Leónidas Fedorov nace el 4 de noviembre de 1879, en el seno de una familia ortodoxa. Su padre fallece prematuramente, y su viuda continúa regentando sola un restaurante en San Petesburgo. Leónidas es un adolescente cariñoso y delicado, y su madre no escatima esfuerzos a la hora de iniciarlo en la piedad cristiana. De carácter independiente e idealista, el joven lee con fruición a los autores franceses, italianos o alemanes. La lectura de obras de filosofía hindú, le mueven a la siguiente reflexión: «¿Para qué esta vida sin valor? ¿Para qué la actividad, la agitación, los impulsos generosos y el esfuerzo? ¿Acaso no es preferible el reposo perpetuo del nirvana, donde toda aspiración se apaga, donde se establece el apaciguamiento eterno del aniquilamiento?». Pero esas disposiciones del espíritu son pasajeras. Bajo la influencia de un sacerdote ortodoxo que sabe conjugar virtud y ciencia con un gran talento pedagógico, el alma del joven queda pacificada y, al terminar sus estudios secundarios, que aprueba con brillantez, ingresa en la Academia Eclesiástica, escuela superior de teología.
Una reconciliación deseada
El restaurante de la señora Fedorov es un lugar de encuentro para los intelectuales. Se halla entre ellos un joven y brillante profesor de filosofía, Vladimir Soloviev, que insiste en la responsabilidad de los cristianos y que predica con fogosidad el retorno a un cristianismo integral, así como la reconciliación de Rusia con el Papado. Bajo su influencia, a Leónidas se le abren los ojos: «Ya tenía veinte años –escribirá más tarde– cuando, mediante la lectura de los Padres de las Iglesia y de la Historia, acabé descubriendo a la verdadera Iglesia Universal». Sin embargo, la legislación rusa hace prácticamente imposible que un ortodoxo pueda pasarse al catolicismo.
En efecto, la Iglesia nacional rusa, ortodoxa, estaba profundamente unida al poder temporal. Como salvadora muchas veces de la nación en momentos cruciales, se manifestaba absolutamente necesaria para la vida de ésta. Separarse de la Iglesia se interpretaba como separarse de la propia comunidad rusa. De hecho, los católicos rusos eran casi todos de origen extranjero y mayoritariamente polacos; la lengua de los católicos era el polaco, y el rito que seguían, el rito latino. A los ojos de los rusos ortodoxos, el rito latino era el rito de quienes reconocen la primacía del Papa, y el rito bizantino ruso, una especie de patrimonio de familia inalienable. El gobierno ruso no quería bajo ningún pretexto que se fundaran iglesias en las que los fieles rezaran según el rito bizantino reconociendo al Papa como pastor supremo.
En su búsqueda de la verdad, Leónidas se entrevista con el rector de la principal iglesia católica de San Petesburgo, decidiendo después hacerse católico y, para ello, marcharse al extranjero. El 19 de junio de 1902, parte para Italia. En Lvov, Ucrania, visita al metropolita católico de rito oriental, Andrés Cheptizky, quien le entrega una recomendación dirigida al Papa León XIII. Leónidas llega a Roma a lo largo de julio de 1902 y, el día 31, festividad de san Ignacio de Loyola, realiza su profesión de fe católica en la iglesia del Sacro Nome di Gesù (Santo Nombre de Jesús), regentada por los jesuitas. Poco después, es recibido en audiencia privada por el Santo Padre, quien le concede su bendición y le proporciona una beca para sus estudios sacerdotales.
Leónidas acude al seminario de Anagni, situado a 50 km al sur de Roma y dirigido por los jesuitas. La exuberancia de sus jóvenes compañeros meridionales le molesta en ocasiones, pero intenta no protestar y se somete a un reglamento completamente nuevo para él. Inicia a sus compañeros en los problemas religiosos rusos, repitiendo: «¡Qué poco se conoce a Rusia en Roma! Rusia se encuentra de hecho mucho más cerca de Roma que los países protestantes, pero cualquier medida torpe hacia ella puede causar un perjuicio gravísimo a la causa de la unión». Después de tres años de continuos esfuerzos, consigue el grado de doctor en filosofía, abordando entonces estudios de teología. «Mis años de estudios –escribirá más tarde– significaron una gran revelación para mí. La vida austera, la regularidad, el trabajo racional y profundo que me exigían, los compañeros llenos de gozo y de brío que allí frecuentaba (aún no corrompidos por los escritos ateos de la época), el propio pueblo italiano tan lleno de vida, tan inteligente y penetrado de la verdadera civilización cristiana, fueron cosas que consiguieron verdaderamente ponerme en pie e inyectarme una nueva energía». Pero añade: «Se me abrieron los ojos ante la desigualdad que reina en la Iglesia Católica entre los diferentes ritos, y mi alma se sublevó contra la injusticia de los latinos con respecto a los orientales y contra la ignorancia general de la cultura espiritual oriental». Efectivamente, para muchos de los sacerdotes católicos de entonces, el rito latino es considerado como el rito católico por excelencia, mientras que los demás ritos son simplemente tolerados. Leónidas no comparte esa opinión, según escribe: «Meditando sobre las instrucciones del metropolita Cheptizky, me di cuenta de que, como católico, mi verdadero deber consistía en permanecer inquebrantablemente fiel al rito y a las tradiciones religiosas rusas. El Sumo Pontífice así lo deseaba claramente». Pero no por ello Leónidas se convierte en estrecho de miras, ya que se apasiona por todas las iniciativas de la Iglesia de Occidente.
Mientras tanto, en Rusia retumba la revolución. A finales de octubre de 1905, el zar es forzado a hacer concesiones, en especial a reconocer la libertad de conciencia. No obstante, cuando una persona de gran valentía, la señorita Uchakoff, organiza una capilla católica de rito oriental en San Petesburgo, el gobierno se niega a aprobar dicha iniciativa. Según escribe un testigo, «En Rusia se permitía la construcción de mezquitas, de pagodas budistas, de capillas protestantes de toda clase, toda una serie de logias masónicas e incluso iglesias católicas de rito latino, pero una iglesia católica de rito ruso, ¡eso jamás! ¡El atractivo habría sido demasiado grande!».
Salida inmediata
En 1907, un decreto pontificio concede a Leónidas el reconocimiento oficial de su pertenencia al rito bizantino. Ese decreto del Papa san Pío X significaba un cambio de rumbo en la actividad apostólica de la Iglesia Católica en Rusia, ya que los católicos rusos podían en adelante ser reconocidos oficialmente por Roma, aunque conservando su propio rito, el rito bizantino ruso. En junio de 1907, cuando Leónidas solicita la prórroga de su pasaporte, el gobierno ruso responde: «Si Leónidas Fedorov no abandona inmediatamente una institución dirigida por los jesuitas, el regreso a Rusia le será prohibido para siempre jamás». Leónidas deja Anagni para ingresar en el Colegio de la Propaganda, en la misma Roma. En adelante se encuentra en un medio muy cosmopolita que le permite conocer de primera mano la universalidad de la Iglesia Católica.
Durante el verano de 1907, Leónidas asiste al primer Congreso de Velehrad, en Moravia, donde se dan cita especialistas de las cuestiones orientales para «inaugurar una vía de paz y de concordia entre Oriente y Occidente, arrojar luz sobre los temas de controversia, corregir las ideas preconcebidas, atraer a los más hostiles y restablecer la plena amistad». Se le asigna una misión urgente a favor de los orientales greco-latinos emigrados a los Estados Unidos, ya que éstos, incomprendidos por los obispos del país, vuelven su mirada en gran número hacia los ortodoxos. Leónidas intercede en su favor ante la Santa Sede, que les concederá, en mayo de 1913, un estatuto jurídico en armonía con sus necesidades.
A finales del curso escolar 1907-1908, a instancias de nuevo del gobierno ruso, Leónidas debe abandonar Roma, dirigiéndose de incógnito a la ciudad suiza de Friburgo, a fin de concluir sus estudios. Durante el verano de 1909, regresa a San Petesburgo, donde se reencuentra emocionado con su madre, que también ha profesado la fe católica. En esa misma época, el metropolita Cheptizky solicita y obtiene del Papa san Pío X una verdadera jurisdicción sobre los greco-católicos de Rusia, que de ese modo ya no estarán sometidos a obispos polacos de rito latino.
Hacer desaparecer una obra diabólica
El 26 de marzo de 1911, Leónidas es ordenado sacerdote y, el 27 de julio, participa en el congreso de Velehrad. La ausencia de prelados ortodoxos en el congreso le apena; por eso les escribe: «Nuestro objetivo es servirnos de la investigación científica para preparar las vías de nuestro acercamiento mutuo. Los congresos de Velehrad no son una institución exclusivamente confesional (es decir, reservada a los católicos), sino más bien una reunión de hombres estudiosos, animados de espíritu religioso y convencidos de que la desunión es una obra diabólica que hay que hacer desaparecer».
Sin embargo, desde hace ya varios años, el padre Leónidas se siente atraído por la vida monástica. En mayo de 1912, es aceptado en un monasterio, donde la vida se reparte entre la celebración del oficio divino según el rito bizantino y la labor en los campos. Gracias a su robusta salud y a su carácter servicial, se acomoda sin demasiados problemas a la austeridad de ese modo de vida. Le agradan el aislamiento del mundo y el recogimiento, aunque echa en falta el estudio de la teología y la información sobre la situación política. Descubre en su temperamento una cierta dureza hacia el prójimo, que no se privan de mostrarle y contra la cual lucha con éxito. Uno de sus cofrades dirá de él: «Hablaba con gran dulzura. Demostraba siempre un perfecto equilibro de humor».
Durante el verano de 1914, estalla la primera guerra mundial. El padre Leónidas regresa lo más pronto posible a San Petesburgo, convertido en Petrogrado. Le espera una desagradable sorpresa: el gobierno le exilia a Tobolsk, en Siberia, pues está relacionado con los enemigos de Rusia. Allí, el padre Leónidas se instala en una habitación alquilada y encuentra un trabajo en la administración local. Así transcurren los años 1915 y 1916, caracterizados por una violenta crisis de reumatismo articular que le obliga a estar inmovilizado durante mucho tiempo en la cama. Pero la guerra desorganiza la economía nacional y el pueblo sufre penuria de víveres. En febrero de 1917, estalla la revolución y, el 2 de marzo, el zar Nicolás II abdica. Un gobierno provisional, bajo la presidencia de príncipe Gueorgui Lvov, proclama una amnistía total para los delitos en materia religiosa y deroga todas las restricciones a la libertad de cultos. El metropolita Cheptizky, también en el exilio, es liberado, reorganizando la actividad de los católicos rusos. Para ello elige como exarca, es decir, como representante de su autoridad religiosa para el territorio ruso, al padre Leónidas. Liberado éste a su vez, regresa a Petrogrado. El metropolita planea concederle la consagración episcopal, pero el padre Leónidas la rechaza.
Católico, ruso y de rito bizantino
El nuevo exarca aborda su labor pastoral con la esperanza en la unidad de los cristianos de Oriente y de Occidente. Para él, la verdadera solución debe basarse en una reconciliación por mediación de las jerarquías. Su pequeña comunidad demuestra con los hechos que se puede ser católico sin dejar de ser plenamente ruso y conservando el rito oriental. Pero el 25 de octubre, los bolcheviques derrocan al gobierno, instaurando un cambio radical en el orden social. Comienzan cinco años de privaciones, de luchas y de penalidades. A principios de 1919, el padre Leónidas escribe lo siguiente a un amigo: «Considero un milagro de la bondad divina el hecho de que me encuentre todavía con vida y de que nuestra iglesia siga existiendo. Gran número de nuestros católicos rusos han muerto de inanición y, los que quedan, se han dispersado por todas partes para librarse del frío y del hambre». En 1918, sufre la pérdida de su madre y, después, de la señorita Uchakoff. En contrapartida, conoce a una mujer muy erudita, profesora de universidad, la señorita Danzas, quien, tras su conversión al catolicismo, le asiste con notable dedicación.
Ejerce su apostolado en tres centros: Petrogrado, Moscú y Sarátov, reuniendo alrededor de 200 fieles, a los que hay que añadir otros 200 que se habían dispersado en la inmensidad del territorio ruso; calcula que son unos 2.000 los que han abandonado Rusia o han muerto. La señorita Danzas escribirá lo que sigue del padre Leónidas: «El amor a Dios y la ferviente fe del exarca se manifestaban con creces en su manera de celebrar la Sagrada Liturgia. Conseguía sobre todo ganarse las almas de ese modo. Como predicador, no siempre se hallaba al alcance de los oyentes; era un profundo teólogo y, a veces, tenía dificultades para ponerse al nivel de un auditorio de gente sencilla« Como confesor, resultaba admirable, y todos los que tuvieron ocasión de exponerle el estado de sus conciencias han conservado siempre un recuerdo emocionado de la manera en que se entregaba por completo a ese ministerio».
El verano de 1921 destaca por una sequía excepcional que, añadida a la política agraria del gobierno, acarrea una espantosa hambruna, causa de la muerte de unos cinco millones de personas. La Santa Sede encarga al padre Walsh, jesuita, de organizar las ayudas, que envía a los hambrientos a través de una asociación americana. En pocas semanas, miles de rusos son salvados, gracias a la generosidad de los católicos del mundo entero. El padre Leónidas coincide con el jesuita, y una profunda amistad nace entre ellos. A sugerencia del exarca, el padre Walsh suministra víveres al clero ortodoxo, en regiones donde esos sacerdotes padecen hambre.
El desorden y la persecución de los cristianos en Rusia les ilumina enormemente sobre las ventajas de una unión con el resto del mundo cristiano y, en especial, con el Sumo Pontífice. Los prelados ortodoxos y católicos dirigen cartas de protesta comunes al gobierno para defender sus intereses compartidos, algo que jamás había ocurrido en la historia de Rusia. Además, se proyectan conferencias apologéticas comunes para luchar contra la propaganda de los ateos. El padre Fedorov compone una breve plegaria que pueda ser rezada sin reticencias tanto por los católicos como por los ortodoxos.
Pero el gobierno intensifica la persecución. A los sacerdotes se les prohíbe enseñar la religión a los menores de 18 años, mientras que el ateísmo se enseña de manera oficial en las escuelas. Con el pretexto de comprar víveres para alimentar a los hambrientos, las autoridades civiles despojan a las iglesias de sus vasos sagrados y objetos preciosos. A principios de febrero de 1923, el padre Fedorov recibe la orden de dirigirse a Moscú, en compañía de otros eclesiásticos de Petrogrado, para comparecer ente al Alto Tribunal Revolucionario. Se le acusa de resistirse al decreto que despoja a las iglesias de sus vasos sagrados, de haber mantenido relaciones criminales con el extranjero, de haber enseñado la religión a menores y, finalmente, de haberse entregado a la propaganda contrarrevolucionaria.
Diga lo que diga la ley
El proceso empieza el 21 de marzo y dura cinco días. El fiscal no puede esconder el odio: «Escupo sobre vuestra religión, lo mismo que escupo sobre todas las religiones». Dirigiéndose al exarca, le interroga de este modo: «¿Obedece al gobierno soviético, o no? ? Si el gobierno soviético me pide que actúe contra mi conciencia, no obedezco. En lo que respecta a la enseñanza del catecismo, según la doctrina de la Iglesia Católica los niños deben recibir una formación religiosa, diga lo que diga la ley». Al final del proceso, el fiscal añade: «Fedorov es un precursor de las reuniones con el clero ortodoxo« Debe ser juzgado no solamente por lo que ha hecho, sino por lo que puede llegar a hacer», y pide para él la pena de muerte. Son dos los abogados a quienes se permite tomar la defensa de los sacerdotes de rito latino. Por su parte, el exarca expone personalmente su defensa. Demuestra hábilmente hasta qué punto ese proceso es una farsa preparada con antelación, pero lo hace sin acritud, como lo haría un hombre de posición tan sólida que no tuviera necesidad de defenderse. Al final, afirma: «Mi corazón desea que nuestra patria acabe comprendiendo que la fe cristiana y la Iglesia Católica no son una organización política, sino una comunidad de amor». La sentencia es aplastante: el exarca es condenado a diez años de prisión.
El padre Leónidas aprovecha su reclusión para redactar en ruso dos catecismos: «Puedo dar testimonio –escribirá la señorita Dazas tras haber visitado al exarca– de que mantenía una actitud todavía más tranquila y alegre que de costumbre. Me decía que nunca se había sentido tan feliz». Desde la prisión, el padre mantiene una fluida correspondencia con sus fieles. Se esmera en sus relaciones con los ortodoxos, y escribe: «Aquí hay dos obispos y unos veinte sacerdotes ortodoxos. Nuestras relaciones con ellos son excelentes». A mediados de septiembre de ese año 1923, el padre Leónidas es trasladado a otra prisión de régimen mucho más severo, donde se le somete a total aislamiento. En abril de 1926, una dama generosa y enérgica, miembro de la Cruz Roja, consigue la liberación del prisionero. Pero en el mes de junio, de nuevo es detenido y condenado a tres años de deportación a las islas Solovki, en el mar Blanco (el extremo norte de la Rusia europea).
Las islas del archipiélago Solovki, de clima muy frío y húmedo, están cubiertas de bosques. Los soviets han transformado su monasterio ortodoxo, que data del siglo xv, en una inmensa prisión. El padre Fedorov llega a ese lugar a mediados de octubre de 1926. Todas las mañanas, los prisioneros son conducidos a los bosques para trabajar como leñadores. Los católicos de rito bizantino han obtenido permiso para utilizar una antigua capilla, que está a treinta minutos a pie, donde acuden a rezar. A partir del verano de 1927, el domingo se celebra el Santo Sacrificio de la Misa, alternativamente en rito latino y en rito bizantino.
Un sacerdote escribirá del exarca: «Cuando podíamos disfrutar de un poco de sosiego en medio de los trabajos forzados, nos gustaba agruparnos junto a él; nos atraía« Destacaba por una cortesía y una sencillez excepcionales« Cuando percibía que uno u otro de nosotros pasaba por un período de depresión, conseguía levantarlo despertando en él la esperanza de tiempos mejores. Si alguna vez recibía del exterior una ayuda de tipo material, tenía costumbre de compartirla con los demás».
En tierra rusa, por Rusia
Sin embargo, a principios de noviembre de 1928, la capilla es clausurada y, durante un registro, se confisca todo lo que pueda servir para el culto. «Pregunté entonces al exarca –contará un sacerdote– si había que seguir celebrando el Santo Sacrificio, a pesar de la amenaza de penosas sanciones. Él me contestó entonces con esta memorable frase: «No olvide que las divinas liturgias que celebramos en Solovki son quizás las únicas que unos sacerdotes católicos de rito ruso celebran todavía en tierra rusa por Rusia. Debemos hacer lo posible para que, al menos, se celebre una liturgia cada día»». En la primavera de 1929, el estado de salud del exarca se deteriora considerablemente, siendo ingresado en el hospital del campo de concentración. A finales del verano, expira para él el plazo de tres años de trabajos forzados, pero le quedan aún tres años de exilio. Los últimos años de su vida los pasa con unos agricultores, en el extremo norte. En enero de 1934, se establece en una ciudad situada a 400 km más al sur, en casa de un empleado del ferrocarril. A principios de febrero de 1935, se encuentra agotado y abatido a causa de una tos persistente; el 7 de marzo, entrega su alma a Dios.
Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval