Ártículos Más Recientes

12:07 a.m.

Por: . | Fuente: Archidiócesis de Madrid



Monje


No está incluido en el actual Martirologio Romano.

En los años bisiestos se celebra el día 29 en lugar del 28.



Los años bisiestos tienen el inconveniente de celebrar un tanto aislada en clara desventaja con respecto a los demás santos la fiesta de los que el santoral coloca en este día. Menos mal que desde la altura de la santidad esa situación peculiar, debida a las imperfecciones humanas que no encuentran otra forma para medir el tiempo, a mí se me antoja que puede ser una más de las oportunidades que en el Cielo deben tener los bienaventurados para bromear entre ellos aquello de la gloria accidental y para ejercer su función de intercesores al compadecerse mejor de las flaquezas tan comprobables de los hombres.

Es el caso de Dositeo. Cuenta una antiquísima biografía suya que pasó los años de su juventud alineado en las filas del ejército, peleón como el primero y entusiasta de las victorias como el que más. Era cristiano. Entre guerra y guerra tuvo la oportunidad de visitar los Santos Lugares; peregrino piadoso, fue rememorando los acontecimientos de la Salvación que allí se realizaron; su amor a Jesucristo fue creciendo entre las piedras que ahora podía tocar y besar; en Getsemaní se quedó profundamente impresionado ante la visión de un cuadro que representaba los tormentos del Infierno. Aquello fue la ocasión para que diera un vuelco su vida. Decidió abandonar sus bien estudiados planes de futuro y los cambió por hacerse monje en Gaza (Palestina); desde entonces, intentó poner en juego todas sus energías con el fin de lograr la más perfecta imitación de Jesucristo, bajo la dirección del abad san Doroteo.


Desprendimiento es la palabra-clave desde entonces.


Comprendió con claridad que cualquier persona, cosa y situación de la tierra podría servirle de enredo y estorbo para el anhelo del Cielo. Y con el paso del tiempo cuentan sus biógrafos, logró un desapego completo y perfecto de todas las cosas, manifestado incluso en el desprendimiento de los libros para los rezos y de las herramientas con las que trabajaba su huerto.


Debían tener razón, porque ¡tantas veces se oculta el apegamiento detrás de la razonable excusa de poseer las cosas consideradas imprescindibles para el ejercicio de la profesión, o de las que son un medio para vivir! De esta manera, se presenta al asceta san Dositeo como un inmenso mazo de amor a Dios, un hombre cuya voluntad está plena deseos, de ansias, de anhelos de vivir en exclusiva para el Señor, con la decisión de entrar en su eterna posesión sin la rémora o lastre que pueda suponer el más ínfimo cariño a las cosas terrenas.


Pensándolo bien, no es extraño que con esa desnudez heroica de afectos a lo que la mayoría de los mortales aprecian, Dositeo haya dado una prueba más al acertar a morirse en el día del año que sólo cada cuatro llega. Así, ni siquiera está apegado a su recuerdo.



12:07 a.m.

Por: . | Fuente: Archidiócesis de Madrid



XLVI Papa


Martirologio Romano: En Roma, en la vía Tiburtina, sepultura de san Hilario, papa, que escribió cartas sobre la fe católica, con las que confirmó los concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia, enalteciendo el primado de la Sede Romana (468).


En los años bisisestos se celebra el día 29 en lugar del 28.




Hilarus, natural de Cerdeña.

Cuando sólo era diácono tuvo una intervención muy especial en el concilio de Éfeso actuando como legado del papa san León I el Magno , en el 449. No firma la deposición de san Flaviano , patriarca de Constantinopla. Tan mal se pusieron las cosas en aquél concilio – el del latrocinio– que llegó a temer las iras de los adversarios y huyó llevando la apelación de Flaviano al papa. (Este texto se descubrió en el 1882). Desde Roma escribe a la emperatriz Pulqueria dándole información precisa de lo ocurrido. También intervino en la cuestión controvertida entre griegos y latinos sobre la fijación de la fecha común para celebrar la fiesta de la Pascua.


Hilario sucedió al papa san León en la Sede de san Pedro a finales del 461. Y en los siete años que duró su pontificado gobernó la Iglesia dedicándose por entero y con firmeza a asentar principios teóricos y prácticos en materia de disciplina y jurisdicción. Era la puesta en marcha de ese funcionamiento interno que la Iglesia había de ir tejiendo en el tiempo buscando el bien de los pastores y de los fieles y para la mejor difusión del Evangelio. De modo especial hubo de intervenir en la corrección de abusos por parte de altos eclesiásticos en las Galias, como es el caso del obispo Hermes, usurpador de la sede narbonense, sin mediación del arzobispo Leoncio. También tomó decisiones en el caso de Mamerto, en Viena, que consagraba obispos sin conocimiento del metropolitano. Y para no ser menos, corrigió igualmente abusos cometidos en España, en la provincia Tarraconense, donde algún obispo abandonó a su grey y fijó arbitrariamente su residencia en lugar diferente, algún otro interfería en labores pastorales ajenas y además existían consagraciones ilegales de obispos. El deseo que el papa expresa en la carta dirigida a Leoncio es trabajar "en pro de la universal concordia de los sacerdotes del Señor, procuraré que nadie se atreva a buscar su propio interés, sino que todos se esfuercen en promover la causa de Cristo".


En estos asuntos solía usar una forma colegiada de gobernar inclinándose a promover encuentros de obispos, más o menos numerosos, que le asesoraran sobre las cuestiones difíciles, le ayudaran a mirar cada problema desde distintos ángulos y le proporcionaran elementos de juicio suficientes para poder tomar decisiones justas con el ministerio y con las personas.


En Roma fomentó el culto, edificó capillas en la basílica constantiniana de Letrán, construyó un monasterio dedicado a san Lorenzo y dejó testimonio de la devoción agradecida que profesó al Apóstol y evangelista san Juan a quien atribuyó siempre la gracia de haber sido librado de la ira de los hombres, cuando el Latrocinio de Éfeso.

Murió el último día de febrero del año 468.


San Hilario conocía bien al hombre; ese espíritu humano que es proclive a pactar con la soberbia, la comodidad, el afán de poder y el bien que reportan las riquezas; eso tan común de lo que no están exentos ni los jerarcas de ayer, ni los de hoy. Su fortaleza de entonces con disposiciones claras, supongo que ayudará a los que profetizan, santifican y mandan a estar bien vigilantes en su esfuerzo personal de fidelidad al Evangelio. De ese modo no hay peligro de que el servicio a la Iglesia que comporta el ministerio se pervierta convirtiéndose en instrumento de lucro personal.


Este día también se festeja a San Román



12:07 a.m.

Presbítero y Mártir


En los años bisiestos se celebra el día 29 en lugar del 28.


Martirologio Romano: En la ciudad de Xilinxian, en la provincia china de Guangxi, san Agusto Chapdelaine, presbítero de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París y mártir, que, detenido por los soldados junto con muchos neófitos de esta región a los que había convertido, recibió trescientos azotes, fue encerrado en una reducido agujero y finalmente degollado. (1856)

Etimológicamente: Augusto = Aquel que es venerado y respetado, es de origen latino.


Fecha de canonización: 1 de octubre de 2000, junto a otros 119 mártires en China, por el Papa Juan Pablo II.





Nació en La Rochelle (Manche) francesa en 1814. Se ordenó sacerdote en 1843. En 1851 ingresó en el Instituto de las Misiones Extranjeras de París y en 1852 embarcó para China.

Fundó una comunidad cristiana en Kuang-Si, que a su muerte contaba con varios centenares de cristianos.


Por sus cartas se sabe que esperaba como la cosa más natural del mundo su muerte al estilo de los mártires. En esos escritos aparece con una serenidad fuera de lo común, apoyada sólo en lo sobrenatural y con una perseverancia heroica.


Varias veces fue apresado y encarcelado y otras tantas puesto en libertad. Es más, mientras estaba prisionero, solía entrar en salir de la prisión, según el buen humor de los funcionarios locales, yendo y viniendo a atender a sus fieles con los sacramentos y la predicación.


Hasta que un día, uno de los jefes lo torturó con el refinamiento reservado a los criminales. Como al día siguiente aún respiraba, lo mandó decapitar y colgar su cabeza de las ramas de un árbol gigante.


Los niños, se peleaban entre ellos para tirarle piedras hasta conseguir caerla.


Y esto, sin más precisión, sucedió en los últimos días de febrero.



12:07 a.m.


Antonia nació en Florencia en 1401. Poco se sabe de su infancia. A los 15 años se casó, tuvo un hijo, y estando éste todavía muy pequeño, ella enviudó. Para atender a las necesidades del hijo, aceptó un nuevo matrimonio, con igual fortuna, pues el marido murió pronto. Entonces ella decidió que ni el mundo era para ella, ni ella para el mundo. Y una vez que el hijo pudo valerse por sí mismo, ella entró entre las Hermanas Terciarias Regulares de San Francisco fundadas por la Beata Angelina de Marsciano, que tenían entonces su convento en San Onofre, en Florencia. Desde entonces el convento fue su pobre y durísima familia. Su única ambición era santificarse. Con su forma de vida edificó a sus compañeras y también mereció la estima de sus superiores. Fue enviada a Foligno, al convento de Santa Ana, y luego a Aquila, al convento de Santa Isabel. Aquí tuvo como director espiritual a san Juan de Capistrano, quien, junto con San Bernardino de Siena, promovía la llamada “observancia”.

Antonia sentía la urgencia de una regla más austera, de una pobreza más rígida, de una abnegación más perfecta. Con la aprobación de Nicolás V, y la bendición de San Juan de Capistrano, Vicario general, en 1447 se retiró con doce compañeras al monasterio del Corpus Domini para observar en todo su rigor la primera regla de Santa Clara. San Juan de Capistrano le encomendó la dirección del monasterio para que fuera modelo del nuevo espíritu “observante” también en la Segunda Orden, rama femenina franciscana.


Por muchos años fue superiora modelo, reformadora de las costumbres, ejemplo de virtudes y de obediencia. Sufrió desventuras y calumnias pero no la postraron. Venció sus propias tribulaciones curando las ajenas. Al acercarse la muerte, llamó a sí a sus cohermanas para recomendarles la exacta observancia de la regla y la caridad fraterna. Tenía 71 años cuando murió, el 28 de febrero de 1472. La ciudad de Aquila la veneró como santa desde su muerte.


¡Felicidades a quien lleve este nombre!



12:07 a.m.

Por: . | Fuente: santiebeati.it



Obispo


Martirologio Romano: En Worchester, en Inglaterra, san Osvaldo, obispo, que fue primero canónigo y después monje, presidió las sedes de Worchester y de York, introdujo en muchos monasterios la Regla de san Benito, siendo un maestro benigno, alegre y docto (992).

En los años bisiestos se celebra el día 29 en lugar del 28.



Hijo de padres daneses, se hizo monje benedictino en el monasterio de Fleury, en Francia, y posteriormente recibió la ordenación sacerdotal en Inglaterra en el año 959. Por recomendación de san Dunstan, con quien san Osvaldo compartía los ideales monásticos, fue nombrado obispo de Worcester en el año 961, donde convirtió el cabildo de la iglesia catedral en una comunidad monástica, fundó también otros dos monasterios en Westbury-on-Trym, cerca de Bristol, y el más influyente de Ramsey, para el cual obtuvo que el monastero de Fleury le “prestara” a san Abón, como maestro.

Cuando fue nombrado arzobispo de York, se le permitió mantener también la diócesis de Worcester. En la reacción anti monástica que siguió a la muerte de san Eduardo mártir, las comunidades monásticas se dispersaron temporalmente. Tenía como características personales la amabilidad, la cortesía y la alegría, que lo hicieron ser muy amado por el pueblo.


Murió en Worcester el 28 de febrero del 992 después de lavar los pies a doce pobres y de sentarse con ellos a la mesa. Su cuerpo fue trasladado a un sepulcro nuevo por san Wulfstano, también obispo de Worcester desde 1062 hasta 1095.


responsable de la traducción: Xavier Villalta



12:07 a.m.

Por: Lázaro Iriarte, o.f.m.cap. | Fuente: Franciscanos.org



Abadesa


Martirologio Romano: En Murcia, en España, beata María Ángela Astorch, abadesa de la Orden de las Clarisas, la cual, muy humilde y entregada a las penitencias, daba buenos consejos y ayuda, tanto a las monjas como a los laicos ( 1665)


El 1 de septiembre de 1592 nacía en Barcelona Jerónima, cuarto vástago del matrimonio Cristóbal e Isabel Astorch. Su padre, que pertenecía al gremio de libreros, desempeñaba un cargo público importante. Su madre, heredera de una cuantiosa fortuna, era una dama de acendrada religiosidad.

Doña Isabel falleció en 1593, cuando la pequeña Jerónima contaba apenas diez meses. Hubo de ser confiada a los cuidados de una nodriza en el pueblo de Sarriá. Cuatro años más tarde moría don Cristóbal. La huerfanita creció hasta la edad de nueve años en casa de su aya, que la quería como una verdadera madre. Escribe ella recordando aquellos años: «Era yo la alegría y el entretenimiento de todo el lugar. Mi esparcimiento era jugar con pájaros, los cuales tenía en abundancia y muy hermosos, y con las aves del cielo. Y, a las tardes, tomar la fresca con la luna, saliendo a lugares solos de mucha arboleda...».


Frisaba en los siete años cuando un día, por haber comido «almendrillas verdes», se puso tan mala que todos la dieron por muerta y aun se hicieron los preparativos para el entierro. Ella, en sus memorias, atribuye reiteradamente a la intercesión de la Madre Ángela Serafina y a la intervención prodigiosa de la Virgen María el haber vuelto a la vida. Desde entonces -escribirá más tarde- «corre mi vida por cuenta de esta divina Señora». Y añade: «Mi niñez no fue sino hasta los siete años: de éstos en adelante fui ya mujer de juicio y no poco advertida, y así sufrida, compuesta, callada y verdadera».


A los nueve años la tomó bajo su responsabilidad uno de los tutores. Aprendió a leer y hacer labores. Se despertó en ella una afición incontenible a los libros, en particular a los escritos en latín. Ella misma afirma que dejaba admirado al maestro, que le daba lección, por la prontitud de captación y su fácil retentiva.


A la escuela de Madre Ángela Serafina Prat


El 16 de septiembre de 1603, con once años recién cumplidos, Jerónima era recibida en el convento de las capuchinas de Barcelona; el obispo en persona, don Alonso Coloma, la entregó a la fundadora, Madre Ángela Serafina Prat. Esta santa mujer había reunido en 1589 a un grupo de jóvenes colaboradoras, la más adicta de las cuales era Isabel Astorch, hermana mayor de Jerónima. Dos años más tarde obtuvo del nuncio pontificio la erección canónica de un convento de capuchinas, que desde febrero de 1603 tenía sus constituciones propias. Las vocaciones afluían numerosas, atraídas por la austeridad de vida, retiro y fervor de las religiosas, no menos que por la fama de santidad de la fundadora.


Nuestra jovencita, que recibió el nombre de María Ángela, no cabía de gozo al verse en aquel recinto de santidad, donde se conjugaban armoniosamente el rigor de la penitencia con un clima familiar de sencillez y de alegría. «Lo primero que puso Dios en mi corazón -escribe- fue el parecerme las religiosas santas. Hasta el hablar unas con otras y hasta cualquier ruido que oía en casa, todo me sabía a santo. Y así me causaba todo gran devoción... Mi corazón estaba tal, que me apasionaba en querer seguirlas en todo cuanto alcanzaba a ver o saber de mortificaciones o penitencias...»


Tuvo la fortuna de hallar un guía espiritual a su medida en el sacerdote aragonés mosén Martín García, forjado por muchos años en la vida eremítica. Ella le abría candorosamente su espíritu y él la iba encaminando inteligentemente hacia una piedad cada vez más interiorizada hasta introducirla de lleno en la oración mental y en la contemplación infusa. María Ángela tomó como modelos vivientes a su venerada Madre Ángela Serafina, de altas experiencias místicas, y a su propia hermana sor Isabel, favorecida asimismo con dones superiores.


En cambio, tuvo que soportar la incomprensión, la dureza y hasta los malos tratos de una maestra, inmadura y celosa, que no perdía ocasión de humillarla. Le daba en rostro todo lo que a las demás, especialmente a la fundadora, les caía en gracia en la benjamina: su voz sonora y armoniosa en el canto coral, su conocimiento de los textos litúrgicos, sus modales comedidos, sus salidas de persona mayor, hasta sus actos de virtud. María Ángela sufría en silencio y se esforzaba por corresponderle con dulzura y sumisión, pero no estuvo en su mano dominar la incompatibilidad con la maestra: «Era en todo opuesta a mi natural y condición -declara-; siempre me hacía horror vivir con el modo de ser dicha sierva de Dios».


Hubo otra causa particular de sufrimiento: su pasión por los libros en la lengua latina. Al entrar en el convento había traído consigo los seis tomos del Breviario, que se había hecho comprar previamente. Se hallaba ya entonces familiarizada con los latines de la oración oficial de la Iglesia, que será en adelante su alimento espiritual y su consuelo. Toda su gloria era verse rodeada de libros en latín. Niña como era, se entretenía a veces amontonando los breviarios y diurnales, que las hermanas tenían en el coro. Quedó desconsolada el día que le quitaron los tomos de su Breviario; el confesor hizo que le quitaran todos los libros en latín, y le prohibió servirse de textos bíblicos y litúrgicos en esta lengua cuando platicaba con él en el confesionario. Lo sorprendente era la propiedad con que los aplicaba y el conocimiento que demostraba de la lengua litúrgica.


Cinco años hubo de pasar en calidad de aspirante, pero en régimen de noviciado. El 7 de septiembre de 1608 dio comienzo al año canónico de prueba bajo la dirección de su hermana sor Isabel, nombrada por la fundadora en sustitución de la maestra anterior. «La primavera de mi espíritu», llama aquel tiempo de intensidad contemplativa y ascética, para el que tomó como abogado y guía al evangelista san Juan. Ella misma nos ha dejado un esbozo de los sensatos criterios formativos de su santa hermana; inculcaba la responsabilidad personal: cada novicia había de llegar a ser «maestra de sí misma». Lejos de mimar a su hermanita, se mostró con ella calculadamente seca y hasta huidiza. Esto y las tentaciones y pruebas de espíritu que la afligieron en ese año la ayudaron a madurar internamente. Entre otras molestias del enemigo, una fue la tentación de pasarse a otra Orden de ritmo más monacal y solemne, «para vacar más libremente a la oración y lectura de libros espirituales».


Por su cultura superior y su madurez, fue encargada de instruir a sus compañeras de noviciado. Y esto también le atrajo su dosis de mortificación; la apodaban la «maestrita».


La vida de la fundadora, Madre Ángela Serafina, tocaba a su fin. El 15 de diciembre de 1608 reunió por última vez la comunidad en capítulo; en él propuso a votación la admisión de sor María Ángela a la profesión; no quería morir sin estar segura del futuro de su novicia predilecta, de la que tanto esperaba. Ese mismo día hubo de guardar cama y el 24 de diciembre expiraba santamente entre el llanto de todas.


Apenas concluido el año canónico, el 8 de septiembre de 1609, sor María Ángela emitió su profesión. Continuó su formación como joven profesa, siempre bajo la guía de su hermana Isabel, ahora nombrada «maestra de jóvenes», y bajo la dirección espiritual del buen mosén Martín García. Siempre recordará aquellos años felices en que vivió de continuo en un ansia incontenible de Dios, dándose sin trabas a la lectura y a los ejercicios de humildad y de mortificación. Con su hermana y con otras dos compañeras hizo un pacto «de hermandad muy íntima y de desafío», bella porfía de generosidad, en que no faltaba la rigurosa corrección recíproca acompañada de eficaces reparaciones en privado y en público.


Todo se hacía bajo el control paternal del anciano confesor, atento a moderar lo que pudiera haber de excesivo en aquellos fervores juveniles. No dudó en concederles dos días más de comunión semanal sobre los que tenía la comunidad, satisfecho como estaba del adelanto espiritual de las tres.


He aquí cómo recuerda, en su lenguaje siempre expresivo, los goces de su espíritu, especialmente en la contemplación bíblica:


«En este tiempo era mi alma un remedo de mariposa, de noche y de día, ardiendo en fuego vivo y sed insaciable en busca de mi Dios... Sólo le hacía ausencia el tiempo que tomaba del sueño; y éste lo tomaba tan sobrelevantada que, apenas despertaba, cuando ya me sentía llamada y solicitada de mi divino Señor con lugares particulares de la Escritura, Evangelio y Cantares... Gozaba de gran paz y tranquilidad interior en el cantar los divinos oficios. Tenía muchísimas inteligencias de lo que decían muchísimos lugares y versos...»


Y dice cómo sufrió al prohibirle el confesor poner atención a esas inteligencias durante el recitado coral, así como el decir o cantar versículos fuera del coro, como lo venía haciendo durante las labores. No contenta con las lecturas bíblicas del Breviario, se propuso leer la Biblia entera, en latín, desde la primera página del Génesis. Durante dos años tuvo el cargo de sacristana y el de «correctora de coro», ya que ninguna otra se hallaba mejor preparada para velar por la fidelidad a las rúbricas y la recta lectura de los textos latinos. Además, y no obstante su corta edad, fue elegida sexta discreta, es decir una de las ocho consejeras que prescribe la Regla de santa Clara.


Maestra de novicias a los 21 años


El convento de Santa Margarita de Barcelona no tardó en proliferar, dando lugar a toda una nutrida constelación de fundaciones en toda España, en Cerdeña, México, Guatemala, Perú, Chile, Argentina... Hoy son un centenar los monasterios que se remontan, en su origen más o menos remoto, al fundado por la Madre Ángela Serafina.


En 1609 salieron las fundaciones de Gerona y de Valencia. En 1614 llegó el turno a la de Zaragoza. El 24 de mayo de ese año llegaban a la capital de Aragón las seis religiosas destinadas a la fundación del monasterio que sería intitulado de «Nuestra Señora de los Angeles». Entre ellas se hallaba sor María Ángela, que iba con el cargo de maestra de novicias y de secretaria. Tenía 21 años de edad.


No le faltaron momentos de apocamiento al sentirse «con cargo de almas para enseñarles religión y camino espiritual y trato con Dios». Pero se sobreponía con la seguridad de la ayuda divina. Tomó como modelo la pedagogía evangélica aprendida de su hermana Isabel, ahora abadesa en Barcelona; moriría dos años más tarde en fama de santidad. Los ideales y métodos de María Ángela como formadora se hallan reunidos en su opúsculo Práctica espiritual para las nuevas y novicias. Su primera preocupación era poner a las jóvenes en contacto directo con Dios mediante la vida litúrgica y la oración contemplativa: «Han de hambrear de noche y de día ser almas de oración; y de esto traten y hablen siempre las unas con las otras». Al mismo tiempo las guiaba al descubrimiento de la realidad de cada compañera en el trato mutuo y en las exigencias de la vida comunitaria. Era exigente en punto a unión fraterna y total nivelación entre las hermanas. Atenta a la formación de toda la persona, las hacía asimilar la disciplina externa en los actos comunes, en el trabajo, en la visita diaria a las enfermas, en el porte personal, en la comida, en el sueño... Pero en ninguna cosa ponía mayor cuidado que en la instrucción detallada de la recta ejecución de las celebraciones litúrgicas y en el espíritu con que habían de participar en ellas.


Fue mantenida en el oficio de maestra de novicias por tres trienios, de 1614 a 1623. En este año le fue confiada la formación de las jóvenes profesas, cargo que desempeñó hasta su elección como abadesa en 1626. Más tarde, en la fundación de Murcia, uniría al cargo de abadesa el de maestra de novicias, por deseo de la comunidad.


Había en ella, en efecto, dotes eximias de formadora. No hallaba dificultad en ganarse la confianza de las jóvenes a ella encomendadas; sabía identificarse con la índole y las situaciones de cada una, recurriendo si era necesario a medios extraordinarios. Escribe ella misma: «Muy en particular se me llevaban el afecto las que estaban más afligidas por luchas y tentaciones interiores, que me constaba de muchas por la humildad y claridad de conciencia que guardaban conmigo, con harta confusión mía».


Talla humana de María Ángela


En lo físico, era baja de estatura. Lo delicado de sus facciones, el mirar apacible de sus ojos, habitualmente entornados, su continente grave y hasta solemne, su hablar dulce y reposado, formaban un conjunto que infundía respeto y confianza a un mismo tiempo. Se añadía la claridad y viveza de sus facultades mentales, junto con un sentido finamente femenino del detalle y una sensibilidad que le hacía vivir intensamente cada circunstancia.


A ruegos de ella, siendo joven formadora, le hizo su confesor, el canónigo Gil, la ficha de su temperamento: «Natural vivo, vehemente y muy sutil». Y le dio como programa espiritualizar el natural, sin cohibirlo ni ignorarlo. Gracias al mandato del que fue su confesor desde 1641, don Alejo de Boxadós, poseemos el autorretrato moral más acabado que cabe desear. De él tomamos algunos rasgos:


1. Señor: mi natural es colérico, flemático, amoroso, agradecido y correspondiente, y tan fiel, que pasaré por cualquier cosa por guardar ley a quien de mí hiciera confianza.


2. También tengo aversión a personas cautelosas y de segundas intenciones, y de las que hacen demostraciones de que pasan grandes cosas interiores, ora sean gracias de Dios ora sean trabajos...


3. Curiosa en extremo..., siempre tengo de ir aseada en mi aseo y aliño como una señora en el suyo.


4. Tengo el entendimiento muy discursivo en cosas de pena, y esto es uno de los mayores impedimentos que me perturban y desasosiegan la quietud interior.


5. Quiero, y apetece mi natural ser querido, pero, no para ser blanco de voluntades, si bien siento mucho el desamor e ingratitud, sino para mayor unión y hacer efecto en los corazones.


6. Soy enemiga muchísimo de tratar con personas de un ordinario saber, y presuntuosas. Y es mi pasión tratar con las de buen sentir así en cosas corporales como espirituales y, para lo que toca a mi espíritu, doctas, graves y santas.


Entre las limitaciones humanas, que ella reconoce y lamenta, una es el complejo del miedo. «He tenido toda mi vida terrible pavor a los muertos», escribe en 1634. También le hacían pasar muy malos ratos las representaciones infernales. Otro reflejo de esa tendencia aprensiva era su temor a la muerte y a los juicios de Dios. A todo ello hallaba remedio abriéndose a la Palabra de Dios, que le devolvía la serenidad interior con las luces que Dios le comunicaba oportunamente.


Las hermanas que declararon en el proceso informativo son prolijas en enumerar los rasgos positivos del retrato moral de la venerada Madre, en especial insisten en su amor a la verdad por encima de todo convencionalismo e hipocresía. Ponderan asimismo la apacibilidad de su semblante siempre alegre.


Había en su trato cierta innata distinción, que le comunicaba ascendiente sobre los extraños, incluidos sus confesores. Con éstos observaba «sujeción a ley de espíritu noble»; y explicaba el motivo: «Creo toma mi alma este modo noble de lo mismo que Dios usa con ella, porque es tan grande la nobleza y suavidad con que me llena y atrae para sí, que me deja llena de una reverencial y humilde nobleza. Y así, por esto, creo que quien quisiere obrar en mí por diferente modo, me destruye de todo punto».


La mística del breviario


Los sacerdotes que trataron a María Ángela en Zaragoza y en Murcia quedaban intrigados por su conocimiento carismático de la sagrada Escritura, de los santos Padres y de la lengua latina. El arzobispo de Zaragoza se creyó en la obligación de designar una comisión de cinco examinadores para averiguar hasta dónde era «infuso» semejante fenómeno; le hicieron toda clase de pruebas a base de citas latinas, y ella fue indicando con precisión libro y capítulo de la Biblia o el escrito patrístico donde se hallaban. Quedaron asimismo sorprendidos al saber que, en la sala de labor, leía a las religiosas en latín el libro Vitae Patrum -vidas de los padres del yermo- traduciéndolo luego y explicándolo puntualmente. Parecido examen harían más tarde en Murcia el deán y un canónigo de aquella diócesis.


El breviario fue siempre la base de sus ascensiones místicas; la sagrada Escritura le ofrecía las expresiones más adecuadas para sus sentimientos íntimos, brotados bajo la acción de la luz contemplativa. Su piedad era eminentemente litúrgica. El versículo de un salmo, la lectura de un nocturno, un responsorio, una antífona, bastaban para transportarla al plano de las experiencias unitivas. Éstas, con todo, no le impedían seguir el movimiento del rezo con absoluta fidelidad e intervenir al punto cuando se cometía algún error en las rúbricas. Escribe en 1624: «Me acontece muchas veces que, cantando los salmos, me comunica su Majestad, por efectos interiores, lo propio que voy cantando, de modo que puedo decir con verdad que canto los efectos interiores de mi espíritu y no la composición y versos de los salmos». Dios mismo se constituía en «maestro y declarador de su Palabra».


Le gustaba considerar la Iglesia de la tierra y la del cielo unidas en la misma liturgia de alabanza. En la fiesta del Ángel de la Guarda de 1642 experimentó un «parentesco cercano» con los ángeles y bienaventurados y se sintió movida a lanzar un «desafío» a los moradores de la Jerusalén celestial: «Como moradora que soy de la Iglesia militante, tengo que cantar las alabanzas divinas con pureza y alegría de corazón..., y de todas hacer unos perfumes a la beatísima Trinidad, uniéndolas y poniéndolas en el incensario de oro del Corazón de Cristo, mi Señor».


El coro conventual era el lugar privilegiado del encuentro con Dios y consigo misma. «En él tengo mi oración -escribe- y, por la mayor parte, todos mis mejores empleos así de noche como de día. Es el puesto en donde más misericordias recibo...»


No obstante la importancia que tenía en su espiritualidad el Oficio divino, el verdadero centro vital era el misterio eucarístico. Ponía esmero particular en la participación activa de la comunidad en la santa Misa. Siendo abadesa obtuvo para todas las religiosas la licencia para poder recibir la comunión diariamente.


«Cuando su Majestad se encierra a solas con mi alma»


Las páginas más espléndidas de las cuentas de espíritu de María Ángela son aquéllas en que lucha por hallar un vehículo de expresión a lo que ella experimenta en las horas inefables de lo que llama «cerrado silencio interior», «silencio hablador», «íntima posesión y dulzura interior», «cercanidad divina»... Es una contemplación quieta y gozosa, por lo general, pero a veces vehemente.


Cuando Dios quiere disponerla a una merced particular le «llena el espíritu de un temple humilde y suave», que redunda en los sentidos. Y esto aun durante el día, esté donde esté. Es como un «respirar en Dios» aun en medio de las ocupaciones externas. Bajo la luz infusa, que la envuelve y la penetra, se siente «cogida», «robada», «poseída» por Dios, a merced de operaciones íntimas que la aligeran y la transforman. A veces las recibe como «hablas poderosísimas» que producen lo que significan, porque «el decir de Dios es obrar».


El punto de partida son siempre las ideas y los sentimientos que suscita en su alma la liturgia del día. Cualquier domingo del año le hace vivir, por ejemplo, la «festiva resurrección» del Señor.


Pero no todo son consuelos y enajenaciones amorosas. Con frecuencia ha de experimentar la «enfermedad de ausencia», cuando el Amado se retira. Escribe muy expresivamente en 1636: «La especial presencia y asistencia de su Majestad, tan dulce y familiar, se me convirtió en una ausencia y lejanía grande como, si decirse puede, si se hubiera ausentado en las Indias».


Forma contraste con su continente externo, digno y comedido, y aún con su fe reverencial en las celebraciones litúrgicas, su postura íntima, de verdadera infancia espiritual, ante Dios, que desempeña con ella «oficios de papá». Una tal actitud corresponde al clima de expansión y de gozo, o como ella dice de «ancheza y libertad de espíritu», que se respira en todas sus páginas: un aura franciscana de «hilaridad interior», fruto del vacío total de creatura, cuando el alma se ve «señora de sí misma».


María Ángela tenía orden de los confesores, ya desde 1627, por lo que hace a las gracias místicas extraordinarias, de «no buscarlas ni admitirlas». Ella se esforzaba por resistir al arrobamiento, a veces más allá de lo aconsejable, en especial durante la recitación de las horas canónicas y la participación en la misa. Se hallaba como cogida entre la vehemencia de la atracción divina y la voluntad del mismo Dios, que le hacía sentir su voz diciéndole: «¡Obedece y canta!». Volvía el ímpetu del rapto, y nuevamente la voz interior le hacía estar sobre sí: «¡Canta y obedece!». En ocasiones se veía obligada a asirse fuertemente al asiento o a la reja del coro para no ceder al rapto.


Esa violencia reiterada le producía los «desmayos del corazón», que llegaron a alarmar a los médicos. Era dolencia de amor.


Todo comenzó, allá por el año 1620, siendo maestra de novicias, con la «vista de un corazón bellísimo, muy grande y delicadísimo..., en el aire, entre cielo y tierra...». Lo flanqueaban, de un lado, la Virgen con el Niño, y del otro, san Francisco de Asís. «De la vista de este corazón -concluye- quedé esclava y cautiva». Y le dejó un ardor permanente en el corazón, con una sensibilidad tal, que cualquier contacto le producía un dolor insoportable. Se trata del fenómeno místico del corazón herido que, como en otros santos, se completó con la experiencia de la permuta de corazones. No fueron ímpetus de juventud: todavía en 1646 seguía sintiendo en el corazón «fuego vehementísimo, como cuando revienta una granada, un ardor que vaporeaba hacia arriba».


En relación con esa experiencia se coloca su amor apasionado al «melifluo Corazón de Jesús». Y esto medio siglo antes de las conocidas apariciones a santa Margarita María de Alacoque. «Es mí blanco -escribe-; lo amo apasionadamente». Y lo saluda: «Mi incomparable tesoro, toda mi riqueza, única esperanza cierta de todo lo que espero, claridad y sosiego de mis dudas, aliento de mis ahogos, centro íntimo de mi alma, propiciatorio de oro de mi espíritu..., escuela y cátedra donde leo ciencia y finezas de tu inmensa caridad...»


«¡Qué gran tesoro y dicha es ser hija de la Iglesia!»


En un siglo en que la espiritualidad católica se desenvolvía casi al margen de la liturgia y en que, incluso la teología, veía en la Iglesia únicamente la institución visible, María Ángela puede ser considerada como una verdadera excepción. Fue su misma intuición mística, guiada por la Palabra de Dios, la que la llevó a vivir en forma excepcional el misterio de la Iglesia.


Se siente profundamente deudora a la bondad divina por el beneficio de ser hija de la Iglesia, experimenta, aun en visión, el calor del regazo maternal de la esposa de Cristo, se esfuerza por formar a las religiosas en la conciencia gozosa de ser hijas de la Iglesia, en la oración insistente por las necesidades de la Iglesia.


Se siente unida en estrecho parentesco con todos los fieles, a quienes llama reiteradamente «mis hermanos»; ella misma siente entrañas maternales para con todos los redimidos: ¡«Oh, quién pudiera ser madre de todos ellos!». Desearía «ponerlos a todos dentro del Corazón de Cristo». Comparte el dolor de la Iglesia por los hijos separados de ella: los malos católicos, los herejes.


No sabe cómo corresponder a tanto como le viene comunicado por mediación de la Iglesia, en especial los «misterios» y las «verdades» que ella nos propone. Fue ésta la razón fundamental que la impulsó a tomar con apasionamiento el aprendizaje del latín: «Entender los misterios en la propia lengua en que nuestra madre la Iglesia nos los propone». No es sólo un adherirse al magisterio de la Iglesia con docilidad de fe, sino un «sujetar y cautivar mi juicio, saber y sentir a mi madre la Iglesia católica romana», hasta ofrendar la vida en su defensa si fuera necesario.


Medita con frecuencia en la unión esponsal de Cristo con la Iglesia, fundada por Él en la cruz. Es la Iglesia la que nos aplica los frutos de la sangre de Cristo. María Ángela se considera «incorporada dentro de los profundos tesoros» de la Iglesia y mira el convento fundado por ella en Murcia unido a la Iglesia universal, «árbol plantado en la heredad de la Iglesia». Anhela por el día en que no haya más que un solo redil y un solo Pastor, «un solo pueblo, puro y santo, todos del linaje real de Dios».


Irradiación a través de la reja conventual


La caridad apostólica de María Ángela corría parejas con su amor encendido al divino Esposo y con su solicitud entrañable por las hermanas puestas a su cuidado. Se sentía «hermana y madre de todos los fieles». Desde el encierro de los muros conventuales, ardía en ansias de prodigarse en bien de todos los redimidos. «Dios eterno -oraba-, que infundís este afecto y ansia interior en mi espíritu por la salvación de los fieles: ¡oh, si me fuera posible obrar en los corazones de todos!... Decidles que un alma penada y ansiosa de su bien se deshace en ansias de sus medros y de que os conozcan, sujeten y amen».


Echaba mano constantemente de los medios al alcance de una religiosa contemplativa: la oración, la penitencia, el amor redoblado al Señor para compensarle de las ofensas y del desamor de los hombres. Pero, sin pretenderlo, hubo de experimentar que, como ha dicho Jesús, la luz no se enciende para que quede oculta bajo el celemín, sino para que alumbre. No tardaron en trascender fuera los dones superiores que la adornaban: la santidad de vida, su don de consejo y aun la eficacia excepcional de su intercesión. Ella hubiera querido seguir ignorada en el encierro claustral, pero sus confesores le apremiaban a no negarse al reclamo de la caridad. Y hubo de prodigar su tiempo con las personas de toda clase social que acudían a ella en busca de consejo, de consuelo y de orientación en la vida. Se sabe nominalmente de hombres y mujeres de familias destacadas que fueron verdaderos «hijos espirituales» suyos y de prelados eminentes que mantuvieron con ella comunicación espiritual, entre éstos el cardenal Trivulzio, virrey de Aragón, el obispo de Albarracín don Jerónimo de Lanuza, el arzobispo de Zaragoza Martínez de Peralta, el patriarca de las Indias Occidentales Alonso Pérez de Guzmán.


Dentro de esta caridad universal ocupó lugar especial, sobre todo desde que estalló la guerra del principado en 1640, Cataluña, «mi patria atribulada», como ella se expresa. Sufrió y oró, teniendo que acatar los insondables designios de Dios en aquella tragedia cuya razón no acababa de entender. Algo de aquella angustia se revela en lo que escribía en 1646: «Queriendo rogar por la paz de los reyes y príncipes cristianos, no pude. Y me dijo su Majestad: ¡Hija, todos son unos! Y me dio inteligencia muy distinta que pecaban por malicia y pertinacia».


«Me guiso a mí misma para comida gustosa de todas»


En 1626 María Ángela había sido elegida abadesa con la necesaria dispensa, ya que los cánones exigían cuarenta años de edad y ella contaba sólo treinta y tres. Gobernó durante dos trienios seguidos la comunidad de Zaragoza, y después aún en dos trienios más con intervalos de tres años. Siendo vicaria partió para la fundación de Murcia; en este monasterio ejerció el cargo de abadesa hasta su renuncia espontánea cinco años antes de su muerte. En total veintisiete años al frente de la comunidad.


Consideró siempre como el primer servicio que la «madre y servidora» debe prestar a sus hermanas, según la Regla de santa Clara, el cuidado espiritual. Para ello se propuso «llevar a cada una al paso con que Dios la quiere hacer caminar», sin «enfilar» a todas por el mismo carril. Las hermanas que la tuvieron por superiora se hacen lenguas de aquel su estilo evangélico de servir más que de gobernar: «No tenía aceptación de personas». «Era la primera en barrer, fregar, lavar la colada, entrar leña». «Tenía particular prudencia y gracia para mover sin desagradar». «Era muy ponderada en la reprensión de los defectos, pero en los casos obligatorios de hacer correcciones, las hacía con todo valor..., a veces con sólo un gesto o con una mirada». «Poseía el don de consejo, dando respuestas adecuadas a la situación de cada una...; las hermanas estaban persuadidas de que penetraba el interior». «Era muy amada y venerada de todas». «Procuraba consultar lo que se había de obrar, y tenía mucha docilidad en seguir el parecer justo de cualquiera, aunque fuese contra el suyo».


De esta disposición suya para dialogar, escuchar y valorar el parecer ajeno escribe ella misma: «Dejo pasar en las cosas indiferentes, no dándoseme nada se haga lo contrario de mi sentir y querer». Diseminados en sus escritos hallamos acá y allá preciosos trazos de su fisonomía como guía de la comunidad:


«Me juzgo indigna de estar entre las siervas de Dios». «Mi norma es callar y sufrir, y llevar el peso que las cosas de gobierno traen consigo, como sierva de la casa de Dios». «Estoy atenta a llevar las condiciones y naturales de mis religiosas, aunque me lo quite de mi comodidad». «El ajustarme a todos los naturales y condiciones es sin duda obra de la gracia; y ésta me la da Dios para beber aguas muy amargas a mi natural y condición; pero así conquisto mi alma». «Con el oficio de prelada tengo muchas ocasiones de morir a mí misma y de dar a mi divino Señor mi vida en sacrificio, porque me guiso a mí misma para comida gustosa de todas». «Venero en mis religiosas la santidad oculta que Dios ha infundido en sus almas».


Entre los servicios prestados a la comunidad de Zaragoza cabe mencionar la construcción del nuevo convento, gracias a la buena ayuda recibida de un sacerdote bienhechor.


Otra importante iniciativa suya es la revisión de las Constituciones, mejorando el texto barcelonés, «de común consentimiento de todas las monjas, después de madura consideración». Fueron aprobadas por Urbano VIII en 1627. Por ellas se regirán andando el tiempo hasta trece monasterios derivados del de Zaragoza o relacionados con él.


Fundación de Murcia


Desde años atrás venía deseando María Ángela realizar una fundación, si fuera posible en Cataluña. En 1640 vino a apoyar el proyecto el nuevo confesor, don Antonio Boxadós, que gestionaba en Madrid la adjudicación del cargo de inquisidor en Murcia. De lograrlo, correría por cuenta suya el llevar a término la fundación de un convento de capuchinas en esta ciudad. Vencidas las dificultades, se logró la cédula real de 3 de diciembre de 1644 que autorizaba la erección del monasterio de la Exaltación del Santísimo Sacramento.


El 9 de junio de 1645 partía de Zaragoza María Ángela con otras cuatro religiosas. Al cabo de un viaje sembrado de peripecias, llegaron a destino el 28 del mismo mes. Al día siguiente, fiesta de San Pedro, fue la solemne inauguración del monasterio y la entrada en clausura.


La primera preocupación de la fundadora fue encauzar debidamente la nueva comunidad, atendiendo sobre todo a la formación de las jóvenes, que no tardaron en afluir en buen número.


No faltaron pruebas sensibles en aquellos primeros años. La primera fue la gran epidemia del año 1648: la ciudad quedó casi despoblada; las víctimas fueron, al decir de un autor, más de 24.000 en toda la comarca. El contagio hizo presa en la comunidad; y se debió a la oración confiada e insistente de la santa abadesa el que no muriera ninguna de las religiosas. Pero se hubo de lamentar la muerte de uno de los donados agregados al convento.


La otra prueba, más penosa, fue la inundación del 14 de octubre de 1651, la más desastrosa que recuerdan los anales de Murcia. En total quedaron arrasados más de doscientos edificios; los muertos pasaron de dos mil. El convento de las capuchinas se hallaba en la parte más elevada del casco urbano, pero de nada sirvió. En vista de que las aguas habían llenado la iglesia y todas las dependencias de la planta baja, subiendo siempre de nivel, optaron por abandonar la clausura, después de sumir las especies sacramentales, lanzándose a través de la corriente para ganar el próximo colegio de la Compañía. Estaban aún en el zaguán de éste, cuando oyeron el estruendo de la iglesia de su convento, que se vino abajo, perdiéndose cuanto había en ella y en la sacristía.


Pasaron trece meses en una residencia de verano que los jesuitas les cedieron generosamente en la montaña de Las Ermitas. Hallaron el convento en pésimas condiciones todavía. Y, cuando se planeaba la nueva obra, una segunda inundación, el 7 de noviembre de 1653, las obligó a regresar a Las Ermitas.


Mucho más sensible que estos infortunios fue la indigna calumnia levantada ante el prelado contra la santa abadesa y las religiosas por obra de una mujerzuela; todo terminó con la retractación de la mal aconsejada y con el reconocimiento de la inocencia de las difamadas.


Entre tanto se fueron activando las obras del convento, y el 22 de noviembre de 1654 la comunidad pudo regresar a él definitivamente.


El último heroico desaproprio... y la unión eterna


La vida íntima de María Ángela, en todo este tiempo, avanza cada vez más, a fuerza de purificaciones y de pesadumbres, hacia la transformación por amor. Su contemplación se hace aún más explícitamente bíblica y litúrgica. Sigue meditando con amor compasivo en los pasos de la pasión del Señor, pero ahora su meditación es menos sujeta a la sensibilidad, más atenta a las «penas mentales» del Redentor. Se siente atraída con nueva fuerza al Amor. «Quisiera ser la más fina amante que jamás haya tenido», escribe en 1650. Por lo mismo le resultan más duras «las ausencias y soledades del amante Dios».


Experimenta la presencia unitiva de continuo, junto con el «total vacío de sí misma», que ella llama también «verdadera pobreza de espíritu», renunciando aun a las mercedes que el Señor le concede para vivir del puro amor.


Su «sentido espiritual» va ganando en «sutileza», para usar su propia expresión, y en hondura. Cualquier circunstancia externa -el canto de una avecilla, unos compases de música, una letrilla devota, sobre todo un lugar de la Escritura o una verdad de fe-, es un reclamo que le hace sentir «novedad interior y alientos divinos». Experimenta «tientos» de la unión eterna y suspira cada vez con mayor ansia por la «seguridad de la posesión de la eterna Jerusalén». «Siento una desnudez de todo lo de acá -escribe-, como de cosas aparentes y de burla; y así estoy entre ellas como de puntillas. ¡Ay, Señor, y cuándo será ese momento y día! ¡Ay de mí, que se me alarga este destierro mío! (Sal 119,5)».


Desde 1654 padecía dolencias que preocupaban a las religiosas. En 1661 fue perdiendo rápidamente el vigor de sus facultades y quedó reducida a un estado infantil, incomprensible para cuantos habían conocido su clarividencia mental y su presencia de ánimo. Tuvo, eso sí, la cordura suficiente como para comprender que, en aquella situación, no debía seguir al frente de la comunidad. Hizo reunir el capítulo y elegir a su sucesora.


«Incapaz para lo temporal, pero con mucho conocimiento de lo divino», la vieron las religiosas en aquellos años. Era natural que todos atribuyeran aquel estado de disminución a un proceso de senilidad, tal vez prematuro. Pero ¡cuál no fue la sorpresa y la emoción de las hermanas y de cuantos la conocían al encontrar después de su muerte, entre sus papeles, una oración autógrafa, redactada en 1661, cuando aún gozaba de plena lucidez, en la que suplicaba al Señor la gracia de «quedar inepta en lo exterior, para las cosas de este mundo y, consiguientemente, sin el cargo de prelada; de tal modo que no la impidiese, en su interior, andar siempre en la divina presencia, alabándole y glorificándole!».


El 21 de noviembre de 1665 le sobrevino un ataque de hemiplejía. Al propio tiempo recobró en pleno el uso de sus facultades mentales. Hizo su confesión con la lucidez de sus mejores años. Recibido el Viático la vieron permanecer extática por largo rato. Expiró serenamente el 2 de diciembre de 1665, después de haber entonado, con un resto de voz, el Pange lingua, coreado por sus hijas espirituales entre gemidos incontenibles. Contaba 73 años de edad.


La ciudad de Murcia se volcó a venerar el cuerpo de la que todos proclamaban santa. Y comenzaron a multiplicarse los milagros obtenidos por su intercesión. En 1668, apenas transcurridos dos años después de la muerte, fue iniciado el proceso informativo diocesano con miras a la beatificación. Circunstancias diversas fueron retrasando el proceso apostólico. Por fin el 29 de septiembre de 1850 recibía canónicamente el título de Venerable. Juan Pablo II la beatificó el 23 de mayo de 1982.



6:22 a.m.
Por: . | Fuente: Vatican.va / Zenit.org


Sacerdote y Martir


Martirologio Romano: En la ciudad de Teocaltitlán, México, san Pedro Esqueda Ramírez, presbítero y mártir, que, por ser sacerdote, durante la Revolución mexicana fue encarcelado y fusilado. ( 1927)
Fecha de canonización: 21 de mayo de 2000 por S.S. Juan Pablo II



Nació en San Juan de los Lagos, Jal. (Diócesis de San Juan de los Lagos), el 29 de abril de 1887.
Vicario de San Juan de los Lagos. El ministerio al que se dedicó con verdadera pasión fue la catequesis de los niños.

Fundó varios centros de estudio y una escuela para la formación de catequistas. Siempre fue muy devoto del Santísimo. En plena persecución organizaba a las familias para que no faltaran a la guardia perpetua a Jesús Sacramentado en casas particulares.

Desde el momento de ser apresado fue tan duramente golpeado, que se le abrió una herida en la cara. Un militar, después de golpearlo, le dijo: «Ahora ya has de estar arrepentido de ser cura»; a lo que contestó dulcemente el padre Pedro: «No, ni un momento, y poco me falta para ver el cielo».

El 22 de noviembre de 1927 fue sacado de su prisión para ser ejecutado; los niños le rodearon y el Padre Esqueda insistentemente le repitió a un pequeño que caminaba junto a él: «No dejes de estudiar el catecismo, ni dejes la doctrina cristiana para nada».

Y en un pedazo de papel escribió sus últimas recomendaciones para las catequistas. Al llegar a las afueras del poblado de Teocaltitlán, Jalisco, le dispararon tres balas que cambiaron su vida terrena por la eterna.

Publicado con autorizacíon de Vatican.va



Autor: Isabel Orellana Vilches

Fuente: Zenit.org



Nació en San Juan de los Lagos (Jalisco, México), el 29 de abril de 1887. Sus padres Margarito Esqueda y Nicanora Ramírez ignoraban que habían traído al mundo a una persona auténtica, valiente, que sería testigo de Cristo ante el mundo. Con escasos recursos económicos, la familia vivía alumbrada por la fe que recibió el muchacho y que se ocupó de acrecentar con la gracia divina. Por eso, la conocida expresión «estamos en manos de Dios» que frecuentemente se formula cuando la incertidumbre ante un futuro incierto hace acto de presencia, sean cuales sean las razones, no fue para él un comentario lacónico, una especie de comodín verbal sin más pretensiones, como tantas veces ocurre. Este joven intrépido y valeroso sostuvo rigurosamente esta convicción, con la hondura que encierra de absoluta confianza en la voluntad divina, en el instante más álgido de su corta existencia.
Su temprana vinculación a la parroquia como niño de coro y monaguillo despertó su vocación al sacerdocio. Su expediente académico era impecable. Responsable y aplicado en sus estudios, siempre cosechando buenas notas, hicieron de él un alumno modélico para Piedad y Pedro, dos de sus profesores y directores de los centros en los que se educó. En esa infancia enriquecida por la piedad, y saludablemente gozosa, se habituó a rezar el rosario; erigía altares en los que simulaba estar oficiando misa, el sueño que alimentaba en su espíritu.

Tenía 15 años cuando ingresó en el seminario auxiliar de San Julián, dejando el incipiente trabajo en una zapatería, porque su padre juzgó conveniente que iniciase la carrera eclesiástica. Allí siguió mostrando sus cualidades para el estudio que eran tan solo un matiz de las muchas que le adornaban. En el seminario permaneció recibiendo formación hasta que las autoridades federales determinaron cerrarlo en 1914. No había podido ser ordenado, pero era ya diácono, y al regresar a su ciudad natal actuó como tal en la parroquia hasta que en 1916, después de haber completado estudios en el seminario de Guadalajara, se convirtió en sacerdote. Recibió el sacramento a finales de ese año en la capilla del hospital de la Santísima Trinidad. A continuación fue designado vicario de la parroquia en la que trabajaba. En ella permaneció hasta su muerte; once años de intensa actividad pastoral, dando lo mejor de sí. Dinamizó la vida apostólica con una excelente labor catequética que tenía como objetivo a los niños, a la par que impulsaba la asociación Cruzada Eucarística llevado por su amor a la Eucaristía, devoción que, junto a la que profesaba a la Virgen, extendió entre los fieles. De la Eucaristía extraía su fortaleza y aliento. Fue también un ángel de bondad para los pobres.

Las fuerzas gubernamentales en una feroz campaña anticlerical habían dictado orden de persecución y las buenas gentes del pueblo intentaron convencer a Pedro para que huyese a otro lugar. Sólo aceptó refugiarse de manera provisional en algunos lugares siempre cercanos a los fieles, a quienes de ese modo seguía atendiendo pastoralmente. Los sacerdotes y religiosos que han derramado su sangre por Cristo y su Iglesia en medio de conflictos políticos fueron caritativos y se caracterizaron por la libertad evangélica. No tuvieron acepción de personas ni militaron en bandos determinados. Arraigados en Cristo se desvivían por las necesidades de sus fieles, con independencia de sus ideologías. Así era Pedro.

Al inicio de noviembre de 1927 buscó refugio en Jalostotitlán, Jalisco. Pero regresó a San Juan llevado por su amor a los feligreses que en ningún caso deseaba dejar desasistidos. Se alojó en el hospital del Sagrado Corazón. El pueblo quería a ese sacerdote que habían visto crecer entre ellos, pero temían a las represalias de las autoridades si le daban cobijo; por eso, a veces algunas personas no le franquearon la puerta de sus moradas. Sin embargo, la gran mayoría no ocultaba su preocupación por su destino. Y las anfitrionas de una casa en la que fue acogido, le rogaron seriamente que escapara. Pero Pedro no estaba dispuesto a ello, y dando testimonio de su gran fe, decía: «Dios me trajo, en Dios confío». Este sentimiento, que reiteró ante otros vecinos, en ningún modo puede ser espontáneo cuando la vida está en peligro; estaba asentado en un corazón orante firmemente clavado en el corazón del Padre, abierto a su gracia.

Fue detenido el 18 de noviembre de ese año 1927. En un mísero y oscuro cuartucho sufrió pacientemente la fiereza de los azotes y otras crueldades que le ocasionaron la fractura de uno de sus brazos; por ello los federales no pudieron verle expirar en la hoguera, como habían fraguado. Pero sin duda, el tormento más doloroso fue ver profanados ante sí los objetos sagrados, destruidos los ornamentos y saqueado el archivo parroquial. Una cruel e infame tortura para un hombre de Dios, una persona inocente que lo único que perseguía era amar a Cristo y a los demás. Las incesantes vejaciones martiriales duraron hasta el 22 de noviembre. Maniatado y lleno de heridas le obligaron a subir por sí mismo a un árbol. Allí fue tiroteado sin piedad por un alto oficial que vertió en él su torrente de ira al ver que no podía sostenerse en la pira que habían dispuesto para ajusticiarlo prendiendo fuego al árbol en cuestión. Camino de su particular calvario, envuelto en un heroico silencio, dejó en unos niños que se acercaron a él su testamento de fidelidad a la catequesis y al evangelio.

Para ver más sobre sus 24 compañeros mártires en México haz "click" AQUI




6:22 a.m.
Salvatore Lilli nació en Capadocia, provincia italiana de Aquila, el 19 de junio de 1853. En 1870 entró en la Orden franciscana. En 1873 tuvo que proseguir los estudios en Tierra Santa, pues el Gobierno italiano había suprimido las Órdenes religiosas. Recibió la ordenación sacerdotal en Jerusalén, el 16 de abril de 1878.

En 1880 fue enviado a Marasc, misión de Armenia Menor (Turquía), comprendida en la Custodia franciscana de Tierra Santa que abarca Egipto, Israel, Jordania, Siria, Líbano, Chipre y Rodas.


Tras un breve viaje a Italia en 1886, prosiguió la actividad apostólica en Marasc, y en 1890 fue nombrado párroco de esta localidad. En la epidemia de cólera del mismo año, el P. Lilli se prodigó tan extraordinariamente en la atención a los apestados, que sus colaboradores lo jugaron exagerado.


En 1894 pasó a la misión de Mujuk–Deresi, a siete horas de viaje a caballo de Marasc. Al año siguiente estalló una fuerte persecución contra los cristianos armenios, que siempre habían sido marginados y despreciados a causa de su fidelidad a la religión cristiana. La matanza de hombres, mujeres, niños y ancianos causó miles de víctimas en la región. El P. Lilli recibió un mensaje urgente de sus superiores que le sugerían que abandonase el puesto; al segundo mensaje en el mismo sentido, el misionero respondió que «el Pastor no puede abandonar a las ovejas en peligro», y decidió quedarse junto a los armenios perseguidos. Un mes después, los soldados entraron a bayoneta calada y el heroico franciscano fue herido en una pierna cuando intentaba ayudar a las víctimas. Invadido su convento por la tropa, fue hecho prisionero y encerrado en una celda de la casa franciscana. Alternando halagos y amenazas, promesas y malos tratos, el jefe de los soldados trató de conseguir que renegase de Cristo y se pasase a Mahoma. Una semana después le obligaron a partir con varios campesinos del lugar, también prisioneros, hacia Marasc. Se reunieron todos en la iglesia, y el P. Lilli les confesó y animó al martirio. Después de dos horas de duro caminar (en el grupo había una niña de 11 años que luego será testigo del martirio), llegaron al borde de un torrente, y el jefe de nuevo les conminó a renegar de Cristo. Ante su unánime respuesta negativa, el comandante ordenó matarlos a bayoneta calada. El martirio se consumó el 22 de noviembre de 1895, cuando el P. Salvador Lilli tenía 42 años. Sus siete compañeros de martirio eran: Baldji Oghlou Ohannes, Khodianin Oghlou Kadir, Kouradji Oghlou Tzeroum, Dimbalac Oghlou Wartavar, Geremia Oghlou Boghos, David Oghlou David y Toros Oghlou David, todos ellos armenios.


El proceso ordinario para la beatificación de estos mártires se instruyó en 1930-32, y la causa se incoó en la Sagrada Congregación de Ritos el año 1959, siendo Papa Juan XXIII, conocedor y amante de las Iglesias orientales de Europa. En 1962-64 se instruyeron procesos apostólicos en Alepo (Siria) y Beirut. El 3 de octubre de 1982, Juan Pablo II los proclamó Beatos, precisamente al clausurarse el VIII centenario del nacimiento de San Francisco de Asís.



6:21 a.m.
Nació en Génova (Italia) el 9 de Enero de 1818 de una familia noble. Aunque si podría prever para él una carrera brillante, a los 20 años decidió ser sacerdote dejando todo para atrás.

"Quiero hacerme santo, cueste lo que cueste", dirá Tomás en el momento en que su opción si llegó a ser definitiva.


Recibió la Ordenación Sacerdotal el 18 de Septiembre de 1841 y, con apenas veinticinco años, fue nombrado vice-rector del Seminario de Génova y sucesivamente rector del Seminario de Chiávari. En este servicio se dedicó con valor a la formación de los futuros sacerdotes para que estuviesen dispuestos a comprometer la propia vida, sin recelos, por Dios y por la iglesia.


Precisamente en cuanto dirigía el Seminario, desenvolvió una intensa actividad como jornalista y fue uno de los cofundadores del primer jornal italiano católico, preocupándose con defender la fe y los principios auténticos del cristianismo.


En 1865, durante la campaña electoral, el "Estandarte católico" – así se llamaba el jornal - condujo la lucha para promover listas de candidatos católicos y pensó en crear un partido católico.


La idea era demasiado audaz, y cuando en 1874 el "non expedit" sonaba claramente y los católicos fueron invitados a no votar, el Padre Tomás "intuyó" que su jornal no podría continuar. Acató las ordenes de los superiores y prefirió estar en sintonía con el Papa y la Iglesia; apenas expuso su pensamiento cuando fue consultado por la Santa Sede.


En 1877 fue consagrado Obispo de Ventimiglia, diócesis muy pobre: lo cubrió varias veces, fue pastor clarividente y verdadero guía espiritual de su rebaño, convoco tres sínodos en quince años, creo nuevas parroquias, renovó la liturgia y se esforzó por mantener el patrimonio artístico de las Iglesias.


En 1878 fundo la Congregación de las Religiosas de Santa Marta, que tenían por finalidad “responder a las necesidades de todos los tiempos. Pidió a las hermanas de acogiesen a los más pobres entre los pobres “como Marta, que tuvo la ventura de servir a Jesús con el humilde trabajo de sus manos”. Estas religiosas aprendieron de ella a adorar en silencio, a alimentarse de la oración, a encontrar de rodillas las razones de una fe, que hay que descubrir a Cristo en los pequeñitos con los cuales él se identificó.


Cuando, en 1887, un terremoto devasto la Región, D. Reggio, a pesar de su avanzada edad, se presentó inmediatamente junto a los afligidos por la catástrofe llevándoles ayuda, y después convoco a los párrocos pidiéndoles que lo informasen sobre el Estado de sus parroquias, a fin de providenciar las ayudas que recibía de muchas personas, entre la cuales lectores de varios periódico.


Fue pródigo, reservando para si apenas su batina y su antiguo reloj, testimonio así que se hizo pobre por su gente. Cuido de modo especial de los muchos huérfanos victimas del terremoto, inicialmente asistió en algunos centros ya existentes en la ciudad que el creó, más tarde, un orfanato en Ventimiglia entrego al cuidado de las Religiosas de Santa Marta.


En 1892 escribió al Papa: "Pido a Su Santidad que me exonere del cargo episcopal, a fin de poder ser un simple sacerdote para que la diócesis no vaya a sufrir a causa de mi edad y se confié a otro una tarea tan pesada".


La respuesta del Santo Padre fue sorprendente: en Mayo de ese mismo años, D. Tomás fue nombrado Arzobispo de Génova. A pesar de sus 74 años de edad y de las dificultades, acepto humildemente el cargo para cumplir la voluntad de Dios.


Cuando en 1900 la Italia católica decidió consagrar a Dios y a la Virgen el nuevo siglo, D. Tomás Regio invito a todos los Obispos de la Región a una gran peregrinación al Monte Saccarello, donde se coloco la estatua del redentor. También él partió de Génova en un carruaje de tercera clase, con otros sacerdotes y muchos peregrinos, hasta Triora, pequeña localidad a los pies del Monte. El deseo de proseguir a pie el itinerario de la peregrinación era muy fuerte, más no le fue posible hacerlo, pues un malestar sé lo impidió. Fue el inicio de la enfermedad que lo llevaría la termino de su vida.


Falleció en la tarde del 22 de Noviembre de 1903, respondiendo a aquellos que se preguntaban si desearía alguna cosa: “Dios, Dios, solo Dios me basta!”. La respuesta fue la expresión de eso que lo movió siempre.



6:21 a.m.
Julián Torrijo Sánchez nació en Torrijo del Campo, Teruel, el 17 de noviembre de 1900. Fue bautizado el 18 del mismo mes.

Ingresó en el Noviciado Menor de Cambrils el 3 de noviembre de 1916. Recibió el Hábito el 11 de febrero de 1917 en Hostalets de Llers, Gerona.

Comenzó su apostolado con los párvulos de Sta. Coloma de Farnés en 1920.


En 1925 le encomendaron los trabajos de carpintería en la construcción del Noviciado de Cambrils, pues antes de entrar con los Hermanos ayudaba a su padre en este oficio.


En 1928 fue nombrado Administrador del Internado de Manlleu. En 1929 volvió a la clase en San Hipólito de Voltregá y luego estuvo dos años en Condal. En 1934 pasó a la Escuela Nuestra Señora del Carmen, en Barcelona.


Debido a una enfermedad, tuvo que pasar una temporada en la enfermería de Cambrils. Allí se hallaba cuando estalló la persecución religiosa.


Era una persona sencilla, servicial y de gran capacidad de trabajo.

Junto con el Hno. Bertrán Francisco, se le encomendó acompañar a un grupo de Novicios y Escolásticos aragoneses a sus casas, pero antes de llegar, en Segunto, los interceptaron los milicianos. Llegados a Valencia y no pudiendo continuar a Aragón, distribuyeron a los chicos en las casas de familias amigas.


En una de las visitas a los chicos, fueron interceptados, identificados como religiosos y detenidos. De los calabozos del Gobierno Civil, fueron trasladados a la Cárcel Modelo de Valencia. Al ser fusilado, el Hno. Elías tenía 35 años.


Para ver más sobre los mártires lasallistas en Valencia haz "click" AQUI



6:21 a.m.

Por: . | Fuente: Lasalle.org

Francisco Lahoz Moliner nació en Campos, Teruel, el 15 de octubre de 1912. Fue bautizado al día siguiente de su nacimiento.
El 10 de agosto de 1925 ingresó en el Noviciado Menor de Cambrils, procedente del Aspirantado de Monreal del Campo.

Tomó el Hábito el 2 de febrero de 1929.

Terminada su formación en el Escolasticado, fue asignado como profesor del Noviciado Menor, en donde se ocupó de los alumnos con mayores dificultades de aprendizaje y después fue asignado a la catequesis de los novicios.

De carácter firme y austero, era paciente para soportar bromas y su actitud con los demás era complaciente y fina. Hombre modesto y de gran capacidad de trabajo.

Con motivo de la persecución religiosa de 1936, se le encomendó, junto con el Hno. Elías Julián, acompañar a los novicios de la región de Valencia y Aragón.

Como se mencionó en los datos del Hno. Elías Julián, después de haber permanecido aislados en forma casi total, fueron sumariamente juzgados y fusilados en el campo militar de Benimamet. El Hno. Bertrán Francisco tenía 24 años de edad. Fueron sepultados en una fosa común del cementerio de Valencia.

Para ver más sobre los mártires lasallistas en Valencia haz "click" AQUI


6:21 a.m.

Lirio del cielo

Noviembre 22


I. EL PALACIO DE LOS CECILIOS. UNA CASA PATRICIA DE LA ROMA IMPERIAL

En un ángulo del campo de Marte, cerca del mausoleo de Augusto y tan próxima al Estadio, que en los grandes días se oyen los gritos de la multitud, se yergue una casa patricia de la roma imperial. Desde allí se ve el Tíber. Detrás, se alza la fachada del Panteón, a la derecha el jardín, y en el interior un patio alegre, poblado de estátuas, pertenecientes a la nobilísima gens de los Cecilios. Pero los mármoles rodaron y el recuerdo se ha olvidado. Aquel palacio aristocrático de la Roma de los Antoninos, es hoy la iglesia de Santa Cecilia, espejo de la nueva Roma, restaurada por Cristo, la abeja industriosa de los panales del Señor, como la llama el pontífice Urbano. Una abeja libadora de flores de virtudes, que atesora en silencio y en oración. En una habitación, en un cofre de plata, se guarda el Evangelio que la joven lee todos los días.

II. LA BODA DE CECILIA

El palacio de los Cecilios se viste de fiesta. Esclavos y esclavas desfilan llevando joyas brillantes, telas preciosas y cestillos de flores, preparando la fiesta nupcial de la boda de Cecilia. Una noche, en las catacumbas, el pontífice había puesto sobre su cabeza el velo de las vírgenes; era la esposa de Cristo, pero no ha podido vencer la voluntad de su padre; y ahora se pone confiada en las manos del Señor. Avanza el cortejo. Van delante un niño adornado con verbenas y una niña coronada de rosas. Describiendo ligeros ritmos de danza, siguen cuatro adolescentes que acaban de vestir la toga pretexta. Cecilia lleva el vestido prescrito por el ritual: una túnica blanca de lana con su ceñidor también blanco y encima un manto color de fuego, símbolos de la inocencia y del amor. Cuando empezaba a brillar el lucero de la tarde, la nueva esposa es conducida a la morada del esposo.

III. HACIA LA CASA DE VALERIANO

La casa de Valeriano estaba al otro lado del Tíber, convertida hoy en la iglesia de Santa Cecilia. Cecilia sonríe con suavidad, pero una angustia infinita le acongoja el corazón. A los pocos pasos apareció la casa de Valeriano. En el pórtico, adornado de blancas colgaduras y guirnaldas de hiedra, aguardaba el esposo feliz. Cambiaron el saludo tradicional: -"¿Quién eres tú?"- preguntó él. Y ella respondió: -"Donde tú Cayo, yo Caya". Cecilia atraviesa el umbral. Una esclava se adelanta y le presenta en un cáliz de plata el agua, figura de la limpieza; otra le entrega una llave, símbolo de la administración que se le confía; y otra, le ofrece un puñado de lana para recordarle las tareas del hogar. Y pasan al triclinio, donde se va a servir el banquete nupcial. Brillan los candelabros, los lirios de Aecio y de Tívoli derraman sus perfumes, caen el chipre y el falerno en las copas de oro, escanciadas por jóvenes efebos, resuena la melodía de las arpas y los címbalos y los comensales aplauden al poeta que canta el epitalamio.

IV. EN EL BANQUETE DE BODA

Cecilia parece enajenada; su corazón está suspendido por una música celeste. "Durante el banquete de bodas, mientras la música sonaba, ella entonaba oraciones en la soledad de su corazón, pidiendo que su cuerpo quedara inmaculado", según se lee en las Actas de santa Cecilia, del año 500: "Que mi corazón y mi carne permanezcan puros". Cecilia iba a dar el último paso hacia el peligro. Dos matronas guiaron sus pasos temblorosos hacia la cámara nupcial. Arden los candelabros, brillan los tapices y fulguran las joyas.

V. EN LA CAMARA NUPCIAL

Llega Valeriano. Se acerca a su esposa radiante de dicha; pero ella le detiene con estas palabras: -"Joven y dulce amigo, tengo un secreto que confiarte; júrame que lo sabrás respetar". Valeriano lo jura sin dificultad, y la virgen añade: -"Cecilia es tu hermana, es la esposa de Cristo. Hay un ángel que me defiende, y que cortaría en un instante tu juventud si intentases cualquier violencia". El joven palidece, se irrita, grita desesperado; pero poco a poco la gracia le domina, y con la gracia la dulzura infinita de Cecilia. -"Cecilia -dice al fin-, hazme ver ese ángel, si quieres que crea en tus palabras". "Para ver ese ángel de Dios se necesita antes creer, hacerse discípulo de Cristo, bautizarse". -"Pues bien -responde Valeriano -; ahora mismo, esta misma noche; mañana será tarde". - Y con el ímpetu de la juventud y la sierpe de la duda en el alma, deja en la habitación a su esposa y camina envuelto en el silencio de la noche en busca del pontífice Urbano. Poco a poco, una fuerza desconocida va dominando su alma. Empieza a comprender.

VI. DOS CORONAS DE ROSAS Y LIRIOS

Unas horas más tarde volvía vestido con la túnica blanca de los neófitos. Prosternada en tierra, Cecilia está absorta en oración; una luz deslumbrante la rodea y un ángel de inefable belleza flota sobre ella, sosteniendo dos coronas de rosas y de lirios, con que adorna las sienes de los dos esposos. Al bautismo de Valeriano siguió el de su hermano Tiburcio y poco después, los dos esposos daban su sangre por la fe. Reinaba entonces en Roma el emperador Aurelio, hombre honrado, corazón bueno y compasivo, que se rebela contra los juegos sangrientos del anfiteatro; pero cruel con los cristianos. En su persecución sufrieron Tiburcio y algún tiempo después, la virgen Cecilia.

VII. EL MARTIRIO CRUEL

Tras los intentos de ahogarle en el hipocausto, el líctor blandió la espada y la dejó caer tres veces sobre el cuello de Cecilia, pero con tan mala suerte, que quedó envuelta en su propia sangre luchando agónica con la muerte. Tres días después iba a recibir el galardón de su heroísmo. Los cristianos recogieron el cuerpo de la mártir y respetuosamente lo encerraron en un arca de ciprés, sin cambiar la actitud que tenía al morir. Así se encontró catorce siglos más tarde, en 1599, según el testimonio del mismo Cardenal Baronio.

VIII. TESTIMONIO DE CARDENAL BARONIO

"Yo vi el arca, que se encerró en el sarcófago de mármol -dice el cardenal Baronio- y dentro, el cuerpo venerable de Cecilia. A sus pies estaban los paños empapados en sangre, y aún podía distinguirse el color verde del vestido, tejido en seda y oro, a pesar de los destrozos que el tiempo había hecho en él. Podía verse, con admiración, que este cuerpo no estaba extendido como los de los muertos en sus tumbas. Estaba la castísima virgen recostada sobre el lado derecho, unidas sus rodillas con modestia, ofreciendo el aspecto de alguien que duerme, e inspirando tal respeto, que nadie se atrevió a levantar la túnica que cubría el cuerpo virginal. Sus brazos estaban extendidos en la dirección del cuerpo, y el rostro un poco inclinado hacia la tierra, como si quisiese guardar el secreto del último suspiro. Sentíamonos todos poseídos de una veneración inefable, y nos parecía como si el esposo vigilase el sueño de su esposa, repitiendo las palabras del Cantar: “No despertéis a la amada hasta que ella quiera". Aunque la relación parece fruto de la fantasía, los mártires Valeriano y Tiburcio, sepultados en las catacumbas de Pretextato, son históricamente ciertos. Después del proceso, referido por el autor de la Passio, Cecilia, condenada a ser decapitada, recibió tres poderosos tajos del verdugo, sin que su cabeza cayese cortada: Había pedido y obtenido la gracia de volver a ver al papa Urbano antes de morir. En la espera de esta visita ella continuó durante tres días profesando la fe. No pudiendo hablar, expresó con los dedos el credo en Dios uno y trino. Y con este gesto la esculpió Maderno en su célebre, bellísima e impresionante imagen de mármol.

IX. PATRONA DE LA MUSICA

Cecilia, virgen clarísima, Lirio del cielo llega escoltada por la gloria divina con música y cantos, al banquete nupcial, en palabras de la narración de la Passio: Cantantibus organis, Caecilia, in corde suo, soli Domino decantabat, dicens: - Fiat cor et corpus meum immaculatum ut non confundar -, "Mientras tocaba el órgano, Cecilia cantaba salmos al Señor". A su Señor, a su Esposo: "Que mi corazón y mi cuerpo permanezcan inmaculados, para que no quede confundida". Sus oraciones fueron escuchadas y fue martirizada. Este relato escrito de las Actas de la mártir se grabó en mosaicos, y se decoró een frescos y miniaturas.

X. LOS PINTORES Y POETAS

En el siglo XVI y siguientes su posición como patrona de la música fue creciendo. Y los artistas la representaron tocando el órgano, o junto a él, en numerosas pinturas, destacando las de Rafael, Rubens y Pousin. Así la celebraron los pintores, los músicos y los poetas, Dryden, Pope, Purcell y Händel. El Movimiento Ceciliano alemán del siglo XIX la tomó como Patrona para la reforma de la música litúrgica, que culminó en el Motu Proprio de San Pio X, en 1903.

XI. CECILIA CANTA EN EL CIELO

Podemos imaginarnos a Cecilia cantando gozosa en el cielo, pidiendo al Señor que nosotros seamos dignos de cantar las alabanzas de Dios por las maravillas que obra en el mundo, unidos a su alma, limpia y enamorada. Dice santo Tomás en la 2a-2ae q. 91 a. 1 resp sobre el Canto Litúrgico, que tanto cuanto asciende el hombre a Dios por la divina alabanza, se aleja de lo que va contra Dios. El hombre asciende a Dios por medio de la divina alabanza, que le eleva alejándolo de lo que se opone a Dios, el egoismo y la soberbia, y lo convierte en hombre interior. La alabanza exterior de la boca ayuda a motivar el amor interior del que alaba. La alabanza exterior de los labios contribuye a aumentar el amor del que alaba, como lo había experimentado muy bien San Agustín viviendo la experiencia de la Iglesia que canta. La melodía divina con su fuerza transformante, lo había conducido al camino de su conversión. Confiesa el Santo que cuando oía los himos, de los salmos y de los cánticos en Milán, se sentía vivamente conmovido a la voz de tu Iglesia, que le impulsaba suavemente. Aquellas voces se mantenían en mis oídos y destilaban la verdad en mi corazón; encendían en mí sentimientos de piedad; entretanto derramaba lágrimas que me hacían bien (Conf. IX 6-14). En la Iglesia de Cristo, que es hogar de gozo, el canto es esperanza en acto porque es plegaria. Por lo tanto dedicarse a cantar a Dios y a escuchar la música sagrada es preparse para orar con mayor esperanza y a vivir la vida de Dios en nuestro santuario interior que desborda en la sociedad como anuncio del Reino de Cristo.

XII. LAS IMAGENES DE LA PATRONA DE LA MUSICA

A partir del Siglo XVI, la iconografía la representa llena de alegría por la presencia del Señor tocando instrumentos musicales, la lira, la cítara, el órgano, el clavicordio, el arpa, el violín, el violoncelo, y rodeada de ángeles cantando. Así la representan en el Louvre, Domenichino, Guido Reni, Rubens y Pierre Mignard. Desde la Catedral de Palermo a la Pinacoteca de Dresde, la figura de la mártir romana, personifica el espíritu del canto y de la música sacra, y sale de los límites de la música italiana para inspirar la música y la pintura europeas y el arte internacional ya que el arte no tiene fronteras, como no lo tiene el bien, ni la verdad ni la belleza, que viven en Dios y son participados por los hombres, que habiendo saboreado un retazo de hermosura, se enamoran de la plenitud de la belleza de Cristo Pantocrator. Porque la belleza, la verdad y el bien convergen y conducen a los hombres a reencontrarse con Dios.

XIII. LA PEDAGOGIA DEL ARTE

En la Pinacoteca de Bolonia se puede admirar un cuadro de Rafael que representa a Cecila, junto a instrumentos musicales, absorta en las armonías celestes. La Vida divina trinitaria, el Paraíso, la Comunión de los Santos son luz, armonía y color, santidad, que es belleza, magnificencia y esplendor. Ese es el ministerio de la liturgia y el magisterio del arte, ayudarnos a comprender mejor, a orar y a elevar nuestra mente a la armonía del Paraiso, al que estamos llamados. Los templos no son museos refinados, sino auxilios para afianzar nuestra fe y caminos de conversión interior. La música y el canto sagrado, las expresiones artíticas de la arquitectura, las pinturas, las imágenes, vienen a ser como sacramentales, para que los hombres, dotados de sentidos, se abran a su vocación de santidad, atraidos y fascinados por el aroma de los nardos de los santos, y por la blancura lilial de la Patrona de la Música CECILIA, Coeli-lilia, que en castellano significa Lirio del Cielo.

Comentarios al autor: jmarti@correo.infase.es

1:06 a.m.

Patrona de Ecuador


La imagen de Nuestra Señora de la Presentación del Quinche es una hermosa escultura en madera, tallada en el siglo XVI por Don Diego de Robles, extraordinario artista al que se deben otras imágenes de María de gran popularidad y veneración.

Según algunos testimonios, la Virgen se apareció a los indios en una cueva prometiéndoles librarlos de los peligrosos osos que devoraban a los niños. Por otra parte, los que habían encargado la confección de la imagen a Don Diego, no le pagaron por ella, por lo que decidió entonces dársela en vez a los indios oyacachis a cambio de unos tablones de fino cedro que este necesitaba para sus trabajos. Los caciques quedaron admirados cuando vieron llegar a Diego Robles con la imagen de la Virgen a cuestas y reconocieron en ella los mismos rasgos de la Señora que se les había aparecido y les había hablado en la cueva. Sin duda, la Virgen quiso visitar primero a sus hijos mas pobres para atraerlos al Señor de los Señores quien ella lleva en sus brazos.


Quince años permaneció la imagen al cuidado de los indios hasta que en 1604, el obispo del lugar ordenó su traslado al poblado del Quinche, de donde finalmente tomó su nombre. La imagen, que es una fina talla en madera de cedro de unos 62 cm. de alto, está revestida por un amplio y hermoso ropaje de brocado cubierto de gemas, y bordado con hilos de oro y plata que sólo dejan ver su rostro moreno y apacible. La Virgen lleva un cetro en la mano derecha y con la izquierda sostiene el Niño en actitud de bendecir, mientras sostiene una esfera de oro coronada por una cruz.


A los pies de la imagen, la peana y la gran media luna, ambas de plata pura, y las pesadas coronas imperiales de oro y piedras preciosas, manifiestan la generosidad del pueblo ecuatoriano que gusta ver a su patrona resplandeciente, vestida siempre con las mejores galas. El rostro de Jesús evoca las facciones de los niños mestizos de aquellas sierras. Mestizo es el color de la Madre, síntesis del alma del inca y del español. Su fina nariz está enmarcada por un delicado rostro ovalado de labios delgados y boca pequeña; sus ojos achinados y su mirada triste con los párpados entrecerrados o caídos le confieren una dulzura única. Por eso esta advocación es tan popular en Ecuador, especialmente entre los indios que llaman con afecto "la Pequeñita" a su protectora del cielo.


Es de admirar la variedad de cantos que se entonan en honor de la Virgen del Quinche, con textos en quechua, en jíbaro y en otros diversos dialectos de la región y también en castellano; muchos de ellos se cantan desde hace cuatro siglos. La imagen fue coronada en 1943 y su fiesta se celebra el 21 de noviembre. El templo actual fue declarado Santuario Nacional en 1985.



1:06 a.m.
No se sabe si nació en África o era romano de origen, pero sí consta que fue elegido pontífice en el 492 y que reinó cuatro años y medio, distinguiéndose por su energía.

Parece que no es obra suya el Decreto Gelasiano que contiene una lista de los libros del canon bíblico, pero sí hay que atribuirle reformas litúrgicas y sin ninguna duda una actitud muy firme respecto a los herejes: combatió implacablemente a pelagianos, nestorianos y monofisitas, e hizo quemar los libros de los maniqueos.


También hombre de una pieza en el conflicto que le enfrentó a un obispo cismático de Constantinopla, afirmando en todo momento la primacía de la sede romana, sin olvidar que formuló con claridad, quizá por primera vez, la supeditación que en último término debe el poder temporal al espiritual.


Este esquemático repaso a sus actividades le señala como un papa que no perdía el tiempo y que en menos de un lustro dejó huella en todas las cuestiones relativas a la fe y a la disciplina. Su figura se ve así envuelta en un aura de inflexibilidad.


Aunque la idea más común acerca de ser santo se relaciona con blandas efusiones teñidas de sentimentalismo, la santidad estriba muchas veces en ser duro. San Gelasio, defendiendo el depósito de la fe y la Iglesia de Roma es inflexible, no retrocede ni una pulgada; y también ha pasado a la historia como «padre de los pobres», porque para él caridad significaba las dos cosas, ser de hierro custodiando la herencia de Dios y de cera y miel para las necesidades de sus hermanos.



1:06 a.m.

(María de Jesús, el Buen Pastor)

Fundadora del Instituto de Hermanas de la

Santa Familia de Nazaret


Martirologio Romano: En Roma, Italia, beata María de Jesús Buen Pastor (Francisca) de Siedliska, virgen, que dejó Polonia por los problemas con los gobernantes y fundó el Instituto de Hermanas de la Santa Familia de Nazaret, al servicio de los emigrantes de su patria. ( 1902)

Fecha de beatificación: 23 de abril de 1989, por S.S. Juan Pablo II



Hoy la Iglesia celebra la de vida de Franciszka Anna Józef. Nació el 12 de noviembre de 1842 en el castillo polaco de Roszkowa Wola, lugar cercano a Varsovia. Era la primogénita del matrimonio de terratenientes compuesto por Adolf Siedliska y Cecilia Mariana Morawska. Los Siedliska tenían lazos de parentesco con aristócratas polacos que se hallaban en la zona rusa. El abuelo materno de la beata era ministro de finanzas.

El ambiente que rodeó su infancia, tal como le ocurrió a la mayoría de sus contemporáneos, cedía al influjo de las ideologías políticas del momento. El aire que se respiraba en su hogar estaba teñido por un cierto liberalismo en el que la fe ocupaba un papel muy secundario. Ella y su hermano Adam simplemente recibieron la educación que correspondía a su alcurnia. Sin embargo, Franciszka no era ajena al hecho religioso. Su institutriz le había familiarizado con la oración y de alguna forma fue su guía hasta que se produjo su muerte. Con esta sensibilidad espiritual en carne viva, cuando tenía 9 años al ver a su madre gravemente enferma no dudó en solicitar insistentemente la gracia de su curación a la Virgen de Czestochowa. Y poco tiempo después, en 1854, tuvo la fortuna de tomar contacto con el P. Leander Lendzian, un capuchino lituano que residía en Varsovia ciudad en la que Cecilia se encontraba en periodo de restablecimiento, residiendo en casa de sus padres.


Este religioso, que tuvo gran influencia en la vida de Franciszka (fue su director espiritual hasta 1879), la preparó para recibir los sacramentos de la comunión y la confirmación, momento en que decidió consagrarse. La noticia cayó como un jarro de agua fría en el hogar de los Siedliska; sus padres tenían planes diametralmente opuestos a los suyos. En particular, su progenitor no le daba otra alternativa que la de contraer matrimonio con una persona de similar posición. Aparentemente la joven se plegaba a su voluntad; les acompañó en un largo viaje por Europa en el transcurso del cual se perfilaban claramente los puntos de vista de uno y de otra. Adolf, su padre, insistió hasta la saciedad en la tesis del ventajoso matrimonio, y ella, que había heredado su fuerte carácter, replicó mostrando su férrea decisión a seguir a Cristo.


Tanta carga de tensión emocional terminó por afectarle a su madre y a ella. En su caso se temió que hubiera podido contraer la tuberculosis. Mientras visitaban médicos afamados y recibía tratamientos en balnearios de Alemania, Austria, Francia y Suiza, hubo una insurrección que obligó a su padre a dejar Polonia. Fue el momento de la conversión de la beata. Su hermano Adam falleció en 1860, parece que a consecuencia de un accidente. Cuatro años más tarde, hallándose en Cannes a la espera de que su padre la autorizara a dar el paso hacia la vida religiosa, Franciszka privadamente consagró a Cristo su castidad. Cuando pudieron regresar a su domicilio se comprometió como terciaria franciscana. Adolf murió en 1870 y ella tenía vía libre para materializar su consagración, alentada por Lendzian. Nuevo veto, en este caso debido a su mala salud, le impidió dar el paso que anhelaba. En abril de 1873 por sugerencia de este capuchino, que veía clara la voluntad de Dios sobre ella, inició la fundación de la Congregación de las Hermanas de la Sagrada Familia.


Dio los primeros pasos secundada por su madre y dos terciarias franciscanas de avanzada edad. Iniciaron una labor catequética, teniendo como centro de su consagración la adoración de Jesús Sacramentado. En otoño, una vez que vio frustrados los intentos de poner en marcha la obra en Polonia y Lourdes, contando con la ayuda del P. Piotr Semenenko, superior general de los resurreccionistas, viajó a Roma y recibió la bendición de Pío IX quien les dio vía libre para que pudieran establecerse allí. La fundación vio la luz en 1875. El P. Semenenko contribuyó también con su experiencia a la redacción de los estatutos. Ambos asistían a los emigrantes. El lema de Franciszka fue el fiat: "hágase tu voluntad". La primera comunidad tenía como modelo a la Sagrada Familia, con un claro compromiso eclesial, de unión con el Santo Padre y la determinación a vivir la caridad que debía plasmarse en la acción apostólica. El P. Semenenko las asistía espiritualmente.


En 1881 Franciszka fundó en Cracovia, y tres años más tarde profesó, tomando el nombre de María de Jesús, el Buen Pastor. Las religiosas se dedicaban a enseñar el catecismo preparando a los niños para recibir los sacramentos. Progresivamente fueron abriendo otros campos con la dirección de residencias e internados, el trabajo en escuelas, en el ámbito sanitario, ayuda a los emigrantes e incluso la acogida y crianza de niños de diversas nacionalidades, entre otras acciones. En 1885 se fundó Chicago respondiendo a la petición de prelados y sacerdotes para que asistieran a compatriotas polacos. Cuando Franciszka murió el 21 de noviembre de 1902 a causa de una peritonitis, dejaba 28 casas extendidas por distintos países, entre ellos, además de los Estados Unidos, las ciudades de París y Londres.


En 1996 fue proclamada patrona de la misión católica polaca en Inglaterra y Gales.



Hermanos Franciscanos

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

Con tecnología de Blogger.