Un buen día le sugirieron una posibilidad de cambio de oficio. Podría pasar nada menos que a ser sacristán cerca de Bruselas, en la iglesia de Lacken. Ello supuso también un cambio de ciudad y de costumbres. Parece que le tentó el comercio y en ese campo de la actividad humana quiso hacer pinitos saliendo mal el asunto y perdiendo sus ahorros.
Se dedicó entonces a peregrinar por el mundo. Casi se puede decir que comenzó una bohemia en la que sólo él gobernaba su existencia sin que hubiera de dar cuentas a nadie. Pero lo hizo bien. Se sabe que estuvo dos veces en Tierra Santa y dos veces en Roma. De hecho, debió aprovechar muy bien su tiempo libre por lo que se relata a continuación.
Regresó del deambulaje y murió poco después en Anderlecht, su ciudad, donde se le enterró casi como a un desconocido.
Pero, en su sepultura comenzaron a suceder hechos maravillosos que empezaron a atraer a la gente del pueblo primero y a los lejanos después... De hecho sus reliquias comenzaron a recibir culto y la devoción a San Guido se extendió rápidamente, cobrando auge continuo y popularidad.
Bien hicieron los agricultores de su tierra y de su tiempo en tomarlo por patrono, como en España harían poco después con San Isidro; también los sacristanes de entonces y de hoy se protegen con este santo intercesor que entendía de cirios, de cajoneras y campanas; no menos podrían acudir a este trotamundos los que se ocupan de desperezar el tiempo libre propio o de los demás.
Una vez más, con este santo agricultor, sacristán, comerciante fracasado y caminante del mundo, se nos enseña que la santidad no es patrimonio exclusivo de conventuales, sabios o mártires.
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