María Ana Rivier, Beata
Fecha de beatificación: 23 de mayo de 1982 por el Papa Juan Pablo II.
Una mujercita de un metro treinta y dos
En 1770, cuando todavía no ha cumplido los dos años, Ana María sufre un grave accidente al caerse de la parte superior de la litera donde duerme. A consecuencia de esa caída se fractura la cadera, por lo que en adelante no puede mantenerse de pie, ni siquiera con ayuda de muletas. Ese dramático episodio tuvo lugar en su tierra natal, en Montpezat, en las montañas de la región francesa de Ardèche.
Ana María padece igualmente de raquitismo: tiene el torso y la cabeza normalmente desarrollados, pero los brazos y las piernas son flacos y, una vez adulta, no sobrepasará un metro treinta y dos de estatura. Se arrastra por el suelo a causa de su invalidez, y su madre la lleva todos los días a la capilla de los Penitentes, donde se venera una antiquísima estatua de la Piedad. Durante aquellas visitas, explica a la niña quién es esa Madre en llanto que lleva en brazos a su Hijo yaciente bajado de la Cruz. El amor de Cristo y de su Madre, el deseo de hacer algo por ellos, el horror de los pecados que son la causa de sus sufrimientos y, sobre todo, una confianza absoluta en María, penetran poco a poco en el generoso y tierno corazón de la niña. Un día declara sin rodeos a su madre: «¡La Señora de la capilla me curará!». Así que espera imperturbable el milagro que no llega, y suplica: «Virgen Santa, si me curáis os traeré todos los días ramos y coronas de flores. Pero si no me curáis, ya no volveré más... ¡Si no me curáis, me enfadaré con vos!».
Sin embargo, la pobre inválida sigue acudiendo todos los días ante la estatua, pues sabe que en el cielo María sigue ocupándose de la salvación eterna de los hombres. Mediante sus palabras y sus ejemplos, contados en los Evangelios, contribuye a nuestra educación espiritual: nos invita a la pureza perfecta, a preocuparnos únicamente por complacer a Dios, a la fidelidad, a la docilidad ante todas las mociones del Espíritu Santo, a la práctica de las virtudes y a la unión íntima con Jesús. María es un corazón que ama, que canta, que asciende y que resplandece. La Virgen interviene igualmente en nuestra vida con su plegaria, que puede llegar -si lo considera oportuno- hasta conseguirnos milagros, y sus buenas inspiraciones son más frecuentes de lo que pensamos. En cuántas ocasiones nos sentimos preocupados ante el hecho de tener que elegir o ante un deber difícil de cumplir; entonces, basta con una llamada de socorro para que la luz brille y vuelva la alegría. A veces hay también palabras más precisas o consignas más explícitas para quienes solicitan filialmente una línea de conducta. «La Virgen nunca deja de protegerme cuando la invoco, escribe Santa Teresa del Niño Jesús. Cuando me surge una inquietud, una preocupación, enseguida me vuelvo hacia ella y, como la más tierna de las madres, siempre se ocupa de mis intereses» (Ms C, folio 26r°). También Ana María sentirá los efectos de esa protección maternal.
En casa, cuenta historias edificantes a los niños del pueblo, y sabe captar maravillosamente la atención de su pequeño auditorio para mantenerlo tranquilo. Enseña el catecismo y a rezar a todos esos pequeños. Poco a poco, siente en su interior el deseo de consagrarse a Dios y a la instrucción de los niños. Más tarde dirá: «También experimentaba más que nunca un vivo deseo de curarme».
En 1774, su padre es llamado por Dios. La inhumación tiene lugar el 8 de septiembre, festividad de la Natividad de la Santísima Virgen. Ese mismo día, Ana María pide las muletas. Estaban extraviadas, pero las encuentran y se las dan; y he aquí que, ante el asombro de todos, las utiliza y consigue dar tres vueltas a la habitación. Es la Virgen María, que ha querido concederle, en el día de su fiesta, el regalo de un hermoso milagro, permitiéndole que camine con la ayuda de las muletas.
Ahora más que nunca se encarga de los demás niños, organizando pequeñas procesiones en las que las niñas llevan un velo y los muchachos una cruz, todos rezando el Rosario.
Una dosis doble de milagros
El 31 de julio de 1777, Ana María, que entonces cuenta con nueve años, cae por la escalera y se fractura un muslo. El cirujano, al que han llamado con urgencia, vuelve a poner el hueso en su sitio. Después de irse el médico, la señora Rivier, animada por la fe que mueve montañas, le quita el vendaje y frota la pierna herida con el aceite de la lámpara de Nuestra Señora de Pradelles. Al día siguiente, el miembro se ha deshinchado. El 15 de agosto siguiente, uno de sus tíos le dice a la niña: «Levántate e intenta caminar». Se produce el segundo milagro, más notorio que el primero: ¡Ana María se levanta y camina sin las muletas! Y grita de alegría: «¡La Virgen me ha curado!... ¡La Virgen me ha curado!...». En medio de su alegría, cuenta por todas partes las maravillas realizadas en su favor por María.
Su amor de Dios se acrecienta con las gracias recibidas. En una ocasión, alguien la encuentra en un bosque y le pregunta: «¿Dónde vas así? - Al desierto, para rezar al Señor». Es conducida a casa, pero su deseo de soledad y de oración no disminuye, y su caridad para con los pobres la mueve a dar todo lo que puede. Incluso ayuda a mendigar a una ciega, tomándola de la mano para indicarle el camino. Toma la primera comunión a los once años: «Era tan pequeña, nos contará más tarde, que para llegar a la santa mesa tuve que poner mi sombrero de lana bajo las rodillas». Su madre le enseña entonces a leer y a escribir, enviándola después para perfeccionarse con las religiosas de Nuestra Señora, en Pradelles. Cuando regresa a casa, su celo la lleva a realizar numerosas obras pastorales y caritativas: da catequesis, encamina a los jóvenes a la Misa y al confesionario, cuida a los enfermos y asiste a los moribundos. Su vida interior se sustenta con la comunión diaria, el rezo del Rosario y el oficio parvo de la Inmaculada Concepción. Su influencia es tan grande que la solicitan para que haga novenas con diferentes intenciones.
A los diecisiete años, solicita su ingreso en las religiosas de Nuestra Señora, pero el consejo de las hermanas rechaza esa admisión a causa de su mala salud. ¡Qué penosa sorpresa! «Aquellos rechazos no hicieron sino inflamar mis deseos -nos confiará-, ¡ya que no quieren que entre en el convento, yo misma haré un convento!». Una fe a toda prueba, una confianza ciega en la Santísima Virgen y una caridad desbordante cubren el alma de nuestra "pequeña" Ana María.
« Todas al Paraíso »
En 1786, regresa a Montpezat. Tiene dieciocho años, pero sigue siendo de corta estatura. Aunque ello no es impedimento para que le pida a su párroco que la ponga al frente de una escuela. El párroco encuentra ridícula su petición, pues considera que no será respetada ni obedecida por los niños. Ana María insiste y sigue insistiendo... No solamente quiere reunir a las jóvenes, sino que desea formar buenas madres de familia, convencida como está de la función evangelizadora de las familias y de la importancia de la iniciación religiosa desde la más tierna infancia: «¡La vida se halla por entero en las primeras impresiones!», dirá. El párroco acaba cediendo, así que obtiene permiso para montar una escuela en una casa que pertenece a religiosas dominicas. La escuela abre sus puertas al principio de curso de 1786, poblada por hijas de gente notable, pero sobre todo por niñas pobres acogidas gratuitamente.
La joven maestra es exigente, pero recibe ánimos por parte de sus alumnas, que comprenden que su firmeza redunda en beneficio suyo y que procede de su amor hacia ellas. Su método pedagógico es simple y lleno de sentido común. Es consciente de que la formación integral de un niño debe comprender una formación espiritual y doctrinal sólida y profunda. Su deseo de llevar a la beatitud eterna a las almas que le son confiadas le mueve a repetir con frecuencia: «Hijas mías, quiero conduciros al Paraíso».
Con aquellas criaturas consigue éxitos alentadores. ¿Su secreto? Audacia, tenacidad, una alegría comunicativa y mucho coraje. He aquí algunos consejos que dará más tarde a sus religiosas:
Para la enseñanza: «No destaquéis por vuestro talento, ni siquiera para atraer a las niñas a la escuela... Si éstas aprueban con facilidad, que no se crean genios ni intenten deslumbrar. Nada de términos eruditos para hablarles. No admiréis su indumentaria, sino que, por el contrario, inculcadles el horror por los aderezos y las modas».
Advierte a las nuevas maestras: «A veces las niñas tienen la suficiente malicia para poner a prueba el carácter de una hermana recién llegada, para averiguar si es enérgica y vigilante, o si podrán burlarse de ella impunemente. Así pues, que quienes sean tutoras de un curso muestren un aspecto severo y serio que dé a entender que habrá que cumplir con los deberes sin rechistar, y también un tono de bondad y de educación para ganarse a las niñas».
«Velad por la limpieza y la abundancia de los alimentos, pues los jóvenes deben comer suficientemente. El sueño y el ejercicio son necesarios. Que no tengan los pies húmedos. Si tienen frío, dadles de beber algo caliente. Si están enfermas, llamad al médico sin darles "remedios de viejas". No les impongáis alimentos hacia los cuales muestren una irresistible repugnancia...».
En la tormenta
1789: la revolución estalla. Ana María hace todo lo que está en su mano para ayudar a ejercer su ministerio a los sacerdotes rebeldes, perseguidos por la ley a causa de su fidelidad al Papa. De día o de noche, según las circunstancias, reúne a los fieles para confesarse, oír Misa y comulgar. Cuando el sacerdote no puede acudir, es ella quien realiza la instrucción. En aquel tiempo en que la guillotina no para de trabajar, hay que utilizar un lenguaje realista. Por eso no duda en hablar con fuerza: de Jesús Crucificado, modelo de coraje y de constancia, del fin último, del pecado mortal que conduce a la condenación eterna, del paraíso prometido a quienes hayan sido fieles al Evangelio y a la Iglesia romana. Y luego interroga a su auditorio: «¿Me prometéis morir por Jesucristo?». Y, con lágrimas en los ojos, todos responden: «¡Sí!».
No tarda en ser convocada ante el comisario revolucionario, quien le prohíbe presidir tales asambleas, bajo pena de ser encerrada en prisión y de ir a juicio. Pero aquella mujercita de un metro treinta y dos se mantiene firme y, sin desconcertarse, indica a personas de confianza que en adelante el lugar de reunión será la casa Rivier.
En Montpezat, la casa dominica no ha sido vendida, a pesar de haber sido declarada bien nacional. Ana María continúa dirigiendo allí su escuela. Pronto consigue media docena de internas, a quienes intenta dar forma de comunidad religiosa, pues su idea de convento la sigue persiguiendo. Su celo por la salvación de las almas le inspira grandes audacias. «Dios me sostuvo hasta tal punto, nos cuenta, que en lugar de pensar en abandonar los trabajos que había iniciado, se me ocurrían aún otros mayores. Aquí, me decía a mí misma, los niños reciben educación, las mujeres y las jóvenes son socorridas, pero en otros lugares, ¿quién se encarga de tantas pobres almas?... Y ardía en deseos de multiplicarme...». Estamos en 1793, en lo más fuerte de la revolución. Tres jóvenes quedan prendadas de su ideal y acuden a ella. Ana María les asigna a cada una de ellas un pueblo de los alrededores para impartir el catecismo y para ayudar a la juventud a vivir conforme al Evangelio.
De nuevo la Virgen
En 1794, el gobierno revolucionario vende la casa de las dominicas de Montpezat. Ana María y sus compañeras, que deben mudarse, piden a la Virgen una señal de ánimo: la estatua de María cobra vida y les sonríe. Reconfortadas por aquel milagro, se instalan en el pueblo de Thueyts, en otra casa también de las dominicas, fundando allí una escuela. La afluencia es tal que Ana María debe confiar a los muchachos a los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Su ejemplo atrae a otras dos jóvenes, que aceptan ayudarla. Un día, reúne a sus cinco primeras compañeras y les declara de entrada: «¡Juntémonos y haremos un convento!». Todas lo aceptan, así que la fundación se pone en marcha. El obispo concede las primeras autorizaciones y, el 21 de noviembre de 1796, en la festividad de la Presentación de María en el templo, Ana María y sus hijas se consagran a Dios y a la juventud, bajo el patrocinio de Nuestra Señora de la Presentación. «No éramos nada, no teníamos nada, no podíamos hacer nada, dirá más tarde. Después de eso, ¿acaso dudáis que fue Dios quien condujo las cosas?». La espiritualidad de la fundadora está basada, efectivamente, en las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad, con una nota apostólica. Para ella se trata de proseguir con Cristo la obra de la Redención. Por eso escribe: «Nuestra vocación es Jesucristo».
A principio de curso de 1798, la escuela Thueyts cuenta con 62 internas, y es necesario comprar una nueva casa, claro está que sin disponer de dinero... Pero la Providencia, que nunca falta a quienes confían en ella, provee, y los fondos necesarios son reunidos rápidamente. En 1801, el arzobispo Monseñor d´Aviau aprueba las reglas provisionales que la madre Ana María le ha presentado. Ésta es confirmada como superiora de por vida y doce religiosas quedan consagradas. En 1815, la mayor parte de la comunidad se traslada de Thueyts a Bourg-Saint-Andéol, al enorme convento de las salesas, adquirido con dificultades por la fundadora. «Siempre he buscado el dinero mediante la oración, y siempre ha llegado», confesará mostrando una estatua de la Santísima Virgen.
Las escuelas se multiplican prodigiosamente. En el momento de abandonar esta tierra para ver por fin a la Virgen María a la que tanto ha amado en la fe en este mundo, su congregación cuenta con 300 religiosas repartidas en 141 centros. Hoy en día, las hermanas de la Presentación son alrededor de 3000, repartidas en 9 provincias, 3 de las cuales se encuentran en Europa y 6 en los Estados Unidos. Son a la vez enseñantes, hospitalarias y educadoras parroquiales.
El 3 de febrero de 1838, mientras está rezando la segunda parte del "Ave María": «... Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», la madre Ana María se apaga apaciblemente. Nuestra Señora había acudido a la cita.
Al pedir a María que interceda por nosotros, reconocemos nuestra condición de pecadores e imploramos a la "Madre de la Misericordia", a la Virgen Santísima. Nos ponemos en sus manos "ahora", en el hoy de nuestras vidas. Que infunda en nuestros corazones la certeza de que Dios nos ama, y que se encuentre cerca de nosotros en los momentos de soledad, cuando sentimos la tentación de bajar los brazos ante las dificultades de la vida. Que nuestra confianza se ensanche para entregarle desde ahora "la hora de nuestra muerte". Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo, y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.
Fue beatificada el 23 de mayo de 1982 por S.S. Juan Pablo II.
Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval