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A los cuatro años había sido prometida en matrimonio, se casó a los catorce, fue madre a los quince y enviudó a los veinte. Isabel, princesa de Hungría y duquesa de Turingia, concluyó su vida terrena a los 24 años de edad, el I de noviembre de 1231. Cuatro años después el Papa Gregorio IX la elevaba a los altares. Vistas así, a vuelo de pájaro, las etapas de su vida parecen una fábula, pero si miramos más allá, descubrimos en esta santa las auténticas maravillas de la gracia y de las virtudes.


Su padre, el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, la había prometido por esposa a Luis, hijo de los duques de Turingia, cuando sólo tenia 11 años. A pesar de que el matrimonio fue arreglado por los padres, fue un matrimonio vivido en el amor y una feliz conjunción entre la ascética cristiana y la felicidad humana, entre la diadema real y la aureola de santidad. La joven duquesa, con su austeridad característica, despertando el enojo de la suegra y de la cuñada al no querer acudir a la Iglesia adornada con los preciosos collares de su rango: “¿Cómo podría—dijo cándidamente—llevar una corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?”. Sólo su esposo, tiernamente enamorado de ella, quiso demostrarse digno de una criatura tan bella en el rostro y en el alma y tomó por lema en su escudo, tres palabras que expresaron de modo concreto el programa de su vida pública: “Piedad, Pureza, Justicia”.


Juntos crecieron en la recíproca donación, animados y apoyados por la convicción de que su amor y la felicidad que resultaba de él eran un don sacramental: “Si yo amo tanto a una criatura mortal—le confiaba la joven duquesa a una de sus sirvientes y amiga—, ¿cómo debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?”.


A los quince años Isabel tuvo a su primogénito, a los 17 una niña y a los 20 otra niña, cuando apenas hacía tres semanas había perdido a su esposo, muerto en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Cuando quedó viuda, estallaron las animosidades reprimidas de sus cuñados que no soportaban su generosidad para con los pobres. Privada también de sus hijos, fue expulsada del castillo de Wartemburg. A partir de entonces pudo vivir totalmente el ideal franciscano de pobreza en la Tercera Orden, para dedicarse, en total obediencia a las directrices de un rígido e intransigente confesor, a las actividades asistenciales hasta su muerte, en 1231.


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Santa Isabél de Hungría de Jesús Martí Ballester


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No se sabe el lugar de nacimiento de Hilda, pero de acuerdo a Beda el Venerable fue en el año 614. Ella fue la segunda hija de Hereric, sobrino de Edwin de Northumbria, y su esposa Breguswita. Su hermana mayor, Hereswita, se casó con Ethelric, hermano del rey Anna de Anglia Oriental. Cuando era apenas una bebe su padre fue envenenado mientras pasaba su exilio en la corte del rey de Elmet (en lo que hoy en día es West Yorkshire). Se asume que ella creció en la corte de Ediwn en Northumbria.

En 627 el rey Edwin de Northumbria fue bautizado durante la Pascua junto a toda su corte, la cual incluía a Hilda, en una pequeña capilla de madera construida especialmente para la ocasión, cerca de lo que hoy en día es la Catedral de York Minster.


La ceremonia fue oficiada por el monje-obispo Paulinus, quien había venido desde Roma junto a San Agustín de Canterbury. Luego acompaño a Ethelburga, una princesa cristiana, cuando ella regreso a Kent para casarse con Edwin.


Hilda como monja

No se sabe dónde fue que Hilda empezó su vida como monja, excepto que fue al norte de las orillas del río Wear. Aquí, con unos cuantos compañeros aprendieron las tradiciones del monasticismo del Cristianismo Celta el cual San Aidan había traído desde Iona. Después de un año San Aidan nombró a Hilda como la segunda Abadesa de Hartlepool. No quedan rastros de esta abadía pero el cementerio monástico se ha encontrado cerca de la presente Iglesia de Santa Hilda.


En 657 Hilda fundo un nuevo monasterio en Whitby (en ese entonces conocida como Streonshalh), donde permaneció el resto de su vida hasta su muerte en 680.


Vida monástica en Whitby

En el acantilado oriental de Whitby se levantan las impresionantes ruinas de un abadía benedictina del siglo XII. Este, sin embargo, no fue el edificio que Hilda conoció. Evidencia arqueológica muestra que el monasterio era en estilo celta con sus miembros viviendo en pequeñas casas para dos o tres personas. La tradición de monasterios dobles, como los de Hartlepool y Whitby, era para que hombres y mujeres vivieran separadamente pero que pudieran rezar juntos en misa.


No se sabe donde exactamente la iglesia monástica de Hilda se levantó, tampoco sabemos cuantos monjes y monjas vivían en Whitby. Lo que Beda nos cuenta es que las ideas originales de monasticismo eran estrictamente seguidas en la abadía de Hilda. Todas las propiedades y bienes eran de propiedad común, los valores cristianos eran ejercidos, especialmente paz y caridad, todos tenían que estudiar la Biblia y hacer obras de caridad.


Cinco hombres del monasterio se convirtieron en obispos y uno fue venerado como santo, San Juan de Beverley.


La Reina Eanfleda de Deira, y su hija Alfleda se convirtieron en monjas y juntas fueron abadesas de Whitby después de la muerte de Hilda.


Carácter de Santa Hilda

Beda describe a Hilda como una mujer de gran energía quien era una audaz y eficaz administradora y maestra. Ella se ganó una reputación de sabiduría, que incluso reyes, príncipes y obispos buscaban su ayuda, pero también se preocupaba por la gente ordinaria como Caedmon, un pastor y bardo religioso. Aunque Hilda tenía un carácter fuerte ella también inspiraba afecto. Beda dijo "Todos aquellos que la conocían la llamaban madre por su gran devoción y gracia".


Muerte de Santa Hilda

Hilda sufrió de una fiebre los últimos seis años de su vida, pero continuó trabajando hasta su muerte el 17 de noviembre, de 680, en lo que entonces era una edad muy avanzada de sesenta y seis. En su último año ella fundo otro monasterio, a 14 millas de Whitby, en Hackness. Ella murió después de recibir el viaticum, y según la leyenda, en el momento de su muerte las campanas del monasterio en Hackness sonaron.



Etimológicamente significa “ ayuda de Dios”. Viene de la lengua hebrea.

Nació en el seno de una familia pagana en Georgia, al lado del monte Cáucaso.

Apenas cumplió la edad necesaria, salió de casa para irse a Constantinopla, centro cultural y religioso de aquellos tiempos.


Fue en esta gran ciudad en donde abrazó la fe cristiana. Y lo hizo en uno de los monasterios más fervorosos de cuantos visitó por aquellos sitios.


Eran los años en los que se había desencadenado una guerra terrible contra las imágenes. Provenía esta contienda de los iconoclastas, es decir, de gente que no podía ver las imágenes.


De ordinario, uno de los trabajos a los que acostumbraban a dedicarse los monjes, era la pintura de imágenes. No daban abasto para restituir las imágenes que destrozaban en los templos.


Los mismos emperadores publicaban edictos en los que condenaban la pintura de imágenes del Señor y de la Virgen o de los santos.


Los monjes seguían pintando sin hacer caso a los edictos. Lázaro era un buen monje y un mejor pintor.

De hecho, Teófilo, sucedió en el trono a su padre Miguel, año 829. Volvió a promulgar un edicto condenando a pena de muerte a quien pintara imágenes.


Se enteró de que Lázaro pintaba muchas y bien. Entonces lo mandó prender. Le dieron tal paliza que lo dieron por muerto.


La emperatriz Teodora, que era cristiana, fue a ver a Lázaro con



la intención de esconderlo en la iglesia de san Juan.

Aquí se restableció de la paliza y comenzó a pintar de nuevo, empezando por la figura del Precursor de Jesús.


Cuando Teófilo murió, la emperatriz y su hijo Miguel III restablecieron el culto a las imágenes. Dados los méritos de Lázaro, lo enviaron a Roma como embajador. Murió en esta ciudad en el año 855.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!


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El más conocido de los obispos de la antigua diócesis de Tours, después de san Martín, fue Jorge Florencio, quien más tarde tomó el nombre de Gregorio.

Nació el año 538, en Clermont-Ferrand. Pertenecía a una distinguida familia de Auvernia, pues era biznieto de san Gregorio de Langres y sobrino de san Galo de Clermont, a cuyo cuidado se le confió cuando quedó huérfano de padre.


Galo murió cuando Gregorio tenía diecisiete años. El joven salió con bien de una peligrosa enfermedad y decidió consagrarse al servicio de Dios. Desde entonces, empezó a estudiar la Sagrada Escritura bajo la dirección de san Avito I, en Clermont, donde recibió la ordenación sacerdotal.


El año 573, por deseo del rey Sigeberto I y de todo el pueblo de Tours, fue elegido para suceder en el gobierno de la sede a san Eufronio.


Era aquella una época muy turbulenta en toda la Galia y particularmente en Tours. Al cabo de tres años de guerra, a partir de la elección de san Gregorio, la ciudad cayó en manos del rey Chilperico, quien no tenía ninguna simpatía por el obispo, de manera que éste debió enfrentarse a un enemigo poderoso.


En abierta oposición al mandato de la madrastra de Meroveo -hijo de Chilperico- san Gregorio le dio asilo en el santuario y, además, tuvo el valor de apoyar a san Pretextato de Rouen, a quien Chilperico convocó a juicio por haber bendecido el matrimonio de Meroveo con Brunilda, su tía política. Poco después, Gregorio intervino en la confiscación de las tierras del condado de Tours, que estaban en posesión de un hombre indigno llamado Leudastio. Éste le acusó de deslealtad política ante el rey, y de haber calumniado a la reina Fredegunda. San Gregorio compareció ante un concilio, pero la sinceridad con que juró que era inocente y la dignidad de su conducta, movieron a los obispos a ponerle en libertad y a castigar a Leudastio por su falso testimonio.


Chilperico, como tantos otros monarcas de su tiempo, se creía teólogo. En este punto, san Gregorio tuvo también conflictos con él, porque no podía disimular que Chilperico era un mal teólogo y que la forma como expresaba sus ideas era aún peor. Chilperico murió el año 584. Tours cayó primero en manos de Guntramo de Borgoña y después en las de Childeberto II; ambos soberanos trataron amistosamente a Gregorio, quien pudo dedicarse tranquilamente a escribir y a administrar su diócesis.


Bajo el gobierno de san Gregorio, la fe y las buenas obras aumentaron en Tours. El santo reconstruyó su catedral, así como otras iglesias, y supo atraer a la fe y a la unidad a muchos herejes, a pesar de que no era un gran teólogo. San Odón de Cluny alaba su humildad, su celo por la religión y su caridad para con todos, especialmente para con sus enemigos. Se le atribuyeron en vida varios milagros, que él atribuía a su vez a la intercesión de san Martín y otros santos, cuyas reliquias llevaba siempre consigo.


Aunque san Gregorio fue uno de los obispos merovingios más activos, actualmente se le recuerda sobre todo como historiador y hagiógrafo. Su «Historia de los francos» es una de las fuentes principales de la historia primitiva de la monarquía francesa, que nos proporciona muchos datos sobre su autor. Menos valiosas desde el punto de vista histórico son otras obras suyas, como los tratados «Sobre la gloria de los mártires» y sobre otros santos, «Sobre la gloria de los confesores» y «Sobre las vidas de las Padres». Según la costumbre de su tiempo, el santo narra en extenso los milagros y otros hechos maravillosos y, sólo de vez en cuando, deja ver su espíritu crítico. En este sentido, el juicio de Alban Butler es muy moderado: «En sus nutridas colecciones de milagros, dice Butler, parece dar crédito a las leyendas populares con demasiada frecuencia».



VIDAS DE LOS SANTOS Edición 1965

Autor: Alban Butler (†)

Traductor: Wilfredo Guinea, S.J.

Editorial: COLLIER´S INTERNATIONAL - JOHN W. CLUTE, S. A.


Martirologio Romano: En Córdoba, en la provincia hispánica de la Bética, san Acisclo, mártir (s. IV).

Etimología: Acisclo = aquel que maneja bien las herramientas, viene del latín.

Victoria = aquella que es victoriosa frente al mal, viene del latín


Estamos en Córdoba en el año 303. El pretor Dión mandaba en la ciudad y eran tiempos de los emperadores Diocleciano y su amigo Maximiano.


Es la décima persecución contra los cristianos.


España estaba ya en gran parte cristianizada.


Córdoba contaba ya con muchos fieles.


Dos hermanos, Acisclo y Victoria, eran conocidos por su caridad y su entrega a los pobres y marginados.


El gobernador los denunció por rebeldes a las leyes imperiales.


Victoria, tranquila y serena, le dijo al gobernador:" Me harás un gran favor si cumples en mí las amenazas que me has lanzado. Vale más morir por Cristo que por todas las promesas que me haces".


Los encerraron en los calabozos para hacerles nuevos interrogatorios.


Después de desgarrarles sus pies, los echaron al fuego.


Victoria gritaba y le cortaron la lengua y a Acisclo el cuello.


Fueron los primeros mártires de Córdoba y sus patronos.


La fuerza de su valor se las daba la oración en común. Dios estaba presente en ellos.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!



Nace en Belmonte, España, el día 14 de septiembre de 1596. Sus padres, Alonso del Castillo y María Rodríguez se cuentan entre las personas importantes y adineradas de la ciudad. Una semana después recibe el sacramento del bautismo en la Colegiata de la villa. Por ser el primogénito recibe el nombre del abuelo paterno.

Después de él, los padres tienen nueve hijos. Sus hermanas Juana, Jerónima y Jacinta ingresan como religiosas de clausura en el convento de las Concepcionistas franciscanas de Belmonte. Don Alonso, el padre, es el Corregidor de la villa.


Los padres de Juan se esmeran por formarlo muy cristianamente. Desde joven estudia en el Colegio de la Compañía de Jesús en su ciudad natal.


El Colegio ha sido fundado por san Francisco de Borja. "El Señor sea servido de poner gente de la Compañía, porque tengo particular esperanza de Belmonte". El Colegio tiene m s de cuatrocientos alumnos, no sólo del pueblo, sino también de los lugares de la comarca.


Uno de los maestros de Juan es el P. Diego de Boroa quien va a ser más tarde su compañero de misión en las Reducciones paraguayas.


En el Colegio conoce y lee con gusto las cartas de San Francisco Javier, el gran apóstol de la Compañía de Jesús. A través de esas cartas y bajo la dirección de los jesuitas hace su discernimiento vocacional.


Después estudia derecho en la Universidad de Alcalá, un año, para dar gusto a sus padres.


El 21 de marzo de 1614 ingresa a la Compañía de Jesús, en el Noviciado de Madrid. El P. Boroa dice: "Se ejercitaba en los oficios más humildes y trabajosos de la Compañía, de cocinero, panadero y hortelano".


Después del noviciado y sus votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia, Juan es destinado al Colegio de Huete para iniciar los estudios de filosofía. Es otro Colegio también fundado por el incansable San Francisco de Borja.


Recién iniciado el curso de 1616, escucha allí al Procurador del Paraguay y Chile, el P. Juan de Viana, quien tiene la misión de llevar refuerzos a las Indias de occidente. El padre Procurador pondera la abundancia de la mies americana, las penas y fatigas de los misioneros y señala la esperanza de un martirio. Juan se ofrece. Logra de sus superiores que se le cambie su destino al Perú por el más duro de Chile y Paraguay. Es aceptado.


El 2 de noviembre de 1616 inicia el viaje al continente americano en el gran puerto de Lisboa.


A bordo traba amistad con el joven jesuita Alfonso Rodríguez, de Zamora, quien también viaja en la misma expedición de misioneros. Tiene éste dos años menos, pero los deseos son los mismos.


Entre mareos y tormentas, entre calmas y calores, llegan al puerto de Santa María de los Buenos Aires, el 15 de febrero de 1617. Descansan unos días en el Colegio, los necesarios para reponer las fuerzas. El Colegio es modesto, pero para los viajeros la caridad de recibimiento los llena de consolación.


Desde Buenos Aires los dos estudiantes jesuitas viajan a la ciudad de Córdoba del Tucumán, al Colegio Máximo, para terminar allí sus estudios de filosofía. Es un caminar cansino, a través de la inmensa pampa argentina. La carga y los libros van en carretas tiradas por bueyes y ellos montan a caballo.


Con su amigo Alfonso Rodríguez, Juan mira, asombrado, la inmensidad sin horizonte. A veces, a lo lejos, observa, con algún entusiasmo y temor, a los indios pampas que sienten invadido el territorio.


En la docta y universitaria ciudad de Córdoba, Juan del Castillo es un muchacho que no pierde el tiempo. No se distingue mucho en los estudios. La salud no parece buena. El duro clima de la ciudad lo agota m s de la cuenta. Tiene, por cierto, mejor éxito en los cortos apostolados entre los pobres de la ciudad y sus alrededores.


En el silencio y la oración, se decide a trabajar en esta América que ya empieza a querer.


En los finales de 1619, al terminar la filosofía, es destinado a la ciudad de Concepción, en el vecino país de Chile. Es la experiencia de magisterio.


Tal vez influye en los superiores el hecho de que el otro lado de la cordillera tenga un mejor clima. Juan ahí, sin duda, podrá reponerse.


Los informes de los superiores no lo favorecen. Las expresiones lacónicas poco dicen: "Es mediano de inteligencia y también en la prudencia. La experiencia es poca. El progreso en el estudio de filosofía es mediocre. Pero es capaz de enseñar gramática".


Eso último es suficiente para su magisterio en Chile, en el muy modesto Colegio de Concepción.


Antes de viajar conversa muy largamente con el jesuita Alonso de Ovalle y Manzano. El es nacido en Santiago de Chile y estudia ahora en la ciudad de Córdoba. Ovalle conoce bien los paisajes, las costumbres y los habitantes de su país. Juan, a través de Alonso, empieza a amar ese último rincón de la tierra.


Otro largo viaje. A caballo y en carretas, termina por atravesar la pampa. Está contento. Puede decir que la conoce ahora casi entera.


Unos pocos días descansan los viajeros en la ciudad de Mendoza, en la Residencia y el pequeño Colegio de la Compañía. Ya están en Chile, el cual comienza en la Provincias de Cuyo. Pero Juan y los otros jesuitas que viajan a Santiago parecen impacientes por continuar y atravesar la imponente cordillera.


El cruce de la gran cordillera de los Andes, lo hacen en mula y a pie, entre cuestas y precipicios enormes. El sendero va por la ladera escarpada, tan estrecho que apenas cabe la mula. Una de las bestias pisa mal y cae con su carga hacia el río que corre en lo profundo. Es un ruido que aterroriza.


La admiración de Juan parece infinita. Sus ojos, incansables, recorren, uno a uno, los paisajes. Agradece a Dios esas alturas con nieves eternas, esos saltos sonoros de las cascadas, los ríos correntosos.


Al bajar de las cimas, empiezan los viajeros a recorrer el valle del río Aconcagua. Algunos Padres del Colegio han venido a recibirlos. Juan se maravilla de los campesinos tan tranquilos, de sus campos y los frutos. Será una hermosa experiencia la del magisterio en Chile.


Santiago, la capital de Chile, lo recibe sonriendo. El gran Colegio de San Miguel, tan junto a la catedral, es ahora su casa. Los jesuitas chilenos insisten. Es necesario descansar, conocer los alrededores y prepararse para el largo viaje al sur. El joven jesuita no se cansa de agradecer a Dios por la caridad de sus hermanos.


Los jesuitas han llegado a Chile en 1593. Desde un comienzo educan en la capital y son misioneros. Los indios mapuches son los preferidos. Los catequizan en los alrededores y hacen excursiones hacia el sur. Aprenden la lengua y establecen catequistas con el nombre de "fiscales" para asegurar el fruto.


Desde 1608 forman una Provincia independiente con jurisdicción en Chile, Buenos Aires, Tucumán y el Paraguay. El provincial Padre Pedro de Torres Bollo vive en Santiago, pero la Provincia tiene el nombre del Paraguay. El Noviciado, que estuvo en los comienzos en Santiago, está ahora en la ciudad de Córdoba.


Ese mismo año se ha celebrado en Santiago la primera Congregaci¢n provincial. Los jesuitas se muestran muy contentos con los resultados. Sus decretos son notables, especialmente los referentes a los indios, a la abolición de la esclavitud, a la supresión del servicio personal y al modo de evangelizar.


Juan escucha. Se admira de los inicios de las misiones en Arauco y Chiloé, en el extremo sur. Se siente bien con esos nuevos amigos. Con los jesuitas jóvenes recorre la ciudad y los alrededores.


Un mes después, poco más que menos, inicia su peregrinación al sur. Hasta la ciudad de Concepción son otros 500 kilómetros. Lo normal es hacerlo a caballo y por etapas. El camino es malo, pero no hay en ‚l el peligro de los indios en guerra. La lucha, entre españoles y mapuches, se desarrolla al sur de Concepción.


La ciudad está junto al mar, en una tranquila bahía en el puerto de Penco. Es el bastión ubicado en la frontera. Esta es la causa del por qué vive en ella el Gobernador del Reino.


Concepción tiene un Colegio. Es muy reciente. Lo ha fundado el célebre jesuita P. Luis de Valdivia hace seis años, en 1614.


Al llegar Juan a su destino todo parece estar en calma. El excelente rector Padre Juan Romero lo abraza con cariño. La primera misión, que da al recién llegado, es descansar.


Las veladas comunitarias son agradables. El clima, el suave murmullo del mar, los lomajes siempre verdes, los ríos y la gente, ayudan a la paz y a la oración.


A los pocos días ya conoce con detalles la historia de los mártires de Elicura. Son tres jesuitas que, por obediencia, se internaron en el país de los mapuches. La guerra parecía haber terminado. Unicamente la guerra defensiva está permitida.


Ese fue el mejor logro y la gloria del P. Luis de Valdivia, el fundador del Colegio.


Los Padres Martín de Aranda Valdivia, Horacio Vecchi y el Hermano Diego de Montalbán fueron elegidos para la difícil misión de predicar el Evangelio entre los mapuches. El primero es chileno, el segundo italiano y el tercero, español o mejicano. Los elige el Superior porque ellos se han distinguido como los mejores defensores de los derechos del pueblo mapuche, de la mujer y de la paz. Los tres deciden entrar sin armas, sólo con la cruz.


Martín ha nacido m s al sur, en Villarrica, a la sombra de un volcán que aún humea. Se inició en la carrera de las armas casi siendo un niño.


En plena juventud, Martín asciende a capitán y el Virrey del Perú lo envía como Corregidor de Riobamba en Ecuador. Los informes del soldado son, pues, excelentes.


En uno de sus viajes a Lima, por razones de su cargo, se decide a hacer los Ejercicios espirituales del Fundador de los jesuitas. Después de terminarlos, ingresa a la Compañía de Jesús en la ciudad de los Reyes. Martín tiene treinta y dos años. En Lima también, recibe la ordenación sacerdotal. Martín regresa a Chile, en 1607, al crearse la Provincia del Paraguay, separada de la del Perú.


Horacio Vecchi es un italiano que también llega a Chile en 1607. Es también sacerdote.


Diego de Montalbán es un soldado. Ingresa en la Compañía de Jesús en Chile. En la hora de su muerte todavía es un novicio.


Juan del Castillo se impone del desenlace de esa misión por obediencia. Un cacique descontento, Ancanamón, les ha dado muerte en el pequeño valle de Elicura, el 14 de diciembre de 1612. La causa del martirio es de todos conocida. Martín de Aranda, Horacio Vecchi y Diego de Montalbán defendían los derechos de dos mujeres españolas, cautivas, que defendían su religión.


Los restos de esos mártires están en el Colegio. Juan los venera.


En 1626 Juan y su amigo Alfonso Rodríguez son destinados a las nuevas fundaciones del río Uruguay.


Ha rogado a Dios, ha suplicado tanto a los superiores. En un momento ha tenido miedo de que su débil salud pudiera ser un obstáculo. Se ha preparado, también, en el idioma guaraní. Los tiempos libres cordobeses han sido para la lengua paraguaya. La vida dura del misionero no le asusta.


El juicio del P. Diego de Boroa es excelente: "Su fervor es grande, su observancia es completa. Su celo se manifiesta en el tesón por aprender la lengua guaraní. Su afabilidad y mansedumbre entusiasman a todos. Es bondadoso, desprendido y puro, amable de Dios y de los hombres".


Después del martirio de los Padres Roque González y Alfonso Rodríguez en la Reducción de Todos los Santos en el Caaró, los caciques seguidores de ¥ezú se presentan, al día siguiente, en la Reducción de la Asunción de Yjuhí.


Son las tres de la tarde. Juan está a la puerta de su choza rezando el breviario. ¿Qué te dice el libro? le preguntan. Juan contesta: "Nada, estoy rezando". Ellos dicen: "Aquí te traemos a estos indios forasteros para que les des anzuelos".


La narración de los hechos pertenece a un testigo presencial, Pablo Arayú. La hace con juramento:


"Preguntado si se halló presente cuando echaron mano y prendieron al Padre, respondió que sí. Preguntado si se halló presente cuando lo mataron, respondió que sí, que vio cuando lo arrastraron y lo mataron en el lodazal.


El Padre estaba matriculando a un cacique llamado Chetihagu‚ y su gente y les di anzuelos y alfileres. Después el viejo cacique Quarabí mandó a un cacique, llamado Araguirá, que embistiera al Padre. Él lo hizo. Lo abrazó por la espalda y le torció los brazos. Así lo arrastraron hacia el bosque. Le rasgaron la ropa, sólo dejaron una media y las mangas en los brazos.


Un indio, llamado Mirungá, lo derribó en tierra. Le pusieron dos cuerdas en las muñecas y lo arrastraron por el bosque. Desconcertaron un brazo. Otro indio, llamado Tacandá, con una maza de piedra lo golpeó varias veces en el vientre. Lo siguieron arrastrando, hasta un lodazal. Iba todo desgarrado, hecho sangre.


Allí le destrozaron con una piedra grande la cabeza. Después quebraron los huesos y lo dejaron diciendo: déjenlo para que se lo coman los tigres. El no estuvo con los que quemaron el cuerpo, cuando volvieron en la mañana siguiente.


Preguntado de lo que hizo y dijo el Padre cuando lo prendieron y mataron, respondió: Cuando le echaron mano, hizo fuerza por soltarse. Dijo: Hijos, ¿qué pasa, qué es esto? Mientras lo tenían asido, llamó a los amigos en su favor. Cuando lo arrastraban le oyó decir: ¡Ay, Jesús! Y otras palabras en su lengua que no entendió. Cuando le rompían la ropa pedía que se la sacaran poco a poco.


Después entraron en su casa e iglesia. Repartieron entre ellos las cosas pequeñas. Los ornamentos sagrados se los llevaron a ¥ezú".


Esta narración concuerda con la de otros cinco testigos con juramento, todos presentes.


Juan repartió su vida jesuita casi por igual: tres años en España, seis en Córdoba del Tucumán en dos etapas iguales, tres en Chile y casi tres en Uruguay



De estirpe regia y de santos. Por parte de padre emparenta con la realeza inglesa y por parte de madre con la de Hungría. Los santos son, por parte de padre, san Eduardo —llamado el "Confesor"— que era su bisabuelo y, por parte de madre, san Esteban, rey de Hungría.

Nació del matrimonio habido entre Eduardo y Agata, en Hungría, con fecha difícil de determinar. Su padre nunca llegó a reinar, porque al ser llamado por la nobleza inglesa para ello, resulta que el normando Guillermo el Conquistador invade sus tierras, se corona rey e impone el juramento de fidelidad; al poco tiempo murió Eduardo de muerte natural.


Pero esta situación fue la que hizo que Margarita llegara a ser reina de Escocia por casarse con el rey. Su madre había previsto y dispuesto que la familia regresara al continente al quedarse viuda tras la muerte de su esposo y, bien sea por necesidad de puerto a causa de tempestades, bien por la confianza en la buena acogida de la casa real escocesa, el caso es que atracaron en Escocia y allí se enamoró el rey Malcon III de Margarita y se casó con ella.


Es una mujer ejemplar en la corte y con la gente paño de lágrimas. Se la conoce delicada en el cumplimiento de sus obligaciones de esposa; esmerada en la educación de los hijos, les dedica todo el tiempo que cada uno necesita; sabe estar en el sitio que como a reina le corresponde en el trato con la nobleza y asume responsabilidades cristianas que le llenan el día. Señalan sus hagiógrafos las continuas preocupaciones por los más necesitados: visita y consuela enfermos llegando a limpiar sus heridas y a besar sus llagas; ayuda habitualmente a familias pobres y numerosas; socorre a los indigentes con bienes propios y de palacio hasta vender sus joyas. Lee a diario los Libros Santos, los medita y lo que es mejor ¡se esfuerza por cumplir las enseñanzas de Jesús! De ellos saca las luces y las fuerzas. De hecho, su libro de rezos, un precioso códice decorado con primor —milagrosamente recuperado sin sufrir daño del lecho del río en que cayó— se conserva en la biblioteca bodleiana de Oxford (Inglaterra).


También se ocupó de restaurar iglesias y levantar templos, destacando la edificación de la abadía de Dunferline.


Puso también empeño en eliminar del reino los abusos que se cometían en materia religiosa y se esforzó en poner fin a las abundantes supersticiones; para ello, convocó concilios con la intención de que los obispos determinaran el modo práctico de exponer todo y sólo lo que manda la Iglesia y las enseñanzas de los Padres.


"Gracias, Dios mío, porque me das paciencia para soportar tantas desgracias juntas". Esta fue su frase cuando le comunicaron la muerte de su esposo y de su hijo Eduardo en una acción bélica. Fue cuando marcharon a recuperar el castillo de Aluwick, en Northumberland, del que se había apoderado el usurpador Guillermo. Ella soportaba en aquellos momentos la larga y penosísima enfermedad que le llevó a la muerte el año 1093, en Edimburgo.


Es la reina Margarita la patrona de Escocia, canonizada por el papa Inociencio IV en el año 1250. Pero no pueden venerarse sus reliquias por desconocerse el lugar donde reposan. Por la manía que tenían los antiguos de desarmar los esqueletos de los santos, su cráneo —que perteneció a María Estuardo— se perdió con la Revolución francesa, porque lo tenían los jesuitas en Douai y, desde luego, no salieron muy bien parados sus bienes. El cuerpo tampoco se pudo encontrar cuando lo pidió Gelliers, arzobispo de Edimburgo, a Pío XI, aunque se sabe que se trasladó a España por empeño de Felipe II quien mandó tallar un sepulcro en El Escorial para los restos de Margarita y de su esposo.


Aunque les duela esa carencia de reliquias a los escoceses, tienen sin embargo el orgullo de disfrutar en su historia de las grandes virtudes de una mujer que supo primar su condición cristiana a su condición de reina. O mejor, que ser reina no fue dificultad para vivir hasta lo más hondo su responsabilidad de cristiana. O aún más, supo desde la posición más alta ser testigo de Cristo. Y eso es mucho en cualquier momento de la Historia. ¿No será la gente como ella los que se llaman pobres de espíritu?





Etimológicamente significa “ fiel defensora”. Viene de la lengua alemana.

Esta joven, modelo y patrona de las místicas, nació en Eisleben, Alemania, en 1256. Cuando contaba solamente 5 años se le confió su educación al monasterio benedictino de Helfta. La superiora del convento era su tía santa Matilde.


Encontró un clima espiritual tan bueno que se sintió plenamente feliz.


Mientras hacía sus estudios, demostró en todas las materias una inteligencia fuera de lo común.


Su salud no era lo buena que debiera haber sido. Le apenaba no poder asistir a las oraciones de comunidad. Sin embargo, ante su mala salud física mantuvo siempre y en todo instante un enorme equilibrio espiritual e intelectual.


Al llegar los años que van del 1291 hasta su muerte, comenzó para ella una época dorada a causa de las muchas revelaciones o visiones del cielo.


Menos mal que tuvo la suerte de escribirlas todas en cinco volúmenes, en los que cuenta su experiencia mística, es decir, su continua unión con Dios.


Su mística, por otra parte, no se basa en cosas raras sino simplemente en los misterios que cada día celebra la liturgia en honor del Señor y de la Virgen.


Se abrió plenamente a los deseos de Dios y rechazó toda clase de egoísmo estéril. Fue ella la que comenzó la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.


Su tía Matilde le preguntó a Jesús:" Señor, fuera de la Santa Hostia, ¿dónde te puedo encontrar?" Y Jesús le respondió:"Búscame en el corazón de Gertrudis".


A la santa se le atribuyen cinco libros que componen el "Heraldo de la amorosa bondad de Dios" (Comúnmente llamados "Revelaciones de Santa Gertrudis"). El primero fue escrito por amigos íntimos de la santa después de su muerte, el segundo fue escrito por la santa y los restantes fueron compuestos bajo su dirección.


Sus escritos relatan visiones, comunicaciones y experiencias místicas. Habla de un rayo de luz, como una flecha, que procedía de la herida del costado de un crucifijo. Cuenta también que su alma, derretida como la cera, se aplicó al pecho del Señor como para recibir la impresión de un sello y alude a un matrimonio espiritual en el que su alma fue como absorbida por el corazón de Jesús. Enseña al mismo tiempo que "la adversidad es le anillo espiritual que sella los esponsales con Dios".


Murió en noviembre del año 1302.


¡Felicidades a las Gertrudis!

Comentarios al P. Felipe Santos: fsantossdb@hotmail.com



Martirologio Romano: En Caaró, del Paraguay, santos Roque González y Alfonso Rodríguez, presbíteros de la Orden de la Compañía de Jesús y mártires, que ganaron para Cristo a los pueblos indígenas abandonados, fundando las llamadas «reducciones», donde el trabajo y la vida social se compaginaban libremente con los valores del cristianismo, y por esto fueron asesinados a traición por el sicario de un personaje adicto a las artes mágicas. ( 1628)

Fecha de canonización: 16 de mayo de 1988 por el Papa Juan Pablo II



El primer santo paraguayo, Roque González de Santa Cruz, nació en Asunción en el año 1576. Durante los primeros años de su vida aprendió a hablar el guaraní y a trabajar el campo. Ambas cualidades le fueron de gran utilidad en su ulterior labor evangelizadora. A los 23 años recibió la ordenación sacerdotal siendo uno de los primeros sacerdotes diocesanos ordenados en la región de Río de la Plata.

Al inicio, su labor pastoral se centró en la atención a los indígenas, a quienes amaba entrañablemente. Ocho años más tarde fue nombrado párroco de la catedral de Asunción. Su abnegada dedicación a los demás, junto con su espíritu práctico le merecieron el cargo de provisor y vicario general de todo el obispado.


Sin embargo, en medio de estos progresos y reconocimientos, el P. Roque experimentaba una gran nostalgia por su labor con los indígenas. Así, el 9 de mayo de 1609 abandonó sus cargos y privilegios para ingresar en el noviciado de la Compañía de Jesús. La decisión -como sucede a menudo- no estuvo exenta de fricciones, especialmente con sus familiares que pertenecían a la clase privilegiada de la colonia (el hermano del P. Roque era teniente general y gobernador de Asunción).


Su ingente labor misionera comenzó en la reducción de “san Ignacio de Loyola”. En ella los aborígenes aprendían trabajos manuales y las primeras letras, y se les instruía en la doctrina católica. Los misioneros llevaban la paz de Cristo a esos territorios y, respetando las tradiciones culturales de los nativos, purificaban aquellos aspectos contrarios al mensaje de Cristo. El P. Roque era el alma de la vida litúrgica y religiosa de la reducción; pero también –sin descuidar la cura de almas- un solícito promotor de su vida económica y social. Su anhelo de llevar el evangelio a sus “nuevos hijos”, como él solía llamarlos, le llevó a emprender la fundación de 10 reducciones más.


A pesar del bien que los misioneros realizaban en la región, su labor no dejó de inquietar a los hechiceros, que veían en ellos una amenaza para sus supersticiones. En noviembre de 1628, mientras el P. Roque y otro sacerdote, el P. Alfonso Rodríguez, trabajaban en la reducción de Todos los Santos del Caaró, un hechicero llamado Nezú organizó una revuelta.


En ella los indígenas asesinaron a los misioneros con sus italaás –una especie de hacha- y entregaron sus cuerpos a las llamas.


Los asaltantes quemaron el curepo del P. Roque, pero milagrosamente, quedó intacto el corazón. Para gran asombro de los asesinos, el corazón del santo les habló haciéndoles ver lo que habían hecho e invitándoles al arrepentimiento.



Inés de Favarone, hermana de Clara «según la carne y según la pureza» (Leyenda de Sta. Clara 24), no es una figura que fácilmente pueda esbozarse, a no ser que se ceda al fácil impulso de revestir los escasos datos históricos que se poseen –oscuros y limitados en información– con reflexiones verosímiles, pero no comprobadas, sugeridas más bien por su situación a la sombra de santa Clara. Inés de Asís es una figura de contornos difuminados, que se la intuye más y mejor precisamente cuanto menos se trata de fijarla dentro de una línea marcada y precisa.

Hija segunda de Favarone y Ortolana, Inés nace en esta noble familia asisiense alrededor de 1197. Su Vita, incluida en la Crónica de los XXIV Generales de la Orden de los Hermanos Menores, de finales del siglo XIV, afirma estrictamente que en la fecha de su muerte, acaecida poco después de la muerte de Clara en 1253, tenía unos 56 años.


El nombre de Inés no le fue impuesto en el Bautismo sino más tarde, después de la conversión; y se lo impuso san Francisco, después que «por el Cordero inocente, es decir, por Jesucristo, inmolado por nuestra salvación, resistió con fortaleza y combatió virilmente» (Crónica) haciendo frente a los ataques de sus familiares, dedicados a arrancarla del claustro del Santo Ángel de Panzo, donde se había refugiado con Clara.


Probablemente, su nombre de pila fue el de Catalina. Según refiere la Vida de santa Clara escrita a finales del siglo XV por el humanista Hugolino Verino, y, como por primera vez señaló Fausta Casolini, el tío Monaldo, volviéndose a Inés en la tentativa de conducirla de nuevo a casa de sus padres, la apostrofa con el nombre de «Catalina... que así se llamaba Inés en el siglo...» (cf. AFH 13, 1920, 175). Catalina es el nombre de la intrépida virgen de Alejandría, cuyas reliquias, conservadas en una iglesia erigida en el Sinaí, eran objeto de devotas peregrinaciones para todos los que, dirigiéndose a Tierra Santa, desembarcaban en el puerto egipcio de Damieta, de donde emprendían el viaje a Jerusalén pasando precisamente por el Sinaí y Gaza. También Ortolana, la madre de Clara e Inés, había realizado una peregrinación a los lugares santificados con la presencia del Mesías: quizá la devoción hacia la mártir de Alejandría, reforzada durante la peregrinación, le sugirió más tarde el nombre para su segunda hija. Y esta misma devoción, seguramente viva en las hijas por influencia de Ortolana, inspiró el nombre titular de Santa Catalina del Monte Sinaí para muchos de los pequeños monasterios de Hermanas Pobres.


La infancia y la juventud de Inés corren parejas con las de su hermana Clara, tres o cuatro años mayor que ella. Es intenso el afecto que las une recíprocamente e iguales sus sentimientos. Sin embargo, la orientación inicial es distinta. En efecto, si Clara, siguiendo la voz interior que la llama a una vida completamente dedicada al Señor, no quiere ni oír hablar de boda, tal vez la serena vida familiar que observa entre sus padres y con sus dos hermanas, despierta en Inés el deseo de una vida análoga iluminada por el gozo íntimo de un matrimonio y de una maternidad bendecidos por Dios.


El autor de la «Leyenda», al presentar el llamamiento de Inés a la vida religiosa como uno de los primeros efectos de la poderosa oración de Clara en el silencio del claustro, escribe: «Entre las principales plegarias que ofrecía a Dios con plenitud de afecto, pedía esto con mayor insistencia: que, así como en el siglo había tenido con la hermana conformidad de sentimientos, así ahora se unieran ambas para el servicio de Dios en una sola voluntad. Ora, por lo tanto, con insistencia al Padre de las misericordias para que a su hermana Inés, a la que había dejado en su casa, el mundo se le convierta en amargura y Dios en dulzura; y que así, transformada, de la perspectiva de unas nupcias carnales se eleve al deseo del divino amor, de modo que a una con ella se despose en virginidad perpetua con el Esposo de la gloria. Existía realmente entre ambas un extraordinario cariño mutuo, el cual, aunque por diferentes motivos, había hecho para la una y la otra más dolorosa la reciente separación» (Leyenda 24).


Es fácil adivinar lo interminables que fueron para Inés los días que siguieron a la fuga de Clara. Inés tiene sólo catorce o quince años, y en la hermana menor, Beatriz, no encuentra de ninguna manera el apoyo afectuoso que le proporcionaba la presencia de Clara. Transcurre la semana de Pasión, a la que sigue la Pascua, una Pascua más que nunca velada por la nostalgia y el recuerdo de la hermana ausente, a la que no han conseguido hacer regresar a la casa paterna ni la afectuosa presión de la familia ni la violencia. También pasa la semana de Pascua; y cada día que transcurre, mientras la memoria repasa los dulces recuerdos que le evocan a Clara, la mente y el corazón se detienen cada vez con mayor frecuencia a pensar en el camino escogido por Clara, y descubren la profunda y escondida riqueza que encierra. Y la exuberancia juvenil de Catalina empieza a arder con el mismo fuego que Clara, encendido por el Espíritu, y suspira por poder entregarse completamente, como ella, al Señor Jesús y a su Reino.


Dieciséis días después de la fuga de Clara de la casa paterna, el 14 de mayo de 1211, o quizá al día siguiente, Inés se llega por fin a su hermana en el monasterio benedictino del Santo Ángel de Panzo, donde Clara se había refugiado provisionalmente, y le manifiesta con firmeza el propósito de consagrarse totalmente, como ella, al servicio de Dios.


El abrazo gozoso de Clara, que ha visto escuchada su oración, representa al mismo tiempo la aceptación de la primera novicia en la nueva Orden fundada por san Francisco.


La desaparición de Inés, refugiada junto a su hermana, provocó una nueva y aún más violenta reacción por parte de los familiares, que no estaban dispuestos a tolerar por segunda vez una iniciativa que era para ellos una afrenta a la riqueza y al poder de la noble familia. Y he aquí que un grupo de doce caballeros se abalanza sobre las dos hermanas en la serena quietud monástica del Santo Ángel de Panzo, donde Clara, «la que más sabía del Señor, instruía a su hermana y novicia» (Leyenda 25). No repitamos aquí el desarrollo del episodio ya referido; añadamos solamente que, al final, Inés puede responder a Clara que le pregunta –angustiada por tantos golpes recibidos mientras los hombres armados la arrastraban a la fuerza por la ladera del monte– que por la gracia de Dios y por sus oraciones, poco o nada ha sufrido.


Después de este episodio de violencia, «el bienaventurado Francisco con sus propias manos le cortó los cabellos y le impuso el nombre de Inés, ya que por el Cordero inocente... resistió con fortaleza y combatió varonilmente» (Crónica).


A continuación, dirigida por el Santo, juntamente con Clara, en el camino de la perfección emprendida (Leyenda 26), Inés progresó tan rápidamente en el camino de la santidad, que su vida aparecía ante sus compañeras extraordinaria y sobrehumana. Su penitencia y mortificación, como la de la misma Clara, despertaban admiración teniendo en cuenta su corta edad. Sin que nadie lo sospechase, ciñó su cintura con un áspero cilicio de crin de caballo, y esto desde el comienzo de su vida religiosa hasta su muerte; su ayuno era tan riguroso que casi siempre se alimentaba solamente de pan y agua.


Caritativa y dulcísima de carácter, se inclinaba maternalmente sobre quien sufría por el motivo que fuere, y se mostraba llena de piadosa solicitud hacia todos.


Santa Clara, escribiendo de ella a santa Inés de Praga, llamará a su hermana «virgen prudentísima»; es la opinión de una santa, es decir, de quien sabe medir personas y cosas con la misma medida de Dios.


Hay un episodio que, ciertamente, sirve para corroborar en Clara la convicción de la santidad de su joven hermana; episodio que no sabemos con seguridad cuando aconteció, si en los años precedentes o subsiguientes a la partida de Inés a Monticelli. Lo extraemos de la Vita inserta en la Crónica.


«En cierta ocasión, mientras, apartada de las demás, perseveraba devotamente en oración en el silencio de la noche, la bienaventurada Clara, que también se había quedado a orar no muy lejos de ella, la contempló en oración, elevada del suelo, y suspendida en el aire, coronada con tres coronas que de tanto en tanto le colocaba un ángel. Cuando al día siguiente le preguntó la bienaventurada Clara qué pedía en la oración y qué visión había tenido aquella noche, Inés trató de eludir la respuesta. Pero al fin, obligada por la bienaventurada Clara a responder por obediencia, refirió lo siguiente: –En primer lugar, al pensar una y otra vez en la bondad y paciencia de Dios, cuánto y de cuántas maneras se deja ofender por los pecadores, medité mucho, doliéndome y compadeciéndome; en segundo lugar, medité sobre el inefable amor que muestra a los pecadores y cómo padeció acerbísima pasión y muerte por su salvación; en tercer lugar, medité por las almas del purgatorio y sus penas, y cómo no pueden por sí mismas procurarse ningún alivio» (Crónica). En la meditación de Inés, de acuerdo con toda la espiritualidad seráfica, el Dios- Hombre crucificado proyecta su vasta sombra de eficacia salvadora sobre el drama de los pecadores y de los redimidos que anhelan su última purificación.


Una despedida nostálgica


«Después, el bienaventurado Francisco la envió como Abadesa a Florencia, donde condujo a Dios muchas almas, tanto con el ejemplo de su santidad de vida, como con su palabra dulce y persuasiva, llena de amor de Dios. Ferviente en el desprecio del mundo, implantó en aquel monasterio –como ardientemente lo deseaba Clara– la observancia de la pobreza evangélica» (Crónica).


No es fácil desentrañar los acontecimientos que están bajo una fuente tan avara de información. Solamente está clara la línea general de los hechos. Es ésta:


El paso de san Francisco por Florencia no suscitó entusiasmo solamente entre los florentinos, algunos de los cuales abrazaron enseguida su misma vida evangélica, sino que también enfervorizó a algunas jóvenes y señoras de nobles familias que, a imitación del gesto realizado hacía poco por Clara, deseaban dejarlo todo para dedicarse exclusivamente al servicio de Dios. De hecho, no tardaron mucho en dar cumplimiento a sus deseos; y, no teniendo aún monasterio, se retiraron en casa de algunas de ellas en espera de que la Providencia les proporcionase un lugar más conveniente. Se desconoce la fecha en la que surgieron tales comunidades de señoras florentinas, que tomaban por modelo la de San Damián; quizá resulte más fácil identificar el lugar donde se iniciaron estas comunidades. En efecto, sabemos que la señora Avegnente de Albizzo, que figura como Abadesa del Monasterio en 1219, poseía un lugar en la comarca de Santa María del Sepulcro en Monticelli; hizo donación del mismo a la iglesia romana, para que en él fuese erigido un monasterio, y la propiedad fue aceptada por el Cardenal Hugolino, en nombre de la Iglesia, en el 1218. Con este acto, las nobles señoras florentinas reunidas en torno a Avegnente, se ponían bajo la dependencia de la Santa Sede.


Como hemos dicho, la señora Avegnente figura en 1219 como Abadesa de la comunidad erigida, que desde los primeros años se relaciona con San Damián y observa, junto con la Regla del Cardenal Hugolino de 1218-1219, las mismas Observantiae regulares, es decir, esa especie de «constituciones» que por entonces estaban en vigor en San Damián, basadas en los escritos y palabras de san Francisco.


La cesión gratuita de un terreno contiguo por parte de Forese Bellicuzi, permitió la erección de un monasterio: la casa anterior, quizá demasiado pequeña, no podía albergar el número creciente de monjas.


La joven Inés fue enviada a esta comunidad con el encargo de transferir a Florencia el genuino espíritu de Clara. A ella se confiará el gobierno de esta nueva falange de Hermanas Pobres.


Existe un documento precioso, esto es, una carta, remitida por Inés a su hermana después de su llegada al nuevo destino, que nos da luz acerca del profundo dolor que le produjo la separación de San Damián, así como acerca de la nueva comunidad, floreciente en una atmósfera de paz y de unión. La misma carta, sin fecha, nos proporciona también indicaciones que pueden ser válidas como referencias cronológicas:


« ... Has de saber, madre –escribe entre otras cosas Inés–, que mi carne y mi espíritu sufren grandísima tribulación e inmensa tristeza; que me siento sobremanera agobiada y afligida, hasta tal punto que casi no soy capaz ni de hablar, porque estoy corporalmente separada de vos y de las otras hermanas mías con las que esperaba vivir siempre en este mundo y morir... ¡Oh dulcísima madre y señora!, ¿qué diré, si no tengo la esperanza de volveros a ver con los ojos corporales a vos ni a mis hermanas?... Por otra parte, encuentro un gran consuelo y también vos podéis alegraros conmigo por lo mismo, pues he hallado mucha unión, nada de disensiones, muy por encima de cuanto hubiera podido creerse. Todas me han recibido con gran cordialidad y gozo, y me han prometido obediencia con devotísima reverencia... Os ruego que tengáis solícito cuidado de mí y de ellas como de hermanas e hijas vuestras. Quiero que sepáis que tanto yo como ellas queremos observar inviolablemente vuestros consejos y preceptos durante toda nuestra vida. Además de todo esto, os hago saber que el señor papa ha accedido en todo y por todo a lo que yo había expuesto y querido, según la intención vuestra y mía, en el asunto que ya sabéis, es decir, en la cuestión de las propiedades. Os ruego que pidáis al hermano Elías que se sienta obligado a visitarme muy a menudo, para consolarme en el Señor».


El Privilegio de la Pobreza, que señala la carta, fue concedido a las monjas de Monticelli por el Papa Gregorio IX el 15 de mayo de 1230. Además, el hermano Elías no es designado en la carta ni como «vicario» ni como «ministro general»; la alusión al hermano Elías hace excluir –queriendo asignar una fecha a la carta– la serie de los años 1217 a 1221, en los que se encontraba como Ministro provincial en el Oriente; y parece excluir también los años 1221 al 1227, en los que fue Vicario, y los años después de 1232, ya que en el Capítulo de aquel año fue elegido Ministro General.


Por tanto, es probable que la salida de Inés de Asís a Monticelli, salida querida por san Francisco y causa de profundo dolor para la obediente hermana de santa Clara, no fuese en el 1221, como se repetía tradicionalmente, sino más tarde, alrededor de los años 1228-1230: a menos que se quiera admitir que la carta, aunque refleja la herida de una separación reciente, haya sido escrita muchos años después de la partida de San Damián.


A la cabecera de Clara moribunda


Queda en la sombra lo que se refiere a la permanencia de Inés en Florencia, así como queda encubierto con el misterio el itinerario de su regreso a Asís; muchos monasterios se glorían de haberla tenido como fundadora en su camino de retorno, y es muy posible que el dato tradicional, no recogido en documentos, responda en alguna medida a la realidad. En cualquier caso, tras un lapso de diez años, la historia vuelve a presentar a Inés en la clausura de San Damián, cuando asiste a Clara en su prolongada agonía.


Según Mariano de Firenze, que escribe en el siglo XVI, la partida de Inés de Monticelli estuvo precisamente en relación con el empeoramiento de la enfermedad de la Santa: al tener noticia de ello, Inés se habría puesto de viaje apresuradamente con algunas de las hermanas externas de Monticelli, destinadas a recoger y a conservar las últimas palabras de la Madre de la Orden, para llevar su recuerdo a la fundación florentina. Siguiendo la misma narración, Clara habría entregado a estas hermanas que acompañaban a Inés su velo; sería el que se conserva como reliquia en el monasterio de clarisas de Firenze- Castello.


Cualquiera que sea la fecha en que haya de fijarse el regreso de Inés a San Damián, es indudable su presencia a la cabecera de Clara moribunda. Para Inés que, oprimida por el dolor, no halla manera de contener las lágrimas abundantes y amargas, y suplica a su hermana que no se marche ni la abandone, Clara tiene palabras de ternura infinita, que hacen florecer una esperanza maravillosa en el corazón de Inés: «Hermana carísima, es del agrado de Dios que yo me vaya; mas tú cesa de llorar, porque llegarás pronto ante el Señor, enseguida después de mí, y Él te concederá un gran consuelo antes que me aparte de ti» (Leyenda 43).


La tarde del 11 de agosto de 1253, en el desgarramiento de la separación, Inés habrá recordado a la hermana, bienaventurada por siempre en el abrazo del Esposo, la promesa que le hiciera pocos días antes. Y cuando al día siguiente, entre alabanzas y gozo universal, el cuerpo de Clara, ya invocada como santa, bendecido por el Papa, subió por la pendiente de Asís para ser depositado en el mismo sepulcro que un día recibió los despojos mortales de Francisco, seguramente reconocería Inés, en este preludio tan solemne de la canonización, el gran consuelo profetizado por Clara.


También tuvo bien pronto realización la promesa que le había hecho, pues «al cabo de pocos días, Inés, llamada a las bodas del Cordero, siguió a su hermana Clara a las eternas delicias; allí entrambas hijas de Sión, hermanas por naturaleza, por gracia y por reinado, exultan en Dios con júbilo sin fin. Y por cierto que antes de morir recibió Inés aquella consolación que Clara le había prometido. En efecto, como había pasado del mundo a la cruz precedida por su hermana, así mismo, ahora que Clara comenzaba ya a brillar con prodigios y milagros, Inés pasó ya madura, en pos de ella, de esta luz languideciente, a resplandecer por siempre ante Dios» (Leyenda 48).


La noticia de la muerte de Inés, difundida por Asís, atrajo –como la de Clara– multitud de gentes, que le profesaban gran devoción y esperaban poder contemplar sus despojos mortales y ser así consoladas espiritualmente. Todo este gentío subió la escalera de madera que daba acceso al monasterio de San Damián. Pero de pronto, las cadenas de hierro que sostenían esta escalera, cedieron bajo peso tan desacostumbrado, y se derrumbó con gran estrépito sobre la multitud que estaba debajo, arrastrando en su derrumbamiento a cuantos allí se agolpaban.


De la imprevista catástrofe se podían esperar consecuencias desastrosas, puesto que el gentío quedó como aplastado bajo el enorme peso de la escalera sobrecargada de gente. Pero en los corazones se abrió paso la esperanza en el nombre de Inés. Invocando inmediatamente su nombre y sus méritos, heridos y magullados se levantaron riendo, como si nada hubieran sufrido.


Esta fue la primera de las numerosísimas intervenciones milagrosas de Inés, que, ya reunida con Clara en la gloria, será para siempre, como su hermana, muy pródiga en su intercesión a favor de cuantos, en su nombre, supliquen para verse librados de enfermedades incurables, de la ceguera, o de posesión diabólica. La serie de estas intervenciones continúa ampliamente durante todo el siglo XIV, hasta establecerse su culto, ratificado por la Iglesia. Su nombre aparece en el Martirologio Romano entre los santos del día 16 de noviembre, y sus restos reposan en la Basílica de Asís, que también encierra el cuerpo de su «madre y señora» Clara.











Lucia de Narni, Beata
Lucia de Narni, Beata

Noviembre 16




Etimológicamente significa “resplandeciente, luminosa”. Viene de la lengua latina.


La Sabiduría dice: “ Volved a mí de todo corazón. Volved al Señor porque él es clemente y compasivo, rico en amor y en fidelidad”.


Nació en Narni en 1476 y murió en Ferrara en 1544.

Desde los 12 años, cuando empezaba a notar los efectos de su preadolescencia, se entregó al Señor con su voto de virginidad.


Su familia quería que se casara. Y así lo hizo para no llevarle la contra ni hacerles sufrir.


Pero después de un breve período de vida matrimonial, se separó del marido.


Este se convertiría con el tiempo en hermano franciscano.


En 1494 entró en la tercera orden dominica en Narni. Fue a Roma y después a Viterbo en donde el 24 de febrero de 1496 tuvo ya los estigmas, que el mismo Papa atestiguó y verificó.


Y no solamente él sino también médicos y teólogos.


El duque de Ferrara, una vez que conoció la santidad de Lucía, le pidió que fuera su consejera y le construyó un monasterio, el de santa Catalina de Siena dedicado a la educación de la juventud.


En los últimos años de su vida conoció el desprecio de las jóvenes y la humillación.


Pero – como es propio de los santos y santas – fue rica en amor y en fidelidad aún en los momentos más duros de su existencia.


Todo lo aceptó con la mayor sencillez y humildad el mundo.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!











Alberto Magno, Santo
Alberto Magno, Santo

Obispo de Regensburgo, Doctor de la Iglesia

Noviembre 15






Alberto nació en Lauingen, Baviera, a inicios del siglo XIII. A los 16 años se trasladó a Padua para cursar sus estudios universitarios. Fue allí donde conoció al superior general de los dominicos, el beato Jordán de Sajonia, que lo encauzó hacia la vida religiosa.


En el año 1229, vistió el hábito de los frailes predicadores y fue enviado a Colonia, en donde se encontraba la escuela más importante de la Orden. Enseñó en Hildesheim, Friburgo, Ratisbona, Estrasburgo, Colonia y París. Era tal la concurrencia de alumnos a sus clases, que se vio obligado a enseñar en la plaza pública, que todavía hoy lleva su nombre. Entre sus discípulos destaca Santo Tomás de Aquino, de quien san Alberto dijo: “Cuando el buey muja, sus mujidos se oirán en todo el orbe”. Con ellos, la escolástica alcanzó la plena madurez.


Elegido superior provincial de Alemania, abandonó la cátedra parisiense para estar constantemente presente entre las comunidades que se le habían confiado. Recorría a pie las regiones alemanas, mendigando alimento y hospedaje. Posteriormente fue nombrado obispo de Ratisbona y a pesar de su elevada dignidad, supo dar ejemplo de un total desapego de los bienes terrenos. “En sus cajones no había ningún centavo, ni una gota de vino en la botella, ni un puñado de trigo en su granero”.

Dirigió la diócesis durante dos años.


Posteriormente solicitó la renuncia a su alto cargo, y regresó a la vida común del convento y a la enseñanza en la universidad de Colonia. Para prepararse a la muerte, hizo construir su tumba ante la cual todos los días rezaba el Oficio de difuntos. Murió en Colonia el 15 de noviembre de 1280. Fue canonizado en 1931 y declarado patrono de los científicos. Mereció el título de “Magno” y de “Doctor Universal”.


Si quieres saber más de la vida de Alberto Magno consulta


Alberto Magno, Doctor Universal de Jesús Martí Ballester


Corazones.org




Obispo, escritor y poeta español de la época visigoda. Es uno de los Padres de la Iglesia hispánica.

Fue discípulo de Braulio de Zaragoza, estudiando con él en la Iglesia de Santa Engracia de esa ciudad. Fue llamado "El Poeta" y supo fundir las enseñanzas de su maestro y de San Isidoro de Sevilla. Se destacó, además de por su actividad poética, como músico y teólogo. Fue nombrado Obispo de Toledo y es considerado como el iniciador del Arzobispado de esta ciudad tras ser designado en el 649 por Chindasvinto.


Vida y obra

Sus poemas y los testimonios de San Ildefonso, además de un relato martirológico del siglo IX, son la principal fuente conocer su biografía. Se educó con San Eladio y más tarde, atraído por la fama de Zaragoza como foco cultural, ingresó en el monasterio de Santa Engracia para ampliar sus estudios con San Braulio, uno de los personajes más cultos de su tiempo y que mantuvo constante comunicación con San Isidoro.


San Braulio, tras ser nombrado obispo de la sede zaragozana en 626, escogió a Eugenio para que fuera su arcediano. En el año 649 fue nombrado arzobispo de Toledo por Chindasvinto, como muestra la carta del rey visigodo a Braulio, donde expresa su deseo de nombrar a Eugenio titular de un arzobispado en Toledo. Braulio, que veía en él a su sucesor en la sede cesaraugustana, se opuso sin ningún éxito. Desde su nueva cátedra toledana impulsó la cultura y celebró los concilios VIII, IX y X de Toledo. Fue asimismo, en tal sede catedralicia, promotor de la música sacra.


En cuanto a su actividad literaria, escribió libros de teología, epístolas y poemas. Entre su poesía, destaca el Libellus diversi carminis metro (Libro de poesías diversas). Una de sus composiciones habla de san Ildefonso, aunque no ha llegado hasta nuestros días. Otra, titulada «Lamentum de adventu propriae senectutis» («Lamento por la llegada de mi propia vejez») [1], trata el tema de la vejez, el paso del tiempo y la implacabilidad de la muerte. Asimismo, Eugenio enseñó Gramática y Sagrada Escritura y fue consejero de los reyes Chindasvinto y Recesvinto.


La narración martirológica sobre su vida y reliquias fue compuesta a mediados del siglo IX por un autor anónimo, probablemente el presbítero del santuario de Deuil donde, según la leyenda hagiográfica, reposaron los restos de San Eugenio. Existen dos versiones del relato. La más extensa se conserva en manuscritos de las bibliotecas de Bruselas, La Haya y París.


Murió el año 657 en Toledo y fue sepultado en la basílica de Santa Leocadia.





Etimológicamente significa “ valiente con la gente”. Viene de la lengua alemana.

La Sabiduría dice: “ Te compadeces de todos, Señor, porque todo lo puedes, Amas a todo lo que existe”.


Leopoldo era príncipe que nació en Melk en 1073 y murió en Viena en 1136.


No se conoce mucho acerca de este príncipe, Leopoldo III, margrave de Austria.


Lo que se sabe es que fue querido por su pueblo y que fue un magnífico bienhechor de la Iglesia.

Tres de sus fundaciones religiosas existen todavía: las abadías de Matiazell, benedictina; Heiligenkreux, cisterciense y Klosterneuburg, de agustinos regulares.


En 1125 renunció a ser candidato para la corona real.


El cronista Otto de Freising era uno de sus 18 hijos. Le llamaban el piadoso. Era hijo de Leopoldo y de Ita, hija del emperador Enrique III.

Leopoldo prefirió vivir como un pobre en lugar de vivir con todo el boato de la corte.


Le hacía a Dios mucha oración pidiéndole buenos súbditos.


Y es curioso que, siendo como era su altura real, no prefiriese nada para sí.


Sin embargo, a pesar de sus penitencias y vida de plegaria, no descuidaba el ser un buen gobernante.


Murió el año 1136.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!



Maria della Passione (1839-1904)

Hélène Marie Philippine de Chappotin de Neuville


Hélène Marie Philippine de Chappotin de Neuville, en religión María de la Pasión, nace el 21 de mayo de 1839 en Nantes, Francia, de una noble y cristiana familia. Desde la infancia manifiesta eminentes dones naturales y una fe profunda.

En abril de 1856, en unos ejercicios espirituales, hace una primera experiencia de Dios que la llama a una vida de consagración total. La improvisa muerte de la madre retrasa la realización. Sin embargo en diciembre de 1860, con el consentimiento del obispo de Nantes, entra en las Clarisas, atraída por el ideal de sencillez y pobreza de San Francisco.


El 23 de enero de 1861, aún postulante, hace una profunda experiencia de Dios que la invita a ofrecerse víctima por la Iglesia y el Papa. Esta experiencia marcará toda su vida. Cae gravemente enferma y tiene que dejar el monasterio. Después de su restablecimiento, su confesor la orienta hacia la Sociedad de María Reparadora y es admitida en mayo de 1864. El 15 de agosto del mismo año, en Toulouse, recibe el hábito con el nombre de María de la Pasión.


En marzo de 1865, aún novicia, es enviada a India, al Vicariato apostólico del Maduré, confiado a la Compañía de Jesús, donde las Reparadoras tienen como tarea principal la formación de las religiosas de una congregación autóctona y otras actividades apostólicas. En Maduré, el 3 de mayo de 1866, María de la Pasión pronuncia los votos temporales.


Por sus dones y virtudes es designada como superiora local y seguidamente, en julio de 1867, provincial de los tres conventos de las Reparadoras. Bajo su dirección las obras de apostolado se desarrollan, la paz — un tanto turbada por tensiones anteriores — se restablece, el fervor y la regularidad reflorecen en las comunidades. En 1874, funda una nueva casa en Ootacamund, en el Vicariato de Coimbatore, asignado a las Misiones Extranjeras de París. Pero en el Maduré las disensiones se agravan hasta tal punto de que veinte religiosas, entre ellas María de la Pasión, se ven obligadas, en 1876, a dejar la Sociedad de María Reparadora, Se reunen en Ootacamund bajo la jurisdicción del Vicario Apostólico de Coimbatore, Mons. José Bardou, M.E.P.


En noviembre de 1876, María de la Pasión se dirige a Roma para regularizar la situación de las veinte hermanas separadas y obtiene de Pío IX, el 6 de enero de 1877, la autorización de fundar un nuevo Instituto, específicamente misionero, bajo el nombre de Misioneras de María.


Sugerido por la Congregación de Propaganda Fide, María de la Pasión abre en Saint-Brieuc, Francia, un noviciado que acoge rápi-damente numerosas vocaciones. En abril de 1880 y en junio de 1882, la Sierva de Dios regresa a Roma para resolver las dificultades que amenazan obstaculizar la estabilidad y el crecimiento del joven Instituto. El último viaje, en junio de 1882, marca una etapa importante en su vida: se le autoriza a fundar en Roma una casa y, llevada por circunstancias providenciales, encuentra la orientación franciscana indicada por Dios veintidós años antes. El 4 de octubre de 1882, en la iglesia del Aracoeli es recibida en la Tercera Orden de San Francisco y entra en relación con el Siervo de Dios, Padre Bernardino de Portogruaro, ministro general de la Orden de Frailes Menores, que en sus pruebas le apoya con paternal solicitud.


En marzo de 1883, María de la Pasión es destituida en su función de Superiora del Instituto a causa de oposiciones latentes. Pero después de la investigación ordenada a este respecto por León XIII, se reconoce plenamente su inocencia y es reelegida en el Capítulo de julio de 1884.


El Instituto inicia su rápido desarrollo: el 12 de agosto de 1885 emiten el Decreto laudatorio y él de afiliación a la Orden de Hermanos Menores; se aprueban las Constituciones ad experimentum el 17 de julio de 1890 y definitivamente el 11 de mayo de 1896. Es el momento del envío de misioneras, incluso a las puestos más lejanos y peligrosos, sin detenerse, más allá de todo obstáculo y de toda frontera.


El celo misionero de la fundadora no conoce límites para responder a las llamadas de los pobres y abandonados. También la promoción de la mujer y la situación social le interesan particularmente; con inteligencia y discreción ofrece a los pioneros que trabajan en este campo, una colaboración que ellos aprecian mucho.


Su intensa actividad y su dinamismo brotan de la contemplación de los grandes misterios de la fe. Para María de la Pasión todo confluye en la Unidad-Trinidad de Dios Verdad-Amor, que se da a nosotros a través del misterio pascual de Cristo. Unida a estos misterios vive su vocación de ofrenda en una dimensión eclesial y misionera. Jesús Eucaristía es para ella «el gran misionero» y María, en la disponibilidad de su «Ecce», traza el camino de la donación sin reserva a la obra de Dios. De este modo abre a su Instituto los horizontes de la misión universal, cumplida en el espíritu evangélico de sencillez, pobreza y caridad de Francisco de Asís.


Tiene gran cuidado, no solamente de la organización exterior de las obras, sino sobre todo de la formación espiritual de las religiosas. Dotada de una extraordinaria capacidad de trabajo, encuentra tiempo para redactar numerosos escritos de formación, y para mantener una frecuente correspondencia con sus misioneras esparcidas por el mundo, invitándolas con insistencia a una vida de santidad. En 1900, el Instituto recibe el sello de sangre con el martirio en China de siete Franciscanas Misioneras de María, beatificadas en 1946 y canonizadas en el transcurso del Gran Jubileo del año 2000. Este martirio es para María de la Pasión, junto con un gran dolor, un inmenso gozo, una emoción intensa de ser la madre espiritual de estas misioneras que han sabido vivir el ideal de su vocación, hasta la efusión de la sangre.


Agotada por las fatigas de incesantes viajes y por el trabajo cotidiano, María de la Pasión, después de una breve enfermedad, muere serenamente en San Remo el 15 de noviembre de 1904, dejando más de dos mil religiosas y ochenta y seis casas insertas en cuatro continentes. Sus restos mortales reposan en un oratorio privado de la casa general del Instituto en Roma.


En febrero de 1918 se abre en San Remo el Proceso informativo para la Causa de Beatificación y Canonización. En 1941 es promulgado el Decreto sobre los escritos y, en los años siguientes, llegan a la Santa Sede numerosísimas cartas postulatorias, de todas las partes del mundo, a favor de la Causa de la Sierva de Dios. Después del voto unánimemente favorable de los Consultores, se publica el Decreto para la Introducción de la Causa, con aprobación de S.S. Juan Pablo II, el 19 de enero de 1979.


El 28 de junio de 1999 es promulgado solemnemente por el Sumo Pontífice Juan Pablo II, el Decreto de la heroicidad de las virtudes de la Madre María de la Pasión.


El 5 marzo de 2002, se reconoce la curación de una religiosa afectada de «TBC pulmonar vertebral; Morbo de Pott», un milagro que Dios concede por intercesión de la Venerable. El 23 de abril de 2002, en presencia del Sumo Pontífice Juan Pablo II, es promulgado el Decreto que abre el camino a la Beatificación de la Venerable Sierva de Dios. Fue beatificada el 20 de octubre de 2002.





Santo español de la ilustre familia Pignatelli uno de cuyos vástagos fue elevado al mismísimo puesto de sucesor de Pedro en la persona del Pontífice Inocencio XII y cuyas raíces se hunden en la historia hasta rayar la leyenda.

Nació en Zaragoza, el 27 de Diciembre del año 1737. Su padre D. Antonio, de la familia de los duques de Monteleón, y su madre Doña María Francisca Moncayo Fernández de Heredia y Blanes. Fue el séptimo de nueve hermanos. Pasa la niñez en Nápoles y su hermana María Francisca es, a la vez que hermana, madre, puesto que perdió la suya cuando tenía José cuatro años.


Se forma entre Zaragoza, Tarragona, Calatayud y Manresa, primero en el colegio de los jesuitas y luego haciendo el noviciado, estudiando filosofía y cursando humanidades. Reside en Zaragoza, ejerciendo el ministerio sacerdotal entre enseñanza y visitas a pobres y encarcelados, todo el tiempo hasta que los jesuitas son expulsados por decreto de Carlos III, en 1767.


Civitacecchia, Córcega, Génova, los veinticuatro años transcurridos en Bolonia (1773-1797) dan testimonio del hombre que les pisó, sabiendo adoptar actitudes de altura humana con los hombres, y de confianza sobrenatural con Dios.


La Orden de San Ignacio ha sido abolida en 1773, sus miembros condenados al destierro y sus bienes confiscados. El último General, Lorenzo Ricci, consume su vida en la prisión del castillo de Sant’ Angelo. Sólo quedan jesuitas con reconocimiento en Prusia y Rusia. Allí tanto Federico como Catalina han soportado las maniobras exteriores y no han publicado los edictos papales, aunque la resistencia de Federico no se prolongará más allá del año 1776. Queda como último reducto la Compañía de Rusia con un reconocimiento verbal primero por parte del Papa Pío VI y oficial después con documento del Papa Pío VII. José de Pignatelli comprende que la restauración legal de la Compañía de Jesús ha de pasar por la adhesión a la Compañía de Rusia. Renueva su profesión religiosa en su capilla privada de Bolonia.


No verá el día en que el Papa Pío VII restaure nuevamente la Compañía de Jesús en toda la Iglesia, el día 7 de Agosto de 1814, pero preparará bien el terreno para que esto sea posible en Roma, en Nápoles, en Sicilia. Formará a nuevos candidatos, reorganizará a antiguos jesuitas españoles e italianos dispersos y buscará nuevas vocaciones que forzosamente han de adherirse, como él mismo, a la Compañía de Rusia. Esta labor la realizará mientras es consejero del duque de Parma, don Fernando de Borbón nieto de Felipe V, y como provincial de Italia por nombramiento del vicario general de Rusia Blanca.


En este esfuerzo colosal, muere en Roma el 15 de Noviembre de 1811, en el alfoz del Coliseo.


Estuvo convencido el santo aragonés de que, si el restablecimiento de su Orden era cosa de Dios, tenía que pasar por el camino de la tribulación, del fracaso, de la humillación, de la cruz, de la vida interior que no se presupone sin humildad, sin confianza.


Si quieres saber más consulta ewtn



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