Conrado -Juan Evangelista- Birndorfer de Parzham, Santo

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Martirologio Romano: En Altötting, en la región alemana de Baviera, san Conrado de Parzham (Juan) Birndorfer, religioso de la Orden de Hermanos Menores Capuchinos, que durante más de cuarenta años ejerció el humilde oficio de portero, siempre generoso con los pobres, y que nunca dejaba marchar a un menesteroso sin haberle ofrecido una ayuda cristiana con sus amables palabras (1891).

Etimológicamente: Conrado = Aquel que da consejos inteligentes, es de origen germánico.



Hermano religioso que nació en Parzham (Alemania), de padres labradores, y, después de una juventud ejemplar, profesó en la Orden capuchina en 1842. Durante cuarenta y tres años ejerció el oficio de portero en el convento de Altötting (Baviera), célebre santuario mariano, dando a todos ejemplo de oración, caridad activa y paciencia. Lo canonizó Pío XI en 1934.

Este admirable santo capuchino es, como quien dice, de ayer. El autor de estas líneas recuerda que el día en que fray Conrado fue beatificado, 15 de junio de 1930, tuvo la dicha de comentar sus virtudes en compañía de un anciano misionero de la Araucanía (Chile), que vivió varios años en el mismo convento en que nuestro santo era portero. Su figura tiene toda la frescura de las flores recién cortadas; sus ejemplos son de una actualidad que debe hacernos mucho bien, y esa actualidad añade un nuevo encanto a la vida ejemplar de este santo capuchino.


A nadie se le habría ocurrido pensar jamás que la portería de un convento pueda ser campo propicio para grandes hazañas, ni pedestal apropiado para conseguir la inmortalidad. Una puerta y una campana, y junto a ellas un hombre sin literatura y sin armas, un hombre que va envejeciendo poco a poco, con una tenue sonrisa en los labios, que no grita, ni escribe, ni pronuncia discursos, que casi no habla, que se mueve pausadamente atendiendo a los innumerables llamados de los que llegan al convento. Éste es el hombre, famoso hoy en todo el mundo, y ése fue el escenario donde se deslizó toda su vida, recogida y silenciosa.


Debo confesar que los capuchinos fuimos los primeros en sorprendernos al escuchar las maravillas y portentos que se contaban de aquel humilde hermanito lego que perteneció a nuestra numerosa familia; los primeros en asombrarnos ante los rápidos procesos de beatificación y canonización de aquel religioso que murió hace pocos años, dejando en los libros de su convento apenas un nombre, desprovisto, al parecer, de todo relieve y de toda gloria.


Cuando comenzó a hablarse de fray Conrado, viose al punto que no era «uno de tantos», uno más entre esos buenos religiosos que viven y mueren en nuestra compañía, dedicados al silencio y a la oración. La figura del portero de Altötting empezó a crecer victoriosa, se agigantó con el estudio minucioso de sus virtudes; y entonces caímos en la cuenta de que realmente nos encontrábamos ante un hombre extraordinario, ante un prodigioso santo, digno de figurar entre las almas más puras y perfectas de la Orden Seráfica.


Los milagros que siguieron a estos comienzos de gloria vinieron a demostrarnos que Dios quería fijar la atención del mundo moderno en este religioso de nuestros días, confundiendo la soberbia de los grandes, caldeando la frialdad de los tibios, enseñando a todos de manera admirable los rumbos olvidados de la perfección cristiana.


La vida de este santo moderno es, además, para nosotros los capuchinos, una garantía de que el primitivo y austero espíritu de nuestra Orden se conserva en su prístino vigor, de que es posible la perfección en todos los siglos, si seguimos los excelsos caminos trillados por nuestros mayores.


Hay también otra lección para todos los cristianos en la vida sencilla de San Conrado; y es que la santidad no consiste en obras extraordinarias, ni en penitencias asombrosas, ni en oraciones extáticas, sino en la simple y pura observancia de los deberes propios de cada uno, bajo el impulso de la gracia y del amor a Dios.


Fray Conrado nació en 1818 en la pequeña aldea de Parzham (Baviera), de padres cristianos. Bartolomé Birndorfer y Gertrudis Niedermaier, labradores acomodados, eran el tipo de esos fornidos campesinos alemanes que saben unir la piedad con el trabajo, el tesón con la dulzura.


Cuando nacía un hijo en aquel hogar, no se permitía a los demás hermanos acercarse a él para darle el beso de la fraternidad, antes de que fuese bautizado. Juan, nuestro santo, fue hecho cristiano el mismo día de su nacimiento; después de la ceremonia, llamó Gertrudis a sus ocho hijos, y, presentándoles al nuevo vástago, les dijo: «Ahora sí, abrazadle, besadle... Juanito es un ángel, un amigo de Dios».


La vida de esta familia es un modelo de honradez y de poesía cristiana. «Rezan todos juntos, y de rodillas, el Ángelus y el rosario», cuenta un testigo; se fomenta la devoción a la Virgen; se narran las historias del Antiguo y Nuevo Testamento, que tanto agradan a los niños; se vive una vida de paz inalterable; de suerte que un anciano que estuvo muchos años al servicio de aquella casa ha podido decir al fin de sus días: «En la casa de los Birndorfer la vida era un idilio sagrado y patriarcal».


Una persona que conoció por aquellos días al pequeño Juan, ha dicho: «Le gustaba orar y oír hablar de Dios».


Es fácil imaginarse al piadoso niño, sentado en su sillita baja, al amor de la lumbre, escuchando atentamente las enseñanzas de sus padres... Los ojos, iluminados por el fuego y embellecidos por la inocencia, mirarían fijos y candorosos, ora al padre, ora a la madre, sin perder una tilde de tan preciosas lecciones. Su corazón sentiría crecer las santas emociones del amor divino, los nobles deseos de la santidad, el horror a todo pecado, la simpatía por la virtud. Un día, le llamaría la atención la vida de un santo, se entusiasmaría con algún ejemplo de penitencia o de oración, y se recogería interiormente para decirse con firme esperanza: «Así seré yo».


Su madre, viéndole tan atento, le hacía con frecuencia esta pregunta: «Juan, ¿quieres amar a Dios?»; y él contestaba con ansia: «Mamá, enséñeme usted cómo debo amarle con todas mis fuerzas».


El párroco del pueblo empezó a interesarse vivamente por aquel niño que, a los seis años, sabía el catecismo y hablaba de las verdades religiosas con la seriedad de un hombrecito, y cuya conducta angelical era un modelo precioso para todos. Entre sus compañeros de estudio o de juego, la presencia de Juanito Birndorfer era el más eficaz de los sermones; en la escuela, en la calle o en el templo, el pequeño era ya considerado como un futuro santo. Un día, uno de sus compañeros de juego lanzó colérico una blasfemia contra Dios y la Virgen. Juan palideció repentinamente como herido por un rayo, las lagrimas saltaron de sus ojos, y cayó de rodillas implorando misericordia para el blasfemo.


Según iba creciendo en edad, se confirmaba en el espíritu de recogimiento y de oración, que sería más tarde el alimento preferido de su vida religiosa. Todas las criaturas le hablaban de Dios y le impulsaban al amor y a la alabanza del Creador: el espíritu de San Francisco de Asís, eminentemente poético, entraba pleno de encantos en aquel corazón sensible e inocente.


Hasta los catorce años, la vida del joven fue una sucesión continua de las más puras alegrías y de apacibles goces familiares; pero muy pronto la mano de Dios quiso probarle también en el áspero camino del dolor. Bartolomé y Gertrudis murieron santamente, dejando a sus diez hijos el recuerdo de las más altas virtudes. Las lágrimas de la resignación vinieron a ser el bálsamo cristiano de aquella familia huérfana. Y la paz siguió inalterable, presidiendo la vida de todos, gracias a la influencia y exquisito tacto de Juan a quien todos sus hermanos, a pesar de sus pocos años, obedecían y respetaban como a jefe moral y representante perfecto de las virtudes de los padres difuntos. «Los hermanos Birndorfer -dice un testigo- eran muy piadosos y devotos; y, aunque ricos, sin ambiciones y enemigos de todo lujo. Se acercaban con frecuencia a los sacramentos; y en la casa, tanto los amos como los criados, parecían tener un solo corazón y una sola alma».


Nuestro santo siguió practicando cada día con mayor perfección el programa que inició en sus primeros años: trabajo, obediencia a los mayores, soledad y oración en todos los momentos libres. Si el día no fue propicio para la vida del espíritu, aprovecha la noche para sus oraciones y penitencias. Un día, su hermana Teresa entró en el dormitorio de Juan y vio que la cama estaba perfectamente arreglada. «¿Qué te pasa? -preguntó solícita a su hermano-. ¿Por qué no te has acostado esta noche?». «¿Y crees tú -le contestó él sonriente- que no sé hacer la cama tan bien como cualquiera?». Desde aquel día, para evitar sospechas, desarregla el lecho con tal arte, que nadie nota ya sus vigilias y oraciones nocturnas.


Un amor va creciendo pujante en su alma: es el amor a la Madre de Dios, cuyo santuario de Altötting, famoso en Alemania, atrae su corazón con fuerza irresistible. En las frecuentes visitas que hace a su Señora, le parece que una voz sale de la imagen y le invita con cariñoso acento: «Quédate aquí; ésta es tu casa».


También le encanta la vida admirable del Patriarca de Asís; y para imitar sus virtudes, se hace hijo y discípulo suyo, inscribiéndose en la Orden Tercera de Penitencia, hoy llamada también Orden Franciscana Seglar.


Pero una inquietud interna le insta a mayores alturas, siente algo extraño, parecido a un llamamiento de Dios; el mundo le hastía, las riquezas le repugnan, los peligros le amedrentan. Es la vocación religiosa que no le dejará sosegar hasta conseguir su total renuncia a la tierra para vivir en el cielo.


Consulta con su confesor, pide a la Virgen de Altötting que le muestre claramente la voluntad del Señor, redobla las plegarias y las mortificaciones, y un día su director espiritual le dice sin rodeos: «Dios te quiere capuchino». En pocos días sus actividades se orientan en derredor de esa única idea: reparte sus cuantiosos bienes entre los pobres y la parroquia, se presenta al Provincial de los capuchinos y se fija el día de su ingreso en el convento. Vuelve a su casa, reúne a todos los miembros de la familia y les da la gran noticia con la alegría de un triunfador. Uno de sus sobrinitos recordará, después de sesenta años, aquella emocionante escena de renunciamiento y de firmeza espiritual, entre las lágrimas de toda la familia.


Juan Birndorfer toma el hábito capuchino en el convento de Laufen, a los treinta y tres años de edad, el día 17 de septiembre de 1851, fiesta de las llagas de San Francisco, y recibe su nuevo nombre: Conrado de Parzham.


Desde ese día hasta el momento de la muerte, los cuarenta y tres años de la vida religiosa de este hermano lego son, a nuestros ojos, de una monotonía desconcertante; en todo ese tiempo no hay un suceso que pueda llamar nuestra atención, nada que merezca los honores de un comentario. Pero, a los ojos del espíritu y de la fe, el alma de fray Conrado era como el águila que ha emprendido su vuelo y que no lo terminará ni descansará hasta llegar a la cima de la más excelsa perfección.


El padre Maestro de novicios le somete a duras pruebas de obediencia, a humillaciones y trabajos; le hace pasar, delante de la comunidad, como hipócrita y presuntuoso, y hasta llega a negarle la sagrada Comunión... Fray Conrado recibe las reprimendas mejor que si fueran elogios, y aun le parece que el padre Maestro se queda corto en los castigos. «¿Qué pensabas? -se dice a sí mismo-; ¿creías que ibas a recibir caricias como los niños?».


No sería exacta la frase si dijéramos que la oración del nuevo religioso era frecuente; supo armonizar con tal arte el trabajo y la meditación, su vida interior era tan intensa, que es más propio asegurar que su oración duró lo mismo que su vida, sin interrupciones de ninguna clase. Esto es lo que se deduce de los testimonios de religiosos que vivieron muchos años con fray Conrado, y eso es lo que él mismo dice en un cuadernito de apuntes que escribió durante el noviciado y que cumplió fielmente hasta el último suspiro: «Adquiriré la costumbre de estar siempre en la presencia de Dios. Observaré riguroso silencio en cuanto me sea posible. Así me preservaré de muchos defectos, para entretenerme mejor en coloquios con mi Dios».


Apenas hecha la profesión religiosa, sus superiores le dieron una grata noticia: deberá ir de portero al convento de Santa Ana de Altötting, a pocos metros del célebre santuario de su querida Virgen. Y fray Conrado, lleno de gozo, se instala en aquella portería que no había de abandonar en toda su larga existencia.


La portería de Altötting es quizá una de las más importantes y movidas de los conventos capuchinos. Miles de peregrinos acuden sin cesar al devoto santuario. Ordinariamente, el cargo de portero se confía a religiosos maduros, de tacto exquisito, de sólida piedad y de paciencia inalterable. Los superiores de fray Conrado vieron en él al portero ideal, y la experiencia demostró con creces el acierto de aquella elección.


Así como otros se han santificado en el vasto terreno de un apostolado multiforme, nuestro santo comenzó a santificarse en el reducido espacio alrededor de la puerta de un convento. El Sumo Pontífice Pío XI, en la homilía de la canonización de San Conrado, sintetizó toda su vida aplicándole las palabras que los campesinos de Judea decían de Jesucristo: «Todo lo hizo bien».


El humilde lego se convenció de que, en su oficio, cabían todas las virtudes cristianas y toda la perfección religiosa; y desde el primer momento se esforzó por poner en práctica su precioso programa.


El fundamento de todos sus esfuerzos, el secreto del admirable dominio del espíritu, fue una oración incesante y ardorosa: era el hombre que vivía arrobado en el cielo, el serafín que cada día se inflamaba más en el amor de Dios, el paje fiel de la Reina de los Ángeles, la lámpara siempre encendida del Sagrario. Es necesaria la gran habilidad de los santos para saber conservar tan hondo recogimiento en medio del ajetreo mareador de una portería como aquélla. «La campanilla de la puerta -dice un escritor- estaba en movimiento todo el día; ya eran los religiosos que iban a sus trabajos o regresaban del ministerio; ya los peregrinos que a centenares encargaban misas, o pedían que se les bendijera algún objeto piadoso; ya los fieles que llamaban a algún padre para confesarse o pedir consejo; ya los numerosos pobres que a cada instante llegaban a pedir pan, comida o vestidos». Fray Conrado se asustó los primeros días, creyendo que su espíritu naufragaría en el vaivén incesante de la puerta que se abría y cerraba sin descanso. Miraba la quietud de la noche como un puerto seguro, y aprovechaba las horas del sueño y de la soledad para postrarse en un rincón de la iglesia, y allí se entretenía largo rato en coloquios con su Dios, caldeando el espíritu en la hoguera del amor divino, fuente de consuelos y de energías para su alma. Muy pronto, el miedo de la portería y de sus trajines se trocó en un sabroso placer; el sonido de la campana fue para el portero como la voz de Cristo, las peticiones de los visitantes eran acogidas con una sonrisa de cariño, las idas y venidas por el claustro eran una oración ferviente que llegaba a las efusiones del éxtasis.


Fray Conrado había hallado, además, un tesoro escondido; junto a la puerta encontró una celdilla pequeña y oscura, oculta debajo de la escalera, rincón que nadie habitaba y que era conocido con el nombre de «celda de San Alejo». El corazón de fray Conrado saltó de gozo al fijarse en la única ventanita que tenía aquel cuchitril: daba precisamente a la iglesia, y desde allí podría ver, siempre que lo quisiera, su amado Sagrario. El santo portero bendijo a Dios por el hallazgo inesperado, subió a la celda del padre Guardián y le rogó con infantil insistencia que le permitiera habitar en la «celda de San Alejo». Fray Conrado no la hubiera cambiado por nada del mundo; desde entonces sería el nido de sus amores, su cielo en la tierra. Al encerrarse en su rincón todos los momentos libres, nadie notaría sus fervores, sus plegarias, sus penitencias; allí podría dar rienda suelta a todas las efusiones de su corazón; y cuando suene la campana, saldrá sin meter ruido, y estará en la portería antes que puedan impacientarse los visitantes. ¡Qué poco necesita fray Conrado para estar contento! ¡Cómo se puede encontrar el paraíso debajo de una escalera!


La vida del santo portero, durante los cuarenta años de permanencia en Altötting, estuvo sujeta a un horario jamás alterado. A las tres de la mañana, baja a la iglesia, hace una larga oración, prepara la sacristía, adorna los altares, ayuda las primeras misas en el santuario de María, mientras el hermano sacristán, enfermo y anciano, puede gozar de un poco de reposo. En la primera misa, fray Conrado comulga todos los días con la compostura y el fervor de un serafín; los superiores, en atención a su angelical pureza y a los evidentes frutos que sacaba del banquete eucarístico, le concedieron esa gracia, a pesar de que la comunión diaria era entonces un caso excepcional.


Uno de los más grandes amores del santo portero era la devoción a Jesús Crucificado. «El crucifijo es mi libro -decía-; una mirada a la cruz me enseña en cada momento el modo de portarme». Cuando fray Conrado hacía el Vía-crucis, las lágrimas saltaban de sus ojos, y parecía no poder apartarse de las distintas estaciones; no menos de una hora empleaba en ese piadoso ejercicio, sacando de él aquella humildad y mansedumbre que eran sus rasgos más característicos y visibles. La vida penitente de nuestro santo tuvo en la cruz su origen, su sostén y su poesía.


La devoción a la Virgen María es otro delicado matiz de esta alma llena de perfecciones. Desde los primeros años de su vida aprendió, de labios de su santa madre, el amor a María. La edad no hizo sino robustecer y hermosear esta devoción. En el convento de Altötting es el portero de la Virgen, el celoso propagador de su culto, el apóstol de sus bondades y el juglar enamorado de la Reina de los cielos. Los que llamaban a la puerta, ya sabían que las primeras palabras de fray Conrado serían un saludo cortés mezclado con una invitación al amor de Jesús y María. En la «celda de San Alejo» rezaba diariamente el oficio parvo de la Virgen y la corona de la Inmaculada, leía libros que trataban de sus virtudes y de sus glorias, meditaba en sus perfecciones, dirigía frecuentes miradas hacia el altar de su Reina.


Un estudiante de Neutötting cuenta el caso siguiente: «Un día observé cómo el ardor de su devoción a María se manifestaba de una manera visible y prodigiosa. Globos resplandecientes, como de fuego, salían de sus labios y subían hasta la imagen de la Madre de Dios. Después presencié muchas veces el mismo fenómeno». Otras muchas personas fueron testigos de parecido espectáculo. No era un secreto para nadie que el portero de los capuchinos de Altötting estaba enamorado de su celestial Señora.


La mansedumbre y la caridad de fray Conrado se hicieron proverbiales en toda la comarca. Las pruebas más crueles llovían sobre él; pero jamás se le vio perder un átomo de aquellas virtudes. Había en la vecindad una pobre mujer, medio demente, que, durante más de veinte años, molestó al santo portero con impertinencias e insultos de la más baja índole. Fray Conrado le daba todos los días lo mejor de sus limosnas, recibía las palabras de la loca con una sonrisa de indulgencia, y siempre tenía para ella una frase de piedad y de simpatía.


Una vez, después de haber repartido a numerosos pobres todo lo que tenía a su alcance, se presentó un pordiosero de feroz catadura. Fray Conrado, compadecido de su aspecto miserable, le dijo amablemente: «Voy a ver si encuentro algo para ti». Y a los pocos minutos regresó de la cocina con un plato de sopa, humeante y apetitosa. El mendigo prueba con avidez la primera cucharada, pero no la encuentra a su gusto. Levanta el plato en sus manos y, en un arrebato de ira, lo lanza al suelo gritando fuera de sí: «Cómetela tú si quieres, frailón». Fray Conrado, sin turbarse, se arrodilla tranquilamente, recoge los trozos del plato y dice al iracundo mendigo: «¿No te gusta? Espérame un instante; voy a traerte otra cosa mejor». Y en efecto, vuelve a la cocina y regresa rápidamente con otro alimento más sabroso.


Otras veces, los niños abusan de su paciencia heroica. Llaman a la puerta, y se esconden en cuanto ven que el portero aparece. Al minuto, otra llamada y otro chasco; y así muchas veces, sin conseguir que fray Conrado pierda por un momento su admirable mansedumbre.


Desde la ventanita de su portería, fray Conrado ejecutaba un apostolado intenso y variado, cuyos frutos se recogían en abundancia por todas partes. En una ocasión, un Padre vio en la iglesia a un joven con todo el aspecto de un criminal, pero de un criminal arrepentido, porque estaba llorando amargamente y sin consuelo. El Padre le preguntó: «¿Por qué lloras?» Y el joven, avergonzado y tembloroso, le contestó: «Porque soy el mayor pecador del mundo. Pero quiero confesarme y enmendarme. He ido a pedir un pedazo de pan a fray Conrado, y al darme la limosna ha fijado en mí su dulce mirada con tal insistencia y con tan elocuente reproche, que me ha conmovido y quiero cambiar de vida. Quiero que fray Conrado pueda mirarme de otro modo».


Otro día, el portero comenzó a reprender a una joven vestida con poca decencia, y añadió proféticamente: «Señorita, vístase mejor, que ese traje que lleva es indigno de una futura monja». La muchacha, algunos años más tarde, fue una religiosa ejemplar.


Otras veces reúne junto a la puerta a varios granujillas y, adivinando su ignorancia religiosa, les enseña pacientemente todo el catecismo y les prepara para la primera comunión.


Pero su apostolado irresistible es el del ejemplo de todas las virtudes. Una señora que le conoció escribe: «La venerable figura de fray Conrado está todavía vivamente impresa en mi memoria. Recuerdo hasta el presente su modo de presentarse en la portería, con los ojos bajos, la cabeza inclinada, con el rosario o el crucifijo en la mano y moviendo los labios que no cesaban de rezar».


«Quienquiera que lo veía -escribe un sacerdote amigo de nuestro santo-, se sentía lleno de veneración hacia él y movido a imitarle. Por su rostro se adivinaba la unión íntima de su corazón con Dios, y se tenía la impresión de hallarse ante un santo».


Los vagabundos y mendigos llegaban a sentir tal emoción ante él, que muchos de ellos acabaron por hacerse religiosos, movidos por la santidad de fray Conrado, que era el mejor amigo de los pobres, su consuelo, su maestro y su padre.


Sólo él parecía ignorar sus méritos y virtudes, cuya fama empezaba a divulgarse por toda Alemania; la humildad le hacía creerse el más grande de los pecadores. Cuando alguien le pedía el auxilio y valimiento de sus oraciones, el humilde portero solía decir con deliciosa ingenuidad: «¡Pedirme oraciones a mí! Ya se ve que usted no me conoce. De todos modos, lo mejor será que nos encomendemos mutuamente». El padre Victricio, Provincial de Baviera, hombre de eminente virtud, a quien esperamos ver pronto en los altares, un día alabó calurosamente la virtud de fray Conrado en presencia de varios religiosos. El buen hermanito, confuso ante aquellos elogios, rompió en amargo llanto y exclamó lleno de vergüenza: «¡Qué ocurrencias tienen los santos!», atribuyendo a una desmesurada bondad del padre Victricio aquellas alabanzas, que le dolían más que los vituperios.


Los dones sobrenaturales de profecía y adivinación con que Dios favoreció a fray Conrado, dieron a veces a los religiosos del convento sorpresas desagradables. Un Padre, que debía predicar un sermón de mucho compromiso, se retiró para preparar más tranquilamente su trabajo. Creíase libre de toda molestia, escondido en lo más alto de la torre, y empezó a repasar su sermón. A los pocos minutos, siente la voz del santo portero, que le llama desde la escalera y le dice que una persona le espera en el confesonario.


Terminemos este rápido bosquejo de la vida de San Conrado con algunas frases expresivas de su propia pluma. Son trozos de sus cartas y de sus apuntes espirituales, que afortunadamente se conservan como preciosas reliquias. «Mi vida -escribe- consiste en amar y padecer. En el amor de mi Dios no hallo nunca límite, y no hay cosa en el mundo que me sea obstáculo para ese amor. Me encuentro unido con mi Amado mucho más de lo que puede expresarse con palabras; y las mismas ocupaciones, que son múltiples, no tienen otro efecto que estrecharme más y más a Él. Le hablo con toda confianza, como un niño a su padre...». «Me asalta el temor -dice en una carta- de no amar a Dios, ¡yo, que quisiera ser un serafín de amor e invitar a todas las criaturas para que me ayudasen a amar a mi Dios! Voy a terminar, porque esto va demasiado largo. El amor no conoce límites».


Así, con esa sencillez encantadora y con esos arrebatos que parecen copiados de una epístola de San Pablo, expresaba el santo portero sus anhelos de toda la vida. Y en esa atmósfera de amor divino vivió hasta que su corazón dejó de palpitar en la tierra.


Fray Conrado fue haciéndose viejo sin sentirlo. Llegó a los setenta y seis años con las mismas aspiraciones de la juventud. Su barba blanca y sus cabellos canos eran ya una aureola de madurez y de candor. Un día, después de comulgar con inusitados transportes de fervor, siente el llamamiento del cielo. Las piernas se niegan a sostenerle en la tierra. Apoyado en su bastón, con el aliento entrecortado, llama a la puerta del padre Guardián y le dice: «Padre, ya no puedo más».


Tres días de lenta agonía; nuevos incendios de amor al recibir los últimos sacramentos; el amor a su Dios, como una llamita temblorosa, en los ojos, en los labios, en el corazón. La lámpara del sagrario aletea moribunda... De repente, suena la campana de la portería y vuelve a sonar. El portero suplente debe de estar ocupado; no hay nadie que acuda al imperioso sonido que llega a los oídos del enfermo. Fray Conrado se levanta, toma una vela en la mano, requiere su bastón y sale por el claustro apoyándose en la pared. Un joven religioso que le vio a punto de caer pudo convencerle de su temeridad y le ayudó a acostarse.


El sábado 21 de abril de 1894, día dedicado a la Virgen, mientras la campana de la torre tocaba el Ángelus, fray Conrado, el portero de María, se durmió plácidamente, para despertar junto a su querida Reina. Uno de los presentes, viendo su última mirada de felicidad, exclamó: «La Santísima Virgen, sin duda, ha venido a llevar al cielo el alma de fray Conrado».


Apenas el cadáver del humilde lego capuchino descansó en el sepulcro, la fama de sus virtudes traspasó los límites de su patria y llegó rápidamente hasta los últimos rincones del mundo. El milagro, sello que suele poner Dios a sus obras, vino también a glorificar la santidad del desconocido portero de Altötting.


Dios quiso manifestar, con un elocuente prodigio, lo mucho que se había complacido con la devoción de fray Conrado a su Madre Santísima: el dedo anular de la mano izquierda, en el cual nuestro santo acostumbraba a sujetar el rosario, se conserva todavía sin corrupción.


Los procesos de beatificación y canonización se terminaron con gran rapidez: el 15 junio de 1930 fray Conrado fue beatificado y el 20 de mayo de 1934 canonizado: la Iglesia Católica proclamaba por boca de Pío XI la gloria de San Conrado de Parzham.



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