Sacerdote Eremita
Etimología: Domingo = Aquel que es consagrado al Señor, viene del latín
Por san Pedro Damián que, después del óbito del santo monje, se ocupó de plasmar seguramente la parte que mejor conocía y que más le impactó de él, sabemos de su excelso sentido el honor y la dignidad que marcó toda su existencia al punto de consagrarse a extremas y severísimas disciplinas expiando una falta que no cometió. El hecho se produjo cuando tenía edad para ser ordenado sacerdote, y sus padres, que aspiraban a conseguirle un futuro prometedor en la Iglesia, parece que pusieron las bases nada menos que con un pecado de simonía para obtener del obispo su ordenación sacerdotal mediante el obsequio de una piel de cabra. Conmocionado por este hecho doloso, del que tuvo noticia después, Domingo no consintió celebrar la santa misa, ni ejercer la misión pastoral que le hubiera correspondido dada su condición sacerdotal adquirida entre los años 1015 y 1020. Las dudas sobre su ordenación efectuada sobre este presupuesto de barro pesaron como una losa sobre él; al menos lo hizo la sospecha que recaía sobre el sacramento, o así lo entendió. Y la única salida que vio fue purgar este pecado de los suyos con un grado altísimo penitencial en la vida monástica.
En la región de Umbría se hallaba entonces un notable eremita, Juan de Montefeltro que presidía una comunidad de camaldulenses de Luceoli formada por dieciocho monjes. Domingo fue a su encuentro y solicitó que lo acogieran. Obtenida esta petición, durante un tiempo convivió con ellos, sin vacilar ante el rigor que se había impuesto. Extremado en la austeridad y en las mortificaciones iba bastante más lejos que sus compañeros, a los que debía satisfacer la ya de por sí severa existencia que llevaban. Se revistió con una especie de armadura (lórica; de ahí el sobrenombre de «loricado») compuesta de hierro y puntas aceradas, de la que nunca se desprendió excepto para aplicarse las disciplinas (azotes). No es difícil imaginar lo que pudo suponer llevar tal cilicio durante un cuarto de siglo, como hizo él. La flagelación eran tan virulenta y continua que mudó hasta el color natural de su piel, de tanto quedar impregnada de sangre.
En torno a 1043 los dejó para unirse a los benedictinos del monasterio de Fonte Avellana, dependiente de la diócesis de Gubbio. San Pedro Damián, que estaba al frente del mismo en ese momento, pronto quedó conmovido por la vehemencia de su oración, austeridad y dureza de los castigos penales que se infligía. Y es que, además de vestir la coraza, encadenaba sus miembros, y de esa guisa continuaba orando con los brazos en cruz mientras recitaba el Salterio, con la única medida que le permitía su resistencia, que no era poca. Así engarzaba muchas veces las noches con el día. Sometido al ayuno, sólo se alimentaba con pan, agua y algunas hierbas, ya que si caía en sus manos otra clase de alimentos los distribuía entre los enfermos y los pobres; ni siquiera se permitía el mínimo descanso, y cuando lo hacía, vencido su aguante, por lo general dormía sobre las rodillas. Pareciéndole poco los excesos que realizaba, aún solicitaba a su confesor que le impusiera penitencia. Era frecuente verle absorto en la contemplación, y siempre respondía con concisión y rigor a las preguntas que le formulaban del tipo que fueran. Estaba agraciado con el don de lágrimas, que vertía movido por su intensa aflicción por sus pecados y los ajenos.
En 1049 Pedro Damián lo puso al frente de la ermita de la Santísima Trinidad, erigida por él en Monte San Vicino (actual Apiro, Macerata). Nunca presidió como prior el monasterio de santa María di Sitria, como alguien ha sostenido. Lo que sí sucedió es que regresó a Fonte Avellana por poco tiempo; breve fue también su permanencia en san Emiliano in Congiuntoli. Así que se puede afirmar que prácticamente pasó el resto de su vida en la Santísima Trinidad donde se hallaba el año 1059. Como era previsible, la cruda reparación que llevaba a cabo, incluidos los ayunos, le afectaron gravemente y murió el 14 de octubre de 1060, justamente cuando sus hermanos se disponían a cantar la prima, después de haber tenido la gracia de rezar junto ellos. A finales del año siguiente Pedro Damián redactó la mencionada biografía por sugerencia del pontífice Alejandro II. Entonces, la fama de santidad de Domingo, y el impacto de sus durísimas penitencias y mortificaciones, llevadas en el silencio oferente de una sencilla celda, habían atravesado los muros del convento.
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