Fue el noveno de este nombre y el tercer Duque de aquel Estado, entre los de la familia Saboya ( 1435-1472). Reinó solamente siete años (1465-1472). Obtuvo el título de Beato dos siglos más tarde, bajo el Pontificado del Beato Inocencio XI. — Fiesta litúrgica: 31 de marzo.
«Mucho os recomiendo a los pobres, derramad sobre ellos liberalmente vuestras limosnas, y el Señor derramará abundantemente sobre vosotros sus bendiciones. Haced justicia a todos sin acepción de personas; aplicad todos vuestros esfuerzos para que florezca la Religión y para que Dios sea servido”.
Éste fuel el testamento que el Beato Amadeo dio de palabra a su esposa, momentos antes de morir; que había servido de consigna a toda su vida de cristiano y político.
Es muy recomendable, amigo lector, que nos detengamos un poco en contemplar la riqueza de Dios, que ha escogido santos en todas las épocas de la Historia, y en cada uno de los diversos estamentos sociales, de todas las edades, con las más variadas inclinaciones naturales y carismas sobrenaturales. Amadeo supo conocer y amar, y descubrir a Cristo en los hermanos. Esto desde el trono, de donde apareció con más claridad ante sus súbditos su acrisolada virtud cristiana: sobre todo, sus obras de misericordia y deseo de regir justamente a la nación.
Nació y se educó en la región alpina que se extiende, desde la Francia Oriental, en las grandes cordilleras suizas. Cerca tenía el pacífico lago de Ginebra. No muy lejos aparecían las nieves perpetuas del San Bernardo y Monte Blanco. Ello comunicaba gran paz a su interior y a los espíritus de todos los habitantes del Ducado de Saboya; sencillos, religiosos, apegados a sus tradiciones, algo toscos.
La tradición familiar, profundamente religiosa, le llevó por los senderos del bien, de modo espontáneo. En una corte del medievo, pacífica y hogareña, uno puede conservarse sereno y virtuoso, trabajar por el gran ideal. Así las obras de Amadeo fueron conquistando admiradores y seguidores.
Muy joven, contrajo matrimonio con Violante de Valois, hija del rey de Francia. Fue una unión feliz, pues los dos procuraban hacerse suyas las necesidades y gustos del cónyuge para ponerles remedio: hicieron del amor el lema de sus relaciones con Dios y mutuas.
Fecundo matrimonio, tuvieron nueve hijos a los que, sobre las riquezas, supieron darles educación religiosa esmerada. Una de sus hijas subió a los altares con el nombre de Beata Luisa de Saboya.
Dios puso a prueba su virtud, para hacerla más firme y mayor. Tuvo un reinado molestado por luchas frecuentes con señores feudales colindantes; hasta por pretendientes al trono, entre los suyos. Su mansedumbre y misericordia fueron su gran defensa.
También, a menudo, era atacado por la epilepsia, que consideraba como un freno providencial de las pasiones y necesaria mirra entre las dulzuras de la vida. Por esto es invocado contra esta enfermedad.
Su vida entera queda resumida en una anécdota que vamos a citar y que ha sido conservada por la tradición.
Se trata de un diálogo que sostuvo con el embajador de un príncipe extranjero cuando éste le preguntaba qué diversiones tenía, si le gustaba la caza como entretenimiento, y cómo solía solazarse.
—Tengo otros entretenimientos, en los que me ocupo con mayor placer; deseo que vea el señor embajador con sus propios ojos el objeto de mis diversiones.
Seguidamente el príncipe abrió el balcón de la sala, mostrándole un gran patio, en el cual había un incesante desfile de numerosos criados, atendiendo y dando de comer a más de quinientos pobres.
—Ved ahí, señor embajador, mis distracciones, con las que intento conseguir el reino de los Cielos.
El embajador se decidió a censurar diplomáticamente la conducta del bondadoso Duque, y le dijo:
—Muchas gentes se echan a mendigar por pereza y holgazanería.
A lo que respondió el caritativo príncipe:
—No permita el Cielo que yo entre a investigar con demasiada curiosidad la condición de los pobres que acuden a mis puertas; porque si el Señor mirase de igual manera nuestras acciones, nos hallaría con mucha frecuencia faltos de rectitud.
Replicó el embajador:
—Si todos los príncipes fuesen de semejante parecer, sus súbditos buscarían más la pobreza que la riqueza.
A lo que contestó el Beato Amadeo de Saboya:
—¡Felices los Estados en los que el apego a las riquezas se viera por siempre desterrado! ¿Qué produce el amor desordenado de los bienes materiales, sino orgullo, insolencia, injusticia y robos? Por el contrario, la pobreza tiene un cortejo formado por las más bellas virtudes.
Añadió el embajador:
—En verdad que vuestra ciencia, en relación con los restantes príncipes de este mundo, es totalmente distinta; porque en todas partes es mejor ser rico que pobre, pero en vuestros Estados los pobres son los preferidos.
Y contestó el Duque:
—Así lo he aprendido de Jesucristo. Mis soldados me defienden de los hombres; pero los pobres me defienden ante Dios.