Este nombre se dice también Abelardo o Alardo. Es maravilloso constatar cómo a lo largo de la vida de estas personas ejemplares, hay siempre una gran amistad.
Este joven se lo pasaba muy bien en la corte de su abuelo Carlos Martel y de su tío el rey Pipino el Breve. No le faltaba absolutamente nada. Se hacía con facilidad con la amistad de la gente fuera y dentro del palacio.
Todo le sonreía ante sus ojos. Sin embargo, cuando estaba a solas, le daba vueltas al tarro.
Notaba que la felicidad que daba la corte no le llenaba totalmente. Y así pasó una temporada.
Por fin un día, ante el asombro de cuantos y de cuantas le contemplaban, dijo algo que les dejó alucinados. Con su voz clara y joven anunció a todos que se iba a meter a monje.
¡Risas y chismes de desconcierto! Pensaban que era una de sus bromas.
El, con cara complaciente pero fuerte en su decisión, se marchó en el año 773 encaminó sus pasos a un monasterio en donde encontrar la paz interior que nadie le daba en las fiestas y juergas palaciegas.
Se entregó con tal ardor a la vida del alma que en poco tiempo se ganó la estima de todos los hermanos consagrados a Dios.
Su fama corrió de monasterio en monasterio. En aquellos días había elección del nuevo superior del monasterio de Corbie, Francia.
Dicen que sus consejos a hermanos en religión y a todo el mundo eran tan sabios y acertados que el mismo emperador Ludovico los acogía con mesura y discernimiento.
La característica fundamental de su vida consistió, además de lo dicho, en dedicarse a los pobres. Desde el amor bien entendido hacia los más desfavorecidos pasó a la casa del Padre el año 827.
¡Felicidades a quienes leven este nombre!
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