A los 19 años entró a formar parte de la Tercera Orden de San Francisco. En ese suelo fértil desarrolló una gran sencillez, tanto en la oración como en su trato con los demás, además de la confianza en Dios y su capacidad de entrega total. Su deseo de consagrarse a Dios fue creciendo en la medida en que absorbía el espíritu de san Francisco, pero la Kulturkampf («lucha por la cultura»), que implicaba una serie de leyes anticatólicas y que por entonces reinaba en Alemania, hacía imposible la vida religiosa. A esto se sumó la promesa que hizo a su madre agonizante de ocuparse de sus hermanos menores. La idea de la vida religiosa parecía cada vez más imposible.
Algunos años más tarde, a través de un aprendiz de su padre, Hendrina encontró el camino que la llevaría a Steyl y a pedirle al fundador de la Sociedad del Verbo Divino, Arnoldo Janssen, que la aceptara en la Casa Misional como Ayudante de cocina. Su intención profunda era apoyar la causa misionera con su trabajo en la cocina. Cuando llegó a Steyl tenía casi 32 años de edad. La carta a Arnoldo Janssen era una expresión de su espiritualidad y de su profundo deseo dedicarse totalmente a la tarea misional. No tenía grandes planes. Simplemente llevaba a cabo lo que reconocía como la voluntad de Dios en cada momento.
Su decisión de vivir en la Casa Misional como ayudante de cocina implicaba para ella, al igual que para su compañera Elena, descender hasta el nivel más bajo de la escala social. Así comenzó una vida de duro trabajo y de renuncias que duraría cinco años, mientras esperaba el momento de la fundación femenina. El 8 de diciembre de 1889, ella y un pequeño grupo de compañeras comenzaron su postulantado. Era la piedra fundamental de la nueva congregación, las Siervas del Espíritu Santo. Luego siguió el noviciado y los primeros votos, emitidos en marzo de 1894, con los que Hendrina recibió el nombre de Josefa.
La ahora hermana Josefa era responsable de dirigir los aspectos prácticos de la casa. Más tarde se convertiría en maestra de postulantes. Se caracterizó por su gran comprensión de la naturaleza humana y mostró su capacidad para introducir a las jóvenes en la vida religiosa con sabiduría y empatía. Luego el convento se abriría para retiros de mujeres, un apostolado que implicaba trabajo extra para las hermanas. Pronto se agregarían el estudio de idiomas y un curso de capacitación docente.
A la hermana Josefa se la conocía sobre todo por su amor a la oración. En medio de sus múltiples tareas, progresaba cada vez más en el. silencio interior y la verdadera contemplación. El rosario y ciertas jaculatorias, como la invocación «¡Ven, Espíritu Santo!», la llevaban a la presencia interior de Dios en su corazón.
Cuando la hermana María Elena pasó a la rama de clausura, Siervas del Espíritu Santo de Adoración Perpetua, la hermana Josefa asumió la dirección de la comunidad de las hermanas misioneras. A pesar del peso de las tareas y las exigencias de una comunidad grande y joven, no se perdió en el activismo. En lo profundo de su corazón permanecía en unión con Dios y supo mantener la paz interior.
Los últimos meses de la vida de la hermana Josefa estuvieron marcados por una grave y dolorosa enfermedad. Ya en su lecho de muerte, en medio de un ataque de asma, entregó su testamento espiritual a las hermanas: cada respiro de una Sierva del Espíritu Santo debía decir «¡Ven, Espíritu Santo!».
Murió en Stevl el 20 de mayo de 1903.
Fue beatificada el 29 de Junio del 2008 en el pontificado de S.S. Benedicto XVI.
Reproducido con autorización de Vatican.va
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