Ártículos Más Recientes

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Por: P. Ángel Amo | Fuente: Catholic.net

Mártir Laico

Martirologio Romano: En Cartago, en África, san Marcelino, mártir, que siendo alto funcionario imperial muy relacionado con los santos Agustín y Jerónimo, se le acusó de ser partidario del usurpador Heraclión y, aún siendo inocente, por defender la fe católica fue asesinado por los herejes donatistas (413).

Etimológicamente: Marcelino = Aquel que procede de Marte (Dios romano de la guerra), es de origen latino.

El martirio de Marcelino, alto funcionario imperial y amigo de san Agustín, está unido al cisma donatista que destrozó durante un siglo la Iglesia africana.

El inicio de este cisma se remonta al 310 cuando se objetó la validez de la elección del obispo de Cartago, Ceciliano, porque había sido consagrado por obispos así llamados “traditores”. Cuando el edicto de Diocleciano impuso a los cristianos que entregaran los libros sagrados para quemarlos, los que obedecieron se llamaron “traidores” y fueron considerados como pecadores públicos.

El obispo Donato (de ahí el nombre de donatismo que lleva la secta), opuesto por el partido cismático al legítimo obispo Ceciliano, resumía su doctrina en estos dos puntos: la Iglesia es la sociedad de los santos; los sacramentos administrados por pecadores son inválidos. El pretexto doctrinal en realidad ocultaba oposiciones regionales y sociales: Numidia contra África proconsular, proletarios contra propietarios romanos. Es en este momento cuando entra en escena san Marcelino, víctima ilustre de los donatistas.

Marcelino desempeñaba en Cartago los cargos de tribuno y notario. Buen padre de familia, cristiano ejemplar, fue definido por su amigo san Agustín: hombre con “fama et pietate notissimus”. Como deseaba aprender, se dirigía frecuentemente a san Agustín para que le aclarara los puntos más controvertidos de la doctrina católica. A su laudable curiosidad se deben algunas obras del gran teólogo de Hipona, como el tratado Sobre la remisión de los pecados, Sobre el espíritu y la letra y el más célebre sobre la Trinidad (de Trinitate), que Marcelino no alcanzó a leer, porque había pagado con la vida la valentía de ponerse de parte de la tradición católica, en la conferencia que tuvo lugar en Cartago en el 411 entre obispos católicos y donatistas.

En efecto, Marcelino había obtenido la victoria para los católicos, y el emperador Onorio promulgó un decreto contra los donatistas. Éstos se vengaron acusándolo de complicidad con el usurpador Heracliano. La acusación era grave y Marcelino fue condenado a muerte por el conde Marino el 13 de septiembre. Al año siguiente, el mismo emperador reconoció el error cometido por la justicia romana. Aclarada la situación, fueron sancionadas y aprobadas todas las decisiones del tribuno Marcelino, a quien la Iglesia honró como mártir por su fidelidad a la verdad aun ante la muerte.


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Por: P. Angel Amo | Fuente: Catholic.net

Obispo y Doctor de la Iglesia

Martirologio Romano: Memoria de san Juan, obispo de Constantinopla y doctor de la Iglesia, antioqueno de nacimiento, que, ordenado presbítero, llegó a ser llamado «Crisóstomo» por su gran elocuencia. Gran pastor y maestro de la fe en la sede constantinopolitana, fue desterrado de la misma por insidias de sus enemigos, y al volver del exilio por decreto del papa san Inocencio I, como consecuencia de los malos tratos recibidos de sus guardianes durante el camino de regreso, entregó su alma a Dios en Cumana, localidad del Ponto, el catorce de septiembre († 407).

Patronazgo: predicadores y oradores

Breve Biografía


Educado por la madre, santa Antusa, Juan (que nació en Antioquía probablemente en el 349) en los años juveniles llevó una vida monástica en su propia casa.


Después, cuando murió la madre, se retiró al desierto en donde estuvo durante seis años, y los últimos dos los pasó en un retiro solitario dentro de una cueva con perjuicio de su salud. Fue llamado a la ciudad y ordenado diácono, luego pasó cinco años preparándose para el sacerdocio y para el ministerio de la predicación. Ordenado sacerdote por el obispo Fabián, se convirtió en celoso colaborador en el gobierno de la Iglesia antioquena. La especialización pastoral de Juan era la predicación, en la que sobresalía por las cualidades oratorias y la profunda cultura. Pastor y moralista, se preocupaba por transformar la vida de sus oyentes más que por exponer teóricamente el mensaje cristiano.

En el 398 Juan de Antioquía (el sobrenombre de Crisóstomo, es decir Boca de oro, le fue dado tres siglos después por los bizantinos) fue llamado a suceder al patriarca Netario en la célebre cátedra de Constantinopla. En la capital del imperio de Oriente emprendió inmediatamente una actividad pastoral y organizativa que suscita admiración y perplejidad: evangelización en los campos, fundación de hospitales, procesiones antiarrianas bajo la protección de la policía imperial, sermones encendidos en los que reprochaba los vicios y las tibiezas, severas exhortaciones a los monjes perezosos y a los eclesiásticos demasiado amantes de la riqueza. Los sermones de Juan duraban más de dos horas, pero el docto patriarca sabía user con gran pericia todos los recursos de la oratoria, no para halagar el oído de sus oyentes, sino para instruír, corregir, reprochar.


Juan era un predicador insuperable, pero no era diplomático y por eso no se cuidó contra las intrigas de la corte bizantina. Fue depuesto ilegalmente por un grupo de obispos dirigidos por Teófilo, obispo de Alejandría, y desterrado con la complicidad de la emperatriz Eudosia. Pero inmediatamente fue llamado por el emperador Arcadio, porque habían sucedido varias desgracias en palacio. Pero dos meses después era nuevamente desterrado, primero a la frontera de Armenia, y después más lejos a orillas del Mar Negro.

Durante este último viaje, el 14 de septiembre del 407, murió. Del sepulcro de Comana, el hijo de Arcadio, Teodosio el Joven, hizo llevar los restos del santo a Constantinopla, a donde llegaron en la noche del 27 de enero del 438 entre una muchedumbre jubilosa.

De los numerosos escritos del santo recordamos un pequeño volumen Sobre el Sacerdocio, que es una obra clásica de la espiritualidad sacerdotal.

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Abadesa

Martirologio Romano: En Trevi, en la provincia de Perugia, en la región de Umbria (Italia), beata María Luisa, en el siglo Gertrudis Prosperi, de la Orden de San Benito, Abadesa del monasterio de aquella localidad ( 1847)

Fecha de beatificación: 10 de noviembre 2012, durante el pontificado de S.S. Benedicto XVI

Gertrudis Prosperi, hija de Domingo y Maria Diomedi, nació en Fogliano de Cascia (Perugia) el 15 de agosto de 1799. Su familia, a pesar de ser parte de la aristocracia local, no cuenta con grandes recursos financieros, tan sólo la casa situada en el centro de la región, cerca de la iglesia parroquial de San Hipólito. Fue bautizada el mismo día en la pila bautismal que aún existe.

Es una mujer que toma decisiones pese a su juventud, de hecho el 4 de mayo de 1820, es aceptada en el monasterio de Santa Lucía en Trevi en la diócesis de Spoleto (Perugia), monasterio benedictino recientemente reabierto luego de la supresión napoleónica ocurrida unos años antes, tomó el nombre de María Luisa. Su vida es poco conocida, esto claro si tomamos en cuenta su recuerdo aún vivo en la ciudad de Trevi y entre las benedictinas todavía presentes en el monasterio.

Desde 1822 a 1834 vivió en el monasterio de S. Lucía como una religiosa ejemplar y muy apreciada. Ejerce todos los oficios previstos en la regla benedictina: enfermera, sacristana, camarlenga (cuatro veces), y finalmente como instructora de huéspedes. Los testimonios coinciden en describirla como amable, muy querida por los huéspedes y las monjas, que ejercía sus funciones meticulosamente para luego dedicarse intensamente a la oración, a menudo invitando a sus hermanas a unirse a ella. Durante mucho tiempo, sin embargo, la vida de María Luisa se lleva a cabo en silencio dentro de los ritmos y las prácticas del monasterio, en la oración y en la clandestinidad.

Nadie sabía sobre sus experiencias místicas. Sólo después de la llegada del primer director espiritual (tuvo cuatro), María Luisa es en cierto sentido es obligada a salir del silencio y contar lo que le sucede. Una de las visiones tiene que ver con el sufrimiento causado por la incomprensión de sus directores espirituales. Ve a "Jesús con la cruz sobre sus hombros... que le dice: así es como te quiero, serás la vergüenza de todos. Te verás oprimida, y a pesar de ser acosada por los demonios, sufrirás por causa de los confesores. Desearán ayudarte, pero no podrán. ¡Oh Dios, qué pena!". Fue objeto de una sanción monástica y es incomprendida por las hermanas. Luego viene la lista de penitencias. Estamos en el siglo XIX, con sus prácticas de piedad y sus disciplinas, cilicios y cadenas. Ella, siguiendo la fuerte tradición ascética de su tiempo, quiere dominar el cuerpo macerándolo con prácticas disciplinarias severas, siguiendo el ejemplo de figuras como San Alfonso María de Ligorio. A través de la oración de María Luisa, el mundo entero entra en el monasterio, está entretejido en la trama de oración diaria que marca la vida monástica.

Inesperadamente, el 1 de octubre de 1837, a los 38 años, fue elegida abadesa cargo que ocupó hasta su muerte acaecida diez años más tarde, el 12 de septiembre de 1847. Es un cambio que da lugar a dudas en María Luisa, porque hasta ese momento pensó que debería encontrar su camino en el silencio. El monasterio estaba sumergido en una temporada difícil y ella, una mujer dedicada a la reclusión y la oración, no muestra vacilaciones, más bien denota una visión concreta y lúcida del camino que debe seguirse. Actúa de manera muy clara. Como primer paso, poco a poco pero sin pausa, se restablece el pleno cumplimiento de la Regla Benedictina, con una acción basada en el ejemplo. La nueva abadesa vence la desconfianza residual a través de una práctica personal de total humildad, al punto de llegar a sorprender en muchas ocasiones a las monjas. Su forma de gobierno es atrayente, no autoritario, pero de fuerte carisma personal. Escribe Adelaide Pellegrini, aceptada por María Luisa como un novicia: "imposible no amarla, tanto era la dulzura de sus afectos, sus maneras alegres, informal, llena de bondad, sin mínimo doblez o fingimiento...". Infunde un nuevo espíritu al monasterio, donde las hermanas la ven como una monja amante de la interioridad y el recogimiento que no tolera dejadeces o poca atención en la oración. Su capacidad para la introspección es a menudo decisiva, especialmente en saber suscitar nuevas vocaciones a la vida monástica.

La gestión de María Luisa ha visto pasar el monasterio de la estrechez a la abundancia: la abadesa ofrece su ayuda a los pobres, se convierte en fuente de limosnas para muchos que llaman a la puerta del monasterio, en una Trevi donde la vida para muchos es difícil. Para no dejar a nadie con las manos vacías, hace incluso algo que no es correcto: toma alimentos de la tienda sin informarlo a la camarlenga.

La abadesa también cuida con celo incluso el cumplimiento de la Regla de San Benedicto prescrita para las monjas enfermas, pero en general, muestra sensibilidad a todas sus hermanas.

Electa abadesa desea que sus experiencias místicas -que siguen- no perturben la vida comunitaria, por lo que las mantiene ocultas, como un secreto aún más valioso porque se esconde. Pero algo se trasluce en muchas ocasiones. El nuevo director espiritual, el arzobispo de Spoleto. Ignazio Giovanni Cadolini, la obliga a escribir informes periódicos sobre sus experiencias místicas. Son abrumadoras experiencias de encuentros con la persona amada: Cristo. Desde 1838, comenzó a firmar como María Luisa de la Voluntad de Dios; escribir sobre estas cosas aumenta su sufrimiento, pero Mons. Cadolini la obliga a hacerlo de forma regular, en total enviará al Obispo más de trescientas páginas. En el simbolismo de sus visiones, utiliza el tema del Corazón de Jesús, centro de la piedad popular del siglo XIX. Varias veces experiencias místicas la dejan físicamente acabada, haciendo difícil el ocultarlo a las hermanas. A menudo ocurren en el momento de recibir la Eucaristía, convirtiéndolo en un tiempo unitivo con Cristo. En su correspondencia, reporta los diálogos entre ella y Cristo como diálogos de amor, del tipo del Cantar de los Cantares, en el que la unión de los corazones necesariamente significa la participación en las penas contenidas en el corazón de Cristo, que en una de las visiones le dice: "Aquí hija está tu hogar, aquí descansarás, pide lo que quieras, pon aquí todo corazón que yo lo aceptaré, los de los justos por amarme, los de los pecadores para convertirlos, los de los incrédulos para que puedan regresar a mi Iglesia".

La visión de un cardenal sufrimiento en el purgatorio sirve para introducir un inesperado crítico discurso sobre la situación interna de la Iglesia, señala sorprendentemente a "Ugenio", que probablemente es Eugenio IV, el Papa de la unión efímera con los griegos concebida en el Concilio de Florencia, que tenía un "reino tormentoso". Muchas de estas visiones son recibidas por María Luisa en un momento en el que se desarrolla una historia importante, es decir, el intento de Mons. Cadolini (que mientras tanto había sido nombrado Cardenal Arzobispo de Ferrara) para transferirla a otro monasterio. Desea, en efecto, fundar un nuevo Instituto de Adoración Perpetua al Sagrado Corazón en Ferrara, e involucrar a María Luisa en la empresa, que no está en condiciones de decir que no. Dejar el monasterio de Trevi y la Iglesia de Spoleto, en cambio, es una cosa dura que aceptar. Repetidamente dice que está dispuesta a obedecer y le escribe a Cadolini: "Yo nada decido, sólo quiero lo que quiere Dios". Al final no irá a Ferrara. Se rompe la comunicación con Mons. Cadolini, al que, sin embargo, no ha desobedecido nunca.

Todos estos eventos ocurren mientras la vida del monasterio, bajo su dirección, continúa con regularidad en un clima de renovada adhesión a la Regla. Su prédica y sus palabras tocan los corazones de las hermanas, incluso el de las más problemáticas. El monasterio ya no es un lugar indigno, hogar de una comunidad necesitada y dividida internamente.

Durante sus últimos cuatro años de vida, María Luisa experimenta en su persona un gran sufrimiento. En la Semana Santa de 1847, la situación parece precipitarse. Todo comienza en la víspera del Domingo de Ramos. María Luisa cae enferma, parece ahogarse. El Jueves Santo yace paralizada en la cama, sin moverse, con dolor severo. Vive la Pasión de Cristo en todos sus momentos. Pellegrini escribe: "alrededor de la cabeza tiene como señales en forma de corona de espinas, cerca del corazón tiene una herida abierta y llena de sangre viva, apareció una señal sonrojada en el medio de las manos". Después de Pascua las condiciones María Luisa mejoran. Pero hay una fuerte recaída: vuelve la infección, la fiebre violenta, los dolores a la cabeza. En agosto de 1847 está enferma en cama, levantándose muy poco.

Pocas semanas antes de su muerte se siente capaz de ver lo que sucede en el monasterio, reprende a las monjas por no leer las Constituciones durante el almuerzo de los viernes, a las monjas que se detienen en los pasillos para conversar las manda a sus habitaciones, reprende a los peregrinos porque en lugar de salir a caminar en silencio se detienen para hablar de su enfermedad con las monjas, supervisa los horarios del coro, bendice desde la cama la mesa común porque nadie lo había hecho. En resumen, enferma en cama, muriendo, pero siempre abadesa.

Los últimos momentos de su vida están llenos de una serenidad que afecta a todos los presentes a su agonía y son una preocupación constante para las monjas. Está preparada para morir, toma en su cama la posición del Crucificado. Murió el 12 de septiembre 1847. Está enterrada en la iglesia de S. Lucía en Trevi.

El 19 de diciembre de 2011 el Papa Benedicto XVI firmó el decreto de reconocimiento del milagro de la curación de una mujer de Umbría gravemente enferma en el cerebro.

responsable de la traducción: Xavier Villalta


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Por: P. Ángel Amo. | Fuente: Catholic.net

Septiembre 12

Poco después de su muerte, la Beata María Victoria de Fornari-Strata se apareció a una devota suya usando tres vestidos: el primero era de color oscuro, pero adornado con oro y plata; el segundo también era oscuro, pero adornado con joyas brillantes; el tercero era blanco?azul reluciente. Esta visión, prescindiendo de su historicidad, sintetiza los tres estados de vida (conyugal, viudez y religioso) por los que ella pasó: fue, efectivamente, hija, esposa, madre, viuda y religiosa (fundadora, superiora y simple monja). Su vida ejemplar dio testimonio de las más variadas virtudes.

María Victoria nació en Génova en 1562, séptima de nueve hijos de Jerónimo y Bárbara Veneroso. Como creció en un ambiente de amor y de piedad bastante austero, probablemente quiso entrar en la vida religiosa, pero cuando los padres le encontraron un pretendiente en la persona de Angel Strata, se unió a él en matrimonio a los 17 años. Pronto llegaron los hijos. Cuando Angel murió, sólo ocho años y ocho meses después del matrimonio, cinco muchachitos se agarraban a las faldas de la joven madre (tenía 25 años) y un sexto nacería un mes después.

A pesar de sus hijos, María Victoria se sintió de repente sola y abandonada y pasó por una tremenda crisis, durante la cual pidió varias veces la muerte: una experiencia humana que después le ayudaría a comprender y a ayudar mejor a las jóvenes desorientadas por alguna amarga prueba. Pasada la crisis, hizo tres votos: de castidad, de no llevar nunca joyas ni vestidos de seda, y de no participar en fiestas mundanas.

Después que las hijas se hicieron canónigas lateranenses y los hijos entraron con los mínimos, ella se unió a Vicentina Lomellini-Centurione, a María Tacchini, a Clara Spinola y a Cecilia Pastori en la Orden de las Hermanas Anunciatas Celestes, en el monasterio preparado para ellas en el Castillito de Génova de Esteban Centurione, el esposo de Vicentina, que también se hizo religioso y sacerdote. Por su hábito las religiosas fueron llamadas “turquinas” o “celestes”.

La Regla, redactada por el jesuita Bernardino Zanoni, padre espiritual de María Victoria, estimulaba a las religiosas a una íntima devoción hacia la Santisima Virgen de la Anunciación, y establecía una intensa vida de piedad, de pobreza genuina y una rigurosa clausura. Fundadora y superiora, María Victoria pasó los últimos cinco años como simple religiosa, dando ejemplo de humildad y obediencia.

Murió el 15 de diciembre de 1617, y fue beatificada por León XII en 1828.


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Sacristán

Martirologio Romano: En Anderlecht, en Brabante, cerca de Bruselas (Bélgica), san Guido o Guy, primer sacristán en la iglesia de Nuestra Señora de Laken, en Bélgica, que fue dadivoso con los pobres y peregrinó a los santos lugares por siete años y, vuelto a su tierra, murió piadosamente († c. 1012)

Breve Biografía


Entre sus paisanos era conocido por su piedad sencilla y constante y requerido para trabajos concienzudos y esforzados. Vamos que la piedad le llevaba a no ser perezoso y que el trabajo de la tierra le ayudaba a mirar al Cielo.

Un buen día le sugirieron una posibilidad de cambio de oficio. Podría pasar nada menos que a ser sacristán cerca de Bruselas, en la iglesia de Lacken. Ello supuso también un cambio de ciudad y de costumbres. Parece que le tentó el comercio y en ese campo de la actividad humana quiso hacer pinitos saliendo mal el asunto y perdiendo sus ahorros.

Se dedicó entonces a peregrinar por el mundo. Casi se puede decir que comenzó una bohemia en la que sólo él gobernaba su existencia sin que hubiera de dar cuentas a nadie. Pero lo hizo bien. Se sabe que estuvo dos veces en Tierra Santa y dos veces en Roma. De hecho, debió aprovechar muy bien su tiempo libre por lo que se relata a continuación.

Regresó del deambulaje y murió poco después en Anderlecht, su ciudad, donde se le enterró casi como a un desconocido.

Pero, en su sepultura comenzaron a suceder hechos maravillosos que empezaron a atraer a la gente del pueblo primero y a los lejanos después... De hecho sus reliquias comenzaron a recibir culto y la devoción a San Guido se extendió rápidamente, cobrando auge continuo y popularidad.

Bien hicieron los agricultores de su tierra y de su tiempo en tomarlo por patrono, como en España harían poco después con San Isidro; también los sacristanes de entonces y de hoy se protegen con este santo intercesor que entendía de cirios, de cajoneras y campanas; no menos podrían acudir a este trotamundos los que se ocupan de desperezar el tiempo libre propio o de los demás.

Una vez más, con este santo agricultor, sacristán, comerciante fracasado y caminante del mundo, se nos enseña que la santidad no es patrimonio exclusivo de conventuales, sabios o mártires.
 

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Presbítero y Mártir

Martirologio Romano:En Krasica, Croacia, beato Francisco Giovanni Bonifacio, presbítero y mártir. ( 1946)

Fecha de beatificación: 4 de octubre de 2008, durante el pontificado de S.S. Benedicto XVI

El 4 de octubre de 2008 fue inscrito en el libro de los beatos este sacerdote asesinado en 1946 a los 34 años, cuya causa de beatificación fue iniciada en 1957 por el entonces arzobispo de Trieste, monseñor Antonio Santin.

De 1943 a 1945, las tropas yugoslavas de Tito, en colaboración con los comunistas italianos, realizaron una obra de verdadera limpieza étnica con acciones de inaudita ferocidad. Miles de personas fueron ajusticiadas y arrojadas a las llamadas "foibas", las cavidades cársticas con una profundidad de hasta 200 metros. Los historiadores hablan de cuatro mil personas, pero los supervivientes indican un número muy superior, hasta veinte mil.

En aquella época, 350.000 italianos abandonaron Istria, Fiume y Dalmacia. Familias enteras italianas fueron masacradas. Muchos eran atados con alambres de espino a los cadáveres y arrojados vivos a los precipicios. Fueron al menos 50 los sacerdotes asesinados por las tropas comunistas de Tito.

Sólo en la "foiba" de Basovizza, a pocos kilómetros de Trieste, una de las pocas que quedaron en territorio italiano, se han encontrado cuatrocientos metros cúbicos de cadáveres.

Durante decenios, esta barbarie se mantuvo cubierta por el silencio, mientras que en los años noventa aumentó la atención sobre el tema hasta que el Parlamento italiano, con una ley de 2004, instituyó el "Día del Recuerdo", para conservar la memoria de la tragedia de las "foibe".

En ese clima de terror civil llevado adelante a menudo con el instrumento de la persecución religiosa, el padre Bonifacio llevaba consuelo a la gente de las colinas entre Buie y Grisignana, en Croacia, y reunía a los jóvenes, dando vida a una Acción Católica local.

Nacido en Pirano, Istria, en 1912, de una familia humilde y profundamente cristiana, y segundo de siete hijos, Francesco recibió la ordenación sacerdotal el 27 de diciembre de 1936, en la catedral de San Justo en Trieste.

Tras un primer encargo en Cittanova, asumió la responsabilidad de la parroquia de Villa Gardosi, que atendía a diversas aldeas esparcidas por la zona de Buie, sin electricidad. Don Francesco se hizo amar enseguida, promoviendo numerosas actividades, visitando a las familias, a los enfermos, y donando lo poco que tenía a los pobres.

Su empeño lo convirtió en un sacerdote demasiado incómodo para la propaganda antirreligiosa de la Yugoslavia de entonces, pero a pesar de las intimidaciones prosiguió hasta el final por su camino.

La tarde del 11 de septiembre de 1946 don Francesco estaba regresando a su casa desde Grisignana. Fue detenido por dos hombres de la guardia popular. Quien los vio, contó que desaparecieron en el bosque.

Su hermano, que lo buscó inmediatamente, fue encarcelado con la acusación de contar falsedades. El asunto no se conoció durante años, hasta que un director teatral logró contactar a uno de los guardias populares que habían detenido a don Bonifacio.

Éste contó que el sacerdote fue metido en un coche, desnudado, golpeado con una piedra en la cara y rematado con dos cuchilladas antes de ser arrojado en una "foiba". Desde entonces sus restos no han sido encontrados.

El hermano del beato, Giovanni Bonifacio, afirmó en una entrevista a Radio Vaticano que el presbítero “era un sacerdote que vivía el Evangelio con la gente”, “siempre en movimiento: entre los enfermos, enseñando catecismo, siempre dando vueltas por los pueblos”.

“Cuando se lo llevaron, la gente lo supo en seguida, porque tocaron las campanas”, recordó. “Por desgracia, nunca le soltaron. Después supe algo, también cómo le mataron. Pero nunca sentí odio alguno hacia los que le hicieron daño a mi hermano... ¡Aún ahora les perdonamos!”.

“Mi hermano -añadió- fue el primero en perdonar, precisamente cuando lo mataban. Él ya estaba preparado para el martirio”.

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Por: . | Fuente: Franciscanos.org

Religioso Franciscano

Martirologio Romano: En Roma, beato Buenaventura de Barcelona (Miguel) Gran, religioso de la Orden de Hermanos Menores, que, amante de la observancia regular, instituyó conventos para retiros espirituales en muchos lugares del territorio romano, mostrando siempre máxima austeridad de vida y caridad para con los pobres (1648).

Fecha de beatificación: El Sumo Pontífice Pío X beatificó a fray Buenaventura Gran de Barcelona el 10 de junio del año 1906.

El Beato Buenaventura Gran vino al mundo en Riudoms, pueblecito de Cataluña cercano a Tarragona, el 24 de noviembre de 1620. Sus padres eran labradores pobres, pero muy temerosos de Dios. Lo llamaron Miguel Bautista, nombre que mudó más adelante en el convento por el de Buenaventura. Al paso que crecía en edad, sus padres le enseñaban las grandes verdades de nuestra fe, y excitaban en su corazón vivos sentimientos de amor a Dios, al par que una tierna y filial devoción a la Virgen María.

Frecuentó algunos años la escuela del pueblo; después, lo emplearon sus padres en las labores del campo. No obstante sus muchas ocupaciones, el piadoso joven hallaba tiempo para cumplir fielmente los ejercicios devotos que se había impuesto para cada día. Antes y después de la tarea cotidiana, solía entrar en la iglesia a visitar al Señor sacramentado, y muchas veces, sobre todo en la víspera de las fiestas principales, permanecía en oración ante el Santísimo toda la noche.

Ya en su juventud hubiera deseado Miguel entregarse de todo en todo al Señor en la vida religiosa; pero tales razones alegó su padre para disuadirle, que Miguel se convenció de que Dios le quería todavía en el siglo. Contrajo matrimonio con una doncella muy virtuosa; pero el día de la boda, después de la ceremonia religiosa, se quedó en la iglesia por espacio de largas horas; cuando fueron a buscarle, lo hallaron totalmente absorto en altísima contemplación, y fue menester hacerle volver en sí.

Ambos esposos determinaron vivir como hermanos guardando virginidad perfecta, y así lo hicieron con la gracia de Dios. A los dieciséis meses de matrimonio, murió la virtuosa compañera de Miguel; antes de morir declaró formalmente a su madre que el Señor le había otorgado la insigne merced de guardar intacta su virginidad.

Lego franciscano

Rotos ya los lazos que le tenían atado al siglo, partió Miguel de casa con licencia de sus padres, y fue a llamar a las puertas del convento franciscano de San Miguel de Escornalbou. Se echó a los pies del Padre Provincial y le suplicó que lo admitiese como fraile converso. El buen Padre se negó a ello, alegando falta de salud y estudios en el pretendiente. Entonces le dijo Miguel: «Razón tenéis de despedirme; pero al fin y al cabo menester será cumplir lo que el Señor ha determinado». Viendo el Superior su constancia, lo admitió en el convento, donde tomó el hábito el día 14 de julio, entonces fiesta de San Buenaventura, cuyo nombre quiso llevar para merecer la protección del seráfico Doctor franciscano.

Recién entrado en la religión, dio muestras del celo con que se proponía observar la pobreza de la Orden. Al hallar en el bolsillo cierta moneda que guardaba sin advertirlo, la tiró por la ventana tan lejos como pudo, exclamando: «Maldígame Dios si en los días que me quedan de vida llego a apropiarme semejante moneda».

El fervor de los principios no se desmintió en todo el tiempo de su noviciado. Tanto sus compañeros como los religiosos antiguos le miraban como a modelo. Al año de probación, profesó con los votos religiosos.

Celo apostólico. Persecuciones del diablo

Los superiores eligieron a fray Buenaventura para que, en compañía de otros religiosos, fuese a fundar en Mora un convento de la Reforma franciscana. En esta nueva residencia llevó el Beato vida todavía más devota y mortificada, a pesar del mucho trabajo que suele acarrear una nueva fundación. Por sus cargos de limosnero y cocinero, tenía trato continuo con el mundo, pero sabía enderezarlo todo a la mayor gloria de Dios.

Lo que más le afligía era ver que el libertinaje se cebaba en poblaciones fieles hasta entonces a su fe y de sanas costumbres. Les llegaba el contagio de los ejércitos franceses que ocuparon Cataluña en el último período de la guerra de los Treinta Años.

Aunque mero fraile converso, llevado de celo ardiente, se presentaba sin temor en medio de los concursos y saraos del mundo, y con sus palabras traía al sendero del bien a los extraviados y trocaba en "Magdalenas" a las mayores pecadoras.

Casi todos los soldados franceses eran calvinistas. Fray Buenaventura intentó convertirlos, y tuvo la dicha de traer a muchos de ellos al seno de la Iglesia Católica. Notable fue la conversión de uno de los principales jefes de aquel ejército. Cierto día se llegó a él fray Buenaventura en ademán de pedirle limosna. El oficial mandó a su ordenanza que le diese algo.

-- No es esa limosna la que te pido -exclamó el siervo de Dios.

-- ¿Pues qué quieres? -preguntó el hereje.

-- La limosna que deseo no es para el convento -repuso el fraile-, sino para la salvación de tu alma.

No se enojó el oficial con las palabras del fraile; al contrario, habiéndose mostrado hasta entonces rebelde a todas las exhortaciones, ahora oyó los consejos de fray Buenaventura con docilidad y mansedumbre y, movido de la gracia, abjuró de la herejía al poco tiempo.

Con malos ojos veía el demonio escapársele tantas almas que creía poseer para siempre. Para vengarse del santo fraile, empezó a aparecérsele de noche en figuras espantosas, amenazándole, persiguiéndole y dándole recios golpes y toda suerte de malos tratos. Pero Buenaventura, confiando en el Señor y escudándose en su fe, menospreciaba la violencia del infierno embravecido. «Nada podrás contra mí, espíritu maligno, porque Dios me ampara y defiende», solía decirle al demonio. Con hacer entonces la señal de la santa Cruz e invocar los sagrados nombres de Jesús y María, ahuyentaba a los espíritus infernales.

Éxtasis y milagros

Frente a las violentas persecuciones del infierno, el Señor solía consolar a Buenaventura con mercedes y dones realmente admirables.

Yendo un día de camino, se paró a hablar con algunos amigos y, en la conversación, vinieron a tratar de las glorias de la Virgen María. De repente, apareció el Beato cercado de extraordinario resplandor; se alzó en el aire y recorrió unos cien pasos gritando con toda su fuerza:

-- ¡Virgen Santísima! ¡Virgen Santísima! ¡Viva la Virgen Santísima!

Un hecho más maravilloso todavía ocurrió un día de fiesta en la iglesia del convento, donde por mandato del superior explicaba la doctrina a los niños. Mientras hablaba con fervor de los misterios de nuestra fe, miró un instante a un cuadro de la Inmaculada colocado en el altar mayor. Lo mismo fue verlo que lanzarse disparado como una flecha por el aire hasta besar con sus labios el purísimo rostro de la Virgen. Los niños empezaron a gritar asustados; acudieron los frailes y muchísimas personas vecinas de la iglesia, y todos contemplaron admirados aquel éxtasis maravilloso, hasta que el padre superior, para acabar con aquel alboroto de la gente, mandó al Beato que bajase. Al punto obedeció fray Buenaventura; pero extrañado y corrido a vista de la muchedumbre, se retiró a su celda para no oír las voces del pueblo, que le aclamaba ya como a santo.

El Señor le favoreció asimismo con el don de milagros. Siendo cocinero, dejó un día la comida en el fogón y se fue a la iglesia a hacer una visita corta. Pero, estando allí, quedó arrobado en éxtasis, y se olvidó totalmente de las ollas y del fogón. Entretanto la comida de la comunidad quedó del todo quemada y echada a perder.

-- ¿Qué hacéis, fray Buenaventura? -le dijo el hermano campanero, antes de tocar a comer-; la comida está totalmente quemada, y así tendrán que contentarse hoy los frailes con pan y agua.

-- No tema, hermano -repuso humildemente el siervo de Dios-, todo se arreglará. Toque a comer como de costumbre, y el Señor proveerá al sustento de sus siervos.

Fue a tocar el campanero, riéndose para sus adentros de la ingenuidad de fray Buenaventura. Pero, ¡cosa maravillosa!, llevaron al comedor aquellos alimentos carbonizados, y los frailes los hallaron tan exquisitos y en su punto, que declararon no haberlos comido nunca tan sabrosos.

Otro día recibió el Beato dos hermosos peces para la comida de los frailes. Se ausentó unos instantes y al volver no halló sino las espinas. Los culpables habían sido los gatitos del convento. Buenaventura los llamó a todos sin enfadarse y, tomando mansamente en sus rodillas al más viejo, le echó un sermoncillo de encantadora sencillez: «¡Ah goloso! -le dijo-; tú, que eres el más viejo y deberías dar buen ejemplo a los gatitos tus compañeros, les enseñas a robar y comerse el pescado de los pobres franciscanos. Mira, no tengo más remedio que castigarte delante de todos tus compañeros para que escarmienten». Diciendo esto, le dio unos golpecitos con la mano, pero con tanta suavidad, que más parecían caricias. Hallábase entonces en la cocina un tal Salmerón; al ver aquella escena, no pudo menos de reírse a carcajada limpia. Pero aquella risa se trocó en admiración cuando al mirar al plato vio, en lugar de las raspas, otros dos peces tan grandes y hermosos como los de antes.

Una señora llamada Isabel Vila criaba gusanos de seda; pero llegó a faltarle hoja de morera, con lo que temió perder el fruto de su labor. Acudió a fray Buenaventura, y éste fue con ella a ver de qué se trataba. Ante aquellos gusanillos muertos de hambre que levantaban sus cabecitas como pidiendo el sustento de que habían menester, dijo a la señora:

-- No os aflijáis, doña Isabel; estos minúsculos hermanitos nuestros están ahora alabando al Señor.

Y mirando a los gusanitos les dijo:

-- Vaya, hermanos gusanos; puesto que ya no hay hojas que comer, haced vuestros capullos.

No en balde les dijo el Beato estas palabras, porque la misma noche hicieron capullos tan grandes y de tan excelente calidad, que la señora logró beneficio mayor que si la hoja no hubiera faltado.

Salió cierto día a pedir limosna, y advirtió de pronto que el Ebro arrastraba a una mujer con su borriquillo. Ya estaban a punto de perecer ahogados, cuando Buenaventura se fue a ellos andando sobre las aguas, y los trajo a la orilla.

-- ¡Prodigio, prodigio! -empezaron a gritar los transeúntes.

-- ¿A esto llamáis prodigio? -les dijo el Beato; y cándidamente añadió-: La prueba de que no es un milagro, es que todos podéis hacer lo mismo si tenéis fe.

En el convento de Tarrasa

Al humilde fray Buenaventura le pareció que no era nada cuanto hasta entonces había hecho en la religión. Pensó reformar su vida, y para ello no vio mejor camino que fundar un convento donde se observase rigurosamente la primitiva Regla de San Francisco. Un día estaba el Beato suplicando a la Virgen María que le diese a conocer cuál era la voluntad divina. La Reina del cielo se le apareció entonces y le dijo:

-- Buscas, hijo, cómo fundar un convento de la perfecta observancia. Yo te lo diré. Parte para Roma. Allí quiere Dios fundar por tu medio un Instituto más austero.

Aquel mismo día se le apareció Nuestro Señor, y le volvió a decir que partiese para Roma, donde podría llevar a efecto la reforma.

Manifestó Buenaventura a sus superiores la orden celestial y, como era modelo de obediencia, aguardó con sosiego que le llegase la licencia de embarcarse para Italia. Mucho le costó al padre Provincial dar el permiso, porque no quería perder un fraile tan virtuoso; y así, en vez de dejarle ir a Roma, lo envió como limosnero al convento de Tarrasa.

Aquí tuvo ocasión de desplegar todo su celo. Cierto día se llegó hasta el puerto de la cercana ciudad de Barcelona. Entró en una galera y, al ver a los cautivos moros que hacían de remeros, movióse a compasión. Empezó a hablarles, y lo hizo con tanta mansedumbre y caridad, que todos ellos, movidos y persuadidos con las palabras de Buenaventura, acabaron pidiendo el bautismo.

Finalmente, le dieron licencia para embarcarse. Pronto cundió la noticia por Tarrasa y sus alrededores, y se afligieron sobremanera todas aquellas gentes. Llegó el día del embarco, y entonces se vio cuánto apreciaban todos al humilde fraile limosnero; porque al llegar al puerto, fue tal la aglomeración de gente que cercó a fray Buenaventura, que no podía dar un paso. Esta demostración popular le conmovió vivamente. «Hermanos míos -les dijo-, si no fuera porque así lo quiere el Señor, nunca me separaría de vosotros. Ofrezcámosle todos el sacrificio de nuestra propia voluntad». Diciendo esto, se levantó en el aire, donde permaneció suspendido una hora a vista de la gente.

Entendieron con este prodigio que no debían oponerse más tiempo a que se embarcase el siervo de Dios y, en cuanto hubo bajado al suelo, se apartaron y le dejaron libre el paso. En medio de las lágrimas y gemidos de los presentes, entró Buenaventura en un navío que se hacía a la vela con rumbo a Italia.

Reformador y apóstol. Su muerte

A punto estuvo el navío de caer en manos de los holandeses, enemigos entonces de España. El Beato lo salvó milagrosamente, porque con el Santo Cristo en la mano gritó a los perseguidores que se acercaban:

-- Deteneos, enemigos de nuestra fe, y no os acerquéis más.

Al punto se levantó un viento huracanado que barrió lejos los cuatro grandes veleros holandeses, y empujó al navío español hacia las costas italianas. También sosegó una furiosa tempestad con sólo una palabra.

Desembarcó en Génova, y prosiguió a pie hasta Roma, pasando por Loreto y Asís. Primero se hospedó en el convento de Ara Coeli. De allí pasó al de San Mauricio, con el cargo de limosnero. Pero, a poco de llegar, se ganó de tal manera el aprecio de las gentes, que en tropel acudían a verle, lo que determinó a los superiores a enviarle a Capránica (Viterbo). Aquí premió el Señor la obediencia de su siervo, permitiendo que la sagrada Hostia volase de los dedos del sacerdote a los labios del Beato después del Dómine non sum dignus.

La noticia de este milagro llegó hasta Roma. Los cardenales Facchinetti y Barberini -este último protector de la Orden-, con intento de asegurarse del hecho y estudiar de cerca el espíritu del Beato, le hicieron ir al convento de San Isidoro, en Roma, del que fue cocinero. Los dos príncipes de la Iglesia acudieron a verle, hablaron con él largo rato y quedaron convencidos de la eminente santidad del humilde lego franciscano. A menudo iban a verle o le llamaban a palacio. Estas amistades fueron de gran provecho a Buenaventura para llevar a efecto la anhelada Reforma.

Merced a la intervención de tan poderosos protectores, tuvo el humilde fraile una larga entrevista con el Sumo Pontífice Alejandro VII, el cual, maravillado de que un hermano lego le hablase con elocuencia tan extraordinaria, encargó al cardenal Barberini que apresurase la ejecución de aquella empresa.

El cardenal llamó a Buenaventura. Le dijo que redactase una súplica a la Congregación de Obispos y Regulares, y el mismo prelado la presentó a los Padres, que la aprobaron. Alejandro VII sancionó, el 8 de marzo de 1662, la fundación de la Reforma, y el Capítulo provincial franciscano celebrado en Roma aquel mismo año cedió al Beato y a sus compañeros el convento de Santa María de las Gracias, sito en Ponticelli (Rieti).

Quince religiosos, entre padres y hermanos legos, acudieron al llamamiento de fray Buenaventura. Su vida fue copia de la del santo Fundador; ni almacenaban provisiones, ni aceptaban estipendios por la predicación, misas u otros ejercicios del santo ministerio, y se contentaban con lo que la Providencia les enviaba por mano de los bienhechores.

Buenaventura no aceptó el cargo de superior sino por imposición del cardenal Barberini; y por cierto que lo ejerció con vigilancia, prudencia y caridad tales, que todos se hacían lenguas ensalzando las virtudes de su amado Guardián.

-- ¿Dónde habéis estudiado, fray Buenaventura? -le preguntó cierto día un hermano.

-- En las llagas de Jesucristo -le contestó el Beato.

Tanto prosperó la Reforma, que fue menester fundar otros conventos para recibir a los muchos que deseaban entrar en ella. El más famoso fue el de Roma, en el Palatino, llamado convento de San Buenaventura, fundado el 8 de diciembre de 1677 con veinticinco frailes.

Durante su estancia en Roma, fue este santo y humilde religioso otro San Felipe Neri. Solía enviar a los padres a dar misiones en todas las iglesias de la ciudad y parroquias vecinas. Enseñaba la doctrina a los niños en el portal del convento; visitaba a los enfermos en los hospitales, y a muchos los curaba milagrosamente con sólo rezar por ellos. Por eso, cuando alguien caía enfermo, solían decir: «Llamemos a fray Buenaventura»; y también: «Llevémosle a fray Buenaventura».

Le agradaba sobremanera dar limosna a los pobres. Quería que cada mañana se les repartiese abundante sopa; cuando los mendigos eran más numerosos, las provisiones se multiplicaban milagrosamente en las manos del Beato. Cierto día que volvía al convento llevando a cuestas el pan de la comunidad, se vio cercado de tantos pobres, que se le llevaron todo el pan.

--Señor -dijo entonces fray Buenaventura-, así como yo atiendo a las necesidades de vuestros pobres, Vos proveeréis a las de mis frailes.

Y así fue, porque, al llegar al convento, el cesto se halló lleno de tanto y mejor pan que antes.

Al conde Tomás Barberini le predijo que tendría pronto un heredero, como así sucedió el mismo año; y al cardenal Francisco Barberini le libró de gravísimo peligro, porque, a pesar de cierta prohibición, entró el Beato en el aposento del prelado y, para despedirse, le acompañó el cardenal hasta la puerta de palacio; y no bien habían salido del aposento, se derrumbó el techo del mismo estrepitosamente.

Llegó el Beato a la edad de sesenta y cuatro años. Previendo ya su próximo fin, solía repetir amorosamente: «¡Paraíso, paraíso! ». El 15 de agosto de 1684, le sobrevino una recia calentura. Los médicos esperaban vencerla, pero Buenaventura aseguraba que no sanaría. El 11 de septiembre recibió los santos Sacramentos con admirable devoción, bendijo a los frailes, y fue arrebatado al éxtasis eterno de la vida perdurable.

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11:23 p.m.

Presbítero y Mártir

Martirologio Romano: En la ciudad de Wuchang, de la provincia Hubei, en China, san Juan Gabriel Perboyre, presbítero de la Congregación de la Misión y mártir, que, dedicado a la predicación del Evangelio según costumbre del lugar, durante una persecución sufrió prolongada cárcel, siendo atormentado y, al fin, colgado en una cruz y estrangulado (1840).

Fecha de canonización: Beatificado el 10 de noviembre 1889 por el Papa León XIII, y canonizado por S.S. Juan Pablo II el 2 de junio de 1996.

Breve Biografía


La misión divina de la Iglesia se hace extensiva a toda la tierra y en todos los tiempos, según la frase de Jesús: Id, pues, y enseñad a todas las naciones. «Nuestra religión debe enseñarse en todas las naciones y propagarse incluso entre los chinos, a fin de que conozcan al verdadero Dios y posean la felicidad en el cielo», afirmaba con valentía San Juan Gabriel Perboyre, misionero en la China, ante un mandarín encargado de interrogarlo. Y este último agregó: «¿Qué puedes ganar adorando a tu Dios? - La salvación de mi alma, el cielo al que espero subir después de haber muerto».


El 2 de junio de 1996, con motivo de la canonización de San Juan Gabriel Perboyre, el Papa Juan Pablo II decía de él: «Tenía una única pasión: Cristo y el anuncio de su Evangelio. Y por su fidelidad a esa pasión, también él se halló entre los humillados y los condenados; por eso la Iglesia puede proclamar hoy solemnemente su gloria en el coro de los santos del cielo».

En 1817, a los 15 años de edad, Juan Gabriel ingresa, junto con su hermano mayor Luis, en el seminario menor de Montauban (Francia), dirigido por los Padres Lazaristas, hijos espirituales de San Vicente de Paúl. Allí siente el deseo de consagrarse a las misiones en países paganos. Después de terminar el noviciado en Montauban, lo mandan a París para realizar estudios de teología, y luego es ordenado sacerdote. En 1832, su hermano Luis, que se había embarcado como sacerdote lazarista hacia la misión de la China, muere de unas fiebres durante la travesía. Juan Gabriel anuncia inmediatamente a la familia su deseo de ocupar el sitio que la muerte de su hermano ha dejado vacante.

Pero sus superiores no lo consideran conveniente a causa de su frágil salud, y es nombrado vicedirector del seminario parisino de los Lazaristas. Como activo ayudante de un director de seminario ya mayor, sigue el principio de enseñar más con el ejemplo que con la palabra. Comunica de ese modo a los novicios su amor por Jesús: «Cristo es el gran Maestro de la ciencia. Es el único que da la verdadera luz... Solamente existe una cosa importante: conocer y amar a Jesucristo, pues no sólo es la luz, sino el modelo, el ideal... Así que no basta con conocerle, sino que hay que amarle... Solamente podemos conseguir la salvación mediante la conformidad con Jesucristo». Escribe lo siguiente a uno de sus hermanos: «No olvides que, ante todo, hay que ocuparse de la salvación, siempre y por encima de todo».

Sin embargo, en su corazón guarda el ardiente deseo de partir hacia las misiones; al mostrar a los seminaristas los recuerdos traídos hasta París del martirio de François-Régis Clet, les dice: «He aquí el hábito de un mártir... ¡cuánta felicidad si un día tuviéramos la misma suerte». Y les pide lo siguiente: «Rezad para que mi salud se fortifique y que pueda ir a la China, a fin de predicar a Jesucristo y de morir por Él».

Obtiene finalmente de sus superiores el favor de salir hacia la China, donde llega el 10 de marzo de 1836. Su celo por la salvación de las almas le ayuda a soportar el hambre y la sed para la mayor gloria de Dios. Sea de día o de noche, siempre está dispuesto a acudir donde se solicite su ministerio, de tal forma que las fatigas y las vigilias no cuentan en absoluto. Además, es asaltado por violentas tentaciones de desesperanza, pero Nuestro Señor se le aparece y lo consuela, y el gozo vuelve al alma del apóstol.


Víctima de los sufrimientos

En 1839 se desencadena una persecución contra los cristianos. El 15 de septiembre, el padre Perboyre y su hermano el padre Baldus se hallan en su residencia de Tcha-Yuen-Keou. De repente les avisan de que llega un grupo armado. Los misioneros huyen cada uno por su lado para no caer los dos en manos de los enemigos. Juan Gabriel se esconde en un espeso bosque, pero al día siguiente un desdichado catecúmeno lo traiciona por una recompensa de treinta taeles (moneda china). Los soldados le desgarran las vestiduras, lo visten con harapos, lo amordazan y se van a la posada a celebrar su arresto.

Interrogado por el mandarín de la subprefectura, Juan Gabriel responde con firmeza que es europeo y predicador de la religión de Jesús. Empiezan entonces a torturarlo, pero por temor a que sucumba lo sientan en una banqueta y le atan fuertemente las piernas. Así pasa la noche el piadoso padre, bendiciendo a Jesús por concederle el honor de padecer sus mismos sufrimientos. Trasladado a la prefectura, al cabo de un penosísimo viaje a pie, con grilletes en el cuello, en las manos y en los pies, sufre cuatro interrogatorios. Para obligarlo a hablar, lo ponen de rodillas durante muchas horas sobre cadenas de hierro. A continuación, lo cuelgan de los pulgares y le golpean en la cara cuarenta veces con suelas de cuero para obligarle a renegar de su fe. Pero, reconfortado por la gracia de Dios, lo sufre todo sin quejarse.

Después es trasladado a Ou-Tchang-Fou, ante el virrey, donde debe responder en una veintena de interrogatorios. El virrey quiere obligarlo en vano a caminar sobre un crucifijo. Lo golpean con correas de cuero y con palos de bambú hasta el agotamiento, o bien lo levantan a gran altura con la ayuda de poleas y lo dejan desplomarse hasta el suelo. Pero el alma del piadoso padre permanece unida a Dios. «¿Así que sigues siendo cristiano? - ¡Oh, sí¡ ¡Y me siento feliz por ello!». Finalmente, el virrey lo condena al estrangulamiento; pero como quiera que la sentencia no puede ejecutarse hasta que sea ratificada por el emperador, Juan Gabriel Perboyre sigue en prisión durante algunos meses.

¡Irreconocible!

Ningún cristiano había podido llegar junto a él mientras los mandarines lo torturaban; sin duda se vanagloriaban con la esperanza de que, al privarlo de cualquier ayuda, conseguirían vencer su constancia con mayor facilidad. Pero esa severa consigna es suavizada después del último interrogatorio. Uno de los primeros en poder penetrar en la cárcel es un religioso lazarista chino llamado Yang. ¡Qué desgarrador espectáculo aparece ante su mirada! Enmudece, derrama abundantes lágrimas y apenas consigue dirigir unas palabras al mártir. El padre Juan Gabriel desea confesarse, pero dos oficiales del mandarín que se hallan constantemente a su lado se lo impiden. Ante la petición de un cristiano que acompaña al padre Yang, consienten en apartarse un poco, y el misionero puede entonces confesarse.

Los demás prisioneros, encarcelados a causa de delitos comunes, testigos de la piadosa vida del padre Juan Gabriel, no tardan en apreciarlo; ideas hasta entonces desconocidas se abren paso en sus endurecidas almas. Admiradores de tantas virtudes, proclaman que tiene derecho a todo tipo de respeto. Él, por su parte, se halla completamente feliz en medio de los sufrimientos, porque lo vuelven más conforme con su divino modelo.

« Es todo lo que deseaba »

Por fin, el 11 de septiembre de 1840, después de un año entre grilletes y torturas, es conducido hasta el lugar de la ejecución. Le atan brazos y manos a la barra transversal de una horca en forma de cruz, y le sujetan ambos pies a la parte baja del poste, sin que toquen el suelo. El verdugo le pone en el cuello una especie de collar de cuerda en el que introduce un trozo de bambú. Con calculada lentitud, el verdugo aprieta dos veces la cuerda alrededor del cuello de la víctima. Una tercera torsión más prolongada interrumpe la plegaria continua del mártir, haciéndolo entrar en el inmenso y eterno gozo de la corte celestial. Tiene 38 años. Una cruz luminosa aparece en el cielo, visible hasta Pekín. Ante el asombro de todos, contrariamente a lo que sucede con los rostros de los ajusticiados por estrangulamiento, el de Juan Gabriel está sereno y conserva su color natural.


«El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana» (CIC, 2473). El sacrificio de San Juan Gabriel Perboyre produjo muchos frutos espirituales, muchos de los cuales son visibles: al igual que él, muchos cristianos chinos dieron su vida por Cristo, y la religión cristiana se desarrolló en China hasta requerir la construcción de catorce vicarías apostólicas. Más recientemente, las persecuciones del régimen comunista no han conseguido extinguir la fe.

San Juan Gabriel nos recuerda a nosotros mismos que «Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación» (CIC, 2472). Ese testimonio no siempre conduce al martirio de la sangre, pero supone la aceptación de la cruz de cada día. Empeñémonos en llevarla con amor, con la ayuda de la Santísima Virgen, y alcanzaremos el cielo, arrastrando con nosotros multitud de almas: «Más allá de la cruz, no hay otra escala por la que podamos subir al cielo» (Santa Rosa de Lima). Es la gracia que, en este comienzo de año, pedimos a San José, para Usted y para todos sus seres queridos, vivos y difuntos.

Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval

¡Felicidades a quien lleve este nombre!
 

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11:20 p.m.

Mártires

Martirologio Romano: En Nagasaki, de Japón, beatos Sebastián Kimura, de la Compañía de Jesús, Francisco Morales, de la Orden de Predicadores, presbíteros, y cincuenta compañeros mártires, entre sacerdotes, religiosos, matrimonios, jóvenes, catequistas, viudas y niños, todos los cuales murieron por Cristo, martirizados con crueles tormentos en una colina ante ingente multitud (1622).

Fecha de beatificación: El 7 de mayo del año 1867, el papa Pío IX beatificó a 205 mártires en Japón, hoy recordamos al grupo que recibió la palma del martirio el 10 de septiembre de 1622.

Los cincuenta compañeros que completan este grupo son:

Beato Angel Ferrer Orsucci, presbítero dominico,
Beato Alfonso de Mena, presbítero dominico,
Beato José de San Jacinto de Salvanés, presbítero dominico,
Beato Jacinto Orfanell, presbítero dominico,
Beatos Domingo del Rosario y Alejo, religiosos dominico;
Beato Ricardo de Santa Ana, presbítero de la Orden de Hermanos Menores,
Beato Pedro de Avila, presbítero de la Orden de Hermanos Menores,
Beato Vicente de San José, religioso de la Orden de Hermanos Menores;
Beato Carlos Spínola, presbítero jesuita,
Beato Gonzalo Fusai, religioso jesuita,
Antonio Kiuni, religioso jesuita,
Beato Tomás del Rosario, religioso jesuita,
Beato Tomás Akahoshi, religioso jesuita,
Beato Pedro Sampo, religioso jesuita,
Beato Miguel Shumpo, religioso jesuita,
Beato Luis Kawara, religioso jesuita,
Beato Juan Chugoku, religioso jesuita;
Beato León de Satsuma,
Beato Lucía de Freitas;
Beatos Antonio Sanga, catequista, y Magdalena, cónyuges;
Beatos Antonio Coreano, catequista, y María, cónyuges, con sus hijos Juan y Pedro;
Beatos Pablo Nagaishi y Tecla, cónyuges, con su hijo Pedro;
Beatos Pablo Tanaka y María, cónyuges;
Beatos Domingo Yamada y Clara, cónyuges;
Beatos Isabel Fernández, viuda del beato Domingo Jorge, con su hijo Ignacio;
Beata María, viuda del beato Andrés Tokuan;
Beata Inés, viuda del beato Cosme Takeya;
Beat María, viuda del beato Juan Shoun;
Beata Dominica Ogata,
Beata María Tanaura,
Beatas Apolonia y Catalina, viudas;
Beato Domingo Nakano, hijo del beato Matías Nakano;
Beato Bartolomé Kawano Shichiemon;
Beatos Damián Yamichi Tanda y su hijo Miguel;
Beato Tomás Shichiro,
Beato Rufo Ishimoto;
Beatos Clemente (Bosio) Vom y su hijo Antonio.

Breve Biografía


SEBASTIÁN KIMURA

El beato Sebastián Kimura era descendiente de uno de los primeros convertidos y bautizados en Hirado por san Francesco Javier y pariente de otros dos mártires japoneses, Leonardo y Antonio, quienes también llegarían a ser beatificados.

Kimura nació en Firando en el 1565 en una familia convertida al catolicismo, al ser bautizado recibió el nombre de Sebastián. A partir de los 11 años, se dedicó al servicio de la iglesia de los Jesuitas en la ciudad de Firando, luego fue enviado a Bungo al Seminario Jesuita; cuando contaba ya con 19 años solicitó y consiguió ser admitido en la orden de San Ignacio. Siendo seminarista fue catequista en Meaco y en el distrito del Scimo, luego se trasladó al colegio de Macao en China para estudiar teología.

En el septiembre de 1601, volvió a Japón, y fue ordenado sacerdote en Nagasaki, el primero en ser ordenado en Japón, y pronto se conoció que estaba dotado de una sobresaliente elocuencia.

Cuando arreció la segunda feroz persecución contra los cristianos, el Padre Kimura demostró ser muy hábil para el camuflaje y el disfraz y así evitar ser detectado por los espías, entre sus variados personajes constan los de: soldado, comerciante, campesino, verdulero y médico. De este modo logró penetrar hasta en los lugares más peligrosos de las cárceles para confortar a los futuros mártires.

Al conocerse que estaba siendo investigado, el Padre Provincial de los jesuitas, le exhorta a alejarse lo más pronto posible de Nagasaki, pero fue demasiado tarde, el 30 de junio de 1621, traicionado por una esclava coreana, el padre Kimura fue detenido mientras era huésped en casa del católico Antonio de Corea, con él también fueron aprendidos sus catequistas y encerrados en la prisión de Suzuta, dónde ya estaba como prisionero por cuatro años, padre Carlo Spinola (1564 -1622) y cuatro novicios.

Las condiciones de vida de los prisioneros eran terribles, la cárcel se encontraba sobre una cumbre montañosa, helada y expuesta a todos los vientos, les fue dada una sola manta para todos, como alimento tan sólo un poco de arroz y dos sardinas, apenas lo justo para mantenerlos con vida pero sin saciar el hambre. Las condiciones higiénicas también eran miserables, no podían lavar ni un paño y tampoco contaban con un poco de sol.

El período pasado en esta terrible cárcel, lo vivieron apoyados en la oración, penitencia y en fervorosas charlas espirituales.

Por fin el 9 de septiembre de 1622 llegó el orden de trasladar los prisioneros a Nagasaki al grupo de prisioneros integrado por el padre Kimura, el padre Spinola y otros 22 católicos entre novicios y fieles, quienes ya habían sido condenados a muertas por el gobernador Gourocu. Este grupo fue unido a otros procedentes de cárceles locales y transportados en barcos hasta Nagaic y de allí sobre mulos hasta la cima de las colinas que dominan Nagasaki, dónde ya estaban listos los palos y la leña para quemarlos vivos.

FRANCISCO MORALES

FRANCISCO MORALESNació en Madrid en 1567; ingresó en los dominicos del convento de San Pablo de Valladolid. Estudió en el colegio de San Gregorio de la misma ciudad y cuando ya era sacerdote, enseñó Filosofía.

En 1598 llegó a Manila donde trabajñ durante algunos años como profesor de Teología y predicador de los españoles. Al fundarse la misión dominica de Japón, fue nombrado superior de los religiosos que le acompañaron: los padres beatos Alfonso de Mena, Tomás Hernández, Tomás de Zumárraga y el hermano cooperador fray beato Juan de la Badía. Llegaron a Japón en 1602. Durante 20 trabajó en la misión japonesa de Satzuma donde trabajó muchísimo. En Nagasaki llegó a formar un núcleo activo integrado por varias cofradías y fomentó la ayuda a los misioneros y cristianos encarcelados.

Arrestado en 1619, fue conducido a la pequeña isla de Ikinoshima y luego a la cárcel de Suzuta, en Ômura, desde donde envió cartas y mensajes con el fin de suscitar ayudas. El 10 de Septiembre, murió quemado vivo a fuego lento en la colina de Nishizaka o Nagasaki, junto a algunos compañeros.

ANGEL FERRER ORSUCI

ANGEL FERRER ORSUCIEra natural de Lucca (Italia) y nació en 1575. Era de una familia noble. Ingresó en los dominicos en Lucca, estudió Filosofía y Teología en el convento de La Quercia en Viterbo y recibió la ordenación sacerdotal en 1597. Realizó estudios especiales en Roma y se trasladó a Valencia para terminar sus estudios. Marchó como misionero a Filipinas en 1602 y allí ejerció el ministerio en Cagayán, Nueva Segovia, Bataán y Pangasinán.

En 1618 fue destinado al Japón, donde llegó en compañía del beato padre Juan Martínez Cid de Santo Domingo para suplir el vacío de la muerte del beato padre Alfonso Navarrete. Su actividad no duró más que unos meses. Para evitar el arresto se disfrazó de caballero español y luego buscó refugio en la casa de un cristiano, beato Cosme Taquea, donde se dedicó a estudiar el japonés. Pero fue pronto descubierto y encarcelado en Suzuta, compartiendo prisión con su paisano jesuita beato Carlos Spinola. Durante cuatro años sufrió en la terrible prisión de Ômura fue quemado vivo en Nagasaki.

ALFONSO DE MENA

ALFONSO DE MENANació en Logroño (1578) como su primo hermano beato Alonso Navarrete. Se hizo dominico en el convento de San Esteban de Salamanca en 1594, después de terminar los cursos de Filosofía se fue a las misiones orientales. En 1598 se encontraba en Manila dispuesto a realizar los estudios de Teología. Ordenado sacerdote, atendió pastoralmente a la colonia china de Binondo durante algún tiempo y, en 1602, fue destinado con el beato padre Francisco Morales y otros compañeros a la proyectada misión del Japón. Como hablaba chino, tuvo el privilegio de saludar al shogun Tokugawa Ieyasu y obtener permiso del señor feudal de Satsuma para construir una iglesia en Kyodomari, ampliar su radio de acción y crear comunidades en distintas poblaciones del señorío de Hizen.

No obstante las desavenencias entre los distintos señores feudales cristianos provocó la persecución por parte del shogun. Aunque pudo realizar su labor en la clandestinidad, fue delatado por un espía y sacado de la casa de un cristiano, fue conducido con el padre Morales a la isla de Ikunoshima y luego a la cárcel de Suzuta. Enfermo de gravedad y “soportando paciente y alegremente los dolores”, casi ciego, fue llevado a la hoguera de Nagasaki, donde a fuego lento expiró.

JOSÉ DE SAN JACINTO

JOSÉ DE SAN JACINTONació en Villarejo de Salvanés (Madrid) en 1580. Ingresó en el convento dominico de Santo Domingo de Ocaña (Toledo). Terminó sus estudios y ordenado sacerdote en el convento de San Pedro Mártir de Toledo y se marchó como misionero a Oriente. En 1605 se embarcó para Filipinas, vía Méjico, pero una enfermedad le obligó a permacer en este país durante dos años. Llegó a Manila en 1607, y fue destinado a Japón.

Los tiempos eran difíciles e inició su apostolado en Kyodomari, luego fue enviado a Kyoto, entonces, capital de Japón, donde logró fundar residencia e iglesia, así como en la ciudad de Osaka. Incansable en sus correrias apostólicas superó numerosas dificultades; visió al shogun Tokugawa Dietada. Era vicario provincial de las misiones dominicas en Japón, y hablaba perfectamente  la lengua. Por culpa de cristianos poco ejemplares fue detenido y expulsado a Nagasaki, donde cayó enfermo, pero con ánimo de ayudar a los cristianos de Ômura. Aunque apresado y recluido en la cárcel de Suzuta, siguió exhortando y animando a los cristianos, y murió quemado a fuego lento en Nagasaki.

JACINTO ORFONELL

JACINTO ORFONELLNació en La Jana (Castellón) en 1578, y le bautizaron con el nombre de Pedro. Se tituló en Artes en la universidad de Valencia y estudió Teología en Alcalá de Henares y Lérida. Entró en el convento de Santa Catalina de los dominicos de Barcelona, al morir su padre, donde cambió su nombre por el de Jacinto al profesar; continuó sus estudios de Teología en Tortosa y Valladolid. Enfermó gravemente y al curarse de forma milagrosa, como acción de gracias, se ofreció para las misiones en el Extremo Oriente, y, tras su ordenación sacerdotal, zarpó para Filipinas con destino a la misión de Japón en 1607; el viaje le repercutió en su salud y tuvo que esperar en Méjico casi dos años.

En 1609, embarcó hacia Manila y fue enviado a Satsuma en el Japón. En Kyodomari realizó una eficaz labor misionera, logrando administrar el bautismo al samuray León Saisho Shichizayemon, luego protomártir de Kogoshima. A pesar de la persecución, desde 1613 (el shogun había ordenado la expulsión de los misioneros y condenando a pena de muerte a quienes desobedeciesen), recorrió como misionero itinerante varias provincias como Saga, Nagasaki, Arima, Kumamoto y Oita, vestido de japonés. Estaba en Oita cuando fue detenido y expulsado del Japón.

Embarcó en Nagasaki, pero unos cristianos lo cogieron en altamar y lo devolvieron a tierra. Desde entonces realizó su labor en la clandestinidad. En estas condiciones volvió a recorrer las zonas evangelizadas y, sirviéndose de las asociaciones cristianas y de la Cofradía del Rosario, continuando con eficacia hasta 1621 su gira misionera. En medio de su actividad, pudo desde 1619 ir redactando lo que después sería su valiosa “Historia Eclesiástica de la Cristiandad de Japón”.

Fue detenido en Nagasaki, en casa del beato Matías Mayazemón, junto a toda la familia de Matías, incluídos sus hijos de corta edad y el catequista nativo beato Domingo Tamba; fueron conducidos a la cárcel de Ômura. Allí permaneció durante un año en condiciones infrahumanas hasta el día en que fue quemado vivo junto con 28 cristianos más. Fue el último en morir mientra rezaba: “Jesús, María”. Sus restos fueron calcinados y esparcidos por la bahía de Nagasaki.

RICARDO DE SANTA ANA

RICARDO DE SANTA ANANació en Ham-sur-Heure (Bélgica) el año 1585. Siendo muy niño, en las afueras de su pueblo lo atacó un lobo, y salvó la vida gracias a la intercesión de Santa Ana, Madre de la Virgen María, a la que había invocado la madre del niño. Pronto se trasladó a Bruselas para aprender el oficio de sastre. A los diecinueve años de edad, a raíz de la crisis que le provocó la trágica muerte de un compañero suyo, entró en la Orden Franciscana en el convento recoleto de Nivelles, provincia del Brabante valón. Cumplido el año de noviciado, profesó la Regla de San Francisco como religioso laico el 13 de abril de 1605, cambiándose el nombre de Lamberto por el de Ricardo.

Estando en Roma, adonde lo habían enviado los superiores para hacer algunas gestiones, conoció en el convento de Aracoeli a Fr. Juan Pobre de Zamora, y, al oír el relato de los frailes que habían sido martirizados en Japón, se entusiasmó y pidió licencia para unirse también él al grupo de frailes destinados a las misiones de Oriente. Acompañó a Fr. Juan en su regreso a España, donde se afilió a la Provincia descalza de San José como el medio más a propósito para pasar a las Filipinas. En 1607 salió de España y, después de una larga permanencia en México, llegó a Manila en 1609 ó 1611. Poco después, el P. Provincial, viendo el talento de Fr. Ricardo y sabiendo que ya había hecho algunos estudios, le mandó que completara la carrera eclesiástica. No sabemos con seguridad si la ordenación sacerdotal la recibió en Filipinas o en México.

Ya sacerdote, hizo su primera entrada en Japón el año 1613. Pero en diciembre del mismo año, el ex-shogun Ieyasu dio un decreto por el que desterraba del imperio a todos los misioneros, decreto que empezó a ponerse en práctica en febrero de 1614. La mayor parte de los religiosos y algunos cristianos japoneses significados embarcaron unos para Macao y otros para Manila, y entre éstos últimos iba Fr. Ricardo. En la capital filipina, habida cuenta de sus virtudes y de sus condiciones personales, lo nombraron sacristán del convento de San Francisco y luego confesor y maestro de novicios.

En 1617 volvió a Japón para atender y confortar desde la clandestinidad a los cristianos. Sufrió lo indecible por la estricta y cruel persecución de que eran objeto los misioneros, que tenían que buscar refugio en montes, bosques, cavernas, hornos o espacios angostos de las casas donde nadie pudiera encontrarlos, sabiendo que quienes los acogían se exponían a su vez a perder sus bienes y hasta la propia vida. Además, tenían que cuidarse mucho de los cristianos renegados. Y precisamente, uno de éstos, a los que prestaba particular atención con el fin de reintegrarlos en la Iglesia, lo denunció a las autoridades, las cuales lo encontraron, gravemente enfermo, en casa de la beata Lucía Freitas el día 4 de noviembre de 1621 y lo llevaron a la cárcel de Nagasaki, donde coincidió con Fr. Pedro de Ávila y Fr. Vicente de San José entre otros. Al mes siguiente los trasladaron a la no menos nauseabunda cárcel de Omura, donde se encontraron con muchos compañeros de su Religión, entre ellos el beato Apolinar Franco, y de otras Órdenes. En medio de las penalidades de todo género que tenían que soportar, los frailes se ayudaban y confortaban unos a otros y trataban de llevar una vida lo más semejante posible a la de cualquiera de sus conventos.

El 27 de agosto de 1622 entró en la cárcel uno de los gobernadores de Omura para cerciorarse del número y nombre de los presos, después de lo cual mandó redoblar los centinelas; era un mal presagio para las víctimas. Y el 9 de septiembre siguiente fueron a la misma cárcel varios jueces para intentar una vez más que los prisioneros abjuraran de su fe; pero no hicieron mella en los misioneros ni los halagos ni la suerte que habían corrido días antes los beatos Luis Flores y Pedro de Zúñiga, por lo que, viéndoles cada vea más firmes en su fidelidad a Cristo, determinaron ya quiénes habían de ser sacrificados en Nagasaki y quiénes en Omura. Cuando les notificaron la sentencia que los condenaba a morir en el reino en que habían sido detenidos, los misioneros redoblaron la ayuda mutua y las alabanzas y acción de gracias al Señor, aunque tristes porque los iban a separar a la hora del sacrificio. Mientras llegaba la hora suprema, se exhortaban y se confesaban unos a otros.

PEDRO DE ÁVILA

Nació en la Palomera de Ávila, cerca de Ávila (España), el año 1592, y de joven vistió el hábito franciscano en la Provincia descalza de San José. Ordenado de sacerdote, se dedicó a la predicación, la dirección espiritual y las obras de caridad. En una expedición misionera, organizada por el beato Luis Sotelo, marchó a Filipinas en 1617 y a Japón en 1619. El 17 de diciembre de 1620 fue detenido, y sufrió crueles tormentos en diversas cárceles, sin más consuelo que la compañía de otros hermanos, hasta su martirio.

CARLOS SPINOLA

CARLOS SPINOLACarlos Spinola, hijo de Octavio, conde de Tessarolo, nació en 1564, no se sabe bien si en Génova o en Praga, en donde su padre estaba al servicio de Rodolfo II de Asburgo. Pasó su juventud con su tío Felipe obispo de Nola, impregnándose en los estudios clásicos y en la práctica del arte caballeresca.

A los 20 años, enterado del martirio del jesuita Rodolfo Acquaviva en la India, entró en una crisis de identidad, que lo llevó a entrar en la Compañía de Jesús (21 de diciembre de 1584). Hizo el noviciado en Nápoles, en Lecce, bajo la guía de San Bernardino Realino, teniendo de compañero de estudio a San Luis Gonzaga. Terminados los estudios de filosofía y teología fue ordenado sacerdote en Milán, en 1594.

Dos años después, en 1596, pese a la contrariedad de su familia, solicitó ir a ejercer su ministerio en la Misión de Japón, partió el 10 de abril, durante el viaje, una tempestad lo llevó a las costas del Brasil y después fue tomado prisionero por los ingleses que lo llevaron a Inglaterra.

Una vez en libertad, volvió a Lisboa, y partió hacia el Japón con un compañero, Angelo de Angelis. Llegó a Nagasaki nel 1602 después de un viaje durante el que fue atormentado por una grave enfermedad que lo golpeó después de tocar los puertos de Goa y Macao. Durante once años, llevó a cabo un intenso apostolado en las regiones de Arie y Meaco, constituyendo una eficaz escuela de catecismo y convirtiendo cerca de cincuenta mil japoneses.

Fue nombrado procurador del la provincia jesuítica y en 1611, vicario del padre Provincial Valentino Carvalho. Al estallar la persecución contra los cristianos de 1614, tuvo que vivir en la clandestinidad bajo un nombre falso, sin acatar la orden de expulsión y cambiando continuamente de domicilio para no ser descubierto. Ejercía su ministerio sacerdotal durante la noche, en las casas de los cristianos, , confesando, enseñando y celebrando Misa; finalmente fue sorprendido el 14 de diciembre de 1618, junto con el catequista Giovanni Kingocu y otro cristiano, Ambrosio Fernandez, en la casa de Domingo Jorge, que morirá mártir un año después, mientras su mujer Isabel y su hijo Ignasio, fueron arrestados y llevados prisionerso junto con el padre Carlo Spinola y los otros.

Después de cuatro larguísimos años en prisión, en condiciones infrahumanas, durante los cuales, a pesar de las varias enfermedades que lo aquejaban, el padre Spinola fue el continuo sostén de sus compañeros de prisión.

A principios de septiembre de 1622, por orden del gobernador Gonrocu, fue conducido a Nagasaki, junto con otros 23 compañeros de prisión; a algunos se los decapitó, y a otros, entre los cuales se hallaba Carlos Spinola fueron quemado a fuego lento. A causa de su debilidad, fue uno de los primeros en morir.

VICENTE (RAMÍREZ) DE SAN JOSÉ

Nació en Ayamonte, provincia de Huelva en España, el año 1597. Emigró pronto a México, y a los 18 años de edad vistió el hábito franciscano, como hermano lego, en el convento de Santa Bárbara de la Puebla de los Ángeles, perteneciente a la Provincia de San Diego de México, y profesó el día 18 de octubre de 1616. En 1618 pasó a las islas Filipinas, y al año siguiente a Japón, donde fue detenido y luego compartió con el beato Pedro y otros frailes cárceles, y el martirio el 10 de septiembre de 1622. Era un religioso humilde, ordenado, trabajador y muy agradable a todos.

LEÓN DE SATSUMA

Japonés de nacimiento, era natural de un pueblo del reino de Saziuma. Pertenecía a la Tercera Orden Franciscana y era clérigo minorista. Fue siempre dóxico o catequista y colaborador del beato Ricardo de Santa Ana, al que prestó una gran ayuda. Era hombre sensato y capaz, sin dobleces y muy sufrido, y que a todos edificaba con su comportamiento. Cuando prendieron al beato Ricardo y a la beata Lucía Freitas, no estaba él en la casa, porque había ido a catequizar en la fe a algunos que querían ser cristianos. Al enterarse de lo sucedido, grande fue el disgusto de León, que fue a los alguaciles y les dijo: pues habéis prendido a mi maestro y padre, prendedme a mí también, que soy su compañero y dóxico, que si él tiene culpa, también yo la tengo, pues la misma fe y ley profeso, y también predico yo como él. Habiendo repetido esto y otras cosas parecidas, fue detenido por los alguaciles y puesto en prisión con el beato Ricardo, lo que ellos, con gran consuelo de ambos, celebraron cantando el Te Deum laudamus. Muy enfermo estaba el P. Ricardo, pero no le faltaban fuerzas para ejercitarse en las divinas alabanzas, ni paciencia para llevar en tan cruel prisión una gran enfermedad sin regalo alguno ni medicinas, antes hambre y toda clase de privaciones.

LUCÍA DE FREITAS

LUCÍA DE FREITASLucía de Freitas o Fletes nació en Nagasaki en 1542 de familia noble, y contrajo matrimonio con el rico comerciante portugués Felipe de Fletes. De ella dice el P. Diego de San Francisco, misionero de Japón en aquel tiempo: El Señor la había dotado de muchas virtudes y devoción, y particularmente lucieron en ella la hospitalidad y el deseo del martirio. Profesó en la Tercera Orden de San Francisco. Su casa fue siempre una hospedería de todos los religiosos y ministros del Evangelio, que iban allí a esconderse de las persecuciones, a pedir de comer y otras cosas necesarias para el sustento y vestido, y a curarse de sus enfermedades, como si fuera la madre de los sacerdotes, y así la llamábamos todos, madre. Era como para alabar a Dios ver la alegría y caridad con que acudía en ayuda de los perseguidos sacerdotes del Altísimo, lo que no molestaba a su marido que era un gran cristiano. Era una mujer muy varonil, espiritual y fervorosa. Cuando supo que un débil cristiano había abjurado de su fe en presencia del Teniente del Gonrrocu, fue a la casa de éste y, en presencia del mismo y de mucha gente, llena de espíritu y de celo de Dios, reprochó con vehemencia al renegado lo que había hecho, y lo invitó cordialmente a arrepentirse y volver a Dios. El Teniente del Gobernador y sus acompañantes, oyendo las razones de Lucía, se turbaron, y ardiendo de ira al ver la osadía tan varonil de una mujer, le dijeron: ¿Cómo te has atrevido a hablar tales cosas con tan poco respeto del Teniente y de los que con él estamos?, ¿no temes el castigo que te podemos dar por tan grande atrevimiento? Pero ella respondió sin turbación alguna: Sólo temo al Dios del cielo..., a vosotros no os temo ni temo vuestros tormentos, que bien sé que, tarde o temprano, he de morir a vuestras manos por la confesión de la fe, y eso es lo que busco y deseo. El Teniente no quiso mandar que la detuvieran, sólo dijo que la dejasen como a loca, y la echaron de allí.

Cuando el 4 de noviembre de 1621 detuvieron al P. Ricardo en casa de Lucía, ésta quedó confinada en su casa como cárcel, le pusieron guardas y le confiscaron sus bienes. No tardaron en encerrarla en la cárcel de Nagasaki. El 10 de septiembre de 1622, cuando ya estaban en el lugar del martirio los presos procedentes de la cárcel de Omura, llegó allí el grupo de los encarcelados en Nagasaki, capitaneados por la beata Lucía de Freitas, que vestía el hábito de la Tercera Orden Franciscana y traía en sus manos un crucifijo. Iba predicando y animando por el camino a todos los demás, particularmente a las mujeres, con tanto espíritu y fervor como pudiera hacerlo un predicador. Los ministros de justicia y los verdugos, no pudiendo sufrir la actitud de Lucía, le quitaron el crucifijo de las manos y le arrancaron el hábito de la Orden de San Francisco, pero ella continuó exhortando a todos, alabando a Dios y entonando el Magníficat, por lo que le dieron bofetadas, golpes y malas tratos hasta llegar al brasero en que iba a ser quemada. Así, en el grupo que llegó de Omura fue Pedro de Ávila el predicador, y en el grupo procedente de Nagasaki lo fue lucía de Freitas, y en semejante ministerio permanecieron durante el martirio dando muestras de gran entereza humana y de firmeza en la fe.

INÉS TAKEYA

Era esposa del beato Cosme Taquea, y madre del joven Francisco Takeya, también mártir. Cofrade del Santo Rosario. En 1619, fue detenida junto a su marido cuando en su casa fueron descubiertos los religiosos Ángel Ferrer Orsucci y Antonio de Santo Domingo, que recibía clase de japonés en la casa.

Conducidos a la terrible cárcel de Ômura; aquí se quedó viuda cuando martirizaron a su marido, pero ella permaneció firme en la fe a pesar de que podía obtener su salvación y la de su hijo. Murió decapitada en Nagasaki.

EL MARTIRIO

Este martirio llamado el “Martirio grande”, fue porque las autoridades japonesas quisieron dar un escarmiento a los misioneros como a los catequistas que les ayudaban en la evangelización y al mismo tiempo atemorizar a los cristianos para que dejase de hospedar, ocultar y proveer de víveres a los misioneros proscritos. Se organizó una ejecución de 52 cristianos, religiosos y seglares, en la colina de Nagasaki.

El suplicio de la hoguera lo recibieron 22 de ellos, mientras que los otros 30 fueron decapitados, era el 10 de septiembre de 1622. El padre Kimura y el padre Carlo Spinola estuvan entre aquellos quemados en la hoguera; para hacer más largo el tormento la leña fue arreglada formando un amplio círculo.

A la bárbara ejecución, que duró tres horas, asistió una inmensa muchedumbre esparcida sobre los cerros y sobre barcos en el mar; el padre Sebastián Kimura, primer sacerdote del Japón, fue el último del grupo en morir, después de habar permanecido inmóvil por tres horas, atado con los brazos en cruz, sin que el fuego lo haya alcanzado.

BIBLIOGRAFÍA: www.santiebeati.it
www.franciscanos.org
hagiopedia.blogspot.com
Vidas de los santos - Alban Butler

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11:20 p.m.

Emperatriz

Martirologio Romano: En Constantinopla, santa Pulqueria, defensora y promotora de la ortodoxia de la fe (453).

Breve Biografía


Como un indicio del papel importantísimo que desempeñaron en los asuntos religiosos y eclesiásticos los emperadores romano-bizantinos y de la influencia de las mujeres en la corte imperial (una influencia no siempre benéfica), recordemos que los Padres del famoso Concilio de Calcedonia, que hizo época, aclamaron a la emperatriz Pulquería, como "guardiana de la fe, pacificadora, pía, creyente y una segunda Santa Elena." Estos títulos no eran simples galanterías de los obispos orientales, sino signo de que éstos sabían por experiencia la importancia de conservar la buena voluntad del soberano imperial y de su corte.

Pulqueria era la nieta de Teodosio el Grande y la hija del emperador Arcadio, el que murió en el año 408. La princesa nació en el año 399. Tuvo tres hermanas: Flacilla, que era la mayor, murió muy joven; Arcadia y Marina eran menores que Pulqueria. El emperador dejó un hijo, Teodosio II, que era tímido, bueno y devoto, incapaz para manejar los asuntos públicos y sin la energía suficiente para la posición que ocupaba. A Teodosio le interesaba más escribir o pintar que el arte de gobernar, y sus allegados le daban el sobrenombre de "calígrafo." En el año de 414, Pulqueria, que sólo tenía la edad de quince años, en nombre de su joven hermano, fue declarada augusta, participante con Teodosio en el gobierno del imperio y encargada también del cuidado y educación del príncipe.

Bajo el gobierno de Pulqueria, la corte mejoró mucho de lo que había sido en tiempos de su madre, quien despertó la justa cólera de San Juan Crisóstomo. Al convertirse en augusta, Pulqueria hizo un voto de perpetua virginidad e indujo a sus hermanas a hacer lo propio. Probablemente, los motivos de aquella decisión no fueron religiosos, ni en parte, ni completamente. Era una mujer de negocios que veía las cosas tal como eran y no quería que el hombre se casara con ella o con alguna de sus hermanas llegara a meterse en los asuntos de la administración política o hiciera el intento de arrebatar el trono a su hermana. Pero tampoco se puede decir que el voto estuviese desprovisto de cierto sentido religioso, puesto que la soberana había citado a Dios como testigo y no era de las que toman el nombre de Dios en vano, y Pulqueria mantuvo su juramento, aun después de haberse casado, de hecho. De todas maneras, resulta exagerado representar a la corte de aquel tiempo como una especie de monasterio: el espectáculo de las jóvenes princesas dedicadas la mayor parte del tiempo a hilar, bordar y a los ejercicios de devoción en la iglesia no tenía nada de extraordinario y, si Pulqueria impedía a los hombres el acceso a sus departamentos y a los de sus hermanas, era por una medida de elemental prudencia, en vista de que las lenguas de la corte andaban muy sueltas, y los oficiales bizantinos no se distinguían por su buena conducta.

Tenemos la impresión de que era una familia muy unida y muy trabajadora, cuya primordial preocupación era el cuidado y la educación de Teodosio. Por desgracia, como sucede a menudo con las gentes muy inteligentes y capaces, Pulqueria estaba segura de bastarse a sí misma y (tal vez sin intención al principio) aprovechó la ventaja de la falta de interés de su hermano por los asuntos públicos para educarlo como un virtuoso caballerito y un joven estudioso, pero no un gobernante. Como se ha escrito irónicamente: "Su incapacidad para la administración era tan marcada, que apenas si se le puede acusar de haber aumentado los infortunios de su reino por sus propios actos." Si de los infortunios podía culparse a Teodosio, las buenas fortunas podrían achacarse a la prudencia y el buen gobierno de Pulqueria. El carácter resuelto de ésta y la tímida indiferencia de su hermano, se ponen de manifiesto en un suceso que ocurrió cuando Pulqueria, para poner a prueba a Teodosio, le presentó un decreto para la sentencia de muerte contra sí misma. El joven lo firmó precipitadamente, sin haberlo leído.

Cuando Teodosio llegó a la edad de contraer matrimonio, Pulqueria volvió a tomar en consideración las complicaciones políticas y, debemos admitirlo, también la salvaguardia de sus propios intereses y su ascendencia que, en las circunstancias, eran para el bien y el progreso del estado; eligió para él a Atenaís, la más bella, muy acaudalada y muy encumbrada hija de un filósofo de Atenas que aún era pagano. [La versión de que Atenaís fue enviada a Constantinopla para buscar fortuna, ilustra de manera interesante un aspecto de las costumbres en la sociedad greco-romana de la época. Estaría fuera de lugar relatar aquí esa historia, por eso recomendamos ver el resumen que hace Finlay en "Greece under the Romans", cap. II, sección XI].

Teodosio aceptó de buen grado a la joven, y ella no tuvo ningún reparo en hacerse cristiana, de modo que, en el año 421, se casaron. Dos años más tarde, Teodosio declaró augusta a su esposa Atenaís o Eudoquia, como se le había puesto en el bautismo. Era inevitable que la augusta Eudoquia, tarde o temprano, intentase menguar los poderes de su cuñada, la augusta Pulqueria. A su debido tiempo, la ambiciosa hija del filósofo ejerció todas sus artes femeniles sobre su débil y pusilánime esposo, hasta que consiguió que desterrara a Pulqueria en Hebdomon. El exilio duró algunos años. Podemos creer sin reparos, como dice Alban Butler, que Santa Pulqueria "consideró el castigo de su exilio como un favor del cielo y consagró todo su tiempo a Dios en la plegaria y al prójimo en las buenas obras. Nunca se quejó por la ingratitud de su hermano, ni por las inicuas intrigas de la emperatriz que todo se lo debía, ni por las injusticias de sus ministros".

Sin duda, que habría estado contenía "con olvidarse del mundo y con que el mundo se olvidara de ella", pero no podía pasar por alto que tenía muchas y muy graves responsabilidades en aquella gran parte del mundo cuya capital era Constantinopla. Durante algún tiempo las cosas marcharon bastante bien, hasta que más o menos por el año de 441, se produjo la caída de Eudoquia. Se la había acusado, tal vez injustamente, de haber sido infiel al emperador con un apuesto aunque gotoso oficial llamado Paulino, [Ver a Finlay en la obra "Greece under the Romans", para la fabulosa historia de la manzana de Frigia], y fue desterrada a Jerusalén, oculta bajo el disfraz de un peregrino. Ya nunca regresó.

En la corte hubo una reorganización general de las oficinas de gobierno y lodos los puestos cambiaron de mano; a Pulqueria se le llamó del exilio, pero no para darle su antiguo cargo de supremo gobierno, ya que la jefatura estaba ocupada ahora por Crisafio, un antiguo partidario y admirador de Eudoquia. Bajo la administración de aquel hombre, el imperio de oriente fue de mal en peor durante diez años.

Por las presiones de Crisafio y sin ninguna consideración por la firmeza de las ideas teológicas, ya que anteriormente había favorecido a Nestorio, el emperador Teodosio brindó su apoyo incondicional a Eutiques y a la herejía monofisita. En el año de 449, el Papa San León Magno apeló a Santa Pulquería y al emperador para que rechazaran y combatieran el monofisismo; como respuesta, Teodosio aprobó las actas del "infame Sínodo" de Efeso y expulsó a San Flaviano de la sede de Constantinopla. Pulquería se mantenía firme en la ortodoxia, pero su influencia sobre su hermano se había debilitado. El Papa escribió de nuevo; Hilario, el archidiácono de Roma, escribió también; dejaron oír sus protestas y sus consejos Valentiniano III, el emperador de occidente, su esposa Eudosia, la hija de Teodosio y Gala Plácida, su madre... y, de repente, en medio de aquella lluvia de apelaciones, murió el emperador Teodosio, como consecuencia de los golpes que recibió al caer del caballo durante una partida de caza.

Santa Pulqueria, que por entonces tenía cincuenta y un años, instaló en el trono imperial a un general veterano de humilde origen, siete años mayor que ella. Llevaba el nombre de Marciano; era natural de Tracia y viudo. Pulqueria juzgó prudente y muy ventajoso para el estado y para la estabilidad del trono, contraer matrimonio con Marciano y así se lo propuso, con la única condición de que ella quedase en libertad para mantener su voto de virginidad. El general veterano aceptó y ambos gobernaron juntos como dos buenos amigos siempre de acuerdo en sus puntos de vista y sus sentimientos, encaminados al progreso de la religión y el aumento del bienestar público.

Los emperadores dieron una calurosa bienvenida a los delegados que envió el Papa León a Constantinopla, y su celo en favor de la fe católica les valió las más cálidas felicitaciones y encomios por parte de aquel Pontífice y del Concilio de Calcedonia que, convocado en 451 bajo el patrocinio de los emperadores, condenó a la herejía monofisita. Pulqueria y Marciano hicieron todo lo que estaba a su alcance para que los decretos de aquella asamblea quedaran establecidos en todo el imperio de oriente, pero fracasaron lamentablemente en Egipto y en Siria.

La propia emperatriz Santa Pulqueria escribió a un monje y a una abadesa de un convento de monjas de Palestina, con el propósito de convencerlos de que el Concilio de Calcedonia no había propiciado, como se afirmaba, una reavivación del nestorianismo, sino que condenó aquel error juntamente con las opuestas ideas herejes de Eutiques. Por dos veces con anterioridad, en 414 y 443, Pulqueria había perdonado el pago de impuestos atrasados que abarcaban un período de sesenta años, y tanto ella como su esposo procuraron contentar a su pueblo con bajos impuestos y los menores gastos de guerra que fueran posibles. El admirable espíritu con que desempeñaron sus deberes de gobernantes, se traduce en el lema de Marciano: "Nuestra obligación de soberanos es cuidar de la raza humana." Por desgracia, la magnífica sociedad no duró más de tres años, porque en el mes de julio del 453 murió Santa Pulquería.

Aquella gran emperatriz construyó muchas iglesias, tres de ellas en honor de la Madre de Dios: la de Blakhernae, la de Khalkopratia y la de Hodegetria, que figuraron entre las más famosas iglesias marianas de la cristiandad. En la última de las iglesias mencionadas la emperatriz instaló la famosísima pintura de la Virgen María que había sido traída de Jerusalén y que se atribuye al Evangelista San Lucas.

Pulqueria y Teodosio fueron los primeros emperadores de Constantinopla con inclinaciones griegas más que latinas; ella propicio el establecimiento de la universidad donde se enseñaba la lengua griega y había cursos sobre literatura y filosofía de Grecia; fue ella quien redactó las reglas y principios sobre las obligaciones y necesidades de los gobernantes, reunidos en el llamado Código de Teodosio. Si tomamos en consideración los actos y virtudes de la emperatriz, admitiremos que los elogios de San Próculo en su panegírico del Papa San León y de los padres del Concilio de Calcedonia, no eran meros cumplidos, sino alabanzas que ella merecía. El Martirologio Romano menciona a Santa Pulqueria en la fecha de hoy; su nombre fue inscrito por el cardenal Baronio; su fiesta se celebra entre los griegos, aunque en una época su culto se extendió por el occidente y su fiesta se observaba, por ejemplo, en todo Portugal y en el reino de Nápoles.

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

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