Ártículos Más Recientes

11:48 p.m.
Martirologio Romano: En Nagasaki, en Japón, pasión de los santos Pablo Miki junto con veinticinco compañeros, Declarada una persecución contra los cristianos, ocho presbíteros o religiosos de la Compañía de Jesús o de la Orden de los Hermanos Menores, procedentes de Europa o nacidos en Japón, junto con diecisiete laicos, fueron apresados, duramente maltratados y, finalmente, condenados a muerte. Todos, incluso los adolescentes, por ser cristianos fueron clavados en cruces, manifestando su alegría por haber merecido morir como murió Cristo (1597).

Compañeros en el martiro: Pablo Miki, Juan de Goto Soan, Jacobo Kisai, religiosos de la Compañía de Jesús; Martín de la Ascensión Aguirre, Francisco Blanco, presbíteros de la Orden de los Hermanos Menores; Felipe de Jesús de Las Casas, Gonzalo García, Francisco de San Miguel de la Parilla, religiosos de la misma Orden; León Karasuma, Pedro Sukeiro, Cosme Takeya, Pablo Ibaraki, Tomás Dangi, Pablo Suzuki, catequistas; Luis Ibaraki, Antonio, Miguel Kozaki y su hijo Tomás, Buenaventura, Gabriel, Juan Kinuya, Matías, Francisco de Meako, Ioaquinm Sakakibara y Francisco Adaucto, neofitos.(1597).


Fecha de canonización: 8 de julio de 1862 por el Papa Pío IX.



San Pedro Bautista nace en San Esteban del Valle el año 1542, tres siglos más tarde que San Francisco. No pudo conocerlo, naturalmente, pero posiblemente sí conoció al gran reformador de su Orden, Pedro de Alcántara.

Pedro Bautista profesa en 1568, al año de ingresar. Al venir con los estudios eclesiásticos ya hechos, incluso con la orden del diaconado, fue muy pronto ordenado sacerdote y destinado por los superiores al apostolado de la predicación y a la formación en la provincia. Parece que no le llenaba esta tarea. A un cierto momento debió de sentir la llamada del Señor: «Pedro, rema mar adentro». Y siguió la inspiración. El clima que se respiraba en toda la península favorecía este impulso. Tras un serio discernimiento, un buen día presentó su moción a los superiores, como ordena la Regla (cap. 12), y obtuvo el visto bueno para incorporarse a un grupo de religiosos que iban a partir rumbo a Nueva España (Méjico).


Era el año 1581. Para allí se embarcó y allí permaneció y trabajó por espacio de casi tres años. Fue como su noviciado misionero. Vio muchas cosas y la experiencia le serviría de gran ayuda para el resto de su vida. Pero él nunca pensó que Méjico era la estación terminal de su aventura. Su objetivo, como el de todos los hermanos de hábito fue siempre China y Japón. Filipinas, con respecto a su ideal, venía a ser como una escala para repostar, no para echar raíces.


Llegó a Manila como Comisario el año 1584. Cumplido su cometido, se entregó sin demora a la labor misionera con el celo y el entusiasmo que le permitían las circunstancias. ¡Tan cierto es que sólo el amor es misionero! El amor que arde en el corazón de los hombres. Este es el secreto del ardor misionero de Pedro Bautista. Pero ¿cómo predicar a los nativos sin apenas conocer su lengua? Recurre a las obras. Entra en contacto con los ambientes más pobres y necesitados. Visita y cura a los enfermos. Levanta para ellos residencias y hospitales y se convierte en médico de los cuerpos y de las almas. Los primeros destinatarios de este nuevo misionero y de sus compañeros de religión fueron los leprosos y los pobres, como lo fueron para San Francisco (cf. Test 3). Si esto causó impresión en Filipinas aun entre algunos cristianos y eclesiásticos empleados en la labor misionera, llegó a causar alarma entre los políticos cuando públicamente alzó la voz en defensa de los derechos conculcados de los pobres.


Su amor apostólico le llevaba a ser «estropajo de los leprosos» y abogado defensor de los sin voz, injustamente maltratados y explotados, a veces, por los colonizadores y encomenderos. Pedro Bautista ya había sido testigo de ello en Méjico y sabía de boca de los indígenas lo que marcaba la diferencia para ellos entre el misionero franciscano e incluso otros misioneros. Lo recoge el historiador mexicano Miguel León: «A los indígenas les gustan los franciscanos porque estos andan pobres y descalzos como nosotros, comen lo que nosotros, asiéntanse entre nosotros, conversan entre nosotros mansamente... Con su amor y caridad atraen tanto a ricos como a pobres..., mucho más a los indios pobres. Nunca se halló pleito ni quejas de los bienaventurados hermanos».


Los malolientes indios y leprosos que detestaban incluso algunos misioneros, les olían a cielo a los franciscanos en Méjico, Filipinas y Japón, sigue diciendo el mismo autor. Otro observador veraz de los hechos comenta: «Mientras nosotros en nuestras pesquerías damos muerte a los indios, estos hijos de San Francisco han preferido morir por ellos» (Rodrigo de Niebla, cronista). Esta ha sido otra constante histórica de la Orden.


Pedro Bautista conocía muy bien todo esto y lo había asimilado por ser y responder al método recomendado por San Francisco en la primera Regla, que dice: «... y los hermanos que van entre sarracenos y otros infieles, pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios, y confiesen que son cristianos. Otro, que cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la Palabra de Dios para que crean, se bauticen y hagan cristianos» (1 R 16).


Se trata no de imponer, sino de proponer, no tanto de demostrar con argumentos, cuanto de mostrar con la vida y las obras. El amor es praxis. San Pedro hizo experiencia en Filipinas de que el mejor soporte del misionero era la vida escondida con Cristo en Dios, es decir, la contemplación, la austeridad de vida expresada en la penitencia, la descalcez y, sobre todo, en la pobreza evangélica, elementos todos nucleares y vertebradores de las ordenaciones de la reforma Alcantarina profesada por el santo y sus compañeros.


Y aprendió, igualmente por experiencia, que el mejor púlpito para el misionero franciscano eran los hospitales y las escuelas erigidas al lado de las iglesias pobrecillas y los conventos para atender a los pobres y enfermos y para sacar a todos de las tinieblas de la ignorancia y el error.


Cuando sonó la hora de Dios y Pedro Bautista fue designado embajador de Felipe II ante el emperador del Japón Taikosama, trasvasó con él su metodología misionera al Japón también. Al emperador nunca le inquietó este nuevo modo de vivir y actuar de los nuevos misioneros; al contrario, le complacía, y por eso les prometió toda suerte de ayuda. A su oferta de hijos, él respondió que sería su padre.


La novedad introducida por Pedro Bautista y sus hermanos franciscanos de la descalcez causó profunda impresión en el ámbito japonés, no por la misión diplomática de Pedro Bautista, sino porque mostraban un talante propio, distinto del de otros misioneros, pues a ninguno de éstos habían visto los nativos descender a lavar a los leprosos, curarlos y hasta besar sus heridas, andar descalzos y con el hábito remendado, vivir de limosna y a la intemperie como los más pobres, menospreciar las riquezas, etc. Esto produjo necesariamente división de opiniones y posturas: en algunos, celotipia; en otros, incluso gentiles, admiración y estima.


Fray Juan Pobre, excelente reportero de los acontecimientos, recoge en su Historia comentarios como éste: «... su ley es la mejor de todas, y que debía haber algún premio en la otra vida, pues en ésta curaban a los leprosos, que tanto en Japón aborrecían». Los frailes eran noticia en todo Japón. De todas partes llegaban al hospital de Miyako y al de Nagasaki sobre todo leprosos para comprobar cosa tan extrema. Al constatarlo con sus propios ojos, un testigo que aún era gentil comenzó a predicar a los leprosos diciendo: «Tened en mucho esta obra maravillosa que estos extranjeros blancos hacen con vosotros... Y mirad que seáis agradecidos, pues no hay padre ni madre que tal haga con sus hijos cuando están leprosos; cortarles sí y matarlos, mas regalarlos así, como éstos hacen con vosotros, nunca tal se ha visto en Japón».


Fácil es suponer la fuerza de atracción que paulatinamente comenzó a ejercer la vida y comportamiento de los nuevos misioneros. Lo que nos resulta difícil de comprender es que al mismo tiempo y por la misma razón fueran conminados a abandonar la misión de Japón. El historiador jesuita padre Frois tacha a los franciscanos de imprudentes y temerarios por su metodología misionera. Y el mismo obispo, Pedro Martínez, de la Compañía de Jesús, invocando la autoridad papal y la suya, les prohibió toda actividad apostólica y asistencial, y hasta la mendicación para sobrevivir, con objeto de que abandonaran su campo de misión en Japón.


Las causas y acusaciones eran tan infundadas que forzaron una réplica bien ponderada del pacífico embajador, Pedro Bautista, que revela la talla de su enorme personalidad humana y evangélica. En una carta preciosa dirigida al obispo le dice entre otras cosas: «Y también advierta vuestra Señoría que nuestros Breves (documentos pontificios) los han examinado doce teólogos y un doctor en leyes, y todos nos obligan, so pena de pecado mortal, a no dejar las almas del Japón. Y cuando V. Señoría por fuerza y, como dicen, nos quisiera tomar por hambre, como parece lo ha mandado vedándonos las limosnas, sepa que aunque coma hojas de árboles no tengo que dejar el Japón hasta que lo mande el Papa y el Rey muy bien informados; porque tanto como esto conviene hacer por las almas que Cristo nuestro Redentor con su sangre redimió» (Carta de finales de 1596).


Pedro Bautista y sus compañeros, animados por el espíritu, el celo y el amor, a pesar de tantas dificultades, no pasaron a la clandestinidad sino que se mantuvieron a cara descubierta junto al necesitado hasta el día en que les encarcelaron. La pobreza franciscana siembra amor y florece en bienaventuranza, pero tiene un precio. Pedro Bautista y sus compañeros lo comprobaron cuando por la causa del evangelio les pidieron la vida en el calvario de Nagasaki y generosamente la dieron. Les cerraron la boca, pero los pobres siguen gritando: «Pedimos con lágrimas y suplicamos que no solamente estos padres no se vayan, mas que antes, para nuestro consuelo, se multipliquen en Japón» (de la carta firmada por los pobres enfermos y leprosos de los hospitales de San José y Santa Ana, que son ochenta).


Pedro Bautista realizó el sueño acariciado por San Francisco: Rubricar con la propia sangre del martirio el anuncio del Evangelio como verdadero fraile menor.



11:48 p.m.
Martirologio Romano: En Durango, ciudad de México, san Mateo Correa, presbítero y mártir, que en medio de la persecución desatada contra la Iglesia se negó a revelar el secreto de confesión, recibiendo por ello la corona del martirio (1927).

Fecha de canonización: 21 de mayo de 2000 por el Papa Juan Pablo II.



Nació en Tepechitlán el 22 de julio de 1866. Fue admitido en el seminario de Zacatecas, y por cuatro años fue el portero del plantel. Por su buena conducta y aplicación se le concedió una beca y así pudo ser admitido como alumno interno.

Fue ordenado sacerdote en 1893 y se desempeñó como capellán en diversas haciendas y parroquias. Fue nombrado párroco de Concepción del Oro donde mantuvo una estrecha amistad con la familia Pro Juárez; le dio la primera comunión al Beato Miguel Pro, y bautizó a Humberto Pro, su hermano y compañero.


Luego se desempeñó como párroco de Colotlán, al tiempo que estalló la Revolución Maderista de 1910. Fue perseguido por los revolucionarios y tuvo que refugiarse en León pero regresó al calmarse la revolución y siguió trabajando en diversas parroquias.


En 1926 llega como párroco a Valparaíso y poco después llegan también las fuerzas gobiernistas, al mando del general Ortiz. Las arbitrariedades de Ortiz causaron una revuelta en el pueblo y tuvo que huir, pero mandó que llevaran a Zacatecas al sacerdote y a los miembros de la A.C.J.M. El padre y los jóvenes fueron puestos en libertad, lo cual enfureció más a Ortiz.


En 1927 el sacerdote fue nuevamente arrestado, lo condujeron a Durango y lo encerraron en la jefatura militar. Días más tarde el general Ortiz mandó al Padre Correa a confesar a un grupo de personas que iban a ser fusiladas y después le exigió que le revelara las confesiones. Ante la rotunda negativa del sacerdote ordenó su ejecución. Hoy en día se veneran sus restos en la catedral de Durango.


Fue beatificado el 22 de noviembre de 1992 y canonizado por el Papa Juan Pablo II el 21 de mayo del 2000 como parte de un grupo de 26 mártires conformado por:


Cristobal Magallanes Jara, Sacerdote

Roman Adame Rosales, Sacerdote

Rodrigo Aguilar Aleman, Sacerdote

Julio Alvarez Mendoza, Sacerdote

Luis Batis Sainz, Sacerdote

Agustin Caloca Cortés, Sacerdote

Mateo Correa Magallanes, Sacerdote

Atilano Cruz Alvarado, Sacerdote

Miguel De La Mora De La Mora, Sacerdote

Pedro Esqueda Ramirez, Sacerdote

Margarito Flores Garcia, Sacerdote

Jose Isabel Flores Varela, Sacerdote

David Galvan Bermudez, Sacerdote

Salvador Lara Puente, Laico

Pedro de Jesús Maldonado Lucero, Sacerdote

Jesus Mendez Montoya, Sacerdote

Manuel Morales, Laico

Justino Orona Madrigal, Sacerdote

Sabas Reyes Salazar, Sacerdote

Jose Maria Robles Hurtado, Sacerdote

David Roldan Lara, Laico

Toribio Romo Gonzalez, Sacerdote

Jenaro Sanchez Delgadillo

David Uribe Velasco, Sacerdote

Tranquilino Ubiarco Robles, Sacerdote


Para ver las biografías de los Mártires Mexicanos del siglo XX Haz Click AQUI



11:47 p.m.
Martirologio Romano: En Angri, cerca de Salerno, en la Campania, beato Alfonso María Fusco, presbítero, el cual ejerció su ministerio entre los agricultores, preocupándose sobre todo por la formación de jóvenes pobres y huérfanos, y fundó la congregación de Hermanas de San Juan Bautista (1910).

Fecha de beatificación: 7 de octubre de 2001 por el Papa Juan Pablo II.



Alfonso María Fusco, primogénito de cinco hijos, nació el23 marzo 1839 en Angri, provincia de Salerno, diócesis de Nocera-Sarno, del matrimonio Aniello Fusco y Giuseppina Schiavone, ambos de origen campesino y educados desde el nacimiento en sanos principios de vida cristiana y el santo temor de Dios. Se casaron en la Colegiata de San Juan Bautista el 31 enero 1834 y por cuatro largos años la cuna preparada con tanto amor quedó desoladamente vacía.

En Pagani, a poca distancia de Angri, se conservan las reliquias de San Alfonso María de´ Liguori. En el año 1838 Aniello y Giuseppina fueron a su tumba para rezar. En esa circunstancia sintieron decir al redentorista Francesco Saverio Pecorelli: « Tendrán un hijo varón, lo llamarán Alfonso, será sacerdote y seguirá la vida del Beato Alfonso».


El niño demostró rápidamente un carácter suave, dulce, amable, amante de la oración y de los pobres. En la casa paterna tuvo profesores sacerdotes eruditos y santos que lo instruyeron y lo prepararon para su primer encuentro con Jesús. A los siete años recibió la Primera Comunión y en seguida la Confirmación.


A los once años manifestó a sus padres el deseo de hacerse sacerdote y el 5 noviembre 1850 «espontáneamente y solamente con el deseo de servir a Dios y a la Iglesia», como él mismo declaró mucho tiempo después, entró en el Seminario Episcopal de Nocera de Pagani.


El 29 mayo 1863 fue ordenado sacerdote por el Arzobispo de Salerno, Mons. Antonio Salomone, entre el regocijo de su familia y el entusiasmo del pueblo de Angri. Se distinguió bien pronto entre los sacerdotes de la Colegiata de San Juan Bautista de Angri por su celo, por su dedicación al servicio litúrgico y por la diligencia en administrar los sacramentos, especialmente la confesión, donde mostraba toda su paternidad y comprensión por el penitente. Se dedicaba a la evangelización del pueblo con una predicación profunda, sencilla e incisiva.


La vida diaria de don Alfonso era la de un sacerdote diligente que llevaba en su corazón un viejo sueño. En los últimos días de seminario, una noche había soñado que Jesús Nazareno le había pedido, apenas fuese ordenado sacerdote, fundar un Instituto de religiosas y un orfanato para niños y niñas.


Fue el encuentro con Maddalena Caputo en Angri, una joven de carácter fuerte y decidido, que aspiraba a la vida religiosa, lo que empujó a don Alfonso a acelerar el tiempo para la fundación del Instituto. El 25 septiembre, la señorita Caputo y otras tres jóvenes se retiraron al oscurecer, a una casa destartalada de Scarcella, en el distrito de Ardinghi en Angri. Las jóvenes querían dedicarse a su propia santificación, a través de una vida de unión con Dios, de pobreza y de caridad, y a través del cuidado e instrucción de los huérfanos pobres.


Así fue fundada la Congregación de las Hermanas Bautistinas del Nazareno; la semilla cayó en buena tierra, en aquellos cuatro corazones ardientes y generosos y a través de privaciones, luchas, oposiciones, y pruebas el Señor la hizo desarrollar abundantemente. La Casa Scarcella fue conocida rápidamente como la Pequeña Casa de la Providencia.


Empezaron a llegar otras postulantes y las primeras huérfanas y, con ellas, las primeras dificultades. El Señor, que hace sufrir mucho a quien ama mucho, no ahorró penas ni sufrimientos al Fundador y a sus hijas. Don Alfonso aceptó siempre las pruebas, a veces muy duras, manifestando una completa conformidad a la voluntad de Dios, una heroica obediencia a los superiores y una inmensa confianza en la Providencia.


La tentativa injusta del Obispo diocesano, Mons. Saverio Vitagliano, de remover, por culpa de una serie de acusaciones falsas, a don Alfonso como director de la obra; la negativa a abrirle la puerta de la casa en Via Germanico a Roma, de parte de sus mismas hijas, causado por un deseo de división; las palabras del Cardenal Respighi, Vicario de Roma: «Ha fundado una comunidad de hermanas competentes que han hecho su deber. ¡Ahora retírese!»; entre otros, fueron para él momentos de gran sufrimiento. Lo vieron rezar con un corazón angustiado, como Jesús en el huerto, en la capilla de la Casa Madre en Angri y en la Iglesia de S. Joaquín en Prati (Roma).


Don Alfonso no dejó mucho escrito. Preferiría hablar con su testimonio de vida. Las breves frases, ricas de sabiduría evangélica, que se pueden sacar de sus escritos y de los testimonios de los que lo conocían, son rayos que iluminan su vida sencilla, su gran amor por la Eucaristía, por la Pasión de Jesús y su filial devoción a la Virgen Dolorosa. Repetía frecuentemente a sus Religiosas: «Hagámonos santos siguiendo a Jesús de cerca... Hijas, si viven en la pobreza, en la castidad y en la obediencia, resplandecerán como estrellas arriba en el cielo».


Dirigía el Instituto con gran sabiduría y prudencia y, como padre amoroso, cuidaba sus Religiosas y las huérfanas. Tenía una ternura casi maternal para todos, especialmente para las huérfanas más necesitadas; para ellas había siempre un lugar en la Pequeña Casa de la Providencia, aún cuando el alimento era escaso o simplemente faltaba. Entonces don Alfonso tranquilizaba a sus hijas preocupadas, diciendo: «No se preocupen, hijas mías, ahora voy a ver a Jesús y Él proveerá». Y Jesús respondía con rapidez y gran generosidad. ¡Para quien cree todo es posible!


En el tiempo en que la instrucción era un privilegio de pocos, negada para los pobres y las mujeres, don Alfonso no ahorraba ningún sacrificio con tal de dar a los niños una vida tranquila, el estudio y la preparación necesarias para una ocupación digna, de manera que, una vez adultos, pudieran vivir como ciudadanos honrados y cristianos comprometidos. Quería también que sus Religiosas empezaran pronto a estudiar, para estar preparadas para enseñar a los pobres y, a través de la instrucción y evangelización, preparar los caminos de Jesús, especialmente en los corazones de los niños y jóvenes.


Su voluntad tenaz, totalmente anclada a la Divina Providencia, la colaboración sabia y prudente de Maddalena Caputo que, con el nombre de Sor Crocifissa, fue la primera superiora del naciente Instituto, el estímulo continuo por el amor de Dios y el prójimo, permitieron el desarrollo extraordinario de la obra en breve tiempo. Las muchas peticiones de asistencia para un número siempre mayor de huérfanos y de niños empujó a don Alfonso a abrir nuevas casas, primero en la región de la Campania y posteriomente en otras regiones de Italia.


El 5 febrero 1910 se sintió mal durante la noche. Pidió y recibió los Sacramentos, y la mañana del domingo 6 febrero, después de haber bendecido, con brazo tembloroso, a sus hijas que lloraban alrededor de su cama, exclamó: «Señor, te doy gracias, he sido un siervo inútil». Después se volvió hacia las Religiosas y dijo: «Del cielo no os olvidaré, rezaré siempre por vosotras». Y se quedó dormido tranquilamente en el Señor.


Rápidamente se difundió la noticia de su muerte, durante todo ese día, se formó una fila de personas que lloraban diciendo: «¡Ha muerto el padre de los pobres, ha muerto el santo!».


Su testimonio ha sido una fuente de vida y de gracia en particular para las Religiosas, hoy difundidas en cuatro continentes.


El 12 febrero 1976 el Papa Pablo VI reconoció sus virtudes heroicas y el Papa Juan Pablo II el 7 octubre 2001 proclamandolo beato, lo ofrece como ejemplo a los sacerdotes y lo indica a todos como modelo de educador y protector especialmente de los pobres y necesitados.


Si tiene información pertinente para la cononización del Beato Alfonso, contacte a:

Suore di S. Giovanni Battista

Circonvallazione Cornelia, 65

00165 Roma, ITALY


Reproducido con autorización de Vatican.va




Martirologio Romano: En Valtiervilla, lugar de México, san Jesús Méndez, presbítero y mártir, que murió por Cristo durante la persecución mexicana (1928).
Fecha de canonizacion: 21 de mayo de 2000 por el Papa Juan Pablo II.

Nació en Tarímbaro, Michoacán, el 10 de junio de 1880, hijo de Florentino Méndez y de Maria Cornelia Montoya. Fue bautizado en la iglesia parroquial del lugar el 12 del mismo mes y recibió el sacramento de la confirmación ahí mismo el 12 de septiembre de 1881.
Creció Jesús Méndez en el ambiente sano de los pueblos. Sus estudios primarios los realizó en la escuela oficial. Ingresó al Seminario de Morelia a los 14 años de edad, dedicándose con tesón al estudio.

Su familia era muy pobre y algunos vecinos de su pueblo natal le ayudaban con gusto a su sostenimiento, lo mismo que toda su familia, en cuanto podía.

El 23 de julio de 1905 recibió el diaconado y fue ordenado sacerdote el 3 de junio de 1906 por imposición de manos del señor arzobispo Atenógenes Silva. Cantó su Primera Misa en su pueblo natal el 22 de junio del mismo año.

Desempeñó su ministerio sacerdotal en las siguientes parroquias: San Juan Huetamo, Mich., como vicario cooperador, de 1906 a 1907, en donde sufrió un agotamiento nervioso que alarmó a sus familiares.

Una vez repuesto de eso, se le mandó a Pedernales, en donde permaneció de abril de 1907 a febrero de 1913, pero de nuevo los nervios lo volvieron a traicionar, por lo que el señor arzobispo lo envió a Valtierrilla, Guanajuato, para que mejorara de salud.

En todas partes trabajó mucho. Se distinguió también por su devoción a la Santísima Virgen a la que procuraba venerar y honrar de una manera especial en las fiestas marianas, que celebraba con la mayor solemnidad posible.

Fundó y atendió asociaciones parroquiales: Catecismo, Apostolado de la Oración, Vela Perpetua, Hijas del María, Obreros Guadalupanos. Objeto especial de su preocupación pastoral fue la atención a la escuela parroquial. Promovió obras sociales y fundó una cooperativa de consumo.

En Valtierrilla, como en muchas otras partes, durante la persecución callista, muchos sacerdotes se alejaron de sus parroquias para esconderse buscando siempre lugares más seguros, pero el Padre Méndez siguió al pie del cañón aunque ejerciendo su ministerio de manera oculta, celebrando su misa muy temprano y, asimismo, bautizaba y confesaba a esas horas.

También por las noches salía a bautizar a las casas. Durante el día se dedicaba a atender a los enfermos.

Agotados los recursos pacíficos y legales para que se derogasen las leyes persecutorias, en diversos lugares de la Patria comenzaron a tomarse las armas en acto de legítima defensa.

Algunos en Vatierrilla quisieron sumarse a los cristeros y fijaron como fecha para el levantamiento el 5 de febrero de 1928, pero fueron delatados y vinieron los soldados de Sarabia, poblado cercano, a sofocar el levantamiento. El Padre Méndez nada tuvo que ver con ese asunto ya que jamás empuñó las armas.

El día cinco señalado, estaba el Padre Méndez terminando de celebrar su misa en una dependencia de la notaria cuando se oyeron los primeros disparos de la fuerza federal, que venían entrando al pueblo en busca de los que se iban a levantar en armas.

El Padre Méndez ante el inminente peligro, tomó el copón con las Hostias consagradas y lo escondió bajo su zarape, con el cual se cobijaba cuando hacía frío, mas sintió la necesidad de proteger mucho más al Santísimo y por lo mismo, trató de no hacerse visible.

Saltó por una ventana de la notaría que estaba al pie de la torre del templo. Los soldados, que se habían subido precisamente a lo alto del campanario para poder vigilar mejor los movimientos del pueblo, vieron que alguien abría la ventana tratando de escapar y avisaron a los de abajo, quienes hicieron salir al Padre Jesús.

Cuando vieron al padre, sin conocerlo, deben haber pensado que se trataba de algún cristero, creían que bajo la cobija llevaba alguna arma y le exigían que la entregara, a lo que respondió que no tenía arma.

Recibieron la orden de registrarlo, un soldado dio un jalón a la cobija descubriendo el copón que apretaba contra su pecho. Le hicieron la clásica pregunta: "¿Es usted Cura?" a lo cual respondió: "Sí soy Cura". Esto bastó para que lo aprehendieran.

El Padre Méndez les dijo: "A ustedes no les sirven las Hostias consagradas, dénmelas". Pidió a los soldados unos momentos para recogerse en oración, se puso de rodillas y comulgó. Dijeron después los soldados: "No queremos alhajas, deles esa joya a las viejas", refiriéndose a la hermana del padre, Luisa, y a la sirvienta de esta, María Concepción, que trataban de defender al sacerdote.

Les entregó el copón diciéndoles: "Cuídenlo y déjenme, es la voluntad de Dios", y dirigiéndose a los soldados: "Ahora haced de mí lo que queráis; estoy dispuesto".

Seis u ocho soldados lo llevaron al lugar del sacrificio, distante una media cuadra de la plaza. Lo sentaron en un tronco que había ahí, en medio de dos soldados. El capitán Muñiz intentó dispararle, pero la pistola no funcionó. Ordenó entonces a los soldados que le dispararan. Tres veces lo hizo cada uno con su rifle, pero ninguno hizo blanco, sea porque no hayan querido o no hayan podido hacerlo.

Enfadado el capitán, ordenó al prisionero que se pusiera de pie, lo registró y le quitó el crucifijo y unas medallas que traía, lo colocó junto a unos magueyes y le disparó. El Padre Jesús cayó al suelo ya muerto. Eran aproximadamente las siete de la mañana del día 5 de febrero de 1928.

Como a las tres de la tarde de ese mismo día 5, los restos del sacerdote mártir fueron llevados a Cortazar en una camioneta de redilas, propiedad del gobierno.

En ese lugar los soldados lo pusieron junto a la vía del tren, con el fin de que cuando este pasara lo destrozara, no sin antes hacer desfilar a todas las personas de Valtierrilla, Gto., que se habían llevado en calidad de detenidos.

Las mujeres de los oficiales, más sensatas y valientes, fueron a la vía del tren a quitar el cuerpo de ahí para llevarlo hacia un portalillo cercano. Acto seguido, los soldados cavaron una fosa en el machero de los caballos para enterrarlo, pero las soldaderas se opusieron, y como el señor Elías Torres les pidió el cuerpo para sepultarlo, se lo concedieron.

Un carpintero de Sarabia, Alberto Delgado, hizo el ataúd y fue velado el cuerpo en el portal de los Carmona y sepultado en Cortazar por Elías Torres.

El Padre Jesús Méndez Montoya fue sacrificado por odio a la fe. él conocía los riesgos de su ministerio; sin embargo jamás abandonó a su feligresía y en muchas ocasiones expresó su deseo de ser mártir.

Cinco años después, el Padre Segoviano, Vicario de Valtierrilla, junto con su feligresía fueron a Cortazar y exhumó los restos que fueron identificados por el señor Elías Torres; los familiares también los identificaron por un mechón blanco que tenía en el cabello y por la ropa que vestía. Además, el sitio de la sepultura era conocido por la gente del lugar.

El Padre Segoviano depositó la urna con los restos en el piso del presbiterio de la iglesia parroquial de Valtierrilla, Guanajuato, donde permanecen hasta la fecha.

El Padre Jesús Méndez Montoya fue declarado Beato por S.S. el Papa Juan Pablo II en la ceremonia efectuada en la Basílica de San Pedro en Roma, Festividad de Cristo Rey, el día 22 de noviembre de 1992, en compañía de sus 24 compañeros Mártires Mexicanos.

El día 21 de mayo del Año Santo 2000, Jubileo de la Encarnación de Jesucristo, el Papa Juan Pablo II realizó la ceremonia de Canonización de los 25 Mártires Mexicanos, incluido el Beato Jesús Méndez Montoya, en la Plaza de San Pedro, ante la presencia de más de cuarenta mil peregrinos.

"Los cristianos esperan encontrar en el sacerdote no sólo un hombre que los acoge, que los escucha con gusto y les muestra una sincera amistad, sino también y sobre todo un hombre que les ayude a mirar a Dios, a subir hacia él". (Exhortación Pastoral "PASTORES DABO VOBIS", N. 47)

¡San Jesús Méndez Montoya, que durante tu ministerio sacerdotal tuviste un gran amor a Jesús en la Eucaristía, ruega por nosotros!

Fueron muchos los fieles que sufrieron el martirio por defender su fe, de entre ellos presentamos ahora a veinticinco que fueron proclamados santos de la Iglesia por Juan Pablo II:

Cristobal Magallanes Jara, Sacerdote

Roman Adame Rosales, Sacerdote

Rodrigo Aguilar Aleman, Sacerdote

Julio Alvarez Mendoza, Sacerdote

Luis Batis Sainz, Sacerdote

Agustin Caloca Cortés, Sacerdote

Mateo Correa Magallanes, Sacerdote

Atilano Cruz Alvarado, Sacerdote

Miguel De La Mora De La Mora, Sacerdote

Pedro Esqueda Ramirez, Sacerdote

Margarito Flores Garcia, Sacerdote

Jose Isabel Flores Varela, Sacerdote

David Galvan Bermudez, Sacerdote

Salvador Lara Puente, Laico

Pedro de Jesús Maldonado Lucero, Sacerdote

Jesus Mendez Montoya, Sacerdote

Manuel Morales, Laico

Justino Orona Madrigal, Sacerdote

Sabas Reyes Salazar, Sacerdote

Jose Maria Robles Hurtado, Sacerdote

David Roldan Lara, Laico

Toribio Romo Gonzalez, Sacerdote

Jenaro Sanchez Delgadillo

David Uribe Velasco, Sacerdote

Tranquilino Ubiarco Robles, Sacerdote

Para ver las biografías de los Mártires Mexicanos del siglo XX

Haz Click AQUI




Isabel Canori Mora, Beata




Martirologio Romano: En Roma, beata Isabel Canori Mora, madre de familia, que tras haber sufrido mucho tiempo, con caridad y paciencia, la infidelidad del marido, angustias económicas y la persecución de familiares, ofreció su vida a Dios por la conversión, salud, paz y santificación de los pecadores, y entró a formar parte de la Tercera Orden de la Santísima Trinidad (1825).
Etimología: Isabel = Aquella a quien Dios da salud, es de origen hebreo.

Fecha de beatificación: 24 de abril de 1994, en el Año Internacional de la Familia, por el Papa Juan Pablo II.

Por un minuto piensa en las personas que viven en tu vecindario. ¿Podrías llamar a alguno santo? Hubo un barrio en Italia donde efectivamente una santa vivía en la casa contigua. La beata Isabella Canori Mora quien llevó su vida de madre y esposa a la plena conformación con Cristo en la cotidianeidad y en la adversidad de tener un esposo que la maltrataba.
Quién fue

Nació en Roma el 21 de noviembre de 1774. Hija de Tommaso y Teresa Primoli, en el seno de una familia de posición acomodada, profundamente cristiana y diligente en la educación de sus hijos.

Estudió con las Hermanas Agustinas de Cascia (1785-88), donde destacó por su inteligencia, una profunda vida interior y su espíritu de penitencia. De regreso a Roma, tuvo una vida tranquila hasta que en 1796 -cuando tenía 21 años- se casó con el joven abogado romano Cristóforo Mora.

Para ella, el matrimonio fue una decisión reflexionada, madura, pero después de algunos meses, la fragilidad psicológica de Cristóforo comprometió la serenidad de la familia.

Cristóforo convirtió a una mujer de mal vivir en su amante y a medida que pasaba el tiempo, humilló y abusó de su esposa en distintas formas, no ejerció más la abogacía, y gastó tanto dinero en sus aventuras que terminó llevando a su esposa e hijas a la extrema pobreza y una creciente deuda.

A la violencia física y psicológica de su esposo, Isabella respondió siempre con absoluta fidelidad. Nunca puso excusas, conveniencias o intereses para justificar un abandono de su hogar, para ella sólo primaba el código de fidelidad de amor y rendición total.

Elizabeth trató a su marido con paciencia gentil, ofreciendo penitencias y oraciones por su conversión. Nunca pensó en separarse de él, a pesar de los consejos de familiares y amigos. En vez de esto, siempre amó, apoyó y perdonó a su esposo esperando su conversión.

En 1801 sufrió una misteriosa enfermedad que la puso al borde de la muerte. Se curó de forma inexplicable y tuvo su primera experiencia mística.

Esta es una vidente italiana de las tribulaciones de los últimos tiempos de la Iglesia, que fue favorecida con los dones de la visión y de la profecía.

El Señor le hizo alcanzar la madurez para recibir las visiones y las ilustraciones sobre el destino de la Iglesia. Recibió en forma clara los estigmas de la pasión de Cristo, y en sus visiones vio las tremendas batallas que tendrá que sostener la Iglesia en los últimos tiempos bajo el poder de las tinieblas.

Tuvo cuatro hijos, pero los dos primeros murieron a los días de nacer. Con el abandono de su esposo, fue forzada a vivir trabajando con sus propias manos para seguir al cuidado de sus hijas Marianna y Luciana. Dedicó mucho tiempo a la oración, los pobres y los enfermos.

Su hogar pronto se convirtió en un punto de referencia para mucha gente en busca de ayuda material y espiritual. Se dedicó especialmente a cuidar de las familias en necesidad. Para ella, la familia implicaba dar un espacio a cada persona, un lugar que dé frutos de vida, fe, solidaridad y responsabilidad.

La familia, para ella, era el templo en el que recibía al "al amado Señor, Jesús de Nazaret" y a todos los que se dirigían a ella. A través de la auto negación, Elizabeth ofrecía su vida por la paz y la santidad de la Iglesia, la conversión de su esposo y la salvación de los pecadores.

En 1807 Elizabeth se unió a la Orden terciaria Trinitaria.

Respondió con dedicación a la vocación al matrimonio y la consagración secular. Sus admirables virtudes humanas y cristianas así como la fama de su santidad se difundieron a través de Roma, Albano y Marino, donde ganó fama de santidad.

En 5 de febrero de 1825, mientras era asistida por sus dos hijas, Isabella falleció. Fue enterrada en Roma en la iglesia trinitaria de San Carlino alle Quattro Fontane. Poco después de su muerte, como ella misma predijo, su esposo se convirtió uniéndose a la Orden Terciaria Trinitaria y después se ordenó sacerdote de los franciscanos conventuales. Murió el 9 de setiembre de 1845 y fue enterrado en la iglesia de los franciscanos conventuales de Sezze.

Fue beatificada junto al joven mártir Zaire Isidore Bakanja, y a otra madre italiana santa, Gianna Beretta Molla, por el Papa Juan Pablo II el 24 de abril de 1994, en el Año Mundial de la Familia.






Algunas visiones de Isabella Canori
En una visión del 25 de marzo de 1816 vio:

"A los miserables que cada día con mayor orgullo y desfachatez, de palabra y de obra, con incredulidad y apostasía, van pisoteando la santa religión y la divina ley. Se sirven de las palabras de la Sagrada Escritura y del Evangelio, corrompiendo su verdadero sentido para respaldar así sus perversas intenciones y sus torcidos principios".

El 15 de octubre de 1818 tuvo otra visión terrible:

"De repente, dice, le fue mostrado el mundo. Lo veía todo en revolución, sin orden ni justicia. Los siete vicios capitales (soberbia, lujuria, ira, envidia, pereza, guía y avaricia) eran llevados en triunfo, y por todas partes se veía reinar la injusticia, el fraude, el libertinaje y toda clase de iniquidades. Vio también Sacerdotes despreciando la Santa Ley de Dios y cómo se cubría el Cielo de nubes negras; se levantaba un tremendo huracán y en el mayor desconcierto se mataban los hombres unos a otros. En castigo de los soberbios que con impía presunción intentaban demoler la Iglesia desde los cimientos, permitía Dios a los poderes de las tinieblas abandonar los abismos del infierno . . ."

El triunfo de la Iglesia:

En 1821 oyó al Señor hablar del triunfo de la Iglesia, pues ésta saldría renovada de aquellas tormentas, encendida en el primitivo celo de la Gloria de Dios, y que sería recordada universalmente por los pueblos. Vendrá la reforma de la Iglesia . . . "y la restauración de todas las cosas no se verificará sin un profundo trastorno de todo el mundo, de todas las poblaciones".





















Adelaida de Vilich, Santa
Adelaida de Vilich, Santa

Abadesa


Martirologio Romano: En Colonia, de Lotaringia, santa Adalheide, que fue la primera abadesa del monasterio de Vilich, en el que introdujo la Regla de san Benito, pasando después al monasterio de Santa María de Colonia, donde falleció (1015).

Etimología: Adelaida = Aquella que es de noble familia, es de origen germánico.



Era hija de Megingoz, Conde de Guelders, y cuando aún era muy joven, entró en el convento de Santa Úrsula en Colonia, donde se seguía la regla de San Jerónimo. Cuando sus padres fundaron el convento de Villich, enfrente de la ciudad de Bonn, en el Rin, Adelaida se convirtió en Abadesa de este nuevo convento, y después de algún tiempo introdujo la regla de San Benito, que le pareció más estricta que la de San Jerónimo.

La fama de su santidad y de su don de realizar milagros atrajo pronto la atención de San Heriberto, Arzobispo de Colonia, quien quiso hacerla abadesa del convento de Santa María en Colonia, para suceder a su hermana Bertha, que había fallecido. Solo por la orden del Emperador Otón III aceptó Adelaida su nueva dignidad. Mientras era Abadesa de Santa María en Colonia, continuó siendo Abadesa de Villich.


Murió en su convento de Colonia el año 1015, pero fue enterrada en Villich, donde su fiesta se celebra solemnemente el 5 de Febrero, el día de su fallecimiento. Cuando su culto llegó a Francia se la conoció con el nombre de Alicia.






Santos Mártires del Ponto, mártires

En el Ponto, conmemoración de muchos santos mártires que murieron en la persecución bajo el emperador Maximiano. Unos fueron rociados con plomo derretido, otros atormentados con cañas entre las uñas, otros más vejados con repetidos tormentos, hasta merecer todos ellos del Señor la palma y la corona del martirio (s. III ex.).

San Avito, obispo

En Vienne, en la Galia Lugdunense, san Avito, obispo, que, en tiempo del rey Gundobaldo, con su fe y su actividad pastoral defendió a la Galia de la herejía arriana (518). ...[leer hagiografía]


San Ingenuino, obispo

En Sabiona, de la Recia, san Ingenuino, primer obispo de esta sede (c. 605).


San Sabas, monje

En Roma, en el monasterio de San Cesareo, san Sabas, monje, llamado el Joven, que junto con su hermano san Macario difundió la vida cenobítica por Calabria y Lucania, en tiempo de la devastación causada por los sarracenos (995).


San Albuino, obispo

En Brixen, en la región de Trento, conmemoración de san Albuino, obispo, que trasladó a esta ciudad la sede episcopal de Sabiona (1005/1006)


SANTA FRANCISCA MÉZIÈRESanta Francisca Mézière, virgen y mártir

En Laval, en Francia, beata Francisca Mézière, virgen y mártir, que habiéndose dedicado a educar niños y a curar enfermos, durante la Revolución Francesa fue condenada a muerte en odio a la fe (1794).






















Gilberto de Sempringham, Santo
Gilberto de Sempringham, Santo

Monje y Fundador


Martirologio Romano: En Sempringham, en Inglaterra, san Gilberto, presbítero, que fundó, con la aprobación del papa Eugenio III, una Orden monástica, en la que impuso una doble disciplina: la Regla de san Benito para las monjas y la de san Agustín para los clérigos (1189).

Etimología: Gilberto = Aquel que es un famos arquero, es de origen germánico.


Fecha de canonización: 11 de enero de 1202 por el Papa Inocencio III.



San Gilberto nació en Sempringham de Lincolnshire. Después de su ordenación sacerdotal, enseñó algún tiempo en una escuela gratuita; pero su padre, que estaba encargado de repartir los beneficios eclesiásticos de Sempringham y Terrington, le eligió para uno de ellos en 1123. El santo distribuía las rentas a los pobres y sólo reservaba una mínima parte para cubrir sus necesidades.

Con su ejemplo, arrastró a la santidad a muchos de sus parroquianos. Redactó las reglas para siete jóvenes que vivían en estricta clausura en una casa anexa desarrolló rápidamente y, San Gilberto se vio obligado a emplear hermanas y hermanos legos en las tierras de la fundación. En 1147, fue a Citeaux a pedir al abad que tomase la dirección de la comunidad; pero como los cistercienses no pudieran hacerlo el Papa Eugenio III animó a San Gilberto a dirigirla por sí mismo. San Gilberto completó la obra, añadiendo un grupo de canónigos regulares que ejercían las funciones de capellanes de las religiosas. Tales fueron los orígenes de las Gilbertinas, la única orden religiosa medieval que produjo Inglaterra. Sin embargo, excepto una casa en Escocia, la fundación no se extendió nunca más allá de las fronteras de Inglaterra, y se extinguió en la época de la disolución de los monasterios, cuando contaba con veintiséis conventos. Las religiosas tenían las reglas de San Benito, y los canónigos las de San Agustín. Los conventos eran dobles, pero la orden era principalmente femenina, aunque el superior general era un canónigo. La disciplina era muy severa, con cierta influencia cisterciense. El deseo de simplicidad en el ornato de las iglesias y en el culto en general llegó hasta imponer que el oficio se recitase en tono simple, como muestra de humildad.


San Gilberto desempeñó por algún tiempo el cargo de superior general, pero renunció a él, poco antes de su muerte, pues la pérdida de la vista le impedía cumplir perfectamente sus obligaciones. Era tan abstinente, que sus contemporáneos se maravillaban de que pudiese mantenerse en vida, comiendo tan poco. En su mesa había siempre lo que él llamaba "el plato del Señor Jesús", en el que apartaba para los pobres lo mejor de la comida. Vestía una camisa de cerdas, dormía sentado, y pasaba gran parte de la noche en oración. Durante el destierro de Santo Tomás de Canterbury, fue acusado, junto con otros superiores de su orden, de haberle prestado ayuda. La acusación era falsa; pero San Gilberto prefirió la prisión y exponerse a la supresión de su orden, antes que defenderse, para evitar la impresión de que condenaba una cosa buena y justa. Cuando era ya nonagenario, tuvo que soportar las calumnias de algunos hermanos legos que se habían rebelado.


San Gilberto murió en 1189, a los 106 años de edad, y fue canonizado en 1202. Se dice que el rey Luis VIII llevó sus reliquias a Toulouse, donde se hallan probablemente todavía, en la iglesia de San Sernín. Las diócesis de Northampton y Nottíngham celebran la fiesta de San Gilberto el día 3; los Canónigos de Letrán la celebran el 4 de febrero, día en que le conmemora el Martirologio Romano.

























Nicolás Estudita, Santo
Nicolás Estudita, Santo

Monje


Martirologio Romano: En Constantinopla, san Nicolás Estudita, monje, que fue exiliado repetidas veces por defender el culto de las santas imágenes y terminó sus días como hegúmeno del monasterio de Estudion (868).

Etimología: Nicolás = Aquel que es vencedor del pueblo o de la multitud, es de origen griego.



Este Nicolás nació en Sidonia (ahora Canea) en Creta, de padres acomodados quienes lo llevaron a los diez años de edad a Constantinopla con su tío Teofanes, al monasterio de Studius. El abad quedó muy bien impresionado con el jovencito y le permitió entrar a la escuela del monasterio, donde pronto se distinguió por su docilidad y ahínco para aprender. A la edad de dieciocho años, se hizo monje y se notó que la obediencia a la regla no representaba ningún obstáculo para él, pues ya había llegado al dominio de sí mismo.

No estaba destinado Nicolás para llevar una vida pacífica en aquellos tumultuosos tiempos. Los sarracenos saquearon su hogar en Creta, mientras que en Constantinopla y Grecia la Iglesia era cruelmente perseguida por los emperadores iconoclastas. No pasó mucho tiempo sin que fueran desterrados Nicolás, el patriarca San Nicéforo, el abad San Teodoro y otros, y Nicolás hizo todo lo que pudo para ayudar a sus compañeros y aliviar sus sufrimientos. Después del asesinato de León V el armenio, la persecución fue disminuyendo y se permitió a los expatriados volver, pero en tales condiciones que no todos aceptaban. Cuando San Teodoro murió, San Nicolás que había sido un discípulo modelo para los demás, se convirtió en su guía y maestro. La persecución duró hasta la muerte del emperador Teófilo, en 842, cuando su viuda, Teodora, hizo volver a los siervos de Dios desterrados y restituyó las imágenes que se veneraban en las iglesias. Entre los que regresaron, estaba el nuevo abad de los estuditas, a quien después sucedió San Nicolás.


En diciembre de 858, comenzó una tremenda disputa de gran trascendencia, cuando se destituyó a San Ignacio de la sede patriarcal de Constantinopla y pusieron a Photius, nombrado por el emperador Miguel III. San Nicolás no quiso tener ningún trato con él y se desterró voluntariamente, negándose a volver a la amistad de Miguel, quien entonces nombró otro abad. Por varios años el santo anduvo errante, pero al cabo fue aprehendido y enviado de vuelta a su monasterio, donde fue puesto en completo aislamiento. Por ese motivo, no pudo obedecer el llamamiento del Papa San Nicolás I, que deseaba examinarlo como testigo en favor de Ignacio. En 867, mataron a Miguel y su sucesor, el emperador Basilio, no sólo restituyó a San Ignacio, sino que también deseó restablecer al abad Nicolás, quien, sin embargo, se excusó por su avanzada edad. Murió entre sus monjes y fue sepultado junto a San Teodoro, su gran predecesor.






Martirologio Romano: En Lyon, en Francia, santa María de San Ignacio (Claudina) Thévenet, virgen, quien, movida por la caridad y con ánimo esforzado, fundó la Congregación de las Hermanas de Jesús y María, para la formación espiritual de las jóvenes, especialmente las de condición humilde (1837).

Fecha de canonización: 21 de marzo de 1993 por S.S. Juan Pablo II.



CLAUDINA THÉVENET, la segunda de una familia de siete hijos, nace en Lyon el 30 de marzo de 1774. " Glady ", como se la llama familiarmente, ejerce muy pronto una bienhechora influencia sobre sus hermanos y hermanas porque su bondad, delicadeza y olvido propio la llevan a complacer siempre a los demás.

Tiene 15 años cuando estalla la Revolución Francesa. En 1793 vive las horas trágicas del asedio de Lyon por las fuerzas gubernamentales y, en enero de 1794, llena de horror y de impotencia, asiste a la ejecución de sus hermanos, condenados a muerte por represalia, después de la caída de la ciudad. Sus últimas palabras: "Perdona, Glady, como nosotros perdonamos" las hace muy suyas, las graba en su corazón y la marcan profundamente dando nuevo sentido a su vida. En adelante se dedicará a socorrer las innumerables miserias que la Revolución había producido. Para Claudina, la causa principal del sufrimiento del pueblo era la ignorancia de Dios y esto despierta en ella un gran deseo de darlo a conocer a todos. Niños y jóvenes atraen principalmente su celo apostólico y arde por hacer conocer y amar a Jesús y a María.


El encuentro con un santo sacerdote, el Padre Andrés Coindre, le ayudará a conocer la voluntad de Dios sobre ella y será decisivo en la orientación de su vida. En el atrio de la iglesia de San Nizier, el Padre Coindre había encontrado dos niñas pequeñas abandonadas y temblando de frío. Las condujo a Claudina quien no vaciló en ocuparse de ellas.


La compasión y el amor hacia las niñas abandonadas son el origen de la Providencia de San Bruno en Lyon (1815). Algunas compañeras se unen a Claudina. Se reúnen en Asociación. Elaboran y experimentan un Reglamento y pronto la eligen como Presidenta.


El 31 de julio de 1818 el Señor se deja oír por la voz del Padre Coindre: "hay que formar una comunidad. Dios te ha elegido" dijo a Claudina. Y así, el 6 de octubre de ese mismo año, se funda la Congregación de Religiosas de Jesús-María, en Pierres-Plantées, sobre la colina de la Croix Rousse. En 1820 la naciente Congregación se instalará en Fourviére (frente al célebre santuario) en un terreno adquirido a la familia Jaricot. En 1823 obtiene la aprobación canónica para la Diócesis del Puy y en 1825 para la de Lyon.


El fin inicial del joven Instituto era recoger las niñas pobres hasta los 20 años de edad. Se las enseñaba un empleo y los conocimientos propios de la escuela primaria, todo ello desde una sólida formación religiosa y moral. Pero querían hacer más, y Claudina y sus hermanas abrieron también sus corazones a niñas de clases acomodadas construyendo para ellas un pensionado. El fin apostólico de la Congregación será pues, la educación cristiana de todas las clases sociales con una preferencia por las niñas y jóvenes, y entre ellas, las más pobres.


Los dos tipos de obras se desarrollan simultáneamente a pesar de las pruebas que acompañarán a la Fundadora a lo largo de los últimos doce años de su peregrinación en esta tierra: la muerte dolorosamente repentina del Padre Coindre (1826) y de las primeras hermanas (1828); la tenacidad para impedir la fusión de su Congregación con otra también recién fundada; los movimientos revolucionarios de Lyon en 1831 y 1834 con todas las consecuencias que debieron sufrir los habitantes de Fourviére, por ser la colina punto estratégico de los dos bandos antagónicos.


El insigne valor de la Fundadora no se deja intimidar por la adversidad, al contrario, emprende con audacia nuevas construcciones, entre ellas la de la Capilla de la Casa Madre, al mismo tiempo que se entrega a la redacción de las Constituciones de la Congregación. Las estaba ultimando cuando, a sus 63 años, la muerte llamó a su puerta. Era el 3 de febrero de 1837.


"Hacer todas las cosas con el único deseo de agradar a Dios" fue el hilo conductor de toda su vida. Esta búsqueda constante de la voluntad de Dios, "llevar una vida digna del Señor agradándole en todo", le dio una fina sensibilidad para leer los signos de los tiempos, discernir los designios de Dios sobre ella y dar una respuesta íntegra y total. Ese camino le ha merecido "compartir la suerte de los santos en la Luz" (Col. 1, 10-11).


"Encontrar a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios" es vivir en espíritu de alabanza. En un mundo en que está demasiado ausente la esperanza, redescubrir la bondad del Creador, presente en la creación y en las personas, reafirma el sentido de vivir e invita a la acción de gracias. Claudina hizo de su vida religiosa apostólica "un himno de gloria al Señor". Sus últimas palabras: "Qué bueno es Dios" fueron la exclamación admirativa de la bondad de Dios que había sabido descubrir aún en los momentos más dolorosos de su vida.


Claudina imprimió en su Congregación su fuerte personalidad. Dotada de una grandeza de alma poco común, de prudente inteligencia y buena organización, fue, sobre todo, una mujer de gran corazón. Y quería que sus hijas fueran verdaderas madres de las niñas confiadas a su cuidado: "Es necesario ser madres de las niñas - les decía - sí, verdaderas madres, tanto del alma como del cuerpo". Ninguna parcialidad, ninguna preferencia, "las únicas que os permito son para las más pobres, las más miserables, las que tienen más defectos. A estas sí, amadlas mucho".


La solidez de una construcción se revela al paso del tiempo. Cinco años apenas de la muerte de la Fundadora sus hijas llegaban a la India (1842). En 1850 entran en España y en 1855 van al Nuevo Mundo, a Canadá.


175 años después de la fundación de la Congregación, son más de mil ochocientos las Religiosas de Jesús-María repartidas hoy en ciento ochenta comunidades por los cinco continentes. Todas acogen con grande gozo y gratitud la canonización de esta humilde y generosa hija de Francia que el Señor escogió para hacerla su Fundadora.


Reproducido con autorización de Vatican.va





Nació el 28 de noviembre de 1852 en Alemania, hija y heredera de un acomodado agricultor. Su deseo de unirse a la obra misionera emprendida por el sacerdote Arnoldo Janssen, la llevó a ingresar a la Casa Misional de Steyl en 1882.

En 1889, participa -junto con Josefa Hendrina Stenmanns- en la fundación de las Hermanas Misioneras Siervas del Espíritu Santo.


En 1898, el P. Arnoldo Janssen le pide que ingrese a la Congregación de las Hermanas Siervas del Espíritu Santo de la Adoración Perpetua, fundada el 8 de diciembre de 1896. obra que iba a ser consolidada definitivamente por su sucesora: María Micaela Tönnies.


El llamado que recibe Elena y que la marca desde su niñez, es el llamado a la misión. Se siente convocada a llevar calor, luz y la seguridad del amor de Dios a los niños abandonados de China. Sus anhelos de ir a la misión no se cumplieron jamás, pero hoy sus hermanas están repartidas por todo el mundo.


El 3 de febrero de 1900 partió de esta tierra a su destino definitivo.


Su vida religiosa se caracterizó por una relación viva y profunda con el Espíritu Santo y su entrañable amor a Jesús Sacramentado.



Martirologio Romano: En Bourg-Saint-Andéol, en la región de Viviers, en Francia, beata María Ana Rivier, virgen, la cual, durante la Revolución Francesa, que suprimió todas las órdenes y congregaciones religiosas, instituyó la Congregación de las Hermanas de la Presentación de María, para educar en la fe al pueblo cristiano (1838).

Fecha de beatificación: 23 de mayo de 1982 por el Papa Juan Pablo II.



Nació el 19 de diciembre de 1768 en Montpezat-sous-Bauzon, Ardeche, Francia.

Una mujercita de un metro treinta y dos


En 1770, cuando todavía no ha cumplido los dos años, Ana María sufre un grave accidente al caerse de la parte superior de la litera donde duerme. A consecuencia de esa caída se fractura la cadera, por lo que en adelante no puede mantenerse de pie, ni siquiera con ayuda de muletas. Ese dramático episodio tuvo lugar en su tierra natal, en Montpezat, en las montañas de la región francesa de Ardèche.


Ana María padece igualmente de raquitismo: tiene el torso y la cabeza normalmente desarrollados, pero los brazos y las piernas son flacos y, una vez adulta, no sobrepasará un metro treinta y dos de estatura. Se arrastra por el suelo a causa de su invalidez, y su madre la lleva todos los días a la capilla de los Penitentes, donde se venera una antiquísima estatua de la Piedad. Durante aquellas visitas, explica a la niña quién es esa Madre en llanto que lleva en brazos a su Hijo yaciente bajado de la Cruz. El amor de Cristo y de su Madre, el deseo de hacer algo por ellos, el horror de los pecados que son la causa de sus sufrimientos y, sobre todo, una confianza absoluta en María, penetran poco a poco en el generoso y tierno corazón de la niña. Un día declara sin rodeos a su madre: «¡La Señora de la capilla me curará!». Así que espera imperturbable el milagro que no llega, y suplica: «Virgen Santa, si me curáis os traeré todos los días ramos y coronas de flores. Pero si no me curáis, ya no volveré más... ¡Si no me curáis, me enfadaré con vos!».


Sin embargo, la pobre inválida sigue acudiendo todos los días ante la estatua, pues sabe que en el cielo María sigue ocupándose de la salvación eterna de los hombres. Mediante sus palabras y sus ejemplos, contados en los Evangelios, contribuye a nuestra educación espiritual: nos invita a la pureza perfecta, a preocuparnos únicamente por complacer a Dios, a la fidelidad, a la docilidad ante todas las mociones del Espíritu Santo, a la práctica de las virtudes y a la unión íntima con Jesús. María es un corazón que ama, que canta, que asciende y que resplandece. La Virgen interviene igualmente en nuestra vida con su plegaria, que puede llegar -si lo considera oportuno- hasta conseguirnos milagros, y sus buenas inspiraciones son más frecuentes de lo que pensamos. En cuántas ocasiones nos sentimos preocupados ante el hecho de tener que elegir o ante un deber difícil de cumplir; entonces, basta con una llamada de socorro para que la luz brille y vuelva la alegría. A veces hay también palabras más precisas o consignas más explícitas para quienes solicitan filialmente una línea de conducta. «La Virgen nunca deja de protegerme cuando la invoco, escribe Santa Teresa del Niño Jesús. Cuando me surge una inquietud, una preocupación, enseguida me vuelvo hacia ella y, como la más tierna de las madres, siempre se ocupa de mis intereses» (Ms C, folio 26r°). También Ana María sentirá los efectos de esa protección maternal.


En casa, cuenta historias edificantes a los niños del pueblo, y sabe captar maravillosamente la atención de su pequeño auditorio para mantenerlo tranquilo. Enseña el catecismo y a rezar a todos esos pequeños. Poco a poco, siente en su interior el deseo de consagrarse a Dios y a la instrucción de los niños. Más tarde dirá: «También experimentaba más que nunca un vivo deseo de curarme».


En 1774, su padre es llamado por Dios. La inhumación tiene lugar el 8 de septiembre, festividad de la Natividad de la Santísima Virgen. Ese mismo día, Ana María pide las muletas. Estaban extraviadas, pero las encuentran y se las dan; y he aquí que, ante el asombro de todos, las utiliza y consigue dar tres vueltas a la habitación. Es la Virgen María, que ha querido concederle, en el día de su fiesta, el regalo de un hermoso milagro, permitiéndole que camine con la ayuda de las muletas.


Ahora más que nunca se encarga de los demás niños, organizando pequeñas procesiones en las que las niñas llevan un velo y los muchachos una cruz, todos rezando el Rosario.


Una dosis doble de milagros


El 31 de julio de 1777, Ana María, que entonces cuenta con nueve años, cae por la escalera y se fractura un muslo. El cirujano, al que han llamado con urgencia, vuelve a poner el hueso en su sitio. Después de irse el médico, la señora Rivier, animada por la fe que mueve montañas, le quita el vendaje y frota la pierna herida con el aceite de la lámpara de Nuestra Señora de Pradelles. Al día siguiente, el miembro se ha deshinchado. El 15 de agosto siguiente, uno de sus tíos le dice a la niña: «Levántate e intenta caminar». Se produce el segundo milagro, más notorio que el primero: ¡Ana María se levanta y camina sin las muletas! Y grita de alegría: «¡La Virgen me ha curado!... ¡La Virgen me ha curado!...». En medio de su alegría, cuenta por todas partes las maravillas realizadas en su favor por María.


Su amor de Dios se acrecienta con las gracias recibidas. En una ocasión, alguien la encuentra en un bosque y le pregunta: «¿Dónde vas así? - Al desierto, para rezar al Señor». Es conducida a casa, pero su deseo de soledad y de oración no disminuye, y su caridad para con los pobres la mueve a dar todo lo que puede. Incluso ayuda a mendigar a una ciega, tomándola de la mano para indicarle el camino. Toma la primera comunión a los once años: «Era tan pequeña, nos contará más tarde, que para llegar a la santa mesa tuve que poner mi sombrero de lana bajo las rodillas». Su madre le enseña entonces a leer y a escribir, enviándola después para perfeccionarse con las religiosas de Nuestra Señora, en Pradelles. Cuando regresa a casa, su celo la lleva a realizar numerosas obras pastorales y caritativas: da catequesis, encamina a los jóvenes a la Misa y al confesionario, cuida a los enfermos y asiste a los moribundos. Su vida interior se sustenta con la comunión diaria, el rezo del Rosario y el oficio parvo de la Inmaculada Concepción. Su influencia es tan grande que la solicitan para que haga novenas con diferentes intenciones.


A los diecisiete años, solicita su ingreso en las religiosas de Nuestra Señora, pero el consejo de las hermanas rechaza esa admisión a causa de su mala salud. ¡Qué penosa sorpresa! «Aquellos rechazos no hicieron sino inflamar mis deseos -nos confiará-, ¡ya que no quieren que entre en el convento, yo misma haré un convento!». Una fe a toda prueba, una confianza ciega en la Santísima Virgen y una caridad desbordante cubren el alma de nuestra "pequeña" Ana María.


« Todas al Paraíso »


En 1786, regresa a Montpezat. Tiene dieciocho años, pero sigue siendo de corta estatura. Aunque ello no es impedimento para que le pida a su párroco que la ponga al frente de una escuela. El párroco encuentra ridícula su petición, pues considera que no será respetada ni obedecida por los niños. Ana María insiste y sigue insistiendo... No solamente quiere reunir a las jóvenes, sino que desea formar buenas madres de familia, convencida como está de la función evangelizadora de las familias y de la importancia de la iniciación religiosa desde la más tierna infancia: «¡La vida se halla por entero en las primeras impresiones!», dirá. El párroco acaba cediendo, así que obtiene permiso para montar una escuela en una casa que pertenece a religiosas dominicas. La escuela abre sus puertas al principio de curso de 1786, poblada por hijas de gente notable, pero sobre todo por niñas pobres acogidas gratuitamente.


La joven maestra es exigente, pero recibe ánimos por parte de sus alumnas, que comprenden que su firmeza redunda en beneficio suyo y que procede de su amor hacia ellas. Su método pedagógico es simple y lleno de sentido común. Es consciente de que la formación integral de un niño debe comprender una formación espiritual y doctrinal sólida y profunda. Su deseo de llevar a la beatitud eterna a las almas que le son confiadas le mueve a repetir con frecuencia: «Hijas mías, quiero conduciros al Paraíso».


Con aquellas criaturas consigue éxitos alentadores. ¿Su secreto? Audacia, tenacidad, una alegría comunicativa y mucho coraje. He aquí algunos consejos que dará más tarde a sus religiosas:


Para la enseñanza: «No destaquéis por vuestro talento, ni siquiera para atraer a las niñas a la escuela... Si éstas aprueban con facilidad, que no se crean genios ni intenten deslumbrar. Nada de términos eruditos para hablarles. No admiréis su indumentaria, sino que, por el contrario, inculcadles el horror por los aderezos y las modas».


Advierte a las nuevas maestras: «A veces las niñas tienen la suficiente malicia para poner a prueba el carácter de una hermana recién llegada, para averiguar si es enérgica y vigilante, o si podrán burlarse de ella impunemente. Así pues, que quienes sean tutoras de un curso muestren un aspecto severo y serio que dé a entender que habrá que cumplir con los deberes sin rechistar, y también un tono de bondad y de educación para ganarse a las niñas».


«Velad por la limpieza y la abundancia de los alimentos, pues los jóvenes deben comer suficientemente. El sueño y el ejercicio son necesarios. Que no tengan los pies húmedos. Si tienen frío, dadles de beber algo caliente. Si están enfermas, llamad al médico sin darles "remedios de viejas". No les impongáis alimentos hacia los cuales muestren una irresistible repugnancia...».


En la tormenta


1789: la revolución estalla. Ana María hace todo lo que está en su mano para ayudar a ejercer su ministerio a los sacerdotes rebeldes, perseguidos por la ley a causa de su fidelidad al Papa. De día o de noche, según las circunstancias, reúne a los fieles para confesarse, oír Misa y comulgar. Cuando el sacerdote no puede acudir, es ella quien realiza la instrucción. En aquel tiempo en que la guillotina no para de trabajar, hay que utilizar un lenguaje realista. Por eso no duda en hablar con fuerza: de Jesús Crucificado, modelo de coraje y de constancia, del fin último, del pecado mortal que conduce a la condenación eterna, del paraíso prometido a quienes hayan sido fieles al Evangelio y a la Iglesia romana. Y luego interroga a su auditorio: «¿Me prometéis morir por Jesucristo?». Y, con lágrimas en los ojos, todos responden: «¡Sí!».


No tarda en ser convocada ante el comisario revolucionario, quien le prohíbe presidir tales asambleas, bajo pena de ser encerrada en prisión y de ir a juicio. Pero aquella mujercita de un metro treinta y dos se mantiene firme y, sin desconcertarse, indica a personas de confianza que en adelante el lugar de reunión será la casa Rivier.


En Montpezat, la casa dominica no ha sido vendida, a pesar de haber sido declarada bien nacional. Ana María continúa dirigiendo allí su escuela. Pronto consigue media docena de internas, a quienes intenta dar forma de comunidad religiosa, pues su idea de convento la sigue persiguiendo. Su celo por la salvación de las almas le inspira grandes audacias. «Dios me sostuvo hasta tal punto, nos cuenta, que en lugar de pensar en abandonar los trabajos que había iniciado, se me ocurrían aún otros mayores. Aquí, me decía a mí misma, los niños reciben educación, las mujeres y las jóvenes son socorridas, pero en otros lugares, ¿quién se encarga de tantas pobres almas?... Y ardía en deseos de multiplicarme...». Estamos en 1793, en lo más fuerte de la revolución. Tres jóvenes quedan prendadas de su ideal y acuden a ella. Ana María les asigna a cada una de ellas un pueblo de los alrededores para impartir el catecismo y para ayudar a la juventud a vivir conforme al Evangelio.


De nuevo la Virgen


En 1794, el gobierno revolucionario vende la casa de las dominicas de Montpezat. Ana María y sus compañeras, que deben mudarse, piden a la Virgen una señal de ánimo: la estatua de María cobra vida y les sonríe. Reconfortadas por aquel milagro, se instalan en el pueblo de Thueyts, en otra casa también de las dominicas, fundando allí una escuela. La afluencia es tal que Ana María debe confiar a los muchachos a los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Su ejemplo atrae a otras dos jóvenes, que aceptan ayudarla. Un día, reúne a sus cinco primeras compañeras y les declara de entrada: «¡Juntémonos y haremos un convento!». Todas lo aceptan, así que la fundación se pone en marcha. El obispo concede las primeras autorizaciones y, el 21 de noviembre de 1796, en la festividad de la Presentación de María en el templo, Ana María y sus hijas se consagran a Dios y a la juventud, bajo el patrocinio de Nuestra Señora de la Presentación. «No éramos nada, no teníamos nada, no podíamos hacer nada, dirá más tarde. Después de eso, ¿acaso dudáis que fue Dios quien condujo las cosas?». La espiritualidad de la fundadora está basada, efectivamente, en las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad, con una nota apostólica. Para ella se trata de proseguir con Cristo la obra de la Redención. Por eso escribe: «Nuestra vocación es Jesucristo».


A principio de curso de 1798, la escuela Thueyts cuenta con 62 internas, y es necesario comprar una nueva casa, claro está que sin disponer de dinero... Pero la Providencia, que nunca falta a quienes confían en ella, provee, y los fondos necesarios son reunidos rápidamente. En 1801, el arzobispo Monseñor d´Aviau aprueba las reglas provisionales que la madre Ana María le ha presentado. Ésta es confirmada como superiora de por vida y doce religiosas quedan consagradas. En 1815, la mayor parte de la comunidad se traslada de Thueyts a Bourg-Saint-Andéol, al enorme convento de las salesas, adquirido con dificultades por la fundadora. «Siempre he buscado el dinero mediante la oración, y siempre ha llegado», confesará mostrando una estatua de la Santísima Virgen.


Las escuelas se multiplican prodigiosamente. En el momento de abandonar esta tierra para ver por fin a la Virgen María a la que tanto ha amado en la fe en este mundo, su congregación cuenta con 300 religiosas repartidas en 141 centros. Hoy en día, las hermanas de la Presentación son alrededor de 3000, repartidas en 9 provincias, 3 de las cuales se encuentran en Europa y 6 en los Estados Unidos. Son a la vez enseñantes, hospitalarias y educadoras parroquiales.


El 3 de febrero de 1838, mientras está rezando la segunda parte del "Ave María": «... Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», la madre Ana María se apaga apaciblemente. Nuestra Señora había acudido a la cita.


Al pedir a María que interceda por nosotros, reconocemos nuestra condición de pecadores e imploramos a la "Madre de la Misericordia", a la Virgen Santísima. Nos ponemos en sus manos "ahora", en el hoy de nuestras vidas. Que infunda en nuestros corazones la certeza de que Dios nos ama, y que se encuentre cerca de nosotros en los momentos de soledad, cuando sentimos la tentación de bajar los brazos ante las dificultades de la vida. Que nuestra confianza se ensanche para entregarle desde ahora "la hora de nuestra muerte". Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo, y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.


Fue beatificada el 23 de mayo de 1982 por S.S. Juan Pablo II.


Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval



Celerino era originario de Roma y pertenecía a una familia de mártires.

En el comienzo de la persecución de Decio y siendo aún muy joven, fue detenido como soldado de Cristo. Le llevaron al tribunal donde el mismo Decio debía de juzgarlo, por lo que se esperaba una sentencia muy severa. Sin embargo, el emperador, conmovido tal vez por la juventud, el valor y la audaz franqueza de Celerino, le concedió la libertad, después de diecinueve días de prisión y de torturas. El joven llevaba sobre su cuerpo las señales imborrables de sus tormentos.


En la primavera del año 250, Celerino marchó a Cartago para llevar a Cipriano nuevas de los confesores de la Iglesia en Roma. A su regreso, tuvo la pena de constatar la defección de su hermana Numeria. Para mitigar su dolor, lo compartió con uno de sus amigos, Lucianno, que estaba prisionero en Cartago, escribiéndole una extensa carta con la funesta noticia. Esto aconteció poco después de Pascua. Hacia la mitad del otoño, cuando recibió la respuesta de su amigo, Celerino regresó a Cartago, donde Cipriano le ordenó lector de su iglesia, con otro confesor de la fe llamado Aurelio. En una de sus cartas, Cipriano hace el más sentido elogio de Celerino: se ve en ella la intención del obispo de elevar al sacerdocio a un atleta del cristianismo: su gloriosa confesión había probado que, a pesar de su juventud, ya estaba consumado en la virtud.


Probablemente Celerino permaneció siempre al lado del obispo de Cartago, sin que pueda decirse si fue elevado al diaconado. Sin embargo, casi todos los martirologios lo consideran como diácono.


Después de la muerte de Cipriano, Celerino se mostró siempre tan firme y piadoso, como había sido desde el comienzo de su vida.


El día 3 de febrero, la Iglesia honra su memoria como la de un santo confesor de Jesucristo.


Algunos han confundido a nuestro santo con otro Celerino, uno de los clérigos romanos, enredado en el cisma Novaciano. Pero esta defección no habría pasado inadvertida al obispo Cipriano y seguramente habría provocado las reconvenciones del prelado, en vez de los elogios que se le tributaron.


Se puede considerar a Celerino como mártir, en razón de los tormentos que soportó en la prisión.



Fiesta de la Presentación del Señor, llamada Hypapante por los griegos: Cuarenta días después de Navidad, Jesús fue conducido al Templo por María y José, y lo que podía aparecer como cumplimiento de la ley mosaica era realmente su encuentro con el pueblo creyente y gozoso, manifestándose como luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel.

Para cumplir la ley, María fue al Templo de Jerusalén, a los cuarenta días del nacimiento de Jesús


Esta fiesta ya se celebraba en Jerusalén en el siglo IV.


La festividad de hoy, de la que tenemos el primer testimonio en el siglo IV en Jerusalén, se llamaba hasta la última reforma del calendario, fiesta de la Purificación de la Virgen María, en recuerdo del episodio de la Sagrada Familia, que nos narra San Lucas en el capitulo 2 de su Evangelio. Para cumplir la ley, María fue al Templo de Jerusalén, a los cuarenta días del nacimiento de Jesús, para ofrecer su primogénito y cumplir el rito legal de su purificación. La reforma litúrgica de 1960 y 1969 restituyó a la celebración el título de “presentación del Señor” que tenía al principio: la oferta de Jesús al Padre, en el Templo de Jerusalén, es un preludio de su oferta sacrifical sobre la cruz.


Este acto de obediencia a un rito legal, al que no estaban obligados ni Jesús ni María, constituye una lección de humildad, como coronación de la meditación anual sobre el gran misterio navideño, en el que el Hijo de Dios y su divina Madre se nos presentan en el cuadro conmovedor y doloroso del pesebre, esto es, en la extrema pobreza de los pobres, de los perseguidos, de los desterrados.


El encuentro del Señor con Simeón y Ana en el Templo acentúa el aspecto sacrifical de la celebración y la comunión personal de María con el sacrificio de Cristo, pues cuarenta días después de su divina maternidad la profecía de Simeón le hace vislumbrar las perspectivas de su sufrimiento: “Una espada te atravesará el alma”: María, gracias a su íntima unión con la persona de Cristo, queda asociada al sacrificio del Hijo. No maravilla, por tanto, que a la fiesta de hoy se le haya dada en otro tiempo mucha importancia, tanto que el emperador Justiniano decretó el 2 de febrero día festivo en todo el imperio de Oriente.


Roma adoptó la festividad a mediados del siglo VII, y el Papa Sergio I (687-701) instituyó la más antigua de las procesiones penitenciales romanas, que salía de la iglesia de San Adriano y terminaba en Santa María Mayor. El rito de la bendición de los cirios, del que ya se tiene testimonio en el siglo X, se inspire en las palabras de Simeón: “Mis ojos han visto tu salvación, que has preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones”. Y de este rito significativo viene también el nombre popular de esta fiesta: la así llamada fiesta de la “candelaria”.


¿Quieres saber más? Consulta:



Hermanos Franciscanos

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

Con tecnología de Blogger.