María Luisa -Gertrudis- Prosperi, Beata

Martirologio Romano: En Trevi, en la provincia de Perugia, en la región de Umbria (Italia), beata María Luisa, en el siglo Gertrudis Prosperi, de la Orden de San Benito, Abadesa del monasterio de aquella localidad ( 1847)

Fecha de beatificación: 10 de noviembre 2012, durante el pontificado de S.S. Benedicto XVI



Gertrudis Prosperi, hija de Domingo y Maria Diomedi, nació en Fogliano de Cascia (Perugia) el 15 de agosto de 1799. Su familia, a pesar de ser parte de la aristocracia local, no cuenta con grandes recursos financieros, tan sólo la casa situada en el centro de la región, cerca de la iglesia parroquial de San Hipólito. Fue bautizada el mismo día en la pila bautismal que aún existe.

Es una mujer que toma decisiones pese a su juventud, de hecho el 4 de mayo de 1820, es aceptada en el monasterio de Santa Lucía en Trevi en la diócesis de Spoleto (Perugia), monasterio benedictino recientemente reabierto luego de la supresión napoleónica ocurrida unos años antes, tomó el nombre de María Luisa. Su vida es poco conocida, esto claro si tomamos en cuenta su recuerdo aún vivo en la ciudad de Trevi y entre las benedictinas todavía presentes en el monasterio.


Desde 1822 a 1834 vivió en el monasterio de S. Lucía como una religiosa ejemplar y muy apreciada. Ejerce todos los oficios previstos en la regla benedictina: enfermera, sacristana, camarlenga (cuatro veces), y finalmente como instructora de huéspedes. Los testimonios coinciden en describirla como amable, muy querida por los huéspedes y las monjas, que ejercía sus funciones meticulosamente para luego dedicarse intensamente a la oración, a menudo invitando a sus hermanas a unirse a ella. Durante mucho tiempo, sin embargo, la vida de María Luisa se lleva a cabo en silencio dentro de los ritmos y las prácticas del monasterio, en la oración y en la clandestinidad.


Nadie sabía sobre sus experiencias místicas. Sólo después de la llegada del primer director espiritual (tuvo cuatro), María Luisa es en cierto sentido es obligada a salir del silencio y contar lo que le sucede. Una de las visiones tiene que ver con el sufrimiento causado por la incomprensión de sus directores espirituales. Ve a "Jesús con la cruz sobre sus hombros... que le dice: así es como te quiero, serás la vergüenza de todos. Te verás oprimida, y a pesar de ser acosada por los demonios, sufrirás por causa de los confesores. Desearán ayudarte, pero no podrán. ¡Oh Dios, qué pena!". Fue objeto de una sanción monástica y es incomprendida por las hermanas. Luego viene la lista de penitencias. Estamos en el siglo XIX, con sus prácticas de piedad y sus disciplinas, cilicios y cadenas. Ella, siguiendo la fuerte tradición ascética de su tiempo, quiere dominar el cuerpo macerándolo con prácticas disciplinarias severas, siguiendo el ejemplo de figuras como San Alfonso María de Ligorio. A través de la oración de María Luisa, el mundo entero entra en el monasterio, está entretejido en la trama de oración diaria que marca la vida monástica.


Inesperadamente, el 1 de octubre de 1837, a los 38 años, fue elegida abadesa cargo que ocupó hasta su muerte acaecida diez años más tarde, el 12 de septiembre de 1847. Es un cambio que da lugar a dudas en María Luisa, porque hasta ese momento pensó que debería encontrar su camino en el silencio. El monasterio estaba sumergido en una temporada difícil y ella, una mujer dedicada a la reclusión y la oración, no muestra vacilaciones, más bien denota una visión concreta y lúcida del camino que debe seguirse. Actúa de manera muy clara. Como primer paso, poco a poco pero sin pausa, se restablece el pleno cumplimiento de la Regla Benedictina, con una acción basada en el ejemplo. La nueva abadesa vence la desconfianza residual a través de una práctica personal de total humildad, al punto de llegar a sorprender en muchas ocasiones a las monjas. Su forma de gobierno es atrayente, no autoritario, pero de fuerte carisma personal. Escribe Adelaide Pellegrini, aceptada por María Luisa como un novicia: "imposible no amarla, tanto era la dulzura de sus afectos, sus maneras alegres, informal, llena de bondad, sin mínimo doblez o fingimiento...". Infunde un nuevo espíritu al monasterio, donde las hermanas la ven como una monja amante de la interioridad y el recogimiento que no tolera dejadeces o poca atención en la oración. Su capacidad para la introspección es a menudo decisiva, especialmente en saber suscitar nuevas vocaciones a la vida monástica.


La gestión de María Luisa ha visto pasar el monasterio de la estrechez a la abundancia: la abadesa ofrece su ayuda a los pobres, se convierte en fuente de limosnas para muchos que llaman a la puerta del monasterio, en una Trevi donde la vida para muchos es difícil. Para no dejar a nadie con las manos vacías, hace incluso algo que no es correcto: toma alimentos de la tienda sin informarlo a la camarlenga.


La abadesa también cuida con celo incluso el cumplimiento de la Regla de San Benedicto prescrita para las monjas enfermas, pero en general, muestra sensibilidad a todas sus hermanas.


Electa abadesa desea que sus experiencias místicas -que siguen- no perturben la vida comunitaria, por lo que las mantiene ocultas, como un secreto aún más valioso porque se esconde. Pero algo se trasluce en muchas ocasiones. El nuevo director espiritual, el arzobispo de Spoleto. Ignazio Giovanni Cadolini, la obliga a escribir informes periódicos sobre sus experiencias místicas. Son abrumadoras experiencias de encuentros con la persona amada: Cristo. Desde 1838, comenzó a firmar como María Luisa de la Voluntad de Dios; escribir sobre estas cosas aumenta su sufrimiento, pero Mons. Cadolini la obliga a hacerlo de forma regular, en total enviará al Obispo más de trescientas páginas. En el simbolismo de sus visiones, utiliza el tema del Corazón de Jesús, centro de la piedad popular del siglo XIX. Varias veces experiencias místicas la dejan físicamente acabada, haciendo difícil el ocultarlo a las hermanas. A menudo ocurren en el momento de recibir la Eucaristía, convirtiéndolo en un tiempo unitivo con Cristo. En su correspondencia, reporta los diálogos entre ella y Cristo como diálogos de amor, del tipo del Cantar de los Cantares, en el que la unión de los corazones necesariamente significa la participación en las penas contenidas en el corazón de Cristo, que en una de las visiones le dice: "Aquí hija está tu hogar, aquí descansarás, pide lo que quieras, pon aquí todo corazón que yo lo aceptaré, los de los justos por amarme, los de los pecadores para convertirlos, los de los incrédulos para que puedan regresar a mi Iglesia".


La visión de un cardenal sufrimiento en el purgatorio sirve para introducir un inesperado crítico discurso sobre la situación interna de la Iglesia, señala sorprendentemente a "Ugenio", que probablemente es Eugenio IV, el Papa de la unión efímera con los griegos concebida en el Concilio de Florencia, que tenía un "reino tormentoso". Muchas de estas visiones son recibidas por María Luisa en un momento en el que se desarrolla una historia importante, es decir, el intento de Mons. Cadolini (que mientras tanto había sido nombrado Cardenal Arzobispo de Ferrara) para transferirla a otro monasterio. Desea, en efecto, fundar un nuevo Instituto de Adoración Perpetua al Sagrado Corazón en Ferrara, e involucrar a María Luisa en la empresa, que no está en condiciones de decir que no. Dejar el monasterio de Trevi y la Iglesia de Spoleto, en cambio, es una cosa dura que aceptar. Repetidamente dice que está dispuesta a obedecer y le escribe a Cadolini: "Yo nada decido, sólo quiero lo que quiere Dios". Al final no irá a Ferrara. Se rompe la comunicación con Mons. Cadolini, al que, sin embargo, no ha desobedecido nunca.


Todos estos eventos ocurren mientras la vida del monasterio, bajo su dirección, continúa con regularidad en un clima de renovada adhesión a la Regla. Su prédica y sus palabras tocan los corazones de las hermanas, incluso el de las más problemáticas. El monasterio ya no es un lugar indigno, hogar de una comunidad necesitada y dividida internamente.


Durante sus últimos cuatro años de vida, María Luisa experimenta en su persona un gran sufrimiento. En la Semana Santa de 1847, la situación parece precipitarse. Todo comienza en la víspera del Domingo de Ramos. María Luisa cae enferma, parece ahogarse. El Jueves Santo yace paralizada en la cama, sin moverse, con dolor severo. Vive la Pasión de Cristo en todos sus momentos. Pellegrini escribe: "alrededor de la cabeza tiene como señales en forma de corona de espinas, cerca del corazón tiene una herida abierta y llena de sangre viva, apareció una señal sonrojada en el medio de las manos". Después de Pascua las condiciones María Luisa mejoran. Pero hay una fuerte recaída: vuelve la infección, la fiebre violenta, los dolores a la cabeza. En agosto de 1847 está enferma en cama, levantándose muy poco.


Pocas semanas antes de su muerte se siente capaz de ver lo que sucede en el monasterio, reprende a las monjas por no leer las Constituciones durante el almuerzo de los viernes, a las monjas que se detienen en los pasillos para conversar las manda a sus habitaciones, reprende a los peregrinos porque en lugar de salir a caminar en silencio se detienen para hablar de su enfermedad con las monjas, supervisa los horarios del coro, bendice desde la cama la mesa común porque nadie lo había hecho. En resumen, enferma en cama, muriendo, pero siempre abadesa.


Los últimos momentos de su vida están llenos de una serenidad que afecta a todos los presentes a su agonía y son una preocupación constante para las monjas. Está preparada para morir, toma en su cama la posición del Crucificado. Murió el 12 de septiembre 1847. Está enterrada en la iglesia de S. Lucía en Trevi.


El 19 de diciembre de 2011 el Papa Benedicto XVI firmó el decreto de reconocimiento del milagro de la curación de una mujer de Umbría gravemente enferma en el cerebro.



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