fuerzas para extender el Reino de Cristo en el mundo. En 1839, con otras dos jóvenes, Ana-Eugenia Milleret empieza una vida comunitaria de oración y de estudio en un apartamento de la calle Férou, muy cerca de la Iglesia de San Sulpicio en París. En 1841, abren la primera escuela con el apoyo de Mme de Chateaubriand, Lacordaire, Montalembert y sus amigos. Años más tarde la comunidad contará con 16 hermanas de cuatro nacionalidades.


Maria Eugenia y las primeras hermanas de la Asunción quisieron unir lo antiguo y lo nuevo: unir los antiguos tesoros de la espiritualidad y de la sabiduría de la Iglesia con una nueva forma de vida religiosa y de educación que respondieran a las necesidades de las mentalidades modernas. Se trata de asumir los valores de su tiempo, y a la vez, transmitir valores evangélicos a la cultura naciente de una nueva era industrial y científica. La Congregación desarrollará una espiritualidad centrada en Cristo y en el misterio de la Encarnación, a la vez profundamente contemplativa y profundamente apostólica. Será una vida vivida en la búsqueda de Dios y en un fuerte compromiso apostólico.


La vida de María Eugenia de Jesús fue larga, una vida que atravesó casi todo el siglo XIX. Amaba profundamente su tiempo y quería participar activamente en su historia. Progresivamente todas sus energías se fueron unificando, de una u otra manera, en el desarrollo y la extensión de la Congregación, la obra de su vida. Dios le iba enviando hermanas y amigos. Una de las primeras fue una irlandesa, mística y amiga íntima a la que María Eugenia, al final de su vida, la llama “la mitad de mi ser”. Kate O’Neill, en religión Madre Thérèse Emmanuel, se considera como co-fundadora. El P. Emmanuel d’Alzon, que llegó a ser el director espiritual de María Eugenia poco después de la fundación, será para ella padre, hermano, amigo según las etapas de la vida. En 1845, el P. d’Alzon fundó los Agustinos de la Asunción y los dos fundadores se ayudaron mutuamente a lo largo de 40 años. Los dos tenía un don para la amistad y trabajaron en la Iglesia con numerosos laicos. Juntos, en seguimiento de Jesús, religiosas, religiosos y laicos han trazado el camino de la Asunción y forman parte de la inmensa nube de testigos.


En los últimos años de su vida, M. María Eugenia de Jesús experimentará poco a poco el debilitamiento físico, vivido en la humildad y en el silencio, en una vida totalmente centrada en Jesucristo. El 9 de marzo de 1898 recibe por última vez la comunión y en la noche del 10 de marzo se duerme dulcemente en el Señor. Fue beatificada por Pablo VI, en Roma, el 9 de febrero de 1975 y canonizada por Benedicto XVI el 3 de junio del 2007.


La rama laica –Asunción Juntos– formada por Amigos de la Asunción y Comunidades o Fraternidades de la Asunción, es numerosa: unos miles de Amigos y algunos centenares de Laicos comprometidos según el Camino de Vida.


Reproducido con autorización de Vatican.va



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Obispo de Jerusalén (312-34).


La fecha en la que Macario fue consagrado Obispo se encuentra en la versión de San Jerónimo de las “Crónicas” de Eusebio.

Su muerte debe haber acaecido antes del Concilio de Tiro, en el año 335, en el que su sucesor, Máximo, fue aparentemente uno de los obispos participantes.


Macario fue uno de los obispos a quienes San Alejandro de Alejandría escribiera previniéndolos contra Ario.


El vigor de su oposición a la nueva herejía se evidencia en la manera abusiva en la que Ario se refiere a él en su carta a Eusebio de Nicomedia.


Asistió al Concilio de Nicea, y vale mencionar aquí dos conjeturas relacionadas con el papel que desempeñó en dicho concilio. La primera es que hubo un forcejeo entre él y su obispo metropolitano Eusebio de Cesarea, en cuanto a los derechos de sus respectivas sedes. El séptimo canon del concilio (“Debido a que la costumbre y la tradición antigua muestran que el obispo de Elia [Jerusalén] debe ser honrado y debe tener precedencia; sin que esto perjudique, sin embargo, la dignidad que corresponde al obispo de la Metrópolis”), por su vaguedad sugiere que fue el resultado de una prolongada batalla.


La segunda conjetura es que Macario, junto con Eustaquio de Antioquía, tuvo mucho que ver con la redacción del Credo adoptado finalmente por el Concilio de Nicea.


Para mayores datos sobre la base de esta conjetura (expresiones que aparecen en el Credo y que recuerdan las de Jerusalén y Antioquía) el lector puede consultar a Hort, "Two Dissertations", etc., 58 sqq.; Harnack, "Dogmengesch.", II (3a edición), 231; Kattenbusch, "Das Apost. Symbol." (Ver el índice del volumen II.).


De las conjeturas podemos pasar a la ficción. En la “Historia del Concilio de Nicea” atribuida a Gelasio de Cícico hay varias discusiones imaginarias entre los Padres del Concilio y los filósofos al servicio de Ario.


En una de esas discusiones, en donde Macario actúa como vocero de los obispos, éste defiende el Descendimiento a los infiernos.


Este hecho, consecuencia de la incertidumbre de si el Descenso a los infiernos se encontraba en el Credo de Jerusalén, es interesante, sobre todo si se tiene en cuenta que, en otros aspectos, el lenguaje de Macario aparece más conforme al del Credo.


El nombre de Macario ocupa el primer lugar los de los obispos de Palestina que suscribieron el Concilio de Nicea; el de Eusebio aparece en quinto lugar. San Atanasio, en su encíclica a los obispos de Egipto y Libia, incluye el nombre de Macario (quien había muerto ya hacía mucho tiempo) entre los de los obispos reconocidos por su ortodoxia.


San Teofano en su "Cronografía" indica que Constantino, al finalizar el concilio de Nicea, ordenó a Macario buscar los sitios de la Resurrección y de la Pasión y la Verdadera Cruz.


Es muy probable que esto haya sido así, ya que las excavaciones comenzaron muy poco tiempo después del concilio y se realizaron, aparentemente, bajo la superintendencia de Macario.


El gran montículo y las bases de piedra coronadas por el templo de Venus, que se habían construido sobre el Santo Sepulcro en la época de Adriano, se demolieron y “cuando de inmediato apareció la superficie original del suelo, contrario a todas las expectativas, se descubrió el Santo Monumento de la Resurrección de nuestro Salvador”.


Al oír la noticia, Constantino escribió a Macario dándole órdenes y detalladas para la construcción de una Iglesia en ese lugar.


Más tarde escribió otra carta “A Macario y a los demás Obispos de Palestina” ordenando la construcción de una Iglesia en Mambré, que también había sido profanada por un templo pagano. Eusebio, tal vez pensando en su dignidad como Obispo Metropolitano, aunque relata lo antes descrito, se refiere a la carta como “dirigida a mí”.


También se construyeron iglesias en los lugares e la Natividad y la Ascensión.



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