Abad
Martirologio Romano: En Pelusio, en Egipto, san Isidoro, presbítero, hombre de profunda doctrina, que, despreciando el mundo y las riquezas, trató de imitar la vida de san Juan Bautista en el desierto, vistiendo el hábito monástico (c. 449).
Etimología: Isidoro = Don de Isis, es de origen griego.
Nació en Alejandría en la segunda mitad del siglo IV, murió no más tarde del 449-50. En ocasiones se le designa por error como Isidoro de Damieta. Dejó su familia y propiedades, se retiró a una montaña cerca de la ciudad de Pelusio, cuyo nombre se conectó luego al de él, y abrazó la vida religiosa en el monasterio de Licnos, donde pronto fue famoso por su exactitud en la observancia de la regla y por su austeridad. Un pasaje en su voluminosa correspondencia ofrece razones para creer que ejercía el oficio de abad. Facundo y Suidas se refieren a él como sacerdote, aunque ninguno de estos escritores nos informan a qué iglesia pertenecía; puede ser que no tuviera puesto clerical, sino que sólo fuera sacerdote de un monasterio. Su correspondencia nos da una idea sobre su actividad. Lo muestran peleando contra clérigos indignos cuya elevación al sacerdocio y al diaconato era un serio peligro y escándalo para los fieles. Él se quejaba de que muchos laicos dejaban de recibir los sacramentos para evitar contacto con estos hombres deshonrosos.
Su veneración por San Juan Crisóstomo le hizo proponerle a San Cirilo de Alejandría que le hiciera completa justicia a la memoria del gran doctor. Se opuso a los nestorianos y durante el conflicto que surgió a finales del Concilio de Éfeso entre San Cirilo y Juan de Antioquia, él pensó que San Cirilo estaba muy obstinado. Por lo tanto le escribió a este último en términos insistentes suplicándole, como un hijo a su padre, que pusiera fin a la división y no pusiera una ofensa privada como un pretexto para una ruptura eterna. San Isidoro todavía estaba vivo cuando la herejía de Eutiques comenzó a extenderse en Egipto; muchas de sus cartas lo describen como oponiéndose a la afirmación de una sola naturaleza en Jesucristo. Parece que su vida no se prolongó más allá del 449, porque en sus cartas no se menciona el Concilio Ladrón de Éfeso (agosto de 449) ni el Concilio de Calcedonia (451).
Según Evagrio del Ponto, San Isidoro fue el autor de un gran número de escritos, pero dicho historiador no nos dice nada más, excepto que uno de éstos iba dirigido a Cirilo, incluso dejándonos en la duda de si esta persona era el famoso obispo de Alejandría o un homónimo. Isidoro mismo dice incidentalmente que él compuso un tratado “Adversus Gentiles” pero que se perdió. Otra obra “De Fato”, de la cual su autor nos dice que tuvo cierto grado de éxito, también se perdió. Las únicas obras existentes de San Isidoro son su considerable correspondencia, que comprenden cerca de dos mil cartas. Aun este número parece ser pequeño comparado con la gran cantidad escrita, pues San Nicéforo habla de 10,000. De éstas existen 2,182 divididas en cinco libros que contienen respectivamente 590, 380, 413, 230 y 569 cartas. Estas cartas de San Isidoro pueden ser divididas en tres clases, de acuerdo al tema tratado: las que tratan sobre el dogma y la Biblia, sobre la disciplina eclesiástica y monástica y sobre la moralidad práctica para la guía de los laicos de todas clases y condiciones. Muchas de estas cartas, como es natural, tienen una importancia secundaria, muchas son meras notas. En este artículo se le pondrá énfasis a las principales. Entre éstas está la carta a Teologio contra los nestorianos, en la cual Isidoro señala que hay una gran diferencia entre la madre de los dioses en las fábulas y la Madre de Jesucristo, el Hijo de Dios, pues la primera, según reconocido por los paganos mismos, concebían y parían los frutos del libertinaje, mientras que María concibió sin haber tenido relación sexual con ningún hombre, como es reconocido por todas las naciones del mundo.
Su carta a Hierax defiende la legitimidad de la veneración de las reliquias; la carta a Tuba muestra que era considerado impropio para un soldado cargar una espada en la ciudad en tiempos de paz y aparecer en público con armas y uniforme militar. Sus cartas a personas en la vida religiosa traen muchas pistas importantes que nos permiten tener una idea bastante exacta de las normas intelectuales que existían en los centros monásticos egipcios. Isidoro le reprocha al monje Taleleo el estar interesado en leer a historiadores y poetas paganos cuyos escritos estaban llenos de fábulas, mentiras y obscenidades capaces de abrir heridas ya sanadas y de llamar al espíritu de la impureza a la casa de donde había sido echado. Su consejo respecto a los que abrazaban el estado monástico era que al principio no se les hiciera sentir todo el rigor de la austeridad de la regla para que no les tomaran repulsión, y que no se les debía dejar ociosos y exentos de las tareas ordinarias para que no fueran a adquirir el hábito de la pereza, sino que se les debía guiar paso a paso a la perfección. Las grandes abstinencias no sirven un gran propósito si no van acompañadas de la mortificación de los sentidos. En un gran número de las cartas de San Isidoro respecto al estado monástico se debe notar que él afirma que consiste principalmente en el retiro y la obediencia; que el retiro incluye olvidar todas las cosas que se han dejado atrás y la renuncia a viejos hábitos, mientras que la obediencia se obtiene mediante la mortificación de la carne. El monje de un hábito debe ser de cuero, y su comida debe consistir de hierbas, a menos que la debilidad corporal requiera algo más, en cuyo caso debe ser guiado por el juicio de su superior, pues él no se debe gobernar a sí mismo, sino de acuerdo a la voluntad de los que han crecido en la práctica de la vida religiosa.
Aunque la mayoría son muy breves, la mayoría de las cartas de Isidoro contienen mucha instrucción, la cual a menudo se expone con elegancia, ocasionalmente con un cierto arte literario. Su estilo es natural, sin afectación, aunque no carece de refinamiento. La correspondencia se caracteriza por una imperturbable ecuanimidad de temperamento; ya sea que esté explicando o regañando, disputando o elogiando, siempre hay la misma moderación, los mismos sentimientos de sinceridad, el mismo gusto sobrio. En la explicación de las Escrituras el santo no disimila su preferencia por el sentido moral y espiritual, el cual juzga más útil para aquellos que lo consultan. Por doquier se le veía practicando lo que enseñaba a otros, es decir que su vida correspondía con sus palabras (coherencia), que uno debe practicar lo que enseña, y que no es suficiente indicar lo que se debe hacer, si uno no traduce sus palabras en acción.