Parece ser que su candidez y humildad jalonaron su ministerio en Mérida, capital de la provincia Lusitana, en el tiempo de la España visigoda.
Se cuenta de él que su santidad y penitencia las ponía al servicio para impetrar las lluvias, tan deseadas en los tiempos de sequía, presidiendo rogativas, que siempre eran escuchadas por el Omnipotente.
Cuando lo eligieron para ser consagrado obispo, era, según se nos dice, el último en el orden de los diáconos. Y lo consagraron para servir a la diócesis emeritense como sucesor del gran obispo visigodo Masona que abrió la «Edad de Oro» del episcopado de Mérida. «Después de él fue elegido un virtuoso varón, de suma santidad y llaneza, llamado Inocencio, cuya condición la expresa bien su propio nombre. Inocente, en verdad, y cándido; que a nadie juzgó, a nadie condenó, a nadie enjuició; y vivió humilde y piadoso todos los días de su vida»
Asistió al Concilio de Toledo del año 610 que preside San Leandro de Sevilla en tiempos de Gundemaro.
Debió estar pocos años al frente de su sede.
Su fiesta es el 21 de junio.
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